2
Wren Ohmsford, acuciada por el cansancio y la fatiga, dejó escapar un prolongado bostezo. Estaba sentada en un risco desde donde se veía todo el Confín Azul, con la espalda apoyada en el tronco liso de un viejo sauce. A sus pies se extendía el océano, un brillante caleidoscopio multicolor en el horizonte, donde la puesta de sol moteaba las aguas con trazos rojos, dorados y purpúreos, y las nubes bajas formaban extrañas figuras en el cielo ya oscurecido. El crepúsculo empezaba a ocupar su lugar de forma apacible y se manifestaba en el gris creciente de la luz, en el susurro de la brisa vespertina sobre el agua y en la calma que empezaba a cubrirlo todo. Los grillos iniciaban sus cantos y los destellos de las luciérnagas se hacían visibles.
Wren dobló las rodillas contra el pecho, esforzándose por permanecer erguida cuando lo que en realidad deseaba era tumbarse. Llevaba casi dos días sin dormir y empezaba a sentir los efectos de la fatiga. Bajo las ramas del sauce, el lugar estaba sombreado y fresco, y le hubiera sido fácil rendirse, dejarse caer hacia el suelo, taparse con la capa y permitir que el sueño la invadiera. Sus ojos se cerraron en contra de su voluntad solo con pensar en ello, pero los abrió al instante. Hasta que no regresara Garth, debía permanecer alerta.
Se levantó y fue hasta el borde del risco, sintiendo en su rostro el suave frescor de la brisa y dejando que los olores del mar embargaran sus sentidos. Las grullas y las gaviotas planeaban y se lanzaban en picado sobre las aguas, y su vuelo estaba lleno de gracia y languidez. Lejos, demasiado lejos para poder verlo con claridad, algún pez grande saltó fuera del agua, produciendo altas salpicaduras, y volvió a sumergirse. Dejó que su mirada vagara a lo largo de la costa. Desde el lugar donde se encontraba hasta donde alcanzaba la vista, el litoral se extendía en una ininterrumpida sucesión de salientes abruptos y boscosos, respaldados por las áridas montañas de las Espuelas de Piedra al norte y por las Irrybis al sur, yermas y coronadas de blanco. Una serie de playas rocosas separaban los salientes del agua, llenas de madera a la deriva, conchas y algas.
Más allá de las playas solo se lograba vislumbrar la vacía inmensidad del Confín Azul. Había llegado al final del mundo conocido, pensó con disgusto, y aún no había encontrado a los elfos.
Un búho ululó en los densos bosques a su espalda y se dio la vuelta. Escrutó la penumbra, intentado detectar algún indicio de movimiento o alteración, pero no percibió nada. No había señales de Garth, que debía de seguir rastreando.
Regresó sin prisa a las frías cenizas de la fogata en la que habían cocinado al mediodía y las esparció con la bota. Garth no era partidario de encender verdaderas hogueras a menos que estuviera seguro de que no corrían ningún peligro. Había estado nervioso y suspicaz durante todo el día, inquieto por algo que ninguno de ellos podía ver, con la sensación de que algo no iba bien. Wren se inclinaba a pensar que esa inquietud se debía a la falta de descanso, pero debía reconocer que los presentimientos de Garth rara vez eran infundados. Cuando estaba intranquilo era mejor no preguntarle.
Wren estaba deseando que volviera.
Había una laguna entre los árboles que crecían tras el risco. Se dirigió hacia ella, se arrodilló y se mojó la cara. Al contacto de sus manos con el agua, la superficie de la laguna se onduló y aclaró, y pudo ver su imagen reflejada en ella, primero distorsionada, pero pocos segundos después era tan clara como si estuviera ante un espejo. La observó con atención. Correspondía a una muchacha apenas adulta, de facciones inequívocamente élficas, con las orejas en punta y las cejas oblicuas, el rostro alargado, pómulos prominentes y la tez del color de las nueces. Vio unos ojos castaños e inquietos, una media sonrisa que parecía provocada por alguna broma secreta y una corta cabellera rizada de un rubio ceniciento. Había tensión en su expresión, pensó, una tirantez de la que no lograba librarse, a pesar de lo mucho que se esforzaba en disimularlo.
Se balanceó hacia atrás sobre los talones y esbozó una irónica sonrisa, concluyendo que su imagen le gustaba lo suficiente para seguir viviendo con ella un poco más.
Cruzó las manos sobre el regazo y bajó la cabeza. ¿Cuánto tiempo hacía que buscaba a los elfos? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el anciano que decía ser Cogline había ido en su busca para hablarle de los sueños? Muchas semanas. Pero ¿cuántas? Había perdido la cuenta. El anciano sabía que había tenido esos sueños y la retó a que descubriera la verdad que encerraban. Ella había aceptado el desafío: había ido al Cuerno del Hades, en el valle de Esquisto, para encontrarse con el espíritu de Allanon. ¿Por qué no iba a hacerlo? Quizá consiguiera información de su lugar de origen, de los padres que nunca conoció o de la historia de sus antepasados.
Era extraño. Hasta el momento en que se presentó el anciano, no había sentido la más mínima curiosidad por su ascendencia. Se había convencido a sí misma de que eso no le importaba. Pero algo en la voz del anciano, en las palabras que utilizó, había hecho que cambiara de opinión.
Levantó la mano para tocar la bolsa de cuero que colgaba de su cuello en un gesto casi inconsciente y palpó el duro contorno de las piedras pintadas, de las falsas piedras élficas: su único vínculo con el pasado. ¿De dónde procedían? ¿Por qué se las habían dado?
Rasgos élficos, relación con los Ohmsford y corazón y habilidades de nómada… Eso era todo lo que tenía. Pero ¿de dónde le venían?
En realidad, ¿quién era ella?
No consiguió averiguar nada en el Cuerno del Hades. Allanon cumplió su promesa y acudió a la cita, intimidante y misterioso incluso después de muerto. No le habló de sus orígenes, pero le encomendó una misión… A cada descendiente de la casa de Shannara, como él los llamaba, le encomendó una. A Par, Walker y ella. Pero la misión que le había asignado… Bueno. Hizo un gesto de resignación al recordarlo. Tenía que buscar a los elfos y, cuando los encontrara, convencerlos de que debían regresar al mundo de los hombres. Los elfos, a quienes nadie había visto desde hacía más de cien años, que se decía que ya no existían y que formaban parte de la leyenda o eran considerados personajes de los cuentos infantiles… Y ella tenía que encontrarlos.
Al principio se negó a aceptar la misión, asustada por sus posibles implicaciones, reacia a tomar parte o arriesgarse en algo que no comprendía ni le incumbía. Se separó de los otros y regresó con Garth, de nuevo su único compañero, a la Tierra del Oeste, pensando en reanudar su vida de nómada. No le preocupaban los umbríos. Los problemas que pudieran tener las razas no eran de su incumbencia. Pero la misión que le había encomendado el druida seguía viva en su mente y emprendió la búsqueda casi sin darse cuenta. Empezó haciendo unas cuantas preguntas aquí y allá. ¿Había oído alguien hablar de los elfos? ¿Los había visto? ¿Sabía dónde podía encontrarlos? Al principio formulaba esas preguntas con desgana, casi con indiferencia, pero con el paso del tiempo su curiosidad aumentó y su tono se volvió más apremiante.
¿Y si Allanon tenía razón? ¿Y si los elfos seguían viviendo en algún lugar? ¿Y si solo ellos podían hacer lo necesario para superar la plaga de los umbríos?
Pero todas las respuestas que había recibido habían sido negativas. Nadie sabía nada de los elfos. A nadie le preocupaba lo más mínimo su existencia.
Entonces alguien había empezado a perseguirlos, alguien o algo: su «sombra», como acabaron llamándolo, un ser lo bastante inteligente para seguir su rastro a pesar de las precauciones que tomaban y lo bastante sigiloso para no dejarse atrapar. Dos veces intentaron tenderle una emboscada, pero fallaron. En varias ocasiones dieron un rodeo para quedar a sus espaldas, pero fracasaron. Nunca habían conseguido verlo, ni siquiera sabían qué aspecto tenía. No tenían ni idea de quién o qué era.
Seguía tras sus pasos cuando entraron en el valle de los Indómitos y bajaron a Grimpen Ward. Allí, dos noches antes, habían encontrado a la Víbora. Un nómada les había hablado de la anciana, una vidente que tenía fama de conocer muchos secretos y que podía tener información sobre los elfos. La encontraron en el sótano de una taberna, apresada y encadenada por un grupo de indeseables que querían explotar sus poderes para hacerse ricos. Wren se las ingenió para que los secuestradores le permitieran hablar con ella. La anciana era un ser mucho más peligroso y astuto de lo que sospechaban sus captores.
Aquel encuentro seguía vivo en la mente de Wren, y cuando lo recordaba, todo su cuerpo se estremecía.
La anciana era una cáscara seca, y su cara, un laberinto de surcos y arrugas. Unas greñas blancas caían sobre sus frágiles hombros, y tenía las manos nudosas cruzadas sobre el regazo. Vestía ropa desharrapada y botas viejas. Wren se acercó y se arrodilló a su lado. La anciana levantó la cabeza, mirándola con unos ojos ciegos, lechosos y fijos.
—¿Eres la vidente a la que llaman la Víbora, vieja madre? —preguntó Wren con voz suave.
—¿Quién quiere saberlo? —respondió la anciana en un susurro, parpadeando—. Dime tu nombre.
—Soy Wren Ohmsford.
La anciana alargó las manos para tocarle la cara, y comenzó a explorar su contorno, rozando la piel de la muchacha con unos dedos ásperos como las hojas secas. Por fin, las manos se retiraron.
—Eres una elfa.
—Tengo sangre élfica.
—¡Una elfa! —La voz de la mujer era baja y obstinada, un siseo que cortaba el silencio de la bodega. El arrugado rostro se inclinó hacia un lado, como si meditara—. Soy la Víbora. ¿Qué quieres de mí?
—Busco a los elfos de la Tierra del Oeste —respondió Wren, meciéndose suavemente sobre los talones—. Hace una semana me dijeron que tú podrías indicarme dónde puedo encontrarlos… si es que todavía existen.
—¡Oh, existen, por supuesto que sí! Existen —dijo la Víbora, esbozando una amplia sonrisa—. Pero no se muestran ante cualquiera… no se muestran ante nadie desde hace muchos años. Elfa, ¿tan importante es para ti verlos? ¿Los buscas porque necesitas a los de tu raza? —Los ojos lechosos de la anciana miraron el rostro de Wren sin verlo—. No, no es eso. Entonces, ¿cuál es la razón?
—Me han encomendado una misión… una misión que he decidido cumplir —respondió Wren, procurando escoger bien las palabras.
—¿Una misión? —inquirió la anciana, acentuando las arrugas y pliegues de su cara—. Acércate a mí.
Wren dudó durante un breve instante, pero enseguida se inclinó hacia delante con cautela. Las manos de la Víbora se levantaron de nuevo, y sus dedos la exploraron. Recorrieron una vez más la cara de Wren, su cuello y su cuerpo. Cuando tocaron la parte delantera de la blusa de la muchacha, las apartó de súbito, como si su contacto la hubiera quemado.
—¡Magia! —exclamó la anciana, jadeando.
—¿Qué magia? ¿Qué estás diciendo? —preguntó Wren, estremeciéndose y agarrando casi sin darse cuenta las muñecas de la anciana.
La Víbora sacudió la cabeza, apretó los labios y bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó los pechos caídos. Wren la mantuvo agarrada un instante más, y después la soltó.
—Elfa —dijo en voz baja la anciana—, ¿quién te ordena que busques a los elfos de la Tierra del Oeste?
—El espíritu de Allanon —respondió Wren, respirando profundamente para controlar su miedo.
—¡Allanon! —exclamó la anciana, levantando bruscamente la cabeza. Pronunció el nombre del druida como si fuera una maldición—. ¿Una misión de los druidas? Muy bien, escúchame. Debes ir al sur a través del valle de los Indómitos, cruzar las montañas Irrybis y seguir la costa del Confín Azul. Cuando hayas llegado a las cuevas de los rocs, enciende una hoguera y mantenla encendida tres días y tres noches. Entonces aparecerá alguien que podrá ayudarte. ¿Me has comprendido?
—Sí —respondió Wren, preguntándose al mismo tiempo si en realidad había comprendido algo.
—¡Cuidado, elfa! —le advirtió la anciana, levantando un brazo tan delgado como un palillo—. Veo que el peligro se cierne sobre tu cabeza, tiempos difíciles y traiciones inimaginables. Tengo las visiones en la cabeza, pero son verdades que me espantan con su locura. Escúchame. Sigue tu instinto, muchacha. ¡No confíes en nadie!
«¡No confíes en nadie!».
Entonces, la anciana insistió en que debía marcharse, y Wren así lo hizo, aunque la joven se había ofrecido a quedarse y ayudarla a escapar. Después volvió a reunirse con Garth, y los malhechores intentaron asesinarles, como habían planeado hacer desde un principio. Fracasaron en el intento y pagaron muy cara su estupidez… quizá con su vida, si la Víbora ya se había cansado de ellos.
Tras huir de Grimpen Ward, Wren y Garth se dirigieron al sur, siguiendo las instrucciones de la vieja vidente y empeñados en seguir buscando a los desaparecidos elfos. Viajaron durante dos días sin detenerse para dormir, deseando alejarse todo lo que pudieran de Grimpen Ward, y también para librarse de su «sombra». Aquel día, Wren llegó a pensar que lo habían conseguido, aunque Garth no estaba tan seguro. Seguía mostrándose tan inquieto como siempre, y cuando se detuvieron al anochecer, acosados por el cansancio y la falta de sueño, volvió sobre sus pasos una vez más. Quizá descubriera algo que zanjara el asunto, le había dicho a Wren. Quizá no. Pero quería intentarlo.
Así era Garth. Nunca dejaba nada al azar.
A sus espaldas, en los bosques, uno de los caballos piafó con nerviosismo y se calmó de nuevo. Garth había escondido a los animales entre los árboles antes de marcharse. Wren esperó un momento para cerciorarse de que no ocurría nada anormal; después volvió bajo el sauce y la sombra que proyectaba su copa, y se sentó de nuevo con la espalda apoyada contra el ancho tronco. Lejos, al oeste, la luz se había reducido a un resplandor plateado donde el agua y el cielo se fundían.
«Magia», había dicho la Víbora. ¿Cómo era posible?
Si todavía vivían los elfos, y si ella era capaz de encontrarlos, ¿podrían explicarle lo que la anciana se había callado?
Se recostó y cerró los ojos un momento, sintiendo que flotaba y dejándose llevar por la sensación.
Cuando se despertó, sobresaltada, el crepúsculo había dado paso a la noche: la oscuridad reinaba a su alrededor, salvo donde la luna y las estrellas bañaban los espacios abiertos con su resplandor plateado. La hoguera se había apagado y tiritó con el frío de la brisa costera. Se levantó, se acercó a su morral, sacó la capa, se tapó con ella y volvió a acomodarse bajo el árbol.
«Te has dormido —se reprochó a sí misma—. ¿Qué diría Garth si se enterara?».
Permaneció en vela hasta que regresó. Era cerca de medianoche y reinaba un profundo silencio, solo interrumpido por el sosegado murmullo de las olas que bañaban la playa. Aunque Garth se acercó sin hacer ruido, sintió su llegada antes de poder verlo, y se alegró. Salió de entre los árboles y se dirigió hacia donde ella se ocultaba, inmersa en la oscuridad nocturna, tan quieta que parecía formar parte del viejo sauce. Se sentó ante la muchacha, enorme e imponente, con el rostro oculto en las sombras. Levantó sus grandes manos y empezó a hablarle por señas. Movía los dedos con agilidad.
Su «sombra» continuaba tras ellos, siguiéndolos.
Wren sintió frío en el estómago y cruzó los brazos.
—¿La has visto? —preguntó, haciendo señas mientras hablaba.
«No».
—¿Has conseguido averiguar qué es?
«No».
—¿Nada? ¿Nada en absoluto?
Garth negó con la cabeza. Wren estaba irritada por haber dejado que se le notara la frustración en la voz. Quería estar tan serena como su compañero, tan dueña de sí misma como él le había enseñado. Deseaba ser una buena discípula.
—¿Viene a buscarnos o sigue a la espera? —le preguntó, apoyando una mano en su hombro y presionando.
«Espera», respondió él por señas, encogiéndose de hombros.
Su rostro curtido y barbudo carecía de expresión, como correspondía al papel de cazador que estaba desempeñando. Wren conocía esa actitud. La adoptaba cuando se sentía amenazado. Era una máscara para ocultar sus sentimientos.
«Espera», repitió ella mentalmente. ¿Por qué? ¿Y a qué?
Garth se levantó, se dirigió a grandes pasos hasta donde había dejado su morral, sacó un trozo de queso y una bota de cerveza, y se sentó. Wren se acercó y se sentó a su lado. El gigante comió y bebió sin mirarla, con la vista perdida en la negra inmensidad del Confín Azul, aparentemente ajeno al mundo que lo rodeaba. Wren lo observaba, pensativa. Era un hombre de elevada estatura, fuerte como el hierro, rápido como un gato, diestro en la caza y un magnífico rastreador; el más hábil que jamás había conocido. Había sido su protector y maestro desde la niñez, cuando la llevaron a la Tierra del Oeste y la dejaron al cuidado de los nómadas tras una breve estancia con la familia Ohmsford. ¿Cómo había sucedido todo aquello? Por lo que ella sabía, su padre era un Ohmsford y su madre nómada, pero ella no lograba recordar a ninguno de los dos. ¿Por qué les habían encomendado su cuidado a los nómadas en lugar de a los Ohmsford? ¿Quién había tomado aquella decisión? Nadie le había hablado con claridad de aquella época trágica. Garth le decía una y otra vez que no sabía nada. Le daba su palabra de que solo sabía lo que otros le habían dicho, que era muy poco, y que las únicas instrucciones que había recibido, el único cometido que le habían encargado, era que cuidara de ella. Así lo había hecho, transmitiéndole todos sus conocimientos y habilidades, hasta conseguir que su discípula lo igualase. Se había esforzado mucho para que aprendiera sus lecciones, y había conseguido que formaran parte de ella. Sin menoscabo de sus restantes conocimientos, por encima de todo Wren Ohmsford sabía cómo sobrevivir en las circunstancias más adversas. Garth se había encargado de que así fuera.
Pero ese entrenamiento no era el que recibía un niño nómada normal, y menos aún una niña. Wren lo supo desde el principio, y por eso empezó a sospechar que Garth estaba bastante más y mejor informado de lo que decía. Con el paso del tiempo, la sospecha se fue afianzando, hasta transformarse en una fuerte convicción.
Sin embargo, cuando Wren lo presionaba, Garth seguía negando que supiera nada más sobre los primeros años de su vida. Se limitaba a negar con la cabeza y a decir que ella necesitaba desarrollar unas habilidades especiales porque era huérfana y estaba sola, por lo que debía ser más fuerte y sagaz que los demás. El gigante se negaba a darle más explicaciones.
De pronto, Wren se dio cuenta de que Garth había terminado de comer y estaba observándola. Las sombras no ocultaban ya su curtido y barbudo rostro. Podía ver con claridad sus facciones y leer lo que reflejaban: vio la preocupación grabada en su frente, captó la bondad que reflejaban sus ojos, percibió la determinación que traslucía todo su ser. Por extraño que pudiera parecer, el gigante siempre había sido capaz de transmitirle con una simple mirada más que otras personas con un torrente de palabras.
—No me gusta que me observen de esta forma —dijo Wren, traduciéndoselo por señas—. No me gusta tener que esperar para descubrir lo que está sucediendo.
Garth, con los ojos brillantes, asintió con la cabeza.
—Es algo relacionado con los elfos —prosiguió Wren, guiada por un impulso—. No sé por qué, pero tengo un presentimiento. Estoy segura.
«Entonces lo sabremos pronto», respondió el gigante.
—Cuando lleguemos a las cuevas de los rocs —dijo Wren—. Sí. Porque entonces sabremos si la Víbora me dijo la verdad, si los elfos existen todavía.
«Y puede que nuestro perseguidor también quiera saberlo».
La muchacha esbozó una sonrisa forzada. Se miraron durante un breve instante en silencio, intentado dilucidar lo que cada uno veía en los ojos del otro, preguntándose lo que les tendría reservado el destino.
Entonces Garth se puso de pie y señaló hacia los bosques. Recogieron el equipo y volvieron junto al viejo sauce. Después de instalarse al pie del árbol, extendieron los camastros y se envolvieron en sus capas. Wren se ofreció a hacer la primera guardia a pesar de su fatiga, y Garth accedió. Se enrolló en su manta, se tumbó junto a ella y se quedó dormido a los pocos segundos.
Escuchó la respiración del gigante ralentizarse, y después centró su atención en los sonidos nocturnos. Todo estaba tranquilo sobre el farallón: los pájaros y los insectos habían reducido su actividad, el viento era un susurro y el océano, un lejano murmullo. Fuera quien fuese el ser que los acechaba, parecía encontrarse muy lejos. «Esa impresión es engañosa», se advirtió a sí misma, y se puso alerta.
Palpó la bolsa que descansaba sobre su pecho, donde guardaba las piedras que eran una simple imitación de las auténticas piedras élficas. Eran su amuleto de la buena suerte, pensó, un amuleto para alejar el mal, protegerla del peligro y permitirle salir sana y salva de cualquier situación. Tres piedras pintadas que simbolizaban una magia que había sido real pero que ya se había perdido, como había ocurrido con los elfos y con su propio pasado. Se preguntó si podría recuperar parte de este.
O, más bien, si debía recuperarlo.
Se apoyó en el tronco del sauce y escudriñó la noche, buscando respuestas en vano.