Capítulo 6
16 de Flamerule, Año de la Magia Desatada
Aunque en la caravana no hubiera quedado una distancia del tamaño de un gigante entre Galaeron y Ruha, el grupo de acaudalados ciudadanos que acudieron a despedirlos a las puertas de la ciudad prácticamente anunciaba que Aris de Mil Caras se marchaba. Los habitantes de Arabel se habían puesto sus mejores galas y muchos se sentaban en carretas cubiertas de seda junto a sus últimas adquisiciones: obras maestras de granito y de mármol adquiridas el día anterior a precio de saldo. Todos los ojos estaban fijos en la larga hilera de jinetes y animales de carga que venían calle abajo, y tan pronto como los curiosos veían el lugar que ocupaba el gigante invisible, elevaban burbujeantes copas de vino espumoso a modo de silencioso homenaje.
—Se diría que tu idea ha funcionado, Ruha —dijo Galaeron en voz baja—. Si hubiéramos contratado un pregonero para que recorriera las calles durante toda la noche, no podríamos haber difundido mejor nuestro «secreto».
—Sí, siempre he llegado a la conclusión de que la forma más segura de proclamar algo es decir que no debe repetirse —dijo Ruha—. Sólo espero que Aris no haya sufrido mucho al tener que deshacerse de tantas obras a tan bajo precio.
—¿Y por qué habría de sufrir? —susurró Aris—. Sus propietarios disfrutarán de ellas mucho más y yo no tengo que cargar con tanto oro.
—Hay muchos arabelanos que se hubieran prestado gustosos a llevar la carga por ti —dijo Galaeron—. Tal como atesoran ese metal se diría que lo comen.
Cuando la primera línea de la caravana llegó a las puertas de la ciudad, el jefe de la expedición abandonó su puesto para pagar el impuesto. El tesorero adoptó una pose muy digna y contó de forma ostensiva cada animal de carga que atravesaba la puerta. Sus guardias vigilaban atentamente, con la mirada fija al otro lado de la arcada y las alabardas listas para atacar. Aunque los funcionarios de Cormyr tenían fama de ser honestos, al menos para lo que suelen serlo los humanos, no eran más proclives a la diligencia permanente que otros hombres, y Galaeron se dio cuenta de que los que despedían con buenos deseos a Aris no eran los únicos que habían acudido a despedirlos.
Cuando les llegó el turno de pasar por debajo de la arcada para ser contados, Galaeron echó una mirada a la tronera situada detrás de los guardias y descubrió una cascada de pelo dorado que le resultaba familiar y que relucía en las profundidades de la caseta de guardia. Hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza. El pelo dorado se acercó y el rostro familiar de la princesa Alusair apareció al otro lado de la tronera. Tenía los ojos rojos y vidriosos, aunque resultaba imposible decir si por el llanto o por el agotamiento.
—Gracias —dijo Galaeron con un movimiento mudo de los labios—. Tu bondad ha iluminado mi corazón.
—Y tu coraje el mío —respondió Alusair del mismo modo—. Agua dulce y risas ligeras, amigo mío.
—Hasta siempre. —Galaeron no respondió con el tradicional «Volveré pronto» porque ambos sabían que no volvería a Cormyr—. Que tu reino perdure y tu pueblo conozca la paz.
Galaeron no tenía forma de saber con certeza si Alusair había visto lo suficiente de su último deseo como para entenderlo, ya que desapareció tras el borde de la tronera en cuanto la caravana reanudó la marcha. Pasaron bajo las picas del rastrillo de hierro y atravesaron ruidosamente el puente levadizo hasta desembocar en el comienzo del Camino Real.
Una vez fuera de las murallas de la ciudad, un pequeño ejército de mendigos, formado por granjeros y artesanos despojados por los saqueos de la Guerra de los Goblins, salió de las tiendas y destartaladas chozas de la Ciudad de los Miserables para pedir limosna. Aris entregó subrepticiamente unas bolsas de oro a Galaeron y a Ruha, que trataron de disimular la generosidad de su amigo diciendo «aquí tienes un cobre» y cerrando la mano del mendigo cada vez que depositaban en ella una de las piezas de oro.
La estrategia resultó menos eficaz aún que su «esfuerzo» por abandonar sigilosamente la ciudad. Cuando los atónitos mendigos, en especial los niños, abrían la mano y veían lo que les habían dado, no podían evitar un grito de alegría. Galaeron y Ruha no tardaron en quedar rodeados por una marea humana, muchos de cuyos integrantes repararon en el vacío del tamaño del gigante que había entre ellos y adivinaron la verdadera identidad de su benefactor.
Llegaron al pequeño puente que separaba los campos de clasificación de la Ciudad de los Miserables, y la presión de los mendigos hizo que la caravana prácticamente no pudiera moverse. Las protestas de los que venían detrás de Galaeron y Ruha empezaron a subir de tono, pero quedaron casi ahogadas por un coro incesante de gritos de «Que Ilmater bendiga al generoso gigante» o «Gracias al gigante».
En medio de semejante barahúnda, una mano fina que llevaba dos anillos de plata se alzó pidiendo una moneda. Ciñendo la muñeca que seguía a la mano, oculto casi a la vista en el puño de una manga color púrpura, se entreveía un brazalete también de plata que lucía el símbolo de la calavera y el estallido de estrellas de Cyric, Príncipe de las Mentiras. Galaeron siguió con la vista la manga hacia arriba hasta llegar a un cuello bordeado de plata y se encontró mirando los ojos hundidos de una mujer de mejillas flácidas y estropajoso pelo rubio.
—He tenido una visión —susurró—. Alguien a quien amas…
Galaeron le puso una moneda en la mano.
—Aquí tienes tu cobre. Cógelo y vete.
Ella dejó caer al suelo la moneda y a punto estuvo de hacer caer también el caballo de Galaeron cuando un grupo de mendigos se lanzó debajo de sus cascos para recuperarla.
—¡Escúchame, elfo! —Cogió con la mano las riendas e hizo que se detuviera—. Debes volver a Refugio. He visto al serafín en un sueño…
—No sé de qué estás hablando —dijo Galaeron. Sacó el pie del estribo y se lo plantó en medio del pecho—. Esta caravana va a Iriaebor.
Empezó a empujarla y notó la punta de un estilete que se deslizaba bajo la protección que le cubría la pantorrilla. La sensación del acero frío lacerándole la pierna hizo brotar una oleada de furia oscura en su interior. Dejando que se deslizase de su montura y se derramara en el suelo la bolsa de oro medio vacía, llevó la mano a la empuñadura de la espada.
—Refugio —repitió la mujer—. Ve, o ella morirá.
A Galaeron empezó a latirle el corazón como un tambor de guerra de Vyshaan. Aunque deseaba desesperadamente interrogar a la mujer sobre su visión, se mordió la lengua y sacó a medias la espada de la vaina. Aun cuando hubiera pensado que podía confiar en un seguidor de Cyric, jamás habría puesto en peligro su plan diciéndole que precisamente era a Refugio a donde se dirigía.
—Me has confundido con otro, mujer —dijo Galaeron—. Ahora apártate o perderás la cabeza.
Los ojos de la mujer se volvieron oscuros y tomaron una forma parecida a la de un sol, con rayos de oscuridad que se expandían a su alrededor.
—Créeme.
Le hundió el estilete menos de un centímetro en la pantorrilla y la espada de Galaeron salió casi totalmente de su vaina como por voluntad propia. La mujer alzó la barbilla y esperó con una calma extraña mientras el acero describía un arco hacia su cuello.
—¡Créeme!
El ataque de Galaeron se frenó repentinamente al chocar el antebrazo con una mano enorme e invisible.
—No. —La voz de Aris retumbó desde arriba.
—Déjala, amigo. —La voz de Ruha le llegó desde el otro lado—. No se puede culpar a los locos de su locura.
—Ni tampoco matar al mensajero —añadió la mujer. Su voz sonaba grave y multiplicada, como si cien personas hablaran al mismo tiempo—. Ve.
Los soles negros desaparecieron de sus ojos. Dejó el estilete colgando de la pantorrilla de Galaeron y cayó hacia atrás en medio del tumulto de mendigos que se disputaban las monedas que el elfo había dejado caer. Aris soltó el brazo de Galaeron y éste bajó la espada. Le temblaba tanto la mano que a duras penas consiguió meter la punta en la vaina.
—Amigo mío, ¿qué te pasa? —preguntó Ruha—. ¿Por qué estás tan asustado?
—Más inquieto que asustado —dijo Galaeron. Se agachó y se arrancó de la pantorrilla el estilete de la mujer mostrando a continuación la punta tinta en sangre—. Un mensaje de nuestro amigo el cornudo. Quiere vernos.
Ruha enarcó las negras cejas y Galaeron arrojó el estilete por encima de los mendigos hasta un trozo de terreno vacío. Cuando se volvió para espolear a su caballo, vio que era inútil. Por delante de ellos, el camino estaba bloqueado por no menos de un centenar de pobres, todos ellos con la mano tendida y alabando la generosidad de Aris, y el pequeño puente estaba ocupado por dos docenas de guardias de la caravana que volvían de los campos de clasificación.
En cuanto hubieron salido del puente, los guardias empezaron a gritar a los mendigos que despejaran el camino usando los escudos y sus enormes caballos de guerra para hacer que obedecieran sus órdenes. Galaeron procuró por todos los medios no perder la paciencia. Tanto si el mensaje venía o no de Malik, sólo había servido para acrecentar su preocupación por Vala. Sus sentimientos hacia ella no eran tan espirituales como el amor por Takari que se había empeñado en negar durante todos aquellos años en la linde meridional del desierto, pero sólo porque una humana y un elfo jamás podrían unirse como lo harían dos elfos.
No obstante, Galaeron amaba a Vala, aunque no tan profundamente como a Takari, sí con igual intensidad, y todo el tiempo que había permanecido cómodamente instalado en Arabel lo había atormentado la idea de que ella estaba sirviendo a Escanor como esclava sexual. Ni un solo día había pasado sin que soñara con liberarla. Ojalá aguantara hasta que él fuese capturado.
Cuando los guardias empezaron a impacientarse y a repartir entre los pobres golpes de plano con las espadas, Aris encontró una solución útil y empezó a arrojar puñados de monedas de oro lejos del camino. Al segundo puñado, los menesterosos se dieron cuenta de lo que estaba haciendo y salieron corriendo, sin dejar de cantar las loas a Aris y rogándole que lanzara monedas en su dirección.
Una vez despejado el camino, los guardias se apresuraron a proteger la caravana, pasando atronadores a uno y otro lado y dando órdenes de que se pusiera en marcha. Cinco de ellos se apartaron del grupo y aparecieron junto a Galaeron y Ruha, colocándose de tal modo que si los mendigos volvían a por más monedas tuvieran que enfrentarse primero con ellos.
La figura más corpulenta era la de una mujer de cara angulosa tocada con un yelmo y vestida con una polvorienta armadura de cuero. Pasó junto a Galaeron y le hizo señas desde el puente. Su voz era tan familiar como mordaz.
—Bien hecho, elfo. No creo que haya un solo hombre sordo ni una sola mujer ciega en una legua a la redonda que no sepa ya que estás saliendo subrepticiamente de Arabel.
Galaeron la miró más detenidamente. Las facciones demacradas se suavizaron transformándose en el rostro de Storm Mano de Plata, el pelo que asomaba por debajo del casco se volvió plateado y sedoso y los labios finos se tornaron carnosos y bien formados.
—Esto no formaba parte del plan. —Temeroso de traicionar la identidad de sus guardias, Galaeron tuvo mucho cuidado de evitar las expresiones honoríficas que habitualmente se usaban para dirigirse a los Elegidos—. La gratitud de los pobres nos tomó por sorpresa.
—Vaya, eso sí que está bien —gruñó una voz detrás de ella—. Es reconfortante saber que fue sólo que las cosas se os escaparon de control.
Empezaron a cruzar el puente. Galaeron miró por encima del hombro y se encontró con que el rostro caballuno de un guardia se transformaba en el de alguien de larga barba negra y expresión ceñuda que sólo podía ser el reconocido amigo de los elfos, Khelben Arunsun.
Galaeron decidió no mencionar el mensaje de Malik. Los Elegidos ya parecían bastante desencantados y no quería darles una excusa más para cambiar de opinión.
—Pido perdón por el error —dijo—. Debería haberme dado cuenta de cuáles serían las consecuencias del darles oro…
—No fue culpa de Galaeron —lo excusó Aris, cuya voz parecía bajar tonante desde el cielo—. Fui yo el que quiso darles el oro.
—¿Queréis estar callados de una vez? —se impuso Khelben—. Al menos haced como si quisierais salir de aquí sin llamar la atención.
—Lo siento —repitió Aris con una voz que hizo que se estremeciera la tablazón del puente bajo los cascos de los caballos—, pero no debéis culpar a Galaeron…
—No hay necesidad de culpar a nadie —señaló una tercera figura que cabalgaba al otro lado de Galaeron y que sólo tenía un brazo y una voz parecida a la de Storm—. Nadie merece ser condenado por compartir lo suyo con los hambrientos.
Mientras hablaba, Galaeron empezó a ver a través de la ilusión que protegía su identidad y se dio cuenta de que ésta debía de ser la consorte de Khelben, Learal Mano de Plata. Un pequeño brazo empezaba a crecer en el muñón del que había perdido en los Sharaedim, pero ni siquiera esto mermaba en nada su belleza. Si cabe, era todavía más hermosa que su hermana, ya que tenía una calidez y un encanto que en nada se parecían a los modales bruscos de Storm…, o tal vez así lo percibía Galaeron, porque Storm jamás se molestaba en ocultar la antipatía que sentía por él.
Khelben guardó silencio un momento.
—Tienes razón —dijo a continuación, y con un profundo suspiro añadió—: Una vez más.
El comentario arrancó una carcajada a los dos guardias que cerraban la marcha, y Galaeron reconoció en su risa el mismo tono argentado de las voces de Learal y Storm. Arriesgó una mirada hacia ellos y, atravesando la ilusión, reconoció en sus ojos chispeantes y sus plateadas cabelleras a otras dos hermanas de Storm. La más esbelta de las dos, y de porte y modales más femeninos, sólo podía ser la celebrada Señora de Luna de Plata, Alustriel Mano de Plata. La otra, una figura más imponente y de complexión tan fuerte como la de un hombre, tenía que serla poderosa Dove Mano de Halcón, Arpista, Dama de Myth Drannor y amiga de los elfos.
Los Elegidos no sólo habían respondido a la petición de ayuda de Galaeron, sino que lo habían hecho masivamente. Que Khelben pareciera tenso era lógico. Con Elminster todavía desaparecido con La Simbul y la espectral Syluné más o menos confinada en su granja del Valle de las Sombras, la única Elegida a quien no habían traído consigo era la Hermana Oscura, Qilué. Teniendo en cuenta su limitada experiencia con los drows durante su época de los Guardianes de Tumbas, Galaeron se alegraba de que así hubiera sido.
Abandonaron el puente y corrieron para dar alcance a la cabeza de la caravana, que estaba detenida en el campo de clasificación mientras el capitán de los guardias seleccionaba a los animales de tiro por su velocidad y su peso y asignaba personal a su vigilancia. Puso a Galaeron y a Ruha con un grupo de jinetes que llevaban poca carga y, respondiendo a la sugerencia impulsada por medios mágicos, asignó a los cinco Elegidos a su protección.
Una vez que el capitán hubo pasado, los Elegidos formaron un estrecho círculo en torno a Galaeron, Ruha y Aris, que seguía siendo invisible.
—He aquí mi plan, Galaeron —dijo Khelben—. Vamos a hacer unos cuantos…
—Querido —lo interrumpió Learal—, no te habrás olvidado de quién concibió el plan ¿verdad?
Khelben frunció el entrecejo.
—Está bien —dijo volviéndose hacia Galaeron—. Tu plan es sólido, pero vamos a…
—Perdona —intervino Alustriel—, pero yo preferiría que la planificación la hiciera alguien que realmente haya estado dentro de la ciudad.
—Está bien —se resignó Khelben poniendo los ojos en blanco. Se volvió hacia Galaeron—. A todos nos gustan tus ideas.
—Muy impresionante —dijo Dove.
Khelben asintió no de muy buena gana antes de continuar.
—Pero hay algunas cosas sobre las que nos gustaría llamarte la atención.
Hizo un alto para ver si contaba con la aprobación de las demás.
Storm le indicó con la mano que prosiguiera mientras echaba una mirada hacia la retaguardia de la caravana que empezaba a cruzar ya el pequeño puente.
—Primero —continuó Khelben con acento irritado—, no podréis comer hasta que estemos dentro de la ciudad.
Galaeron enarcó una ceja.
—No había pensado en eso —dijo.
—No creímos que lo hubieras pensado —le confirmó Alustriel—, pero seguramente lo entenderás. El viaje ya es de por sí bastante desagradable.
—De todos modos, no creo que pueda cabalgar más de unos días sin comer —repuso Galaeron—. Lo postergaremos todo lo que podamos.
—Eso es exactamente lo que yo pensaba —concedió Khelben—. Segundo, tal vez os hayáis dado cuenta de que nosotros somos cinco.
—Eso lo compenso yo —afirmó Aris—, que soy más grande.
—En realidad, estamos pensando en dividir al grupo en dos —dijo Learal—, como medida de seguridad.
Aunque Galaeron estaba poco dispuesto a pedir a Aris que asumiese más riesgos de los que ya había asumido, sabía que no debía discutir. El gigante había dejado muy claro lo que pensaba al respecto cuando rompió la mesa del patio.
—Dividirnos es una buena idea si Aris está dispuesto —señaló Galaeron.
Khelben sonrió.
—Bien —aceptó—, entonces estamos todos de acuerdo.
—No del todo. —Galaeron alzó una mano y evitó la mirada de Ruha—. Ruha no puede venir con nosotros.
—Esa decisión no te corresponde —replicó Ruha. Su tono era de enfado, pero no parecía sorprendida. Se habían pasado casi toda la noche discutiendo eso hasta que por fin habían dejado la cuestión cuando llegó el momento de unirse a la caravana—. Esto no tiene nada que ver con Evereska.
Galaeron hizo como si no la oyera y fijó la mirada en Storm.
—Los shadovar me necesitan —dijo—, y aprecian a Aris, pero para ellos Ruha sólo representa un problema. Si viene con nosotros, lo más probable es que la maten.
—Ése es mi riesgo, no el vuestro —replicó la bruja mirando uno tras otro a todos los Elegidos—. Está tratando de proteger a Malik porque él le salvó la vida y el muy tonto piensa que son amigos.
—Eso es cierto —dijo Aris—, pero también es cierto que Hadrhune cree que desobedeciste su orden y trataste de matar a Malik. Si vuelves será como dice Galaeron.
Los cinco Elegidos miraron a Ruha con expectación.
Al ver que la bruja se limitaba a desviar la mirada, Dove Mano de Halcón fue quien habló:
—Creo que deberías quedarte atrás, Ruha. Tu presencia puede poner en peligro la misión.
—O salvarla —protestó Ruha—. Todavía no podéis saberlo… Y ¿qué pasará con Malik? Llevo mucho tiempo persiguiendo a ese perro como para permitir ahora que viva como un jeque en sus palacios.
—Si conseguimos nuestro objetivo, tal vez ya no haya un Malik de quien tengas que preocuparte —dijo Storm—. Si fracasamos, saldrá tarde o temprano. Cyric es demasiado cruel como para dejar que viva cómodamente durante mucho tiempo.
Ruha no dijo nada más, pero la mirada de enfado que le echó a Galaeron dejó pocas dudas acerca de la vida que ella pensaba que acababa de salvar. Una voz oscura en su interior le susurró al elfo que ella era una zorra desagradecida merecedora de la muerte que hubiera encontrado en Refugio, pero Galaeron cerró su mente a esos sombríos pensamientos y recordó que la Arpista tenía buenos motivos para odiar al hombrecillo. Malik era un asesino irredento que sin ayuda había salvado a la Iglesia de Cyric y había reinstaurado en el poder al dios loco, e indudablemente estaba trabajando para difundir la influencia de su dios por toda la ciudad de Refugio. El hecho de que hubiera salvado la vida a Galaeron y a Aris repetidas veces mientras viajaban juntos no tenía la menor importancia. Ésa había sido una alianza de conveniencia, y Galaeron sabía tan bien como Ruha que no vacilaría en traicionarlos en nombre de su dios.
Galaeron pensó otra vez si debía o no contarles a los Elegidos lo del mensaje que había recibido de Malik, pero la furia que vio en los ojos de Ruha lo disuadió. Teniendo en cuenta el número de Elegidos que había acudido y la cortesía de que le habían dado muestras en la sesión de estrategia, estaba seguro de que tenían intención de seguir adelante con el plan pasara lo que pasase. Sin embargo, Ruha aprovecharía cualquier cosa que hiciera pensar en una traición por parte de Malik como excusa para acompañarlos a la ciudad. Galaeron no tenía la menor duda de lo que le sucedería si llegaba a caer en manos de Hadrhune, y por su propio bien era mejor que él guardara aquello en secreto.
O al menos eso pensaba Galaeron.