28

Huyó. Salió corriendo y se internó entre los árboles, obnubilada por la pena, medio cegada por las lágrimas, sujetando el báculo Ruhk con las dos manos y poniéndolo ante sí como si fuera un escudo. Corrió a través de las sombras y la penumbra del amanecer de la isla, inconsciente del lejano retumbo del Killeshan, de los temblores con los que respondía Morrowindl, indiferente a todo lo que no fuera la necesidad de huir del momento y el lugar de la muerte de Garth, aunque sabía que jamás lograría librarse de su recuerdo. Atravesó matorrales y ramas sin prestarles atención, hierbas altas y zarzas, colinas incrustadas de roca volcánica, zonas cubiertas de madera seca y detritus esparcidos, sin darse cuenta de nada. No era su cuerpo el que huía, era su mente.

«¡Garth!».

Lo llamaba sin cesar, zambullida en los recuerdos que de él tenía como si rememorarlos pudiera devolverlo a la vida. Lo vio correr, espectral, fantasmagórico. Retazos del gigante nómada aparecieron y se esfumaron en el aire, borrosas y lejanas imágenes de tiempos pasados. Se vio a sí misma persiguiéndolo como había hecho tantas veces cuando jugaban a ser rastreador y presa. Se vio en aquel último día en el Tirfing antes de que llegara Cogline y todo cambiara para siempre, rodeando las orillas del lago Myriam en busca de huellas. Lo vio descolgándose de los árboles, enorme, silencioso y rápido. Sintió cómo intentaba agarrarla y cómo ella se escabullía, su cuchillo largo levantarse y descender. Oyó su propia risa. «Estás muerto, Garth».

Y ahora lo estaba de verdad.

Sin saber cómo (nunca le quedó completamente claro) encontró a los otros miembros del grupo, a los pocos que quedaban vivos: Triss, el último elfo, el último aparte de ella, Stresa y Fauno. Irrumpió ante ellos, tambaleándose, los apartó de su camino con furia como si fueran obstáculos y continuó adelante. La siguieron, por supuesto, corriendo para alcanzarla, llamándola, preguntándole qué problema había, qué sucedía, dónde estaba Garth.

Ella, negando con la cabeza, respondió que se había ido, que no los acompañaría.

Pero no había ningún problema. Todo estaba bien. Ahora él estaba a salvo.

Sin dejar de correr, oyó que Triss volvía a preguntar:

—¿Qué ha pasado?

Y Stresa replicaba:

—Jsssstt, ¿no lo ves? —Intercambiaron palabras y susurros furtivos entre ellos, pero Wren no captó su significado, ni le preocuparon lo más mínimo. Fauno saltó sobre su brazo desde el suelo, agarrándose posesivamente, pero ella se desembarazó del jacarino con un gesto brusco. No podía soportar que la tocasen. Apenas podía resistir estar dentro de su propia piel.

Salió de entre los árboles.

—¡Mi señora Wren! —oyó que la llamaba Triss.

Entonces empezó a trepar por un tobogán de lava, arañando y excavando la áspera roca, notando cómo se le cortaban las manos y las rodillas. La respiración le irritaba la garganta: tosía, ahogada por palabras que no llegaban. El báculo Ruhk cayó de sus manos y ella lo abandonó. Renegó de todo, de quién y de qué era, asqueada. Solo deseaba huir, escapar, correr hasta que no quedara ningún sitio adonde ir.

Cuando por fin se desplomó en el tobogán, exhausta y sollozando de forma incontrolada, fue Triss quien llegó antes a su lado, quien la acunó como a una niña, quien la tranquilizó con palabras y leves caricias y le proporcionó parte del alivio que necesitaba. La ayudó a ponerse de pie, hizo que se diera la vuelta y la llevó de regreso al bosque de abajo. Con el báculo Ruhk en una mano y sujetándola con la otra, la llevó durante toda la mañana igual que un pastor a una oveja descarriada, pidiéndole solo que pusiera un pie delante del otro y que continuara a su lado. Stresa abría la marcha. Su voluminosa figura se convirtió en el punto de referencia de Wren, el objeto en cambio constante hacia el que se movía paso a paso. Fauno regresó para intentar una nueva escalada por su pierna y su brazo, y esta vez Wren aceptó su compañía y apretó al jacarino contra su cuerpo, frotando la nariz contra la calidez y suavidad de la criatura.

Así anduvieron todo el día, compañeros en un viaje que no necesitaba palabras. Las pocas veces que se detuvieron para descansar, Wren aceptó el agua que Triss le dio a beber, la fruta que le puso en la palma de la mano; no se molestó en preguntar de dónde las había sacado ni si se podrían tomar sin peligro. La luz disminuyó cuando las nubes se acumularon de horizonte a horizonte y la neblina se espesó debajo. El Killeshan tronó a sus espaldas. Sus erupciones, ahora incontroladas, lanzaban hacia el cielo grandes surtidores de fuego, ceniza y humo. El olor a azufre llenaba el aire y la isla temblaba y vibraba.

Cuando por fin descendió la oscuridad, la cresta de la montaña estaba ceñida por una corona de color rojo sangre, que aumentaba su brillo con cada nueva erupción y enviaba regueros de fuego por las lejanas laderas hacia el mar. Las piedras rechinaban y crujían cuando la roca fundida las arrancaba y los árboles ardían con aguda y crepitante desesperación. El viento se redujo a la nada, una bruma se asentó sobre todo y la isla se convirtió en una prisión cercada por el fuego, cuyos habitantes tropezaban entre sí en una asustada y colérica confusión.

Stresa eligió para pasar la noche una hendidura rocosa resguardada por tres lados, en un bosquecillo de delgados tamarindos, fuertes pero desprovistos de hojas. Se apiñaron en la oscuridad, con las espaldas apoyadas en la pared de roca, y observaron el holocausto a medida que su brillo aumentaba. Aún estaban a un día de camino de las playas, un día para tal vez encontrarse con Tigre Ty, y la destrucción de la isla era inminente. Wren volvió a la realidad lo bastante para percibir el peligro que corrían. Mientras bebía de la taza de agua que Triss le había dado y escuchaba el sonido de su voz, que le hablaba de forma serena y tranquilizadora, recordó lo que se suponía que debía hacer, y que solo Tigre Ty podía ayudarles.

—Triss —dijo al fin, viéndolo por primera vez, pronunciando su nombre con agradecimiento y haciéndole esbozar una sonrisa de alivio.

Poco después aparecieron los demonios. Los umbríos de Morrowindl, los primeros que habían conseguido escapar del ardiente flujo del Killeshan, huían de las colinas hacia las playas, perdidos y confusos, dispuestos a matar a quien se interpusiera en su camino. Salieron de la rojiza penumbra, tambaleándose, una andrajosa colección de horrores deformes, y atacaron impulsados por el instinto y su peculiar demencia. Stresa los oyó antes de que llegaran; sus finos oídos recogieron el sonido a medida que se aproximaban y avisó a sus compañeros unos segundos antes de que se produjera el ataque. Espada en mano, Triss salió al encuentro de la avalancha, la contuvo y estuvo a punto de desviarla, un digno rival para aquellos seres incluso con un solo brazo útil. Pero los demonios estaban enloquecidos más allá del miedo o la razón, expulsados de su hogar de las tierras altas por algo que no entendían. Aquellos humanos eran una amenaza menor. Se reorganizaron y atacaron de nuevo, decididos a tomarse la revancha con lo que tenían más a mano.

Pero esta vez fue Wren quien se enfrentó a ellos, inmersa en su propia locura, fría y calculadora, y envió la magia de las piedras élficas a segarlos como guadañas. Cuando los umbríos advirtieron el peligro, ya era demasiado tarde. La magia los atrapó y los hizo desvanecerse entre estallidos de fuego y súbitos alaridos. Unos segundos después, solo quedaba humo y ceniza.

Otros llegaron durante la noche en pequeños grupos y se abalanzaron desde la oscuridad en frenéticas embestidas que los condujeron a una muerte rápida y certera. Wren los destruía con indiferencia, sin remordimientos, y quemaba el bosque de alrededor hasta que llameaba tanto como las laderas al paso de los ríos de lava. Cuando se acercaba la mañana, su refugio había quedado yermo y humeante en un radio de cincuenta metros, convertido en una sepultura de cadáveres ennegrecidos e irreconocibles, un cementerio donde solo ellos estaban vivos. No pudieron dormir ni descansar, ya que las pausas entre los asaltos fueron pocas y breves. El amanecer los encontró ojerosos y agotados, figuras demacradas y maltrechas en la luz naciente. Triss había recibido media docena de heridas y tenía la ropa rasgada. Todas sus armas estaban perdidas o rotas a excepción de la espada corta. La cara de Wren estaba teñida de gris por la ceniza y sus manos temblaban por el flujo del poder de las piedras élficas. Las púas de Stresa se abrían en abanico y parecía que nunca se replegarían a su lugar, y Fauno estaba enroscado junto a Wren.

Cuando la luz ascendía por el este, plateada por la niebla y el humo, Wren les dijo por fin lo que había ocurrido con Garth. Necesitaba hablar, compartir la carga que llevaba, la amarga verdad de que estaba sola. Les habló con voz serena y suave en el silencio que siguió al último ataque. Volvió a llorar, pensando en que quizá no pudiera parar nunca. Pero esta vez las lágrimas eran purificadoras, como si se llevaran parte de su dolor. El capitán de la Guardia Real, el gatoespino y el jacarino la escuchaban desde muy cerca para no perderse detalle, incluido Fauno, que, comprendiese o no las palabras de la joven, se apretaba contra su hombro. Las frases fluían de su garganta sin dificultad y abrían el dique de su desesperación y su vergüenza. Una especie de paz se instaló en su interior.

—Ruuu, Wren, hiciste lo que debías —dijo Stresa con tono solemne cuando la joven nómada concluyó su relato.

—Tú lo sabías, ¿verdad? —preguntó Wren.

—Jssstt. Sí. Comprendí los efectos que produciría el veneno. Pero no podía explicártelo, Wren de los Elfos, porque no hubieses querido creerme. Debía decírtelo él.

Sin duda, el gatoespino tenía razón, aunque ya no importaba. Hablaron un poco más mientras la luz se filtraba lentamente en la penumbra e iluminaba el mundo que los rodeaba: un mundo de negra ruina donde el humo aún se elevaba hacia el cielo en finas espirales y la tierra temblaba con la furia del Killeshan.

—Dio su vida por usted, mi señora Wren —dijo Triss en tono solemne—. La cubrió con su cuerpo para impedir que el wisteron la atacara y luchó para salvarla. Ninguno de nosotros lo hubiera hecho de un modo tan eficaz. Lo intentamos, pero solo Garth tenía la fuerza suficiente. Recuerde eso de él.

Pero ella aún recordaba el esfuerzo que había tenido que hacer para que el cuchillo largo llegara hasta su corazón: sentía sus manos cerradas sobre las de ella, como si la absolviera de responsabilidad. Nunca lo olvidaría, pensó. Siempre vería lo que sus ojos reflejaron.

Volvieron a ponerse en camino poco después, cruzando el carbonizado campo de batalla de la noche anterior hacia el verde paisaje del día que nacía, hacia la última tierra que los separaba de la playa. Los temblores continuaban bajo sus pies y los incandescentes ríos de lava se acercaban en su descenso por la montaña. A su alrededor, las criaturas huían en todas direcciones; ni siquiera los demonios se detenían para atacar. Todos corrían hacia las costas del Confín Azul para librarse del calor asfixiante de la furia del Killeshan. Morrowindl se estaba convirtiendo lentamente en una caldera de fuego que se consumía a sí misma desde el interior. Por todas partes empezaban a aparecer grietas, enormes hendiduras que se abrían a la oscuridad, que silbaban y escupían vapor y calor. El mundo que había florecido como consecuencia del uso de la magia élfica estaba desapareciendo, y en pocos días solo quedarían las rocas y las cenizas de los muertos. Un mundo nuevo se estaba gestando en torno al pequeño grupo que huía y, cuando se completara, nada del viejo permanecería sobre él.

Se adentraron en los prados de hierba alta que limitaban con las últimas extensiones de selva próximas al litoral. La hierba había empezado a curvarse y a morir, ahumada y sofocada por el calor y los gases. La maleza se deshacía bajo sus botas, reseca y sin vida. Ardían hogueras en innumerables puntos de su entorno, y a su derecha, al otro lado de una profunda hondonada, un delgado reguero de fuego rojo se abría paso a través de unas plantas de flores silvestres hacia un bosquecillo de acacias que esperaba con desvalida y petrificada resignación. Nubarrones de hollín descendían del In Ju, donde la jungla ardía lentamente, hacia la orilla del agua. El pantano ya empezaba a hervir. Rocas y cenizas caían de alguna parte fuera de su campo visual, como si fuera granizo de las nubes, arrojadas por las continuas explosiones del volcán. El viento cambió y dificultó aún más la visibilidad. Era mediodía y el cielo estaba tan desapacible, gris y neblinoso como en un crepúsculo de otoño.

Wren sentía la cabeza ligera e inmaterial, como parte del aire que respiraba. Sus huesos estaban desligados dentro de su cuerpo y el fuego de la magia de las piedras élficas aún brillaba y chispeaba como ascuas que se estuvieran apagando. Observó el terreno circundante, pero no consiguió concentrarse. Todo estaba a la deriva, igual que las nubes.

—Stresa, ¿falta mucho? —preguntó.

—Sí, todavía falta —respondió el gatoespino sin volverse—. Pfff. Sigue andando, Wren de los Elfos.

Wren continuó caminando, consciente de que las fuerzas la estaban abandonando, y se preguntó si sería por el uso excesivo de la magia o por simple agotamiento. Sintió la proximidad de Triss y un brazo en torno a los hombros.

—Apóyese en mí —le dijo el capitán de la Guardia Real mientras la sujetaba.

Dejaron atrás los prados cuando el sol se desplazaba hacia el oeste y llegaron a la selva. Ya ardía por el sur, las ramas más altas llameaban y humeaban. Aceleraron el paso, tropezando y resbalando sobre el musgo, las hojas y las rocas sueltas. Los árboles estaban silenciosos e inmóviles, como las columnas de un salón que tenía por techo las nubes y la bruma. Gruñidos y refunfuños surgían de la niebla, lejanos, pero por todas partes.

Prosiguieron el viaje. En una ocasión, algo gigantesco se movió en las sombras, a un lado, y Stresa se volvió para mirarlo con las púas erizadas. Pero nada apareció, y unos segundos después reemprendieron la marcha. Oyeron delante de ellos el ruido del agua al golpear las rocas, las idas y venidas del océano. Wren esbozó una sonrisa y apretó el báculo Ruhk contra su pecho. Todavía tenían una oportunidad, pensó. Todavía tenían esperanzas de salir con vida de aquella aventura.

Por fin, mientras la luz del día se difuminaba a sus espaldas y el crepúsculo se teñía de plata y rojo ante ellos, salieron de entre los árboles y se encontraron en un alto farallón sobre la inmensidad del Confín Azul. El humo y la ceniza enturbiaban el aire que los rodeaba, pero más allá el horizonte estaba radiante de color. El grupo avanzó con paso inseguro y, después, se detuvo. El farallón descendía en una pronunciada pendiente hasta una costa rocosa. No se veían playas por ninguna parte ni el menor rastro de Tigre Ty.

Wren se apoyó pesadamente en el báculo y levantó sus ojos al cielo, una bóveda enorme y vacía.

—¡Tigre Ty! —exclamó con desesperación.

—Allí abajo —dijo poco después el capitán de la Guardia Real, que se había apartado de ella para explorar, regresando a su lado y señalando hacia el norte—. Allí está la playa. No sé si podremos llegar a ella.

—¡Ssssstt! Tendremos que ir por los bosques, regresar al humo y a los seres que esconde —respondió Stresa, sacudiendo la cabeza—. No es buena idea con la oscuridad tan cerca. ¡Pfff!

Wren contempló con impotencia el descenso del sol hacia el océano, donde empezaba a desaparecer. En unos minutos las tinieblas se adueñarían del mundo. Habían ido demasiado lejos, pensó, y murmuró un «No» que solo ella pudo oír.

Dejó a un lado el báculo Ruhk y sacó las piedras élficas. Sosteniéndolas frente a ella, proyectó su blanca magia a través del cielo de extremo a extremo, un estallido luminoso contra el tono grisáceo del atardecer. Destelló como el fuego y desapareció. Todos la siguieron con la mirada, observaron cómo descendía la oscuridad y el sol coloreaba el horizonte antes de desaparecer.

Detrás de ellos, sus perseguidores empezaron a reunirse, los demonios llegados de las tierras altas, seres oscuros que los seguían o se acercaban atraídos por la magia. Sus siluetas se recortaban en la penumbra y gruñían y rezongaban mientras se acercaban. Wren y sus compañeros estaban atrapados en el farallón, acorralados contra el abismo del océano. Wren sintió el temblor de sus huesos, de su respiración, de su exigua fuerza. No era lógico que Tigre Ty estuviese allí después de tanto tiempo. Sin embargo, no quiso renunciar a la única esperanza que les quedaba. Volvería a utilizar la magia si era necesario. Solo una vez más, como medida de seguridad, porque ni a ella ni a sus compañeros les quedaban fuerzas suficientes para sobrevivir otra noche a los peligros de la isla.

Triss se alejó unos pasos para enfrentarse a las sombras que había entre los árboles, delgado y duro, con el brazo roto colgando inerte y la espada en la mano del otro.

—Quedaos detrás de mí —ordenó.

Los segundos pasaban rápidamente. Los colores del cielo se disolvieron hasta convertirse en un tono gris y la penumbra se intensificó, convirtiéndose en una pálida pantalla cenicienta.

—¡Allí! —dijo Stresa.

Algo enorme se abalanzó sobre ellos desde la oscuridad y cayó sobre Triss, derribándolo. Otra figura se lanzó sobre ellos y Stresa la acribilló con sus púas. Wren levantó las piedras élficas y proyectó su magia al frente, quemando a los seres más cercanos, que retrocedieron profiriendo terribles gritos de dolor. Triss yacía tendido en el suelo, inconsciente.

Wren cayó de rodillas, exhausta.

—¡Ssssttt! ¡Levántate! —exclamó Stresa, desesperado.

Un nuevo grupo de formas contrahechas se recortó en la oscuridad y empezó a avanzar lentamente.

—¡Levántate!

Entonces un grito rasgó el silencio, como el de un ser humano a quien le arrancan la vida, y una enorme sombra se extendió sobre el farallón. Unas garras arañaron los umbrales del bosque y obligaron a los asaltantes a dispersarse en la oscuridad. Wren levantó la mirada, muda de asombro. ¿Había visto…? La sombra se meció para apartarse, y unas alas negras que parecían cuchillos se proyectaron contra el cielo. Se oyó otro grito.

¡Espíritu! —exclamó Wren al reconocerlo.

El roc viró otra vez y se lanzó en picado sobre el borde del farallón, donde se posó con un furioso batir de alas. Una pequeña y delgada figura saltó a tierra, vociferando con nerviosismo.

—¡Eh, venid aquí, rápido! ¡El susto no les durará mucho!

¡Tigre Ty!

Y cuando Wren levantó a Triss y avanzó con esfuerzo hacia el hombrecillo, encontró a Tigre Ty tal como lo recordaba de semanas atrás, sonriente, con la bronceada piel llena de arrugas, semejante a un espantapájaros de huesos y cuero, con las callosas manos dispuestas para la acción y los ojos brillantes y agudos. La miró, miró a sus compañeros y el báculo Ruhk que llevaba y se echó a reír.

—Wren Elessedil —saludó—. ¡Eres una persona de palabra, muchacha! Regresas de la muerte para escupirme a la cara, para probar que podías hacerlo después de todo. ¡Demonios, debes de ser dura como un clavo!

Ella estaba demasiado contenta de verlo para discutir.

Tras decirle a Stresa que debía esconder las púas, Tigre Ty les apremió para que subieran con la mayor rapidez posible a lomos de Espíritu. Hablando entre dientes sobre los peculiares compañeros de viaje que Wren elegía, envolvió al gatoespino en un cobertor de cuero y lo subió. Aunque por fuera Stresa parecía tranquilo y sumiso, sus ojos revelaban una profunda ansiedad. Wren se ató a Fauno a la espalda, montó sobre Espíritu y levantó al casi inconsciente Triss hasta ponerlo frente a ella para mantenerlo sujeto. Para poder tener libres las manos, introdujo el báculo Ruhk en los arneses, bajo sus piernas. Tigre Ty y ella trabajaban con rapidez, hostigados por los gruñidos y refunfuños que salían de las tinieblas del bosque, acuciados por el miedo a los seres que se ocultaban en él. Dos veces, las negras formas se aventuraron a salir de las sombras, dispuestas a atacar, pero en ambas ocasiones el colérico graznido de Espíritu las hizo retroceder.

Parecía que nunca iban a acabar de instalarse, pero al fin lo hicieron. Tras hacer una rápida revisión de los correajes, Tigre Ty saltó sobre el roc.

—¡Arriba ya, viejo pájaro! —gritó con apremio.

Con un graznido, Espíritu desplegó sus grandes alas y se elevó en el aire. Un puñado de demonios salió de su refugio corriendo, en un desesperado intento de atraparlos. Algunos consiguieron agarrarse a las plumas del roc y tiraron hacia el suelo del gigantesco pájaro. Pero Espíritu se sacudió, se contorsionó y los arañó ferozmente con sus garras, y los atacantes se precipitaron al abismo. Mientras el roc volaba sobre el Confín Azul y ganaba altura, Wren miró hacia atrás por última vez. Morrowindl era un horno que fulguraba en la oscuridad de la noche entre humo, vapor y ceniza. La boca del Killeshan seguía vomitando chorros de roca fundida, ríos de fuego que fluían hacia el mar.

Cerró los ojos y no volvió a mirar.

Nunca estuvo segura de cuánto tiempo duró el vuelo. Quizá fueron horas, quizá solo minutos. Se agarraba a Triss y a las correas de sujeción mientras hacía terribles esfuerzos por mantenerse despierta, exhausta hasta la insensibilidad. Los brazos de Fauno rodeaban su cuello, cálidos y peludos, y notaba su respiración ansiosa. En algún lugar a sus espaldas, Stresa viajaba en silencio. Oyó que Tigre Ty le hablaba en dos o tres ocasiones, pero sus palabras se perdieron en el viento y no se molestó en responder. Ante sus ojos flotaba la visión espectral de Morrowindl, terrible y fija; una pesadilla que nunca se limitaría al sueño.

Cuando aterrizaron, fuera cual fuese el tiempo que había transcurrido, todavía era de noche, pero el cielo estaba despejado y brillante. Espíritu se posó sobre un pequeño atolón cubierto de vegetación. El aire estaba impregnado del olor de las flores. Wren aspiró los perfumes con satisfacción mientras se bajaba del ancho lomo del roc, y se estiró con torpeza para ayudar a Triss y Stresa. «Imagínate —pensó todavía aturdida—, la luna y las estrellas, una noche bajo su luz, sin bruma, ni niebla, ni fuego».

—Por aquí, muchacha —le dijo Tigre Ty con gentileza, cogiéndola del brazo.

La condujo a un mullido herbazal, donde la joven se tumbó y se quedó dormida inmediatamente.

El sol estaba rojo en el horizonte cuando despertó, una esfera escarlata que emergía de las rojizas aguas del océano hacia un firmamento ennegrecido por una masa de nubes. La tormenta y su fuego parecían mantenerse en una zona determinada de tierra y cielo. Wren se incorporó sobre un codo y contempló el extraño fenómeno, preguntándose cómo era posible.

—Vuelve a dormirte, Wren —dijo Tigre Ty, que hacía guardia a su lado—. Todavía es de noche. Eso es Morrowindl, envuelto en llamas, ardiendo de dentro afuera. El Killeshan está arrasando con todo; supongo que pronto no quedará nada.

Wren volvió a dormirse y cuando despertó de nuevo era ya mediodía. El sol estaba alto en un cielo azul y sin nubes, el aire era cálido y fragante, y el canto de los pájaros componía un alegre gorjeo entre el rumor del océano sobre las rocas. Fauno parloteaba en algún lugar cercano. Se levantó para mirar y encontró al jacarino sentado en una roca y tirando de una enredadera para poder mordisquear sus hojas. Triss seguía durmiendo y no se veía a Stresa por ningún sitio. Espíritu estaba posado en el borde del acantilado, con sus feroces ojos fijos en las desiertas aguas.

Tigre Ty salió de detrás del pájaro y se acercó despacio. Le dio un saquito con pan y frutas y le indicó con un gesto que se apartara del dormido Triss. La joven lo obedeció, y fueron a sentarse a la sombra de una palmera.

—¿Has descansado? —le preguntó. Wren respondió con asentimiento de la cabeza—. Come. Debes de estar hambrienta. Da la impresión de que llevas varios días sin probar bocado.

Comió con fruición. También aceptó la jarra de cerveza que le ofreció y bebió hasta que se sintió a punto de estallar. Fauno se volvió para mirarla con ojos brillantes y curiosos.

—Parece que has hecho nuevos amigos —comentó Tigre Ty cuando Wren hubo terminado—. Conozco los nombres del elfo y el gatoespino, pero ¿cómo se llama ese?

—Fauno. Es un jacarino. —Su mirada se encontró con la del pequeño animal—. Gracias por no dejarnos abandonados, Tigre Ty. Contaba contigo.

—¡Bah! —exclamó el jinete alado—. No podía perderme la oportunidad de enterarme de qué pasaba al final. Sin embargo, debo admitir que tenía mis dudas, muchacha. Temía que tu insensatez se impusiera a tu coraje. Y parece que casi estuvo a punto de ocurrir.

—Casi —admitió la joven, asintiendo a su pesar.

—Fui a buscaros todos los días desde que el volcán entró en erupción. Pude ver la explosión a más de treinta kilómetros de distancia. Entonces pensé: «Ella tiene algo que ver». Y así fue, ¿verdad? —Esbozó una amplia sonrisa y su cara se arrugó igual que el cuero viejo—. En cualquier caso, Espíritu y yo dábamos vueltas una vez al día para intentar localizarte. Anoche estábamos a punto de acabar nuestra ronda cuando vimos tu luz. Si no hubiera sido por ella, nos hubiésemos marchado. ¿Cómo lo hiciste? —Frunció los labios y se encogió de hombros—. No, espera, no me lo digas. Si mis suposiciones no están equivocadas, así es como actúa la magia de los elfos terrestres. Prefiero no saberlo. —Hizo una breve pausa—. Sea como fuere, me alegro mucho de que estés aquí, a salvo.

Wren esbozó una sonrisa para confirmar su suposición, y los dos guardaron silencio durante un momento, mirando al suelo. Las aves pescadoras se lanzaban y zambullían en las despejadas aguas del océano como flechas blancas, con las alas echadas hacia atrás y el largo cuello estirado. Fauno bajó de la roca para trepar por el brazo de Wren y cobijarse en su hombro.

—Supongo que tu gigantesco amigo no tuvo suerte —dijo Tigre Ty, rompiendo el silencio.

Garth. El dolor que le provocaba el recuerdo llenó de lágrimas los ojos de la joven nómada.

—No. No la tuvo —respondió Wren, negando con la cabeza.

—Lo siento. Creo que sentirás su pérdida durante mucho tiempo, ¿verdad? —Sus sagaces ojos se apartaron—. Algunas heridas no se curan fácilmente.

La joven permaneció en silencio. Estaba pensando en su abuela y en Eowen, en el Búho y en Gavilán Elessedil, en Colt y en Dal. Todos habían perdido la vida en un intento de escapar de Morrowindl, todos formaban parte del dolor que sentía. Miró a la lejanía a través de las aguas del océano y encontró lo que buscaba: una oscura mancha en el horizonte donde Morrowindl ardía lentamente hasta convertirse en roca y cenizas.

—¿Qué ha sido de los elfos? —preguntó Tigre Ty—. Supongo que los encontraste, puesto que te acompaña uno de ellos.

Volvió a mirarlo, sorprendida por la pregunta, pues había olvidado durante un breve instante que Tigre Ty no había compartido su aventura.

—Sí, los encontré.

—¿Y Arborlon?

—Arborlon también, Tigre Ty.

—No te escucharon, ¿verdad? —le preguntó, después de observarla un rato, haciendo un gesto de resignación—. No querían marcharse. —Hizo esta afirmación sin disimular la amargura de su voz—. Ahora están muertos. Todos. ¡Qué insensatos!

«Insensatos, sí —pensó la joven—, pero no muertos». Aún no. Intentó contarle a Tigre Ty lo que sabía de la Loden, intentó buscar las palabras adecuadas, pero no las encontró. Era demasiado duro entrar en explicaciones. Aún estaba demasiado cerca la pesadilla que acababa de dejar atrás, todavía forcejeaba con las violentas emociones que le provocaba el más leve recuerdo. Siempre que se despertaban en su mente, se sentía como si le arrancasen la piel del cuerpo a tiras, como si el fuego quemara hasta la médula de sus huesos. Los elfos, víctimas de su equivocada fe en el poder de la magia… ¿Cuánta de esa fe había heredado ella? Se estremeció al pensarlo. Había verdades que era necesario sopesar y medir, motivos que analizar y vidas que encauzar.

Pero ninguna de esas cosas caía bajo su responsabilidad.

—Tigre Ty —dijo en voz baja—. Los elfos están aquí, conmigo. Yo los transporto… —Dudó, ante su mirada de asombro—. Los llevo en el corazón. —La confusión arrugó la frente del jinete alado. Ella bajó los ojos y contempló sus manos vacías—. El problema está en decidir si debo llevarlos.

—Lo que dices no tiene sentido. Al menos no lo tiene para mí —respondió Tigre Ty, haciendo un gesto de incomprensión y frunciendo el ceño.

—Solo lo tiene para mí —dijo Wren, esbozando una sonrisa—. Sé paciente conmigo por ahora, por favor. No me hagas más preguntas. Pero cuando lleguemos a donde vamos, descubriremos juntos si a los elfos les han servido de algo las lecciones de Morrowindl.

Triss despertó entonces, estirándose perezosamente, y se levantaron para atenderlo. Mientras caminaban, los pensamientos de Wren alzaron el vuelo. Como una consumada malabarista, se encontró equilibrando las exigencias del presente con las necesidades del pasado, las vidas de los elfos con los peligros de su magia, las creencias que había perdido con las verdades que había encontrado. Silenciosa en su deliberación, concentrada por completo, se movía entre sus compañeros como si estuviera allí con ellos, cuando, de hecho, había regresado a Morrowindl; observaba el horror de su evolución inducida por la magia, descubría los oscuros secretos de sus creadores, ajustaba los fragmentos de los frenéticos y angustiosos días que había pasado luchando por cumplir las misiones que le habían encomendado. El tiempo se congeló y, mientras se erguía ante ella como una estatua tallada en una espeluznante y silenciosa introspección, logró despojarse de la última de las andrajosas vestiduras que habían constituido su vida anterior, aquella inocente existencia anterior a sus encuentros con Cogline y Allanon y al viaje a su pasado, y pudo ponerse por fin el manto de quien, según comprendía ahora, siempre había estado destinada a ser.

«Adiós, Wren del pasado».

Fauno se retorció contra su hombro para llamar su atención y ella le dedicó la poca que pudo.

Una hora más tarde, el gatoespino, el jacarino, el capitán de la Guardia Real, el jinete alado y la muchacha que se había convertido en reina de los elfos volaban en dirección este, hacia las Cuatro Tierras, a lomos de Espíritu.