Capítulo 8

16 de Flamerule, Año de la Magia Desatada

Keya Nihmedu estaba en primera fila de la Compañía de la Mano Fría, temblando entre el fragor y los fogonazos del ataque, con la cabeza echada hacia atrás mientras observaba cómo una andanada tras otra de descargas mágicas de color carmesí castigaban al debilitado Mythal de Evereska.

Los arqueros de la ciudad respondían oscureciendo el cielo con sus flechas, y los magos de batalla elfos, distribuidos a lo largo de la Muralla de la Vega, barrían las arrasadas terrazas del Valle de los Viñedos con crepitantes rayos y arcos de llamas acres.

A pesar de todo, a excepción del muro de osgos tras el cual se amparaban los phaerimm, no se producían bajas. Los propios espinardos flotaban justo al límite del alcance de los conjuros, defendidos de los asaltos de Evereska por protecciones antiproyectiles y escudos anticonjuros, y ponían todavía más cuidado en mantener a su mermado ejército de acechadores e illitas disperso en lo alto del valle donde no podían alcanzarlos las flechas ni dañarlos los conjuros. Los elfos estaban igualmente a salvo detrás de su Mythal. Mientras se mantuviera en pie, ningún ataque, ni mágico ni de otra índole, podría cruzar la Muralla de la Vega para herir a nadie que estuviera en su interior.

Quizá por milésima vez en los dos últimos días, lord Duirsar avanzó a grandes zancadas hasta el frente de la Compañía de la Mano Fría, con las manos cruzadas a la espalda y la mirada fija en la hilera distante de phaerimm. Los acontecimientos de los últimos meses le habían provocado un envejecimiento impropio de los elfos, haciendo que su largo cabello pareciera más gris que plateado y encorvando sus hombros bajo el peso de las preocupaciones.

—Veo lo que están haciendo, lord comandante —dijo Duirsar a un alto elfo de la luna, el aclamado Kiinyon Colbathin, que caminaba a su lado—. Va a funcionar.

—El Mythal ha resistido todos estos meses, lord Duirsar, incluso cuando quedó desconectado del Tejido. —Ataviado con la vapuleada y otrora elegante armadura de un miembro de la alta nobleza evereskana, Kiinyon parecía tan agotado y abrumado por las preocupaciones como el propio alto lord—. Resistirá hasta la llegada del lord comandante Ramealaerub.

Duirsar se volvió enfrentándose a Kiinyon y apuntando un dedo amenazador ante su cara.

—Eso será si Ramealaerub llega, lord comandante… si llega —dijo—. Y aun cuando llegue, tal vez no sea a tiempo.

Kiinyon no discutió al respecto. Según los últimos partes, el ejército de Ramealaerub estaba todavía acampado en los Túmulos de Vyshaen esperando a los guías enviados por Evereska. Por desgracia, era imposible enviar guías a pie, y los que trataban de teleportar no pasaban de los límites del valle y allí caían a tierra pulverizados, interceptados, sin duda, por los mismos phaerimm mágicos que evitaban la llegada a Evereska de suministros y refuerzos a través de las puertas translocacionales.

Duirsar se volvió y estudió a los phaerimm.

—Nos están desgastando, lord comandante, están agotando nuestras defensas.

—Lo están intentando, señor, y no es lo mismo.

Kiinyon echó una mirada a la larga hilera de jóvenes corredores que traían carcajs llenos de flechas nuevas de la ciudad.

—Tendría que pasar una década para agotar la provisión de madera para flechas de Evereska, y con el Tejido nuevamente disponible, no hay por qué preocuparse por nuestra magia.

—Ya sabes qué es lo que me preocupa, lord comandante, y no son ni las flechas ni los rayos relampagueantes —replicó Duirsar mirando al parpadeante Mythal—. Creo que ha llegado el momento de que el león abandone su guarida.

Kiinyon se volvió hacia donde estaba Keya con expresión ceñuda, y ella se encontró asintiendo calladamente. Le sostuvo la mirada hasta que el deber lo obligó a dirigir nuevamente su atención a lord Duirsar.

—Milord, eso es lo que quiere el enemigo —dijo Kiinyon—. Están tratando de hacernos salir hasta donde seamos vulnerables a su ataque.

—O de aprovecharse de nuestra temeridad para agotar el Mythal. —Duirsar seguía examinando las andanadas de magia que se estrellaban contra la superficie del Mythal—. En todos mis siglos de vida, jamás lo he visto sacudirse como ahora. El Mythal necesita nuestra ayuda, Kiinyon.

El lord comandante miró hacia lo alto, protegiéndose los ojos contra los destellos mágicos.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo—. Al menos nuestros arqueros y nuestros magos de batalla los están manteniendo a distancia. Imagina el daño que podrían hacer los espinardos si pudieran situarse junto al propio Mythal.

Keya tuvo que morderse la lengua para mantener el silencio que se espera de un soldado subordinado. Kiinyon Colbathin era uno de los mayores espadas que Evereska había conocido jamás, casi equiparable a su propio padre, que había muerto por salvar la vida de Khelben Arunsun, pero era un general inseguro y poco audaz. Hubiera sido un error culparlo de la incapacidad de Evereska para romper el sitio, aunque la verdad es que él no había dudado en culpar a su hermano Galaeron de propiciarlo, pero no era exagerado decir que su única estrategia clara parecía ser resistir hasta que llegara alguien de fuera para salvarlos.

Lord Duirsar guardó silencio largo rato después de las palabras de Kiinyon. Keya pensó que tal vez estuviera tratando de imaginar cuál sería la diferencia si los phaerimm realmente estuvieran situados al lado del Mythal.

Cuando bajó la mirada, Keya vio en ella más enfado que incertidumbre, y supo que estaba empezando a sentirse tan decepcionado como ella y el resto de Evereska por su lord comandante. Duirsar clavó los ojos en el suelo tratando aparentemente de llegar a alguna conclusión. Después alzó los ojos y la miró directamente a ella.

—¿Tú que opinas, Keya? —preguntó.

Keya sabía que no debía mostrar su sorpresa ni dudar por temor a ofender a Kiinyon. Khelben Arunsun había sido su huésped durante gran parte del asedio, y durante ese tiempo ella había pasado suficiente tiempo en compañía de ambos elfos como para saber que lord Duirsar esperaba una respuesta cuando hacía una pregunta, y que Kiinyon sólo tomaría represalias contra ella en caso de juzgar que no era totalmente sincera. Por más que el lord comandante fuera excesivamente cauteloso en su estrategia, era fiel a su deber y leal a su ciudad, y si eso significaba ponerse en una posición comprometida ante el alto lord, estaba dispuesto a ello.

Keya se tomó todo el tiempo que consideró prudente para considerar su respuesta. Pensar rápidamente no era una tarea fácil con el fragor de la batalla sobre su cabeza. Cuando tomó una decisión, inclinó la cabeza con deferencia.

—Si el ejército de Evereska atraviesa la Muralla de la Vega para enfrentarse conjuro a conjuro a los phaerimm, no volverá —dijo—. Milord Colbathin tiene razón al respecto. Nuestras bajas ya fueron bastante numerosas cuando teníamos a un ejército de shadovar y a dos Elegidos luchando a nuestro lado. Sin ellos, nos habrían aniquilado.

Aunque lo bastante acostumbrado a las cuestiones de estado como para ocultar sus sentimientos tras una máscara de indiferencia, lord Duirsar estaba demasiado agotado y nervioso para disimular su sorpresa. Estudió a Keya como podría haberlo hecho con un lobo al acecho, entrecerrando los ojos y enarcando las cejas.

Pero fue el propio Kiinyon el que planteó la siguiente pregunta.

—¿Y en qué estoy equivocado, señora de la espada?

Keya dirigió la mirada hacia el lord comandante.

—En combatir para no perder, milord. No podemos romper el cerco protegiendo a nuestras fuerzas. Debemos tomar nuestra decisión y luchar para ganar.

Viendo la expresión de aprensión que se reflejó en los ojos del lord comandante, Keya se volvió hacia Duirsar, cuya sonrisa irónica revelaba que había entendido perfectamente lo que estaba diciendo Keya.

—Continúa, lady Nihmedu.

Keya se estremeció secretamente al verse llamada por su título hereditario. Habiendo superado apenas los ochenta años, todavía tenía una década menos que lo que correspondía para asumir formalmente el título, y recibir ese trato del alto lord de Evereska era una muestra de su respeto por ella.

Se atrevió entonces a levantar la cabeza y a hablar con tono más enérgico.

—Llevamos demasiado tiempo confiando en que los demás hagan lo que debemos hacer nosotros mismos. Nadie más que nosotros puede romper el cerco.

—Entonces estamos condenados —dijo Kiinyon—. Sin ayuda, no somos adversario…

—Lord comandante —lo interrumpió Keya—, ¿cuándo vas a entender que no hay ayuda posible?

—Cuida ese tono —le ordenó Kiinyon—. Lord Duirsar te pidió tu opinión, no te dio autorización para…

—Te he oído llamar a Khelben y a los demás —continuó Keya, aumentando su osadía—. ¿Han acudido? ¿Ha venido alguno de los Elegidos?

Su osadía hizo que Kiinyon la mirara con gesto torvo.

—Vendrán.

—¿Antes de que caiga el Mythal? —preguntó Duirsar—. Yo también he estado llamando a los Elegidos. Sólo Syluné responde, y sólo para decir que los demás no pueden venir.

La desesperación que se reflejó en el rostro de Kiinyon casi hizo que también Keya se sumiera en el abatimiento.

—Nuestra situación no es desesperada —dijo, tanto para convencer a Kiinyon como a sí misma—. Tenemos recursos. Sólo tenemos que usarlos.

—¿Cómo? —preguntó lord Duirsar—. Mientras no me respondas a eso, no me habrás respondido a nada. Si no nos atrevemos a cruzar la Muralla de la Vega para hacerles frente y no podemos ganar permaneciendo detrás de ella, ¿qué debemos hacer?

—Hacerles pagar —dijo Keya—. Si quieren atacar el Mythal debemos hacerles pagar por ello.

—Vuelvo a preguntarte cómo.

—Con éstas —dijo Kuhl, uno de los dos humanos que flanqueaban a Keya en primera línea de su compañía. Era corpulento y de barba negra, casi tan grande como un rote y más peludo que un thkaerth. Tenía la cara morena y redonda y unas manos del tamaño de un plato. Dio un paso adelante con su vítrea espadaoscura en la mano—. Salimos ahí fuera sigilosamente y empezamos a aniquilarlos, uno por uno.

—Y no paramos hasta que se vayan o estén todos muertos —añadió Burlen, el humano que estaba al otro lado de Keya—. O hasta que ya no quede ninguno de nosotros capaz de regresar.

—Así es como hacemos las cosas en Vaasa —afirmó Kuhl.

Keya sonrió a sus amigos de las montañas, y después hizo un gesto afirmativo a lord Duirsar antes de tomar la palabra.

—Nos teleportamos hasta allí en pequeños grupos de asalto, los golpeamos duro y regresamos.

—Y ya vemos lo decididos que están, lo cual ya supone un cambio —asintió Duirsar con una sonrisa.

—¿Arriesgar a los espadaoscuras? —dijo Kiinyon dubitativo, meneando la cabeza—. Cada uno que perdamos es uno menos que tendremos en Evereska, si ellos…

El lord comandante se vio interrumpido primero por el rugido crepitante de una bola de fuego y a continuación por un coro de gritos angustiados. Keya y los demás se volvieron como movidos por un resorte hacia donde se había oído el estruendo y quedaron atónitos al ver a un mago de batalla y a sus escoltas rodando por el suelo en llamas y por encima de ellos un anillo de humo del tamaño de una carreta que rápidamente se contraía en torno a una brecha abierta en el Mythal.

Antes de que el agujero pudiera cerrarse, una esfera color carmesí llegó atravesando la Muralla de la Vega en su dirección. Lord Duirsar alzó la mano, elevando una protección anticonjuros con tal velocidad que Keya quedó convencida de que los rumores según los cuales él era uno de los altos magos secretos de Evereska tenían una base sólida.

Duirsar se quedó mirando sólo el tiempo suficiente como para asegurarse de que el Mythal había vuelto a sellarse antes de volverse hacia Kiinyon.

—Yo diría que esto decide la cuestión, ¿no te parece? —Sin aguardar una respuesta se volvió hacia Burlen y Kuhl—. ¿Equipos de seis? ¿Cuatro guerreros y dos magos de batalla?

Descontenta al ver que la dejaban al margen de la planificación y casi segura de que ella era la única que entendía el motivo por el cual el alto lord sugería esas cifras particulares, Keya intervino:

—Es un buen número, milord: un mago para la teleportación y uno para formular un señuelo.

—¿Un señuelo? —inquirió Burlen.

—Para que tengáis tiempo de atacar —dijo Duirsar, con un gesto de aprobación a Keya—. De lo contrario, tendréis a los phaerimm encima antes de que podáis recuperaros del aturdimiento.

—¿Recuperarnos? —Kuhl hizo un gesto despectivo—. No vamos a estar allí tanto tiempo. Sólo necesitamos magos que puedan sacarnos de allí con la misma rapidez con que nos lleven… Y los equipos serán de tres guerreros, no de cuatro.

—¿Sólo tres? —preguntó Duirsar—. No lo comprendo.

—Yo sí —dijo Kiinyon.

Le dedicó una sonrisa a Keya que ella supo que sería lo más parecido a una disculpa que jamás obtendría del gran héroe, y a continuación se puso a organizar la Compañía de la Mano Fría en grupos de tres. Aunque la compañía no llegaba a veinte espadaoscuras recuperadas de los vaasan que habían caído cuando los phaerimm escaparon de su prisión, Kiinyon tenía cerca de cien de los mejores espadas de Evereska para elegir. Las espadaoscuras habían sido forjadas por el archimago Melegaunt Tanthul hacía más de cien años y habían pasado sólo de padres a hijos a lo largo de cuatro generaciones, ya que podían congelar la mano de cualquiera ajeno a la familia que osara blandirías. Para solucionar el problema, por cada espada la Compañía de la Mano Fría tenía cinco guerreros que se pasaban la espada de mano en mano cuando se les entumecían los dedos y ya no podían sostenerla.

En el caso de estos ataques, sólo habría un guerrero por espada, de modo que Kiinyon podía elegir entre los espadas más experimentados y poderosos. Cuando llegó a Keya y a los dos vaasan, los únicos tres miembros de la compañía que podían sostener las espadaoscuras todo el tiempo que quisieran, el lord comandante asignó primero a Burlen y a Kuhl a grupos diferentes. Cuando Keya insistió en ser asignada también a un grupo, ellos insistieron en formar grupo con ella.

—Dex ya está furioso como un dragón ante la idea de que ella utilice su espadaoscura —explicó Burlen.

Como amante de Dexon, o, para ser más precisos, como madre de su hijo aún no nacido, Keya se había convertido en miembro de su familia y podía sostener su espadaoscura sin que se le congelara la mano. Puesto que Dexon todavía luchaba por recuperarse de la herida que había recibido en la última gran batalla, ella había cogido su espada y había corrido a enfrentarse con los phaerimm cuando éstos empezaron a atacar. Dexon la había perseguido desde Copa del Árbol hasta la mitad del Campo Lunar gritándole que se la devolviera y se quedara donde él pudiera defenderla. Keya casi temía verlo aparecer cojeando en cualquier momento, arrastrando su pierna maltrecha por un conjuro y sin dejar de gritar que tenían que protegerla. Los humanos tenían esas cosas, creían que podían atesorar a sus seres queridos como si fueran oro y mantenerlos a salvo guardados en sus bodegas.

Lord Duirsar volvió con siete de los magos de batalla más poderosos de Evereska, casi todos instructores de la Academia de Magia, en los tiempos en que ésta existía todavía. Kiinyon explicó el plan y después dispuso a cinco de los grupos en un triángulo, con el mago en el centro y los tres guerreros rodeándolo. El sexto equipo, el de Keya, lo dispuso en forma de cuadrado, ocupando él mismo el cuarto lado.

—¿Estáis seguros de que esto va a funcionar? —preguntó Kiinyon.

—Como aceite sobre el hielo —respondió Kuhl—. Cuando lleguemos allí, manteneos sujetos a mi cinturón con la mano libre y trabajad con la mano de la espada.

—Muy bien.

Kiinyon blandió su espadaoscura prestada y dio la señal de ataque. Keya oyó al mago de batalla iniciar su conjuro y a continuación sobrevino una oscura eternidad de caída. El estómago se le subió a la boca y se sintió débil, aturdida y fría. Un silencio letal le llenó los oídos y llegó a no sentir nada más que el corazón latiéndole fuertemente dentro del pecho… Después se encontró en otra parte, el terreno retumbaba bajo sus pies y los ojos y la nariz le ardían por el infernal hedor a azufre.

—¡Balanceo! —gritó una voz ronca y familiar.

Recordando que tenía la espada en la mano, Keya empezó a lanzar estocadas a diestro y siniestro mientras su mente luchaba por encontrar sentido al entorno humeante y devastado en que se encontraba. Sus ataques eran al aire, pero oyó a sus espaldas el sonido cortante de una espada que atravesaba carne e instintivamente se volvió hacia el origen del ruido, describiendo con su arma un arco amplio y fiero de revés.

Esta vez dio contra algo y sintió que la hoja se hundía a fondo. Una sangre caliente y de olor acre la salpicó en la mandíbula y la garganta. Un torbellino aullante llenó el aire de tierra y cenizas, después, rayos de magia dorada surgieron de la nada y empezaron a rebotar en sus defensas anticonjuros. Algunos rebotaron hasta detrás de su cabeza, desviados por las defensas idénticas que protegían a todos los guerreros de la Compañía de la Mano Fría.

Keya vislumbró un trozo de escamas espinosas y por fin recordó dónde estaba y lo que había ido a hacer allí. Invirtió la dirección de su espada y cruzó con ella el cuerpo del phaerimm, deteniéndose al final del recorrido para clavar la punta a fondo.

La criatura volvió a gritar en su idioma eólico. La cola estuvo a punto de alcanzarla en la cara, con la aguda punta segregando ya su veneno paralizante, pero Kiinyon intervino parando el ataque con su espadaoscura y cortando el aguijón antes de que pudiera dar el golpe. Keya le dio las gracias abriendo con su espada, todavía hundida en el enemigo, un tajo a lo largo de todo el ahusado cuerpo.

El phaerimm logró zafarse de su hoja flotando unos pasos hacia atrás. Keya pensó que se teleportaría a lugar seguro, hasta que la espadaoscura de Burlen completó el trabajo que ella había iniciado abriendo el cuerpo hasta la cola. El phaerimm cayó al suelo esparciendo su sangre y sus entrañas.

Burlen tendió la mano hacia la espada, que salió del despojo y volvió a su mano. A continuación, la enorme mano de Kuhl cogió a Keya por el cinturón y la volvió a su puesto.

—Es hora de marcharnos.

Al darse cuenta de que se había soltado, Keya empezó a buscar el cinturón de Burlen cuando oyó un grito desde arriba.

—¿Keya? —La voz era tan débil y ronca que resultaba casi irreconocible, pero hablaba en elfo—. ¿Es posible que seas tú?

Keya miró valle arriba y vio, dos terrazas por encima de ellos, a una elfa de los bosques exploradora y medio muerta de hambre que espiaba por una brecha abierta en la maltrecha muralla. Sobre los hombros y la cabeza llevaba un improvisado camuflaje de lona alquitranada cubierta de hojas secas de vid, pero Keya pudo ver lo suficiente de su cara como para darse cuenta de que los ojos de la elfa, rodeados de un círculo morado, estaban tan hundidos como los de una banshee y de que tenía los labios resecos y agrietados por la sed. A cien pasos por detrás de ella, una compañía mixta de acechadores e illitas corría ladera abajo para investigar.

—¡Ya es hora! —la urgió Burlen—. ¡Sujétate!

—¡Espera! —dijo Keya dirigiéndose hacia la elfa—. ¡Necesita ayuda!

—No hay tiempo —dijo Kuhl sin soltar el cinturón por el que la tenía cogida. La alzó y la colocó en el lugar que le correspondía del cuadrado—. Matamos y salimos corriendo.

Keya trató de zafarse, pero la fuerza del vaasan era demasiado para ella.

—¡No puedo dejarla!

—Hacerte matar no es manera de ayudarla —dijo Kiinyon. Mirando al mago de batalla añadió—: Llévanos hasta allí y yo…

El mago de batalla formuló su conjuro y Keya volvió a sentir el vacío en el estómago y la fría eternidad de la caída. Un silencio mortal le tapó los oídos y empezó a sentirse mareada, después se encontró en otro lugar no demasiado diferente. El suelo se sacudía bajo sus pies y otra vez el olor a azufre le irritaba la nariz.

Keya sintió el peso de su espadaoscura en la mano, y recordando lo de la teleportación anterior empezó a balancearla.

Su espada no dio contra nada, pero oyó una voz elfa familiar.

—¿Qué estáis haciendo, zoquetes malolientes? ¡Sujetad vuestras espadas!

Los vaasan habían aprendido bastante elfo como para darse cuenta de que se dirigían a ellos, y cuando Keya miró por encima del hombro se encontró con una agotada elfa de los bosques que los miraba furiosa. A pesar de lo ojerosa que estaba, Keya reconoció los ojos pardos y la sonrisa de Cupido de la exploradora favorita de su hermano Galaeron, Takari Moonsnow. Echada en el suelo y cubierta hasta los hombros de hojas secas de vid, daba la impresión de que Takari estaba emergiendo de la tierra, una visión que no hizo más que aumentar la confusión que siempre sobrevenía a la teleportación.

—¿Takari? —dijo Keya con voz entrecortada—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Una nube arrolladora de humo negro apareció dos terrazas más allá y empezaron a llover diminutas esferas mágicas. Al tocar el suelo, explotaban en una lluvia crepitante de fuego, relámpagos o niebla verde sibilante. Keya sintió que se le doblaban las rodillas al darse cuenta de lo cerca que había caído el golpe, lo cerca que ella lo había hecho caer.

—¡Menos mal que os movisteis! —dijo Takari.

Las vides secas se hicieron a un lado y Takari salió de debajo de la lona de camuflaje. Estaba apenas protegida por un traje de cuero tan roto que casi no se lo podía considerar una armadura. Tampoco la cubría ninguna magia protectora ni tenía las botas de paso secreto que se proporcionaban a todos los exploradores que entraban al servicio de Evereska, ni siquiera un par de brazaletes anticonjuro ni uno de los yelmos de protección mental que Siempre Unidos había enviado para equipar al ejército elfo.

Keya indicó a Takari que se uniera al grupo, y en eso, un resplandor rosado cayó sobre ellos. Se volvió para ver el cono rosado de un rayo mágico letal que los iluminaba desde el gran ojo central de un acechador situado en la terraza siguiente. Con el acechador había otra media docena de los suyos y el doble de desolladores de mentes.

—¡Por los colmillos de Lloth! —maldijo Kiinyon—. ¡Por encima de la muralla!

Keya no tuvo ocasión de obedecer. Kuhl ya la estaba levantando por el cinturón, rodeándola con un brazo del tamaño de un thkaerth y saltando con ella por encima de la muralla. Keya a duras penas tuvo tiempo de apartar su espadaoscura antes de que cayeran del otro lado. Kuhl cayó como un rote derribado por la magia y Keya aterrizó encima de él, tan ligera como una pluma. Burlen pasó como una exhalación por encima de ambos y cayó en medio de un estrépito de armas.

—Permaneced agachados —gritó Kiinyon desde algún lugar más allá de los pies de Keya—. Prepara los proyectiles mágicos.

—¿Proyectiles mágicos? —dijo el mago de batalla con voz entrecortada—. ¡Lo que tenemos que hacer es irnos… ahora mismo!

—¡Hazlo! —ordenó Kiinyon—. Kuhl, Burlen, cubridnos.

A Keya le dio la impresión de que el lord comandante se estaba preparando para una acción de mantenimiento y no de rápida retirada, pero después de haber estado a punto de ocasionar un desastre hacía apenas un momento, pensó que no era prudente cuestionar una orden. Se apartó de Kuhl justo a tiempo para evitar que la aplastara cuando él se giró poniéndose boca abajo y se arrastró por la terraza.

El destello rosado del rayo mágico letal se desvaneció y el olor irritante a roca pulverizada empezó a difundirse por el aire al barrer los acechadores con sus rayos de desintegración la pared de un lado a otro. Keya preparó sus rayos mágicos y se quedó tendida en el suelo escuchando el ruido crepitante de la piedra que se desintegraba mientras esperaba la orden de Kiinyon.

Pareció que no iba a llegar nunca, aunque es posible que sólo lo pareciera porque ella sabía que el phaerimm que había asaltado su posición anterior sabría donde estaban y se estaría disponiendo a atacar.

Por fin se oyó la voz sorprendentemente tranquila de Kiinyon:

—Sólo acechadores. Tres, dos, ¡ahora!

Calculando su movimiento para levantarse tras el paso del rayo desintegrador, Keya espió por encima de la humeante muralla y lanzó su conjuro contra el segundo acechador de la fila. Tres rayos dorados que le brotaron de las puntas de los dedos fueron a dar contra el ojo central y lo convirtieron en sangre vaporizada. La criatura chilló de dolor y empezó a diseminar los rayos de sus otros ojos al avanzar a lo largo de la muralla.

Poniéndose de pie junto a Keya, Takari disparó cinco proyectiles sobre el primer acechador en línea y lo dejó seco. Kiinyon y el mago de batalla destruyeron al resto de las criaturas. Mientras el mago repartía sus ataques entre tres de los acechadores y los convertía en un estallido de sangre roja, la magia de Kiinyon partía en dos limpiamente a sus objetivos.

—¡A cubierto! —ordenó el lord comandante.

Keya y Takari se dejaron caer detrás de la muralla una junto a otra y oyeron a sus espaldas el desgarrón paralizante de una tormenta de fuego. Recordando que Takari no tenía protección mágica, Keya se volvió para colocarse delante de ella. Se encontró cara a cara con una feroz lluvia de diminutas esferas rojas. Un puñado de esferas relumbrantes, que lo mismo podrían haber sido tres que trece, llegaron hasta ella describiendo un arco, y al encontrarse con la magia de sus protecciones anticonjuros rebotaron en una humeante red de fuego.

Keya aterrizó blandamente de lado y supo instantáneamente, por el olor a cuero quemado y a carne chamuscada, que no había podido evitar totalmente el ataque de las letales bolas. De un salto se puso de pie dando la cara al origen del fuego y, guiándose por el olfato y la intuición, trató de colocarse delante de la elfa del bosque.

—¿Cómo estás ahí atrás?

En la terraza de abajo vio a un par de phaerimm que se movían por detrás de la muralla medio derribada, justo frente a ella. Se apartaban el uno del otro levitando y sólo tenían al descubierto los brazos y las dentadas bocas. No había ni rastro de Kuhl ni de Burlen, aunque Keya sabía que eso no debía preocuparla. Los vaasan tenían una habilidad innegable para mantenerse ocultos, incluso en el terreno más desnudo, hasta el momento de atacar. Keya pensaba que tenía algo que ver con las espadaoscuras, pero si así era, se trataba de una habilidad que Dexon todavía no le había enseñado.

Al ver que Takari no respondía, Keya repitió la pregunta.

—¿Sigues viva?

—¿Te sueno como si estuviera muerta? —La voz de Takari llegaba debilitada por el dolor—. ¿Cómo haces eso?

—¿Qué cosa?

Una oleada de cenizas y polvo empezó a barrer la terraza en dirección a ellas. Keya sabía que fuera lo que fuese no podría proteger a Takari simplemente poniéndose delante de ella.

—Súbete a mí… —empezó a decir Keya.

Antes de que pudiera terminar, Takari saltó a la espalda de Keya y se sujetó a ella pasándole un brazo alrededor del cuello. Keya sentía el otro brazo de Takari colgando inerme contra su espalda.

—La espadaoscura —dijo Takari—. ¿Cómo es que no te congela la mano?

Keya echó una mirada al arma que tenía en la mano, pero la libró de tener que explicar nada la llegada de la oleada con un retumbo sordo y apenas audible.

—¡Salta! —le gritó Kiinyon.

Keya dio tres pasos para tomar impulso y saltó.

Aunque Takari era pequeña para lo que son los elfos de los bosques y los músculos de Keya estaban endurecidos por medio año de servicio militar, todavía no bastaban para alzarlas a ambas por encima de algo que casi les llegaba a la altura del pecho. En el último minuto se dio cuenta de que su única posibilidad era pasarlo por debajo.

La onda alcanzó a Takari justo debajo de la cadera. Aunque sus brazaletes la protegían de la magia, la fuerza del impacto le dejó las piernas entumecidas y la lanzó por los aires. El brazo de Takari se soltó y la elfa verde salió dando tumbos. El mundo pasó ante sus ojos como un caleidoscopio giratorio donde se alternaban el cielo azul, el suelo ennegrecido, la pared grisácea de la terraza y los destellos anaranjados del Mythal. Keya sintió que la espadaoscura volaba de su mano, y al caer de espaldas contra el suelo sus pulmones se vaciaron de aire en un único alarido de dolor.

Se oyó un estruendo ensordecedor que provenía de algún punto por encima de su cabeza. Keya giró el cuello y vio saltar por los aires el muro que acababa de abandonar. Observó aturdida y fascinada cómo se disgregaban las piedras del tamaño de la cabeza de un elfo volando en todas direcciones.

Cuando las piedras llegaron al punto culminante de sus trayectorias se le ocurrió pensar que lo que sube también suele bajar, y que las grises formas que se agrandaban cada vez más en el aire se le iban a caer encima. Keya se apartó de una voltereta y, tras protegerse la cabeza con los brazos, contó uno, dos, tres impactos cercanos antes de que la primera piedra le cayera sobre la armadura.

El hombro se le convirtió en un estallido de agonía, y gracias a que tenía los dedos unidos tras la nuca evitó que se le cayera el casco y le quedara desprotegida la cabeza. Una piedra la golpeó en el muslo dejándoselo dolorido e inutilizado. Otra la alcanzó de refilón en la espalda y un relámpago de dolor la recorrió de pies a cabeza. Trató, sin conseguirlo, de no gritar, y se dijo que el dolor era algo bueno, que mientras pudiera sentir podría caminar, o correr, teniendo en cuenta el lugar donde se encontraban.

Keya recibió otros dos golpes, uno en la rabadilla y otro en las costillas, antes de que dejaran de caer piedras. Su padre había conseguido infundirle el suficiente sentido táctico como para saber que los phaerimm no habrían lanzado un ataque por sorpresa si no tuvieran intenciones de hacer a continuación un rápido avance, de modo que se permitió recobrar el resuello, lo cual resultó tan infructuoso como su intento de saltar la onda expansiva, antes de apoyarse sobre manos y rodillas y lanzarse contra sus atacantes.

Los encontró a mitad de la terraza, con las colas puntiagudas rezumando veneno y mostrando los dientes serrados en lo que parecía una sonrisa que remataba aquellos cuerpos de babosa. La espadaoscura de Dexon había desaparecido, pero Takari yacía doce pasos más abajo de donde ella se encontraba, aturdida y retorciéndose de dolor, con la pierna plegada en un ángulo imposible y una de las clavículas asomando a través de una herida en el hombro que le había producido el primer ataque de los phaerimm.

Keya vio con asombro que la maltrecha elfa de los bosques se las ingeniaba para sacar la espada y ponerse de rodillas. De todos modos, los phaerimm no prestaban la menor atención a Takari, pero la visión inspiró a Keya para extender la mano y llamar a su espadaoscura tal como Dexon le había enseñado, evocando la sensación de la empuñadura en la mano.

Un instante después, la espadaoscura llegó hasta la mano de Keya desde algún punto situado por detrás de ella. Sólo seis pasos más allá de Takari, los phaerimm se detuvieron y empezaron a intercambiar sibilantes comentarios en su extraña lengua eólica.

—Takari, estoy justo detrás de ti —le gritó Keya. No avanzó hacia ella por temor a precipitar el ataque de los phaerimm—. Si puedes, arrástrate hasta mí.

—Sí…, eso puedo hacerlo.

La voz de Takari se había vuelto extrañamente distante, y Keya maldijo para sus adentros al darse cuenta de que uno de los espinardos había asumido el control mental de la elfa verde. ¿Dónde estaban los vaasan? Se suponía que debían proteger la retaguardia… ¿Y qué estaban haciendo Kiinyon y el mago de batalla?

Al menos la última pregunta fue respondida por un encadenamiento de sílabas místicas y por el sonido lúgubre que siempre acompañaba a la invocación de una gran cantidad de hierro. Al volverse, Keya vio lo que parecía una nube cuadrada y herrumbrosa que flotaba sobre la terraza de más arriba. Ni siquiera reparó en la carga de los illitas hasta que éstos vieron la sombra y empezaron a chillar aterrorizados. La nube cayó sobre ellos un instante después, tan cerca, que Keya sintió el soplo del aire desplazado y oyó el crujido de los cráneos de los illitas aplastados.

Un puñado de los más rápidos logró evitar el aplastamiento y se volvieron contra el mago de batalla, agitando los tentáculos en su dirección en un intento de alcanzarlo con sus ráfagas mentales. Los ataques tuvieron tan poca eficacia contra la protección mental mágica de su yelmo como lo hubiera tenido el intento de un phaerimm de convertirlo en esclavo mental. Mientras el mago extendía las manos hacia ellos, Keya echó una mirada hacia atrás y vio que Takari estaba a media docena de pasos de ella, espada en mano, y seguía arrastrándose por la terraza. Detrás de ella, los phaerimm seguían flotando, conformándose con dejar que la elfa de los bosques hiciera el trabajo por ellos.

Inquieta al ver su impasibilidad, Keya echó una mirada en la dirección de Kiinyon y lo encontró rodeado de cadáveres de lemures seguramente invocados por los phaerimm para impedir que pudiera formular su magia de evasión. Ante sus ojos vio aparecer otros tres pequeños demonios. Con la espadaoscura a buen recaudo en la vaina, Kiinyon derribó a dos de una patada y les clavó la daga, pero el tercero escapó y describió un círculo para atacarlo por la espalda.

Keya no tenía la menor duda de que el renombrado espada sería capaz de abatir a aquel ser tan rápido como a los demás, pero la estrategia de los phaerimm empezaba a dar sus frutos. La magia translocacional era demasiado complicada, incluso para alguien de su pericia, como para invocarla mientras combatía mano a mano, y los espinardos tenían más acechadores e illitas que acudían de todas partes. Era preciso hacer algo, y pronto.

Keya avanzó con una mano extendida, como si fuera a ayudar a Takari a ponerse de pie. La mirada de la elfa de los bosques seguía siendo inexpresiva cuando tendió la mano para coger la de Keya, pero mantenía la espada pegada al costado, lista para atacar.

Keya sintió la mano de Takari fría y húmeda al cerrarse sobre la suya. Algo parecido a una alarma brilló en el fondo de sus ojos pardos antes de que la mano la aferrara con fuerza. Con vigor sorprendente para alguien tan maltrecho, Takari arrastró a Keya hacia abajo. La espada de la elfa del bosque describió un fluido arco que, de no haber encontrado en su camino la espadaoscura de Dexon, habría dado de lleno en el cuello de Keya.

Lo cierto es que la espadaoscura cortó la hoja de Takari con la misma facilidad con que penetraba en las escamas de los phaerimm. El arma cayó a un lado sin producir ningún daño, saltando como una trucha en un torrente del bosque. Keya plantó un pie en el pecho de Takari y la empujó contra el suelo, después dio un paso hacia adelante y lanzó su espadaoscura hacia el phaerimm más próximo.

Un trío de lemures chillones apareció delante del phaerimm y fueron cortados en dos por la espada errante, pero sirvieron a su propósito al absorber energía suficiente como para hacer caer la espadaoscura al suelo. Ambos phaerimm se lanzaron a por la espada, y en ese preciso momento Burlen y Kuhl aparecieron detrás de ellos, avanzando sigilosamente desde el fondo de la terraza como ladrones que salen de un oscuro callejón.

Clavaron sus espadas al unísono, tomando tan por sorpresa a los atónitos phaerimm que Keya dudaba de que las criaturas se hubieran dado cuenta siquiera de qué había sido lo que las había matado. Los espinardos simplemente se precipitaron al suelo a apenas doce metros del acero de Keya y quedaron allí tirados, con las armas de los vaasan clavadas en el lomo.

—Ya iba siendo hora —dijo Keya—. ¿Qué fue lo que os entretuvo?

—Una discusión —respondió Burlen—. Kuhl piensa que no deberíamos usarte como señuelo.

Mediante una invocación recuperó su espadaoscura y Kiinyon finalmente les ordenó que acudieran corriendo. Al volverse, Keya vio el rectángulo negro de una puerta dimensional parpadeando en el aire junto a él. Llamó a la espada de Dexon y después retiró cautelosamente el pie del pecho de Takari, que la miraba con expresión absolutamente aturdida.

—¿Estás bien? —le preguntó Keya—. ¿Lista para ir a casa?

Takari asintió, aunque parecía incapaz de apartar los ojos de la espadaoscura de Dexon.

—Tienes que decirme cómo puedes hacer eso.