Capítulo 1
7 de Flamerule, Año de la Magia Desatada (1372 DR)
El silencio tenso que sucedía a la lectura de cada informe era el sonido de la desesperación. Tras cada noticia de un nuevo pacto alcanzado por el enemigo, tras cada anuncio de que un reino ya no podía reunir más tropas, los emisarios solían clavar la mirada en la pulida superficie de la mesa de conferencias y dedicarse a estudiar su reflejo, y el único ruido que se oía en la habitación era el gorgoteo de las lámparas de aceite.
Sólo la princesa Alusair Obarskyr, la Regente de Acero de Cormyr, recibía las noticias con la cabeza alta, aunque a Galaeron Nihmedu le daba la impresión de que cada vez que se informaba de otro ciclón desatado por la fusión del Hielo Alto, cada vez que se hablaba de una nueva ciudad inundada o del agostamiento de los campos de cebada de otro país por el calor despiadado del sol, los surcos del ceño de la princesa se hacían más profundos y sus ojeras se hacían más grandes, oscuras y amenazadoras.
—¿Y qué noticias hay de Evereska? —preguntó Alusair volviendo la vista hacia Galaeron—. ¿Cómo les van las cosas a los elfos?
La pregunta tenía como objetivo informar a todos los presentes. Alusair había sido quien le había dicho a Galaeron lo que ahora iba a transmitir a los demás, y le estaba haciendo el honor de pedirle que lo repitiera en nombre de su ciudad. Galaeron se puso de pie.
—Evereska resistirá, alteza. —Esta buena noticia hizo que varios emisarios alzaran la cabeza, y Galaeron continuó—: Los ejércitos elfos están acampados a las afueras de los Sharaedim, dispuestos a presentar batalla a los phaerimm en cuando caiga el caparazón de sombra.
—¿Estás seguro de que caerá? —preguntó Korian Hovanay, embajador de Sembia, un hombre atildado, de abultada papada y extravagante sombrero con una pluma que descansaba en la mesa ante él. Hovanay miró a Galaeron mientras hablaba—. No veo razón alguna para que los shadovar lo dejen caer. Los phaerimm son enemigos acérrimos de Refugio, y los shadovar han salido airosos de todas sus demás empresas.
—De todas sus empresas diplomáticas —lo corrigió Alusair. La princesa había envejecido una década en los cuarenta días transcurridos desde la pérdida de Tilverton, y su rostro, otrora atractivo, se veía amarillento y demacrado por las preocupaciones—. Su ejército, o lo que queda de él, no ha vuelto a intervenir desde la batalla de Tilverton.
—Más a mi favor —replicó Hovanay—. ¿Cómo sabemos que no han estado organizando sus fuerzas para lanzar un ataque renovado contra los phaerimm?
—Eso es lo que nos gustaría, embajador —dijo Piergeiron Paladinson, que había regresado desde Aguas Profundas por medios mágicos—. Por desgracia, los shadovar son demasiado taimados como para centrar su atención en otra parte y permitir que nuestra alianza se movilice contra el Deshielo.
—Y los ejércitos elfos están dispuestos a hacer frente tanto a los shadovar como a los phaerimm —añadió Galaeron—. El caparazón de sombra produce a Evereska tanto daño como los phaerimm, y nuestra gente impedirá que los shadovar lo renueven.
Lo que Galaeron no había dicho era que con dos de los Elegidos de Mystra —Learal Mano de Plata y su consorte Khelben Arunsun— atrapados todavía en los Sharaedim, Storm Mano de Plata estaba tan empeñada como los elfos en echar abajo el caparazón de sombra. Al primer atisbo de problema, ella se teleportaría directamente al desdoblamiento místico que mantenía unida a la esfera oscura y se uniría a seis de los últimos altos, magos de Siempre Unidos en la tarea de evitar que los shadovar lo renovaran.
De poco más podía estar seguro Galaeron en esta extraña guerra trilateral, pero sí lo estaba de que el caparazón de sombra caería, y pronto. Lo que sucedería después entraba en el terreno de la pura especulación. Con los phaerimm sueltos por el mundo, los shadovar derritiendo el Hielo Alto, y el azote de las inundaciones y hambrunas por todo Faerun, lo único que se podía predecir sin temor a equivocarse eran calamidades.
Hovanay miró a Galaeron con sorna.
—Qué estupendo para los elfos —dijo por fin—. Estoy seguro de que nos perdonarás a los demás por no compartir tu entusiasmo.
—¿Tienes algún motivo para desear algún mal a Evereska, embajador? —inquirió Galaeron—. ¿Acaso Sembia tiene esperanzas de llegar a algún pacto para adueñarse de nuestro tesoro?
Hovanay lo atravesó con la mirada.
—Supongo que no estarás sugiriendo que Sembia tiene alguna relación con los ladrones, Nihmedu.
Galaeron apoyó con fuerza las manos sobre la mesa y empezó a ponerse de pie, pero la bruja arpista Ruha, que estaba sentada a su lado, ocultas sus facciones por el velo habitual, le apoyó una mano en el antebrazo.
—Recuerda a tu sombra —le dijo en voz baja—. Estás suponiendo demasiado.
Galaeron sintió un repentino acceso de ira contra ella, e inmediatamente se dio cuenta de que algo oscuro y siniestro se preparaba en su interior. Su ser de sombra trataba otra vez de imponerse incitándolo a ver oscuros motivos y malvadas traiciones en quienes lo rodeaban. Volvió a dejarse caer en su asiento y cruzó las manos antes de mirar a Hovanay al otro lado de la mesa.
—Mi pregunta no estaba justificada, embajador —se excusó Galaeron. Lo sacaba de quicio tener que disculparse, pero en cuestiones como ésta era más prudente dejarse llevar por el criterio de Ruha que por el propio—. Espero que sepas disculpar sus implicaciones.
Hovanay le respondió con una mueca.
—Por supuesto —dijo—. Todos somos conscientes de tu mal.
—Lo cual no significa que comprendamos tu idea, embajador —repuso Alusair. No se molestó en ocultar sus propias sospechas respecto del hombre, ya que nunca había habido una relación cordial entre los dos reinos debido al intento mal disimulado de Sembia de apoderarse de una parte de Cormyr durante el Hostigamiento de Ghazneth—. ¿Qué razón podría haber para no desear que Evereska sobreviva?
—No es la supervivencia de Evereska lo que nos preocupa —respondió Hovanay—. Es la caída del caparazón de sombra. El comercio ya se ha visto bastante perjudicado. Lo que menos falta nos hace en este momento es una legión de phaerimm que vayan por ahí haciendo esclavos y sembrando sus huevos en los pocos mercaderes que todavía se desplazan cumpliendo con sus obligaciones.
Galaeron se reprimió para no echarle en cara que se preocupara por su bolsa mientras seguían muriendo valientes elfos, pero Alusair no. Estudió a Hovanay con un gesto de desprecio que por lo general reservaba para limpiarse algo que había ensuciado su bota, y luego sacudió la cabeza.
—Es algo más que oro lo que nos jugamos en esto —dijo—. Nuestros súbditos no pueden alimentarse de oro, aunque no me importaría daros a comer un poco si os apetece el experimento.
Ruha esbozó una sonrisa debajo de su velo y algunos más entre los presentes tuvieron que morderse los labios y mirar hacia otro lado.
Tras recibir la afrenta de Alusair con el aire despreocupado de alguien habituado a que lo traten así, Hovanay se limitó a sonreír.
—Es posible que no podamos comer oro, pero sin duda lo necesitamos para mantener a nuestros ejércitos. ¿Hay entre los nuestros algún reino cuyas arcas no estén agotadas a estas alturas?
Al ver que en la mesa todos guardaban silencio, el embajador continuó.
—Si nuestras pérdidas se acrecientan, me atrevería a decir que la alianza carecerá de los medios para mantener a un ejército, por pequeño que sea, y mucho menos lo bastante poderoso como para derrotar a los shadovar e impedir el Deshielo.
Una vez más, un silencio tenso se adueñó de la sala del consejo, y en la cara de Alusair se reflejó la frustración. Agotados ya los recursos humanos y financieros, los reinos de la alianza se hallaban al borde de la extenuación y, tal como decía Hovanay, cualquier presión que ejercieran los phaerimm bastaría para acabar con ellos. Hasta para Galaeron estaban claras las implicaciones. La supervivencia de Evereska sólo se conseguiría a costa de otras tierras civilizadas de Faerun.
Galaeron empezó a sentir que todos los ojos estaban fijos en él, y cuando paseó la mirada por la mesa se dio cuenta de que los ojos de los demás emisarios se apartaban con rapidez.
Lord Nasher Alagondar de Neverwinter, que había llegado utilizando la misma magia que Piergeiron Paladinson, se cubrió la boca con la mano y tosió. Roto así el silencio, Alduvar Snowbrand, espada de Archendale y uno de los tres emisarios compartidos por las Tierras del Valle, apretó con los dedos los brazos de su asiento y se inclinó hacia adelante como si estuviera a punto de saltar de él.
—Yo diría que estamos abordando esto de una manera equivocada. —Alduvar era un hombre alto, fuerte, con una sedosa cabellera negra, un rostro espectral y ojos de un color verde profundo que parecían extrañamente distantes y apagados—. Nuestros enemigos son los shadovar, no los phaerimm.
—Eso es fácil de decir cuando la que está sitiada no es la ciudad de uno —dijo Galaeron—. Los phaerimm son enemigos de los elfos, os lo aseguro.
—¿Y de quién es la culpa? —Alduvar lo miró con el entrecejo fruncido, aunque sus ojos no reflejaban ira ni malicia, ni emoción alguna—. ¿No fuiste tú el que los liberó, para empezar?
—¿Y el que lanzó sobre nosotros la maldición de los shadovar? —añadió Irreph Mulmar, el rubicundo condestable de Valle Alto. Al igual que Alduvar, sus ojos daban la extraña sensación de estar vacíos—. ¿Acaso no fuiste tú el que los hizo volver del plano de la sombra?
Muy en el fondo, Galaeron se daba cuenta de que las ácidas palabras de los hombres del Valle no se correspondían con la mirada de sus ojos vacíos, pero su sombra se preparaba otra vez para atacar, furiosa ante las acusaciones e instándolo a responder con la espada o con un conjuro. Ya se disponía a ponerse de pie, cuando Ruha le clavó las uñas en el brazo recordándole que debía ser fuerte, que dejarse llevar por la ira era sucumbir a la oscuridad que lo devoraba desde dentro.
—Lo hecho, hecho está —dijo Mourngrym Amcatha, el tercero y último de los emisarios de las Tierras del Valle. Era éste un hombre corpulento, de complexión fuerte, que llevaba un bigote castaño y el pelo prolijamente recortado. Tenía los ojos tan vacíos como sus compañeros—. El elfo fue quien cometió el error. Es su pueblo el que debería pagar por ello, no nosotros.
El comentario de Mourngrym desató un coro de murmullos atónitos, ya que era tan respetado por casi todos como en su propio valle. El hecho de que él hablara tan abiertamente contra los intereses de Evereska equivalía a expresar en voz alta el resentimiento albergado en secreto por muchos de los jefes menores de la alianza que se reunían por las noches en pequeños grupos para quejarse en voz baja de las desgracias que había desencadenado sobre ellos el error de un elfo.
Galaeron se vio invadido por una furia tan oscura que se olvidó de todo lo relacionado con los ojos vacíos y dejó de sentir la presión de la mano de Ruha sobre el brazo. De repente se encontró de pie y apoyado en la mesa en dirección a Mourngrym, con el peso del cuerpo sobre las manos mientras las palabras le salían a borbotones de la boca como si respondieran a su propia iniciativa.
—¿Y a quién culparías si hubieran sido los shadovar y no Evereska los que hubieran liberado a los phaerimm en las Tierras del Valle? —inquirió Galaeron—. ¿A algún saurial del Valle de Tarkhal?
El labio de Mourngrym se plegó en una sonrisa desdeñosa, pero sus ojos siguieron tan inexpresivos como antes.
—El caso es que no fue un saurial quien liberó a los phaerimm —respondió—. Fue un elfo. Tú, para ser precisos.
Al notar de repente que perdía el equilibrio, Galaeron miró hacia abajo y se encontró con que tenía la mano a un palmo por encima de la mesa y los dedos curvados como para lanzar un rayo de sombra. Ruha trataba de sujetarle el brazo con fuerza para que no pudiera formular el conjuro. Detrás de ella, Piergeiron Paladinson se disponía a ayudar, observando el forcejeo con una expresión entre alarmada y paciente.
Lo que vio bastó para devolver el sentido a Galaeron, que dejó caer la mano inerte.
—¡Humanos!
Consciente de que todavía no se había controlado del todo, Galaeron liberó el brazo y se volvió hacia Alusair.
—Si su alteza quiere perdonarme…
—Pues no, sir Nihmedu. —Le indicó que se sentara e hizo una seña con la cabeza a un par de Dragones Púrpura apostados junto a la pared. Cuando éstos se acercaron para montar guardia detrás de la silla de Galaeron, añadió—: En realidad, tengo un profundo interés en oír la respuesta de lord Mourngrym.
Galaeron se sentó y Mourngrym se volvió hacia Alusair.
—¿Y cuál sería la pregunta, alteza?
—La pregunta que os ha hecho Galaeron, lord Mourngrym —respondió Alusair—. Lo que pregunto es qué habría ocurrido si hubiera sido ése el caso.
—La pregunta no tiene sentido, alteza. Fue el elfo el que liberó a los phaerimm.
Un murmullo de sorpresa recorrió toda la cámara. Sin hacer caso, Mourngrym se volvió con un gesto hacia Galaeron, y por fin éste se dio cuenta de lo que había estado viendo o, mejor dicho, no viendo, en los ojos del emisario.
La ira ensombreció el rostro de Alusair.
—Lord Mourngrym —dijo—, como huésped de mi reino me debéis la cortesía de una respuesta.
Mourngrym respondió con una sonrisa falsa.
—Por supuesto, alteza. Lo que no consigo entender…
Galaeron no oyó el resto de la respuesta, ya que sus propios pensamientos giraban como uno de los ciclones que habían estando sembrando destrucción sobre las granjas y aldeas de Faerun. El ataque contra él había sido cuidadosamente coordinado. Los emisarios de menor rango habían preparado el terreno para un ataque final lanzado por su miembro más respetado. Teniendo en cuenta que los tres venían de la misma zona, no era inverosímil que hubieran llegado juntos antes del consejo y se hubiesen puesto de acuerdo sobre la estrategia, pero Galaeron sospechaba que había otra explicación, una explicación mucho más siniestra.
Se inclinó hacia Ruha y sintió que la mano de un Dragón Púrpura lo sujetaba por el hombro.
—Milord —susurró el soldado—, creo que la princesa pretende que permanezcáis en vuestro asiento.
—Y eso haré. —Aunque Galaeron respondió en tono cordial, le costó refrenar el insulto que le hubiera gustado lanzarle al hombre. Si estaba en lo cierto, y lo estaba, lo que menos necesitaba era que aquel zoquete atrajera sobre él la atención de los demás—. Sólo quería agradecer a la Arpista su ayuda.
Ruha alzó la mirada realzada por el kohl hacia el guardia.
—Galaeron no me hará ningún daño —afirmó.
El soldado la miró un momento con desconfianza, después asintió a regañadientes y retiró la mano del hombro de Galaeron. Ruha miró al elfo, y mientras Alusair y Mourngrym seguían con su discusión en tono cada vez más acalorado, permaneció a la espera.
—Gracias —dijo Galaeron. Fue todo lo que se atrevió a decir, al menos mientras hubiera uno de ellos merodeando por la sala, escuchando a hurtadillas lo que se decía en el consejo y manipulando a sus esclavos mentales—. Me temo que perdí el control.
Ruha frunció el entrecejo antes de responder.
—Considerando lo que se dijo, pensé que harías bien en mantener a tu sombra bajo control.
Galaeron siguió mirándola, tratando de encontrar alguna otra manera de hacerle saber sus sospechas sin alertar a cualquiera que pudiera estar espiando.
Irreph y Alduvar sumaron sus voces a la de Mourngrym, reprochando a Alusair que estuviera perdiendo el valioso tiempo del consejo en un ejercicio sin sentido de imaginación.
—Galaeron —preguntó Ruha—, ¿acaso hay algo más?
—No —respondió. Si al menos ella entendiera el lenguaje de signos…, pero tal como estaban las cosas estaba empezando a temer que fuera necesario usar su propia magia para salvar al consejo—. Eso es todo.
Ruha asintió, no del todo convencida, y volvió a centrar su atención en el consejo.
Galaeron estaba inquieto, perdido en sus propios pensamientos, tratando de imaginar otra manera de hacer lo que era necesario. Habían pasado fácilmente dos meses desde la última vez que había formulado un conjuro. Estaba seguro de poder formular éste, que ni siquiera era un conjuro muy difícil. Era apenas una sencilla abjuración para hacer visible al espía que sabía que acechaba en algún lugar de la cámara del consejo poniendo palabras en boca de los emisarios. Por supuesto, tendría que recurrir a la magia de sombra, puesto que no estaba seguro de ser capaz todavía de usar la magia normal. Además, la magia de sombra era más eficaz contra los phaerimm. Los conjuros normales por lo general rebotaban en sus escamas resistentes a la magia, pero la magia de sombra siempre funcionaba.
La idea de tomar contacto con el Tejido de Sombra hizo que un estremecimiento sacudiera todo su cuerpo. Casi podía sentir el poder frío surgiendo de él, saciando una sed que había ido creciendo a lo largo de dos meses. Un simple conjuro no iba a hacerle ningún daño. Era difícil que diera a su ser de sombra la fuerza necesaria para apoderarse totalmente de él, al menos no por mucho tiempo, y tenía que descubrir al espía; era imprescindible. Tenía que hacer ver al consejo que las palabras de los emisarios eran las palabras del enemigo, que los phaerimm estaban tratando de romper la alianza…
No pasaba un solo día en que Galaeron no encontrara algún motivo igualmente válido para justificar la violación de su voto y su utilización del Tejido de Sombra. La tentación siempre acechaba esperando un momento de debilidad, siempre lo empujaba por la senda oscura, pero Galaeron sólo tenía que pensar en Vala para resistirse, pensar en que ella seguía esclavizada en el palacio de Refugio e imaginar los abusos que tendría que soportar cada noche en el lecho del príncipe.
Había sido su sombra la que lo había convencido para abandonarla allí, la que le había llenado la cabeza con tantas y tan amargas sospechas que finalmente lo habían hecho sucumbir a la oscuridad y lo habían incitado a vengarse de una mujer que jamás le había demostrado más que amor. Era un error que no pensaba repetir jamás, aunque le fuera la vida en ello.
Y, con Ruha decidida a impedir que cometiera un desliz, seguro que lo podía conseguir. Ella lo observaba por el rabillo del ojo, y aunque sus ideas permanecían ocultas tras el velo bedine, tenía la mano cerca de la curvada daga que llevaba en la faja.
Por segunda vez en apenas dos minutos, Galaeron deseó que la bruja pudiera entender el lenguaje de señas…; entonces se dio cuenta de que no era necesario. Trabó la mirada con la de la mujer y luego bajó la vista hacia su regazo, donde con los dedos hizo los movimientos del conjuro que quería que ella lanzara. Aunque no estaba intentando formular nada, el simple esbozo de esos movimientos hizo nacer en él un poderoso anhelo de abrirse al Tejido de Sombra.
Ruha abrió mucho los ojos y dio la impresión de que estuviera a punto de interferir. Galaeron se detuvo a mitad del conjuro y volvió a empezar. Ruha pareció tranquilizarse. Galaeron prosiguió con el gesto, poniendo cuidado en que cada movimiento fuese lento y preciso para que ella no tuviera problema en descifrar lo que estaba haciendo. Cuando la luz del entendimiento surgió en los ojos de la mujer, se detuvo y recorrió con la mirada la distancia que lo separaba de los emisarios que ahora simulaban no entender la verdadera naturaleza de la pregunta de Alusair.
—… supongo que en el caso de que los shadovar hubieran tratado de liberar a los phaerimm debajo del Valle de Tarkhal no habría habido el menor problema —estaba diciendo Mourngrym—. Los sauriales son demasiado inteligentes como para abrir una brecha en la Muralla de los Sharn.
Sin usar su propia magia, Galaeron no tenía forma de asegurarse de si el espía phaerimm estaba en algún lugar próximo a sus esclavos mentales, pero le parecía un buen lugar para empezar. Al volver la vista hacia Ruha la sorprendió estudiando a Mourngrym con intensidad casi excesiva. Tenía las manos sobre el regazo y su velo se agitaba casi imperceptiblemente con el susurro del encantamiento que estaba lanzando.
—Muy bien, lord Mourngrym, tú ganas —dijo Alusair desde el lugar que ocupaba en un extremo de la mesa—. Has dejado meridianamente claro que las Tierras del Valle no tienen el menor interés en que la culpa de nuestros problemas provenga de ningún lugar que no sea Evereska. Ahora, ¿te importaría explicar por qué? No consigo entender adonde quieres llegar.
La sonrisa de Mourngrym era tan tensa que más bien parecía una mueca.
—Alteza, las Tierras del Valle no tienen el menor interés en culpar a nadie, simplemente queremos dejar claro…
Fue interrumpido por las últimas sílabas de un encantamiento bedine en el momento en que Ruha se puso de pie. Valiéndose de la magia elemental de su Anauroch nativo, la bruja lanzó unas cuantas gotas de agua en su dirección. Un fuerte chasquido resonó por toda la cámara y se produjo un destello intenso cerca del techo, por detrás de los emisarios. Galaeron tuvo un atisbo de la forma familiar, cubierta de espinas, del cuerpo cónico de un phaerimm, antes de que ésta desapareciera casi en el instante mismo en que apareció.
Se produjo en la cámara un gran revuelo al abalanzarse hacia adelante los guardias entre gritos y resonar de armas. Varios de los emisarios, y de forma más notoria el de Sembia, Korian Hovanay, se tiraron debajo de la mesa para refugiarse. Otros siguieron el ejemplo de Piergeiron Paladinson, y apoderándose de las lanzas de los guardias, se encaramaron a la mesa y la emprendieron a lanzazos contra el techo en un intento de encontrar al intruso.
Los tres emisarios seguían de pie delante de sus asientos. Sus miradas vacías no se apartaban del resto de emisarios y soldados que tenían más próximos y permanecían dispuestos para incorporarse a la acción.
—¡Orden! —gritó Alusair, que había sacado una espada de algún lugar oculto bajo su vestimenta oficial y aporreaba con la empuñadura la pulida superficie de la mesa—. ¡Se ha marchado!
Aunque la suposición de la princesa era lógica, ya que los phaerimm solían ponerse a salvo teleportándose al primer indicio de peligro, Galaeron se puso de pie.
—En realidad, alteza, creo que no —dijo señalando por encima del hombro de Mourngrym—. Creo que tal vez esté ahí.
Una docena de Dragones Púrpura corrieron a investigar. Los tres emisarios se apartaron de la mesa y cerraron filas en torno a un punto no muy apartado del que había señalado el elfo. Caladnei, la esbelta pelirroja que había reemplazado al debilitado Vangerdahast como maga de Cormyr, surgió de detrás de la butaca de Alusair y apuntó a los tres con su bastón.
Antes de que pudiera pronunciar la palabra de mando, el phaerimm apareció en medio de los emisarios.
¡Un momento! No tenéis nada que temer de mí…, a menos que me ataquéis.
Galaeron oyó las palabras en su mente, y por las reacciones de quienes lo rodeaban se dio cuenta de que también ellos las habían oído. Caladnei interrumpió su ataque y los guardias se conformaron con rodear a los emisarios y apuntar con sus lanzas en la dirección en que se encontraba el phaerimm. Galaeron sabía que tal vez su prudencia les había salvado la vida.
Así está mejor.
Galaeron percibió la consabida inexpresividad en los ojos del embajador Hovanay y se dio cuenta de que el phaerimm no estaba retribuyendo a sus enemigos con la misma moneda.
Alusair dejó la espada sobre la mesa y miró al intruso que estaba en el otro extremo.
—Éste es un consejo privado, gusano, y tú eres nuestro enemigo. —Echó una mirada por encima del hombro e indicó con un gesto a Caladnei que se aproximara a la criatura—. Dame una razón por la que tenga que impedir que mis guardias arranquen la espinosa piel de tu carne de víbora.
La razón es que no lo conseguirían —replicó el phaerimm—, y que incluso los enemigos tienen que parlamentar si quieren dejar de serlo algún día.
Los ojos de Nasher Alagondar se quedaron vacíos.
Galaeron tendió una mano hacia el phaerimm.
—Habla por boca de Mourngrym o cállate. —A continuación, sin apartar la vista, se dirigió a Alusair—. Así es como los phaerimm hacen esclavos, a través de sus mensajes mentales.
Muy perspicaz, pero no tienes nada que temer de nosotros, Galaeron, por lo que sé, mi pueblo está en deuda…
—Si sabes quién soy —lo interrumpió Galaeron—, también sabrás que mi magia puede matarte tan rápido como la de un shadovar.
También sé que tienes miedo de usarla.
—No tanto como de convertirme en tu esclavo —dijo Galaeron—. Una palabra más dentro de mi cabeza y la usaré.
—Una palabra más en la cabeza de alguien y le ordenaré que lo haga —añadió Alusair—. Si quieres tratar con nosotros, liberarás a tus esclavos y hablarás en voz alta.
—No puedo hacer las dos cosas. —Esta vez, las palabras del phaerimm salieron de la boca de Mourngrym—. Aunque una vez hayamos terminado, estoy dispuesto a acceder a tu petición.
Los ojos de Alusair brillaron de ira al oír la palabra «petición», pero contuvo la lengua y miró a Galaeron.
El elfo tuvo la tentación de mentir y afirmar que el phaerimm la estaba engañando, puesto que por el tenor de los anteriores argumentos de los emisarios ya sabía lo que pretendía la criatura. Sin embargo, Alusair lo había tratado con suma cortesía y justicia desde el día de su llegada, y ni siquiera por el bien de Evereska estaba dispuesto a pagarle con una traición.
—Los phaerimm hablan entre sí mediante vientos mágicos —explicó Galaeron—. Con las otras razas deben valerse de mensajes mentales o de un intermediario.
Alusair se lo pensó e hizo un gesto al phaerimm.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué quieres?
—Evereska.
Aunque la respuesta era exactamente lo que Galaeron había esperado, la impresión de oírlo de viva voz era más de lo que podía soportar. Empezó a desgranar con los dedos los gestos de un conjuro, pero la mano cubierta con guantelete de malla de uno de los Dragones Púrpura que tenía a sus espaldas lo obligó a bajar el brazo.
Alusair le dirigió una mirada de advertencia.
—Cuando yo dé la orden, sir Nihmedu, no antes.
—Gracias, princesa —dijo el phaerimm. Sus cuatro brazos aparecieron por encima de las cabezas de los emisarios y se extendieron hacia afuera en lo que pretendía ser un gesto de agradecimiento—. Tal como iba diciendo, nosotros y nuestros aliados del Anauroch nos conformaremos con Evereska y con sus tierras.
Eso fue recibido con un respingo por los asistentes, al menos por aquellos que no se encontraban todavía bajo el influjo mental del phaerimm, e incluso Alusair alzó una ceja.
—Evereska no nos pertenece y por lo tanto no podemos entregarla —dijo.
La respuesta evasiva hizo surgir una oleada de ira en Galaeron y tuvo que reprimirse cerrando los ojos y recordando lo que Alusair había hecho por él.
—Tampoco os pertenece para defenderla —respondió el phaerimm por boca de Mourngrym—. Lo que sugerimos es que os ocupéis de los shadovar y dejéis Evereska para nuestros hermanos.
—Entonces, ¿tú no eres del Anauroch? —preguntó Alusair tratando de evitar la respuesta y de ganar tiempo para analizar todos los matices de la propuesta del phaerimm—. ¿Estás aquí en nombre de los phaerimm de Myth Drannor?
—Los shadovar han hecho que ésta sea la lucha de todos los phaerimm —replicó la voz de Mourngrym—, del mismo modo que la han transformado en la lucha de todos los reinos humanos.
—¿Y qué recibiremos a cambio? —preguntó el embajador Hovanay. La expresión egoísta de sus ojos revelaba que estaba libre de la influencia del phaerimm. Eso no presagiaba necesariamente algo bueno, al menos no para Evereska—. ¿De qué modo retribuiréis nuestra ayuda?
El phaerimm adelantó su boca llena de colmillos por encima de los hombros de los emisarios.
—Sería mucho más adecuado preguntar qué recibiréis vosotros por nuestra ayuda.
Hovanay esperó expectante, y el phaerimm orientó la boca en dirección a Alusair.
—Vuestro enemigo es nuestro enemigo —dijo el phaerimm—. Si conseguimos cerrar un trato, nos interesará detener el deshielo del Hielo Alto. Vuestros reinos serían capaces de reconstruir sus ejércitos y de alimentar a su pueblo. Volverían a ser fuertes.
Aunque a Galaeron le hervía la sangre por ponerse en pie de un salto y tratar al phaerimm de mentiroso y falso, sabía que no ganaría nada con semejante demostración. Los humanos creerían, y con razón, que sólo estaba tratando de defender los intereses de Evereska, que diría lo mismo en caso de que el phaerimm tuviera un atisbo de credibilidad. En lugar de eso, tenía que hablar razonablemente y hacer que los humanos percibieran la trampa por sí mismos, hacer que se dieran cuenta de que al vender a los elfos también se venderían a sí mismos.
—Mucho prometes —dijo Galaeron sin poder evitar un leve temblor en su voz—, pero yo he visto la magia de los shadovar y no son fáciles de vencer. Si hacéis lo que prometes, ¿para qué necesitáis a los humanos? ¿Por qué siguen tus primos atrapados todavía dentro del caparazón de sombra?
En lugar de responder a Galaeron, el phaerimm hizo que Mourngrym se volviera para dirigirse otra vez a Korian Hovanay.
—Nos comprometeríamos a dejar en paz a vuestras caravanas, incluso a protegerlas cuando estuviera en nuestras manos hacerlo.
Eso hizo aflorar una sonrisa codiciosa a los labios del sembiano, aunque sólo a los suyos.
—No has respondido a la pregunta de Galaeron —apuntó Piergeiron Paladinson—. Si los phaerimm pueden hacer lo que tú dices, ¿por qué sigue en pie todavía el caparazón de sombra?
—Porque, tal como habéis aprendido en Tilverton, los shadovar son enemigos formidables —respondió el phaerimm—. Los que estamos libres somos pocos para vencerlos, y los atrapados en el Sharaedim están debilitados y hambrientos. Cuando el caparazón de sombra caiga, eso cambiará.
—Esto es lo que tú dices —dijo Piergeiron.
—Y lo demostraremos —replicó el phaerimm—. ¿Conocéis el pico Untrivvin, al este del Hielo Alto?
—Donde se encuentran los profanadores de tumbas —afirmó Borg Ohlmak, el cacique de lanuda cabeza enviado por los bárbaros del Ride—. Conocemos muy bien el lugar.
La cabeza de Mourngrym hizo un gesto afirmativo a Borg.
—Hay tres mantas de sombra en la base del monte. Cuando el caparazón caiga, las destruiremos como prueba de nuestra capacidad.
—Y a pesar de todo no lograremos ponernos de acuerdo —dijo Alusair—. Evereska no es nuestra y no podemos negociar con ella. ¿No te serviría igual algún otro lugar? Por ejemplo, las Marcas de los Goblins son…
—Yermos sin el menor valor —dijo el phaerimm—. Tiene que ser Evereska. No tenemos interés en vuestros desiertos remotos.
—Entonces tal vez el Valle del Tun —sugirió Alusair—. Son tierras tan fértiles como cualquier zona de Cormyr, y estoy segura de que la alianza estaría dispuesta a prestar toda la ayuda necesaria para tomar el Valle del Fuerte Tenebroso.
—Evereska.
Alusair frunció el entrecejo, tratando evidentemente de pensar en algún otro lugar que pudiera convenir a los phaerimm. Galaeron sabía que intentaba llegar a un compromiso imposible. Los phaerimm querían Evereska por la misma razón por la que habían vivido en Myth Drannor: su Mythal. Necesitaban la magia del mismo modo que otras razas necesitaban el aire, y los Mythal que rodeaban ambas ciudades eran una urdimbre viva de magia. Pedir a los phaerimm que eligieran otro lugar donde vivir era como pedir a un pez que estableciera su morada fuera del agua.
—Evereska no es nuestra y no podemos concederla —continuó Alusair sin darse por vencida—. Nombra otro lugar.
—No va a nombrar ningún otro lugar —intervino Galaeron, aunque sin decir por qué. La existencia del Mythal era un secreto de los elfos, y él ya no confiaba en los humanos allí reunidos, ni siquiera en Alusair—. ¿Cuándo aprenderás? No se pueden hacer tratos con los phaerimm, sólo rendirse ante ellos como cobardes o hacerles frentes y combatirlos como guerreros.
Alusair volvió la cabeza y lo miró con sus ojos negros llenos de furia.
—¿Y cuándo aprenderás tú, elfo, que no es prudente llamar cobarde a nadie cuando es la sangre de su pueblo la que hay que derramar para salvar al tuyo?
Sin darle ocasión de responder, la princesa se volvió hacia los guardias que estaban detrás de la silla de Galaeron.
—Ya me ha bastado con lo que le he oído decir.
Un Dragón Púrpura ató los brazos de Galaeron a los brazos de la silla y otro le puso una mordaza. Una voz siniestra le susurró a Galaeron que Alusair lo había traicionado y que cerraría el trato entregándolo a los phaerimm, pero no era tan imprudente como para ofrecer resistencia. La Regente de Acero era famosa por su fiero carácter, y aunque algo en él le decía que nunca haría lo que la voz de su sombra había sugerido, no tenía duda de que no vacilaría en arrojarlo a una mazmorra profunda y oscura.
Alusair asintió con la cabeza, después se volvió hacia el phaerimm.
—Estabas a punto de nombrar un lugar que la alianza está en condiciones de conceder.
—Evereska —volvió a pronunciar la boca de Mourngrym—. No hay ningún otro lugar. El elfo tiene razón al respecto.
Alusair se dejó caer en su asiento, exasperada.
—Tienes de plazo hasta que se desvanezca la tercera manta —dijo el phaerimm por boca de su esclavo mental.
La criatura abandonó su lugar detrás de los emisarios y, haciendo caso omiso del círculo de guardias que lo rodeaban, hizo cundir el pánico entre Borg Ohlmak y Nasher Alagondar flotando hacia el extremo de la mesa que éstos ocupaban.
—Esperamos vuestra respuesta afirmativa antes de que eso ocurra.
La mirada de Alusair se volvió más dura.
—¿Y si no la damos?
El phaerimm apoyó firmemente dos de los brazos en la mesa.
Lo haréis —dijo.
Alusair se levantó como un rayo y se dispuso a dar a los guardias una orden, pero el phaerimm ya había desaparecido.
Mourngrym y los otros dos emisarios lanzaron unos gritos desconcertados y a continuación se dirigieron tambaleándose hacia las sillas más próximas, con las manos temblorosas y la boca abierta. Los Dragones Púrpura miraron a Caladnei esperando órdenes mientras la maga real se apresuraba a formular conjuros de detección. Los allí reunidos permanecían en sus asientos con una expresión mezcla de alivio e incertidumbre mientras consideraban si era prudente traicionar a Evereska.
Después de un momento, Alusair volvió a poner orden en la cámara volviéndose hacia su maga real.
—¿Puedes explicarme cómo es posible que ese espía haya entrado aquí? —Fue una hábil maniobra para apartar el pensamiento de los emisarios de la propuesta del phaerimm hacia la amenaza que había representado el uso arrogante de su poder—. Podría habernos matado a todos.
Caladnei palideció y negó con la cabeza.
—La cámara está protegida contra la invisibilidad, la teleportación, el escudriñamiento…
—Es evidente que no lo está —la interrumpió Alusair, firme en la determinación de mantener entretenidos a los emisarios buscando más una explicación a la presencia del phaerimm que a la causa de la misma y ganando tiempo para aclarar sus propias ideas sobre la cuestión. Después miró a Galaeron—. ¿Tal vez sir Nihmedu podría explicar cómo lo hizo?
Cuando el guardia le quitó la mordaza, Galaeron recorrió con la mirada toda la mesa del consejo y vio, o al menos su sombra la vio, una expresión de culpabilidad en todas las caras.
—¿Galaeron? —dijo Alusair para llamarle la atención.
Incapaz de seguir ocultando la furia que se acumulaba en su interior, Galaeron dirigió a la princesa una mirada llena de rencor.
—¿De verdad esperas una respuesta? —preguntó.
—¿Y por qué no?
—Porque yo no traiciono a mi pueblo —dijo Galaeron—. Jamás ayudaría a los aliados de los phaerimm.
Un murmullo de indignación se difundió por toda la cámara, pero la expresión que se reflejó en el rostro de Alusair fue menos de indignación que de claudicación.
—Dejadnos solos —dijo.
Los emisarios callaron y se miraron los unos a los otros, esperando que el otro tomase la iniciativa para objetar o iniciar la retirada.
—Ahora —ordenó Alusair—. Hablaremos de lo del phaerimm mañana, cuando todos hayamos tenido ocasión de ver si podemos acceder a su petición y ser capaces de dormir por la noche.
Los emisarios se pusieron de pie en medio de arrastrar de sillas y de mordaces observaciones y salieron de la cámara donde quedaron sólo Caladnei, Ruha y una docena de Dragones Púrpura junto a Galaeron y Alusair. La princesa les señaló a todos la puerta.
—Vosotros también —dijo, poniéndose de pie y dirigiéndose al extremo de la mesa donde estaba Galaeron—. No corro ningún peligro aquí.
Aunque en sus rostros se reflejó claramente el desacuerdo, los demás sabían que no era prudente poner en duda la capacidad de Alusair para cuidar de sí misma.
Cuando se hubieron ido, Alusair se sentó al lado de Galaeron y apoyó su vigorosa mano en la delgada rodilla del elfo. Aunque no ejerció presión, Galaeron se dio cuenta perfectamente de que, de haberlo querido, podría haberle quebrado los huesos.
—¿Qué voy a hacer contigo, elfo? —preguntó—. Eres tu peor enemigo… y, sin embargo, no puedo decir que las cosas hubieran resultado diferentes si no lo fueras.
A Galaeron se le cayó el alma a los pies.
—Entonces, ¿vais a traicionar a Evereska?
—No, Cormyr no. Lo prometo —dijo Alusair—, pero me temo que tampoco vamos a prestar ayuda.
—¿Nos dejas librados a nuestra suerte?
Alusair miró al otro extremo de la sala.
—Realmente nunca pensé que fuera posible negociar la seguridad de Evereska, pero… —Dejó la frase sin terminar y a continuación negó con la cabeza y volvió a mirar a Galaeron—. La diplomacia es el arte de lo posible, Galaeron, y no podemos hacer nada. Debes saber eso.
Una ira oscura amenazó con apoderarse de Galaeron, pero pudo domeñarla. Sabía que Alusair le decía la verdad y que eso era lo que hacían los amigos en circunstancias como éstas. Cogió las manos de la princesa.
—Lo sé y te doy las gracias. —Miró hacia la puerta—. Fue Alduvar Snowbrand —añadió.
Alusair frunció el entrecejo, confundida.
—¿Alduvar?
—Quien desactivó las defensas —le aclaró Galaeron—. Los emisarios ya eran esclavos mentales cuando llegaron, y los phaerimm sabían que eran los últimos de quienes esperarías una traición. Llegó el primero y desactivó las defensas, y el phaerimm llegó oculto entre los otros dos.
Alusair alzó las cejas.
Galaeron hizo un gesto afirmativo, pero no se molestó en dar más explicaciones. Todo lo relativo a los phaerimm lo sabía así, sin más. Era un pequeño don que le había otorgado un shadovar al que había conocido una vez.
—Bueno, gracias —dijo Alusair con una sonrisa, después se inclinó hacia él y le dio un beso, un beso intenso, en la boca—. Cuídate mucho. Te voy a echar de menos.