26
La mañana estaba ya avanzada mientras los tres supervivientes del grupo caminaban con cautela a través de la maraña del In Ju tras la voluminosa y espinosa figura de Stresa, que se adentraba en la penumbra.
Wren respiraba el fétido aire húmedo y escuchaba el silencio.
En la distancia, muy lejos de donde ellos se encontraban, el retumbo del Killeshan era un trasfondo de sonido que se transmitía por la tierra y el cielo, profundo y ominoso. Los temblores sacudían Morrowindl, advirtiendo a quien quisiera escuchar de que se estaba gestando la gran erupción. Pero en la jungla todo estaba tranquilo. Una sábana de humedad cubría el In Ju por completo, empapando los árboles y arbustos, las hierbas y enredaderas, amortiguando el ruido y disimulando el movimiento. La jungla era una cripta de asombroso verdor, de muros que formaban incontables cámaras que se comunicaban, de tortuosos pasadizos que serpeaban formando un laberinto agobiante. Las ramas se entrelazaban por encima de sus cabezas hasta formar un techo que impedía el paso de la luz y cubría un mosaico de pantanos, arenas movedizas y fango. Zumbaban insectos invisibles y chillaban criaturas en la niebla. Pero nada se movía, nada parecía tener vida.
Ahora se veían hebras del wisteron por todas partes, enormes redes que envolvían los árboles como tiras de gasa. De ellas colgaban seres muertos, los restos que había dejado el monstruo tras alimentarse; pequeños en su mayoría, puesto que el wisteron llevaba las presas grandes a su guarida, que se encontraba un poco más adelante.
Wren observaba las sombras de alrededor, más nerviosa por la quietud que por el silencio. Caminaba por un lugar muerto, un lugar donde los seres vivos estaban de más, un infierno colmado de peligros. Aún pensaba que podría captar un destello de color, una ondulación en el agua o un centelleo en las hojas y las hierbas. Pero el In Ju estaba tan inmóvil que parecía sepultado en hielo. Se habían adentrado mucho en el territorio del wisteron y nadie se aventuraba a acercarse tanto.
Nadie, excepto ellos.
Llevaba las piedras élficas en la mano, fuera de la bolsa de cuero donde las guardaba, listas para ser utilizadas. No se hacía ilusiones acerca de lo que se vería obligada a hacer. No albergaba ninguna falsa esperanza de que pudiera evitar utilizar las piedras élficas, de que pudiera salvarlos valiéndose solo de sus habilidades de nómada. Ya no se planteaba si era conveniente recurrir a la magia, aunque era consciente de cómo le afectaba su poder. La posibilidad de elegir había quedado atrás. El wisteron era un monstruo que solo podía vencerse con las piedras élficas. Utilizaría la magia porque era la única arma eficaz con que contaban para librar la batalla que se avecinaba. Si se permitía dudar, si caía presa de la indecisión, todos morirían.
Tragó saliva para aliviar la sequedad de su garganta. Era extraño que la tuviese tan reseca y, sin embargo, tuviese tan húmedo el resto del cuerpo. Hasta las palmas de las manos le sudaban. Estaban muy lejos los días en que vagaba de un lado para otro con Garth por el Tirfing en lo que ahora le parecía otra vida, libre de preocupaciones y responsabilidades, respondiendo solo ante sí misma, limitada solo por las circunstancias.
Se preguntó si volvería a ver la Tierra del Oeste.
Delante, la penumbra formaba bolsas de densa sombra que parecían madrigueras. Jirones de niebla se enroscaban y desenroscaban en los árboles y las enredaderas como si fueran serpientes. Las hebras colgaban de las ramas altas y rellenaban los huecos entre ellas; cintas gruesas y traslúcidas que brillaban por la humedad. Stresa aminoró la marcha y se volvió para mirarla. No habló. No era necesario. Wren era consciente de que Garth y Triss estaban junto a ella, uno a cada lado, en silencio y expectantes. Ordenó a Stresa con un gesto que continuara.
De pronto pensó en su abuela y se preguntó qué hubiera sentido ella si hubiese estado allí, cómo habría reaccionado. Vio su rostro, los ardientes ojos azules contrastando con su casi perenne sonrisa, la sensación de calma que emanaba y que alejaba toda duda y temor. Ellenroh Elessedil, reina de los elfos. Su abuela siempre daba la impresión de ejercer un gran control sobre las circunstancias, pero eso no fue suficiente para salvarla. Entonces, ¿en qué podía confiar?, se preguntó con angustia. En la magia, por supuesto, pero la magia era tan fuerte como su portador, no más, y Wren deseó poseer la indómita fuerza de su abuela. Carecía de la confianza en sí misma de Ellenroh; carecía de su seguridad. Incluso a pesar de su firme e irrevocable decisión de recuperar el báculo Ruhk y la Loden, de llevar a los elfos sanos y salvos a la Tierra del Oeste y de cumplir la misión que se le había encomendado, se veía a sí misma como un ser de carne y hueso, no de hierro. Podía fallar, podía morir y el terror estaba latente en esos pensamientos.
Triss chocó con ella por detrás, lo que la sobresaltó. Murmuró una apresurada disculpa y retrocedió a su anterior posición. Wren escuchó el pulso de su sangre, un latido en los oídos y el pecho, un recuento del breve espacio entre su vida y su muerte.
Había estado siempre tan segura de sí misma…
Algo se escabulló delante de ellos, un destello de oscuro movimiento entre el frondoso verdor. Stresa levantó las púas, pero no se detuvo. El bosque comunicaba, a través de un mar de hierbas pantanosas, con un bosquecillo de viejas acacias que se inclinaban unas sobre otras en un suelo erosionado y cenagoso. El grupo siguió al gatoespino a lo largo de una estrecha elevación. El movimiento se repitió, rápido e imprevisto, más de uno a la vez. Wren intentó seguirlo con la mirada. Alguna especie de insecto, pensó, alargado y estrecho, con muchas patas.
Stresa descubrió una faja de tierra poco más ancha que su cuerpo y se volvió hacia ellos.
—Pfff. ¿Habéis visto? —dijo con voz áspera. Ellos hicieron un gesto de asentimiento—. ¡Carroñeros! Plañideros, los llaman. ¡Jssst! Se lo comen todo. ¡Puaj…! Viven de las sobras del wisteron. Veréis muchos más. No os asustéis.
—¿Cuánto falta? —pregunto en voz baja Wren, inclinándose hacia él.
—Está ahí mismo —respondió el gatoespino, irguiendo la cabeza—. ¿No hueles a muerto?
—¿Qué hay detrás?
—¡Ssssttt! ¿Cómo quieres que lo sepa, Wren de los Elfos? ¡Todavía estoy vivo!
—Echaremos un vistazo —dijo Wren, ignorando su mirada—. Si podemos hablar, hablaremos. De lo contrario, nos retiraremos y decidiremos qué hacer a continuación.
Miró a Garth y luego a Triss para asegurarse de que habían comprendido lo que deseaba. Después se irguió. Fauno se aferraba a ella como si formara parte de su cuerpo y tuvo que dejarlo en el suelo antes de volver a emprender la marcha.
Avanzaron ocultándose entre las hierbas y los árboles caídos. Ahora aparecían plañideros por todas partes, que se dispersaban ante su proximidad. Parecían lepismas gigantescas, rápidas y silenciosas que desaparecían penetrando en la tierra y la madera. Wren procuró no prestarles atención, pero era difícil. El agua de la superficie del pantano burbujeaba y salpicaba en torno a ellos; era el primer sonido que les llegaba desde hacía mucho rato. La acción del Killeshan se estaba extendiendo. Salieron de las hierbas y se internaron entre los árboles, con lo que quedaron envueltos en la penumbra. Volvió la quietud, el aire vacío y muerto. Wren respiraba lenta y profundamente, y su mano estaba crispada sobre las piedras élficas.
Atravesaron el bosquecillo de acacias y empezaron a cruzar una llanura fangosa hacia un grupo de gigantescos abetos, cuyas ramas se entrelazaban entre sí en un estrecho abrazo. Colgaban por doquier hilos de telaraña y, cuando se acercaban al lado opuesto del lodazal, Wren vio huesos esparcidos en los límites de la arboleda. Varios plañideros huyeron a izquierda y derecha, rozando apenas la superficie de los llanos, y desaparecieron en la espesura que crecía enfrente. Stresa había reducido notablemente el ritmo de la marcha.
Llegaron al final del llano, cruzaron a gatas una abertura entre los árboles y se quedaron paralizados.
Un poco más allá había un barranco profundo, una isleta de roca dentro del pantano. Los abetos se alzaban en el fondo en un revoltijo de troncos oscuros que parecían encadenados por centenares de telarañas. Seres muertos colgaban de ellos, y el fondo del barranco estaba cubierto de huesos. Los plañideros reptaban sobre todo aquello como una centelleante alfombra en movimiento. La luz era gris y difusa, tamizada por la ceniza en suspensión y la niebla. El olor a muerte lo impregnaba todo. Había quietud en la guarida del wisteron. Exceptuando los plañideros, nada se movía.
Wren sintió la mano de Garth en el hombro. Lo miró y vio que señalaba algo con la mano.
Gavilán Elessedil colgaba con los brazos y piernas extendidos en una hamaca de telaraña, frente a ellos, con los ojos azules fijos y sin vida, la boca abierta en un grito silencioso. Lo habían destripado, rasgado desde el pecho hasta el estómago. Dentro de la cavidad vacía, sus costillas destellaban tenuemente. Habían extraído todos los fluidos de su cuerpo. Lo que quedaba era poco más que una cáscara, una grotesca y aterradora parodia del hombre que había sido.
Wren había visto muchos muertos en su corta vida, pero no estaba preparada para ver aquello. «¡No mires! —se ordenó a sí misma—. ¡No lo recuerdes así!». Pero miró, y en ese instante supo que nunca podría olvidarlo.
Garth la tocó por segunda vez, señalando al fondo del barranco. Ella dirigió la mirada hacia allí, sin ver nada al principio, pero después descubrió el báculo Ruhk, con la Loden fijada en su extremo, debajo de los restos sin vida del príncipe de los elfos, sobre la alfombra de viejos huesos. Los plañideros se arrastraban sobre él con absoluta indiferencia.
Wren le respondió con un gesto de asentimiento, preguntándose al mismo tiempo cómo conseguirían alcanzar el talismán. Sus ojos se movieron en busca de algo.
¿Dónde estaba el wisteron?
Entonces lo vio en las ramas altas de los árboles de un lado del barranco, suspendido en una de sus propias redes, inmóvil en la niebla. Estaba hecho una bola, con las patas encogidas bajo el cuerpo, y tenía la curiosa apariencia de una nube sucia. En erizado pelaje que lo cubría lo camuflaba con la bruma. Al parecer, dormía.
Wren dominó el acceso de pánico que el descubrimiento le provocó. Miró a sus compañeros, que lo estaban contemplando. De repente, el wisteron se movió, enderezando un cuerpo sorprendentemente delgado, y estiró varias patas. Se produjo un destello de garras y apareció una repulsiva cara de insecto provista de unas extrañas fauces succionadoras. Volvió a encogerse y se quedó quieto.
Las piedras élficas habían empezado a quemar en la mano de la joven nómada.
Dirigió una última mirada a Gavilán; a continuación, hizo una señal a los otros y todos retrocedieron hasta salir de los árboles. Sin hablar, volvieron sobre sus pasos a través de los llanos hasta las acacias, donde se arrodillaron formando un estrecho círculo.
—¿Cómo vamos a recuperar el báculo? —preguntó Wren en voz baja, mirándolos a los ojos.
La imagen de Gavilán estaba fija en su mente y apenas podía pensar en otra cosa.
«Uno de nosotros tendrá que bajar al barranco», dijo Garth por señas, con las manos alzadas.
—Pero el wisteron lo oirá. Los huesos del fondo sonarán como cáscaras de huevo cuando los pise. —Dejó a Fauno en el suelo, a su lado. Los oscuros ojos del jacarino se levantaron buscando los de Wren.
—¿No podríamos descolgar a alguien? —preguntó Triss.
—¡Pfff! No sin que el ruido o el movimiento nos delatara —respondió Stresa—. El wisteron no está… sssttt… dormido. Solo lo finge.
—Entonces podemos esperar a que se duerma —dijo Triss—. O a que salga de caza o a revisar sus numerosas redes.
—No sé si tenemos tiempo para eso… —empezó a contestarle Wren.
—¡Jssstt! Da lo mismo si disponemos de tiempo o no —la interrumpió Stresa acaloradamente—. Si sale de caza o a revisar las redes, captará nuestro olor. ¡Sabrá que estamos aquí!
—Calma —dijo Wren.
Observó que la espinosa criatura retrocedía un poco.
—Tiene que haber una manera de poder recuperarlo —dijo en voz baja Triss—. Solo necesitamos un par de minutos para llegar allí abajo y volver a salir. Quizás una maniobra de distracción funcione.
—Quizá —convino Wren, intentando en vano pensar en alguna.
Fauno cuchicheaba algo a Stresa.
—¡Sí, jacarino, el báculo! —replicó el gatoespino en tono irritado—. ¿Qué te creías? ¡Pjfftt! ¡Ahora estate quieto y déjame pensar!
«Utiliza las piedras élficas», dijo Garth por medio de gestos de repente.
—¿Como distracción? —preguntó Wren, respirando profundamente. Habían llegado a donde ella sabía que tenían que llegar—. De acuerdo. Pero no quiero que nos separemos, porque entonces nunca volveríamos a encontrarnos.
Garth negó con la cabeza.
«No como distracción, sino como arma», dijo Garth por medio de los dedos.
Wren lo miró fijamente.
«Mátalo antes de que pueda matarnos. Atácalo por sorpresa».
Triss vio incertidumbre en los ojos de Wren.
—¿Qué está proponiendo Garth? —preguntó.
Un ataque por sorpresa. El gigante nómada tenía razón, desde luego. No podrían recuperar el báculo Ruhk sin luchar; era ridículo suponer lo contrario. ¿Por qué no sacar ventaja de la rapidez? Golpear al wisteron antes de que él los golpeara. Matarlo o, al menos, incapacitarlo antes de que tuviera oportunidad de herirlos.
Wren exhaló un profundo suspiro. Podía hacerlo si era necesario, por supuesto. Ya se había preparado para eso. El problema era que no estaba segura de que la magia de las piedras élficas fuera suficientemente poderosa para dominar a un ser tan grande y sanguinario como el wisteron. Y la magia dependía directamente de ella. Si carecía de la fuerza necesaria, si la del wisteron superaba la suya, los condenaría a todos.
Pero, por otra parte, ¿qué otra opción tenía? No contaba con nada mejor para recuperar el báculo.
Se agachó distraídamente para acariciar a Fauno y no lo encontró.
—¿Fauno?
Apartó los ojos de Garth, todavía absorta en el problema. Los plañideros huyeron cuando ella hizo un movimiento brusco.
El agua se acumulaba en las depresiones que habían dejado sus botas.
Por entre los árboles que los resguardaban, más allá de los fangosos llanos, vio al jacarino cuando entraba en el barranco. «¡Fauno!».
Stresa también lo vio. El gatoespino se dio media vuelta, erizando las púas.
—¡Insensato… sssttt… jacarino! ¡Te oyó, Wren de los Elfos! Preguntó qué querías. No le presté atención… pjfftt… pero…
—¿El báculo? —Wren se levantó, tambaleándose, con los ojos nublados por el horror—. ¿Quieres decir que ha ido a buscar el báculo?
Echó a correr hacia los llanos, procurando no hacer ruido. Había olvidado que Fauno podía comunicarse con ellos. Hacía ya mucho tiempo que el jacarino ni siquiera lo intentaba. Su pecho se contrajo. Conocía la profunda devoción que la pequeña criatura le profesaba. Haría cualquier cosa por ella.
Y estaba a punto de demostrarlo.
«¡Fauno! ¡No!».
Se le aceleró la respiración. Deseaba gritar, pedirle al jacarino que volviera. Pero no podía hacerlo porque los gritos despertarían al wisteron. Llegó al final de los llanos, haciendo huir a los plañideros en todas direcciones como oscuros destellos sobre el cenagal. Oyó que Garth y Triss iban tras ella. Sus respiraciones eran fatigosas. Stresa había conseguido adelantarla, demostrando una vez más que era más rápido de lo que se podía esperar de él. Ya estaba internándose entre los árboles. Ella lo siguió, serpenteando apresuradamente. Se le quedó el aire atravesado en la garganta cuando salió a campo abierto.
Fauno estaba a media pendiente del barranco, deslizándose suave y silenciosamente entre las rocas. Había hebras de telaraña por todas partes, pero las eludía con suma facilidad. Arriba, el wisteron colgaba inmóvil en su red. Los restos de Gavilán colgaban allí también, pero Wren no quiso mirarlos. Concentró su atención en Fauno, en el angustioso e inquietante descenso que estaba efectuando el jacarino. Advirtió la presencia de Stresa a una docena de pasos, aplastado contra el borde de rocas. Garth y Triss se habían unido a ella, cada uno a un lado, muy cerca. Triss la agarró con ademán protector, intentando hacerla retroceder. Ella liberó el brazo de un tirón. Levantó la mano que guardaba las piedras élficas.
Fauno llegó al fondo del barranco y empezó a cruzarlo. Ligero como una pluma, el jacarino danzó a través de la alfombra de huesos secos, eligiendo el camino con cuidado, cauteloso como un gato. No hacía ningún ruido y era tan insignificante como los plañideros que se dispersaban a su paso. Arriba, el wisteron continuaba dormitando, ajeno a lo que ocurría bajo sus pies. La niebla cenicienta pasaba entre ellos en gruesas cortinas que ocultaban al jacarino en sus pliegues. «¿Por qué se me ocurriría soltarlo?». La sangre de Wren latía en sus oídos, marcando el transcurso de los segundos. Fauno desapareció entre la bruma. Después volvió a aparecer de nuevo, inclinado sobre el báculo.
«Pesa demasiado —pensó Wren, desanimada—. No podrá levantarlo».
Pero, de algún modo, Fauno consiguió apartarlo de la alfombra de huesos humanos, de aquellos palos que en el pasado tuvieron vida. Fauno levantó con sus diminutas manos el báculo, que era tres veces más largo que él, e inició el regreso como si caminara por una cuerda floja y lo utilizara para mantener el equilibrio. Wren cayó de rodillas, sin apenas aliento.
Triss le tocó el hombro para llamar su atención y señaló. El wisteron se había movido en su hamaca, estirando las patas. Se estaba despertando. Wren empezó a levantarse, pero Garth se lo impidió. El wisteron volvió a enroscarse y a encoger las patas. Fauno continuó el camino hacia ellos. Su diminuto semblante estaba tenso y su nervudo cuerpo, crispado. Al llegar al final del fondo del barranco, se detuvo.
Wren se quedó helada. ¡Fauno no sabía cómo trepar para salir!
Entonces, de pronto, el Killeshan tosió y vomitó fuego, a kilómetros de distancia, tan lejos que el sonido apenas fue un murmullo en el silencio. Pero la erupción provocó violentas oleadas en las profundidades de la tierra, ondas que se extendían desde el horno de la montaña como los anillos que se forman en un estanque cuando cae una piedra. Los temblores llegaron hasta el In Ju y el islote que servía de guarida al wisteron, y pronto empezó una reacción en cadena. Las vibraciones ganaron fuerza y se convirtieron en calor, y este explotó en una fuente de vapor en las llanuras que Wren había dejado atrás.
El wisteron despertó al instante. Sus patas se movieron en la telaraña y giró la cabeza sobre el grueso cuello sin huesos, mientras sus negros y brillantes ojos exploraban los alrededores. Fauno, a quien cogieron desprevenido los temblores y la explosión, se apresuró a escalar la pendiente del barranco, pero perdió el equilibrio y cayó. Los huesos produjeron un ruido estrepitoso cuando el báculo Ruhk los golpeó. El silbido del wisteron competía con el de los surtidores. Saltó de su red a una velocidad de vértigo, mitad araña, mitad mono, y monstruoso en su conjunto.
Pero Garth fue más rápido. Corrió por el borde del barranco con la ligereza de una sombra proyectada por el paso de una nube, bajó por la pendiente rocosa con la agilidad de la luz y, sin frenar ni contener el impulso, aterrizó con un estrépito de huesos rotos, alargó la mano hasta el báculo Ruhk y lo cogió. Fauno ya estaba trepando por su ancha espalda en busca de seguridad. Garth se giró para empezar a subir, y la sombra del wisteron se cernió sobre él cuando el monstruo saltó de su tela para aplastarlo.
Wren se puso de pie, abrió la mano, estiró el brazo e invocó el poder de las piedras élficas. Acudió tan rápido como el pensamiento y se proyectó hacia delante como una cegadora cuerda de fuego. Atrapó al wisteron todavía en el aire, golpeándolo como un puño gigantesco, y lo lanzó hacia atrás dando vueltas. Wren sintió que todas sus fuerzas la abandonaban al producirse el impacto. En su urgencia por salvar a Garth, no había racionado la energía que utilizaba. El júbilo la invadió y desapareció en un instante. Jadeó, conmocionada, empezó a desmayarse y Triss la cogió por la cintura. Stresa les ordenó a gritos que corrieran.
Garth se esforzó en salir del barranco. Su cara estaba ceñuda y surcada de sudor. Llevaba el báculo Ruhk en una mano y a Fauno en la otra. El jacarino se abalanzó sobre Wren, temblando. Cruzaron a gatas los árboles, se levantaron y empezaron a correr por los llanos.
Wren miró hacia atrás.
¿Dónde estaba el wisteron?
Apareció un instante después. No llegó a través de los árboles como ella esperaba, sino por encima de ellos. Apartando las ramas de las copas, apareció igual que una nube grisácea y cayó sobre ellos como una piedra. Triss apartó a Wren de un empujón para evitar que fuese aplastada. Stresa se hizo una bola de agujas, pero salió despedido por los aires. El wisteron silbó al recibir en una pata una rociada de púas del gatoespino y aterrizó encogido. Garth dejó caer el báculo y se volvió para hacerle frente con el espadón desenvainado. Usando ambas manos, el corpulento nómada dirigió un tajo a la cara del wisteron, pero la bestia lo esquivó. Escupió hacia Garth un chorro de vapor que fulguraba como el fuego.
—¡Veneno! —gritó Stresa desde lo que parecía el fondo de un pozo, y Garth cayó de bruces en el barro.
El wisteron embistió inmediatamente después.
Wren se levantó, tambaleándose, con los brazos extendidos. Las piedras élficas refulgieron y la magia respondió a su llamada. El fuego estalló en el wisteron desde detrás y lo derribó en medio de una nube de humo y vapor. Profiriendo un grito de triunfo, Wren lo persiguió, con la vista empañada por una niebla roja y el poder de la magia inundándola por completo. Era incapaz de pensar; solo podía reaccionar. Con la magia concentrada en su interior, atacó de nuevo. El fuego golpeó al wisteron una y otra vez, hiriéndolo, quemándolo. El monstruo silbó y chilló, se apartó retorciéndose y luchó por incorporarse. De reojo, Wren pudo ver que Garth volvía a ponerse de pie. Con una mano recogió el báculo Ruhk y con la otra el espadón. Estaba cubierto de barro. Wren lo vio, pero al instante lo olvidó. La magia era un velo que la envolvía y la enajenaba. La magia era un elixir que la llenaba de maravilla, embriaguez y frenesí. Ella era invencible, ¡suprema!
Pero, de repente, sus fuerzas se agotaron una vez más, drenadas en un instante, y el fuego azul murió en su mano. Cerró los dedos para proteger las piedras élficas y cayó sobre una rodilla. Garth y Triss llegaron al mismo tiempo para apartarla de allí y la arrastraron como si fuera una niña, corriendo a través de los llanos. Fauno salió de algún lugar para trepar por la pierna de Wren y subir hasta su hombro. Stresa seguía advirtiéndoles a gritos de nuevos peligros con palabras ininteligibles que les llegaban de atrás.
El wisteron salió disparado de la neblina, chamuscado y humeando, con el nervudo cuerpo estirado como un lobo dispuesto a atacar. Embistió contra ellos y todos cayeron al suelo. Wren se tambaleó sobre las manos y rodillas a la sombra del monstruo, medio aturdida, todavía débil, con barro en los ojos y la boca. Sus protectores luchaban desesperadamente para salvarla. Garth se situó a horcajadas sobre ella y describió con el espadón un arco mortal. Volaron pedazos del wisteron. Apareció Triss, asestando furiosas estocadas, y cortó una pata del monstruo desde debajo, con un enorme crujido de huesos. Gritos y aullidos llenaron la fétida atmósfera.
Pero el wisteron era el demonio más grande y poderoso de todos los que vivían en Morrowindl, de los umbríos nacidos en el tiempo en que los elfos utilizaron la magia, y equivalía a la suma de todos ellos. Golpeó a Triss con la cola y lo lanzó a unos diez metros de distancia como si fuera un fardo. Garth falló en un rápido tajo dirigido a su cabeza y la bestia rajó su ropa y su carne con una de las negras garras, además de arrebatarle el espadón. El gigante nómada desenvainó inmediatamente su espada corta, pero un segundo golpe lo tiró hacia atrás, y el nómada cayó de espaldas sobre Wren, vulnerable. Habrían estado perdidos si Fauno no hubiera intervenido. Horrorizado por la situación en que se encontraba Wren, que yacía a merced del wisteron, el jacarino saltó a la cara del monstruo como una chillona bola de piel, arañando y desgarrando con sus diminutas manos. El wisteron, cogido por sorpresa, retrocedió de forma instintiva. Intentó alcanzar al jacarino, ansioso por aplastar aquella insignificante amenaza, pero Fauno era demasiado rápido y ya se había puesto en la espalda del monstruo. El wisteron se esforzaba por atraparlo y se contorsionaba, enfurecido.
«¡Levántate!», se dijo Wren, mientras hacía un gran esfuerzo por incorporarse. Las piedras élficas eran fuego en su mano crispada.
Entonces Garth volvió, maltrecho y ensangrentado, con el espadón destellando. Una fuerte estocada propinada por el gigante nómada había hecho que el wisteron se tambaleara sobre dos patas, y la segunda casi le seccionó una extremidad. La bestia silbó y se retorció, enroscándose. Fauno saltó y emprendió una veloz huida. Garth blandió el espadón en un arco, hendiendo y rasgando el aire con la hoja.
Wren, ya de pie, se tambaleó casi exhausta. El calor de las piedras élficas había pasado de su mano a su pecho, y le había llegado hasta el corazón.
Ante ella yacía el báculo Ruhk, que Garth se había visto obligado a soltar.
De pronto, el wisteron se volvió y lanzó un chorro de veneno líquido sobre el gigante nómada. Esta vez, Garth no fue tan rápido y el chorro lo golpeó en el pecho, ardiente como el ácido. Cayó al fango, impactado, y rodó por el suelo, intentando recuperar el control.
El wisteron cayó sobre él inmediatamente después. Lo mantuvo en el suelo con una pata y empezó a presionar.
Con las piedras élficas en el cuenco de sus manos, Wren invocó el fuego por última vez. Surgió de ella con tal fuerza que la tiró hacia atrás, como si hubiera recibido un puñetazo. El wisteron recibió el golpe de lleno y salió despedido, dando vueltas por los aires como una pluma. El fuego lo envolvió, sumiéndolo en un infierno. Wren avanzó, con el calor blanco de la magia reflejado en sus ojos. El wisteron todavía intentaba liberarse y trataba de alcanzar a la joven nómada. Entre ellos, Garth se levantó apoyándose en las manos y las rodillas, cubierto de sangre y empuñando el espadón roto. Para Wren, la realidad desapareció y todo quedó reducido a un sueño que solo ocurría en su mente. Triss era una vaga silueta que salía de la niebla con paso vacilante; Stresa, una voz sin cuerpo; Fauno, un recuerdo; y el mundo, una niebla oscilante sin fin. Los oscuros ojos de Garth se levantaron hacia ella desde su cuerpo herido. A los pies de Wren yacían el báculo Ruhk y la Loden, la última esperanza del pueblo élfico, su nave protectora, su oportunidad de una nueva vida. Apartó de sí todo aquello y se enterró en el poder de las piedras élficas, en la magia de su linaje; le dio forma, la dirigió y supo, en algún oscuro y reservado lugar de su mente, que su propio futuro había quedado reducido a eso.
El wisteron apareció de nuevo ante ella.
«¡Ayúdame!», gritó en silencio.
Entonces enfocó el fuego contra el lodo sobre el que estaba el wisteron y lo fundió hasta convertirlo en una ciénaga tan líquida e inconsistente como las arenas movedizas. El wisteron avanzó y se hundió hasta las rodillas. El lodo borboteó y salpicó como la lava del Killeshan, succionando al ser que forcejeaba por librarse de él. El wisteron silbaba, escupía y luchaba por salir. Pero su peso era considerable y actuaba en su contra. Perdió pie. El fuego de las piedras élficas ardía a su alrededor, penetrando más y más en el barro, sumergiéndolo en un pozo sin fondo. El wisteron manoteaba incesantemente mientras se hundía. Gritó, y su grito congeló el aire, sumido en el silencio.
Después de esto, el fango se cerró sobre su cabeza y la ondeante superficie brilló con los tonos naranjas y amarillos del fuego.