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Fuego.
Crepitaba en las lámparas de aceite que colgaban, lejanas y solitarias, en las ventanas y las puertas de entrada de las casas. Chispeaba y siseaba al lamer las antorchas empapadas de brea que iluminaban los umbrales y los cruces del camino. Resplandecía entre las ramas frondosas de los robles y nogales, allá donde había faroles al borde de los senderos. Las llamas eran débiles puntos y fragmentos de luz titilante, como criaturas diminutas e indefensas, presa fácil para una noche que amenazaba con abalanzarse sobre ellas y destrozarlas.
«Como nosotros», pensó ella.
Como los elfos.
Levantó la mirada más allá de los edificios y murallas de la ciudad y se centró en el lugar donde humeaba el Killeshan.
Fuego.
Un resplandor rojo se filtraba por las fauces dentadas del volcán; el fulgor de su corazón derretido se reflejaba en las nubes de ceniza volcánica que formaban tenebrosos bancos en el cielo despejado. El Killeshan se erguía sobre sus cabezas, inmenso y huraño, un fenómeno de la naturaleza al que ninguna magia élfica podía doblegar. Hacía semanas que se producían grandes explosiones en sus entrañas, muestra evidente de su descontento, de su determinación, de una presión acumulada que ansiaba liberarse.
Ahora, la lava se filtraba, se abría paso entre las grietas y fisuras de la corteza y fluía hasta las aguas del océano, formando sinuosas cintas que arrasaban a su paso la selva y las criaturas que en ella vivían. Sin embargo, pensó, pronto ni siquiera eso podría aliviar la presión, y el Killeshan eructaría un fuego mortífero que los consumiría a todos.
Si es que aún quedaba alguien.
Estaba en los Jardines de la Vida, donde crecía Ellcrys. El viejo árbol se alzaba hacia el cielo como si intentara atravesar la bruma grisácea para respirar el aire de las capas más altas de la atmósfera, más puro. Sus ramas plateadas brillaban débilmente a la luz de los faroles y las antorchas y sus hojas escarlatas reflejaban el siniestro resplandor del volcán. El fuego danzaba en pinceladas y formaba figuras extrañas en los surcos de la corteza del árbol, como si pretendiera mostrar algo. Contempló abstraída las imágenes que aparecían y se desvanecían, un espejo de sus propios pensamientos, y sintió una profunda tristeza que amenazaba con dominarla.
«¿Qué puedo hacer? —pensó, desesperada—. ¿Qué otra alternativa me queda?».
Ninguna, lo sabía. Ninguna, excepto esperar.
Ella era Ellenroh Elessedil, reina de los elfos, y solo podía esperar.
Agarró con fuerza el báculo Ruhk, miró al cielo e hizo una mueca de disgusto. Aquella noche no había estrellas ni luna. Pocas luces se habían visto en el cielo en las últimas semanas, solo una bruma de ceniza, densa e insondable: un sudario listo para descender, para cubrir sus cuerpos, abrazarlos y envolverlos para siempre.
Permanecía rígida mientras la brisa caliente soplaba sobre ella y agitaba el delicado lino de su ropa. Era alta, de cuerpo anguloso y miembros largos. Los prominentes huesos de su cara conformaban unas facciones singulares, reconocibles al instante. Tenía pómulos altos, frente amplia y mandíbulas afiladas y suaves bajo una boca ancha de labios finos. La piel del rostro estaba tersa y tirante sobre el hueso, lo que le daba un aspecto hierático. Una rubia cabellera caía sobre sus hombros en tupidos e indomables rizos. Sus ojos, de un extraño e intenso azul, daban la impresión de estar viendo cosas que a los demás les pasaban desapercibidas. Aunque ya había sobrepasado los cincuenta años, parecía mucho más joven. Cuando sonreía, lo cual hacía con mucha frecuencia, provocaba sonrisas espontáneas en quienes la rodeaban.
Ahora, sin embargo, su expresión era sombría. Ya era muy tarde, la medianoche había quedado muy atrás, y su fatiga actuaba como una cadena que le impedía marcharse. Como no podía conciliar el sueño, había decidido salir a pasear por los jardines para escuchar los sonidos de la noche, para estar a solas con sus pensamientos e intentar conseguir un poco de paz. Pero la paz era huidiza; sus pensamientos, pequeños demonios que la atormentaban y se mofaban de ella; y la noche, una nube negra, inmensa y hambrienta, que esperaba pacientemente el momento en que la frágil chispa de sus vidas acabara por extinguirse.
Fuego, una vez más. Fuego para dar vida y fuego para quitarla. La imagen susurraba insidiosamente en su mente.
Se giró con brusquedad y empezó a pasear por los jardines. Cort la siguió; una figura invisible y silenciosa. Si se hubiese preocupado por buscarlo no lo habría encontrado. Era un joven bajo y robusto, dotado de una agilidad y fuerza increíbles, miembro de la Guardia Real. Los componentes de este grupo tenían la misión de proteger a los gobernantes élficos, de defenderlos con sus armas, de sacrificar sus vidas para preservar las de ellos. Cort era su sombra y, si este no estaba, Dal se ocupaba de protegerla. Uno u otro estaban siempre muy cerca, velando por su seguridad. Mientras recorría el sendero, sus pensamientos se sucedían con rapidez. Sentía la aspereza del terreno a través de las delgadas suelas de sus chinelas. Arborlon, la ciudad de los elfos, su hogar, arrancada de la Tierra del Oeste hacía más de cien años para asentarla allí… en aquel…
No pudo acabar el pensamiento. Le faltaron las palabras para completarlo.
La magia élfica, invocada una vez más tras la época del mundo fantástico, protegía la ciudad, pero estaba empezando a debilitarse. Las fragancias de las flores del jardín estaban dominadas por el hedor ácido de los gases del Killeshan, donde estos habían traspasado la barrera exterior de la Quilla. Los pájaros nocturnos cantaban en los árboles, pero, incluso allí, sus cantos quedaban tapados por los sonidos guturales de los seres oscuros que se ocultaban más allá de las murallas de la ciudad, en las selvas y los pantanos, y que merodeaban junto a la Quilla, en actitud expectante.
Los monstruos.
El sendero que seguía Ellenroh terminaba en el extremo norte de los jardines, sobre un promontorio que dominaba la ciudad. Las ventanas del palacio estaban oscuras; todos sus habitantes dormían, excepto ella. Detrás yacía la ciudad, grupos de viviendas y comercios replegados tras la barrera protectora de la Quilla, como animales asustadizos acurrucados en sus guaridas. Nada se movía, como si el miedo lo paralizara todo, como si cualquier movimiento pudiera ponerlos en peligro. La reina de los elfos hizo un gesto de tristeza. Arborlon era una isla rodeada de enemigos. Al este se encontraba el Killeshan, que lanzaba sobre la ciudad su sombra de montaña gigantesca y dentada, formado por la roca volcánica y por siglos de erupciones. El volcán, dormido hasta hacía solo veinte años, ahora estaba despierto y ansioso. Al norte y al sur crecía la jungla, espesa e impenetrable, su maraña verde extendida hasta donde limitaba con el océano. Al oeste, bajo las laderas donde se asentaba Arborlon, estaba el río Rowen, y más allá, la barrera montañosa de la Cornisa Negra. Nada de eso pertenecía a los elfos. En otra época, antes de la llegada del hombre, eran los dueños de todo el mundo. En otra época, ningún lugar les estaba vedado. Incluso en tiempos del druida Allanon, solo trescientos años antes, toda la Tierra del Oeste era suya. Ahora, sin embargo, se hallaban recluidos en aquel pequeño espacio, acosados desde los cuatro puntos cardinales y apresados tras la muralla de su magia en decadencia. Todos aquellos que habían conseguido sobrevivir estaban atrapados.
Miró hacia la oscuridad que se extendía más allá de la Quilla y se imaginó lo que allí esperaba. Durante un breve instante pensó en lo irónico de la situación… Los elfos habían sido víctimas de su propia magia, de su propia inteligencia, de sus planes erróneos y de unos temores a los que nunca debían haber prestado atención. ¿Cómo habían podido ser tan estúpidos?
Lejos, más abajo de donde se encontraba, cerca del final de la Quilla, en el lugar donde se asentaba la lava endurecida de alguna antigua erupción, refulgió una repentina ráfaga de luz, un corto chorro de fuego seguido de una rápida y brillante explosión y de un alarido. Se oyeron algunos gritos y luego volvió a reinar el silencio. Se había producido otro intento de escalar las murallas y otra muerte. Eso ocurría todas las noches, ahora que las criaturas se habían vuelto más osadas y la magia seguía con su declive.
Se volvió para contemplar las ramas de la copa de Ellcrys, que se elevaban sobre los otros árboles del jardín como un dosel de vida. El árbol había protegido a los elfos de las más terribles amenazas durante muchas generaciones. Había renovado y reconstruido. Había dado paz. Pero no podía protegerlos contra la amenaza que ahora se cernía sobre ellos.
No podía protegerlos de sí mismos.
Apretó el báculo Ruhk en actitud retadora y sintió que la magia surgía en su interior, cálida en la palma de la mano y los dedos. El báculo era grueso, nudoso y pulido. Su madera se había obtenido de un nogal negro y se había impregnado de la magia de su pueblo. Sujeta a la punta estaba la Loden, un brillo blanco en la oscuridad de la noche. Podía verse reflejada en sus facetas y también conectar con su interior. El báculo Ruhk había fortalecido a los gobernantes de Arborlon durante más de un siglo.
Pero tampoco el báculo podía proteger a los elfos.
—¿Cort? —llamó en voz baja.
El guardia real se acercó a ella.
—Quédate conmigo un rato.
Contemplaron en silencio la ciudad. La reina se sentía sola. Sobre su pueblo pesaba una seria amenaza de extinción. Tenía que hacer algo para impedirlo. Cualquier cosa. ¿Qué ocurriría si los sueños resultaban ser engañosos? ¿Qué sucedería si las visiones de Eowen Cerise eran falsas? Eso no había sucedido nunca, desde luego, pero había tanto en juego… Su boca se crispó en un gesto rabioso. Debía creer. Era necesario que creyera. Las visiones se convertirían en realidad. La muchacha aparecería ante ellos como estaba anunciado, sangre de su sangre. La muchacha aparecería.
Pero ¿sería suficiente?
Apartó la pregunta de su mente. No podía permitirse la duda. No podía abrir la puerta a la desesperación.
Dio media vuelta y regresó deprisa al sendero que conducía a la parte baja de los jardines. Cort siguió a su lado un momento más y luego se fundió con las sombras. Ella no lo vio alejarse. Estaba pensando en el futuro, en las predicciones de Eowen y en el destino de los elfos. Estaba decidida a que su pueblo consiguiera sobrevivir. Esperaría a la muchacha tanto tiempo como fuera posible, tanto tiempo como la magia pudiera contener a sus enemigos. Rezaría por que las visiones de Eowen fuesen ciertas.
Ella era Ellenroh Elessedil, reina de los elfos, y haría lo que debía.
Fuego.
También ardía en su interior.
Enfundada en la armadura de sus convicciones, salió de los Jardines de la Vida en las lentas horas de la madrugada para retirarse a descansar a sus habitaciones.