10
«He llegado a casa». Este fue el primer pensamiento de Wren… vívido, sorprendente e inesperado.
Estaba en el interior de las murallas de la ciudad, en un portillo que se abría a la sombra de los parapetos. Ante ella se extendía Arborlon, y tuvo la sensación de que había regresado a la Tierra del Oeste, porque había robles, nogales y olmos, hierba y arbustos verdes, tierra que olía a cultivos y a cambios de estación, arroyos y estanques; la vida se manifestaba a cada paso. Un búho ululó apaciblemente, y se produjo un revoloteo cercano cuando un pájaro más pequeño se lanzó al aire desde el oculto lugar donde estaba posado. Se oía el canto de otras aves… ¡chotacabras! Entre un grupo de cicutas brillaban las luciérnagas, y los grillos llenaban el aire con su incesante cricrí. A sus oídos llegaba el sosegado murmullo del discurrir de un río, y en sus mejillas podía sentir la caricia de una suave brisa nocturna. El aire era puro, no se percibía el olor a azufre.
Y allí estaba la ciudad, anidada en el follaje… Innumerables viviendas, comercios, calles y caminos se extendían hacia abajo; hacia arriba había una red de viaductos de madera conectados con la maraña de arroyos, lámparas que iluminaban las ventanas con parpadeos acogedores y un reducido número de ciudadanos que paseaba para descargar las tensiones del día o quizá para admirar el cielo. Porque de nuevo había cielo, limpio y sin nubes, cuajado de estrellas y con la luna en cuarto menguante, tan blanca como la nieve recién caída. Bajo su bóveda todo relucía débilmente con la magia que emanaba de las murallas. Pero el resplandor no era tan intenso como le había parecido desde fuera, y las murallas, a pesar de su altura y grosor, estaban tan suavizadas por la luz que parecían unas simples verjas.
Los ojos de Wren iban de un lugar a otro, de los jardines floridos en patios bien cuidados a las hileras de arbustos que flanqueaban senderos y las farolas de hierro forjado ricamente ornamentadas. Había caballos, vacas, pollos y animales de todas clases en corrales y establos. Había perros durmiendo enroscados en los portales y gatos en los alféizares de las ventanas. Había vistosos toldos y sombrillas sobre las entradas, y marquesinas en las fachadas de las tiendas y en los carros de los comerciantes. Las casas y las tiendas eran blancas y pulcras, ribeteadas con franjas recién pintadas en una miríada de colores. Por supuesto, no podía ver toda la ciudad, solo las partes más próximas. Pero no cabía la menor duda sobre el lugar donde se encontraba ni sobre los sentimientos que le inspiraba.
Era su hogar.
Sin embargo, la familiaridad y la sensación de pertenencia desaparecieron con la misma rapidez con la que se habían adueñado de ella. ¿Cómo podía sentir como propio un lugar donde nunca había estado, que nunca había visto, de cuya existencia no había tenido noticias hasta aquel momento?
Entonces la visión se nubló y pareció retroceder hacia las sombras de la noche, como si quisiera esconderse. Vio algo que había pasado por alto, quizá cegada por la emoción. Las murallas estaban llenas de elfos en uniforme de campaña, con las armas preparadas, que extendían sus líneas de defensa a través de las almenas. Se estaba produciendo un ataque. La lucha era extrañamente silenciosa, como si el resplandor de la magia consiguiera ahogar el fragor del combate. Caían elfos; unos volvían a levantarse y otros se quedaban en el suelo, muertos. Las siluetas que atacaban también sufrían bajas, algunas quemadas por la luz que chispeaba y oscilaba como un fuego agonizante, y otras derribadas por los defensores. Wren parpadeó. Dentro de las murallas, la ciudad de los elfos parecía menos radiante y más deteriorada. Las casas y tiendas estaban un poco más oscuras, un poco menos cuidadas de lo que había imaginado al principio. Los árboles y arbustos no eran tan exuberantes, ni las flores de colores tenían tonos tan vivos. Después de todo, el aire que respiraba no era tan puro como le había parecido en un principio; tenía partículas de azufre y ceniza. Más allá de la ciudad, el Killeshan se erguía oscuro y amenazador, y su boca resaltaba en la noche con sangriento resplandor.
De pronto fue consciente de que aún llevaba las piedras élficas en la mano. Sin bajar la mirada hacia ellas, las dejó caer en su bolsillo.
—Por aquí, Wren —dijo Aurino Estriado.
Había guardias en la puerta por la que habían accedido a la ciudad, jóvenes de gesto duro, facciones élficas y ojos que parecían fatigados y viejos. Wren los miró al pasar y se estremeció por la forma en que habían correspondido a su mirada. Garth se interpuso para ocultarla.
Guiados por el Búho, abandonaron la zona situada bajo los parapetos y cruzaron una rampa que pasaba sobre un foso. Este rodeaba la ciudad por el interior de las murallas. Wren se volvió, parpadeando a causa de la fuerza de la luz. No solo no tenía agua; al parecer, tampoco tenía ninguna utilidad. Sin embargo, era evidente que había sido excavado para defender la ciudad, cruzado como estaba por docenas de rampas que llevaban hasta las murallas. Wren dirigió una inquisitiva mirada a Garth, pero el gigante se limitó a encogerse de hombros.
Ante ellos se abría una calzada que serpenteaba entre los árboles hacia el centro de la ciudad. Cuando apenas habían empezado a recorrerla, una nutrida compañía de soldados, encabezada por un individuo cuyo pelo estaba tan descolorado por el sol que casi parecía albino, los adelantó. El Búho empujó a Wren y a Garth hacia las sombras, y el hombre pasó sin reparar en su presencia.
—Faetón —les comentó el Búho, siguiéndolo con la mirada—. El ungido de la reina en el campo de batalla, su protector contra los seres oscuros. —Lo dijo con ironía, pero también con semblante serio—. La peor pesadilla de los guardias reales.
Prosiguieron la marcha en silencio y abandonaron la calzada para seguir una serie de calles laterales abiertas entre tiendas y casitas con las luces apagadas. Wren miraba a su alrededor con curiosidad, estudiando y analizándolo todo. Gran parte era como se había imaginado, pues Arborlon no difería mucho de los pueblos de la Tierra del Sur, como, por ejemplo, Valle Sombrío, salvo por su extensión y, naturalmente, por la perpetua presencia de la muralla protectora, que relucía en la distancia como un testimonio del combate que se estaba librando. Algún tiempo después, cuando el resplandor desapareció tras la pantalla de árboles, le fue posible imaginar el aspecto que debió de tener la ciudad en el pasado, antes de que aparecieran los demonios y comenzaran el asedio. Debía de ser maravilloso vivir allí entonces, pensó Wren, en la ciudad boscosa y aislada sobre el arroyo Cantarín, trasplantada a aquella isla paradisíaca desde la Tierra del Oeste, en la que sus habitantes iniciaron una nueva vida, libre de la opresiva amenaza de la Federación. No había demonios entonces, el Killeshan estaba dormido y Morrowindl estaba en paz… Ella era incapaz de imaginar cómo debía ser la isla entonces.
¿Habría aún alguien que recordara aquel paraíso?, se preguntó Wren.
El Búho los llevó por una arboleda de fresnos y esbeltos abedules, donde el silencio lo envolvía todo en un manto de paz. Llegaron ante una verja de hierro de unos seis metros de altura, terminada en puntas afiladas como lanzas y, tras girar a la izquierda, avanzaron a lo largo de la misma. Al otro lado de la imponente barrera había unos jardines sombreados por árboles, que llegaban hasta un amplio edificio coronado de torreones. Era, sin duda, el palacio de los gobernantes élficos. Los Elessedil en la época de sus antepasados, recordó Wren. Pero ¿quiénes serían ahora? Siguieron la verja hasta donde las sombras eran tan densas que dificultaban la visión. El Búho se detuvo e inclinó. Wren oyó el chirrido de una llave en una cerradura, y se abrió una puerta en la verja. Traspasaron el umbral, esperaron a que el Búho la cerrara de nuevo, y se dirigieron al palacio a través de los jardines. Nadie les impidió el paso. Nadie se interpuso en su camino, pero Wren sabía que había centinelas. Tenía que haberlos. Llegaron al edificio y se detuvieron.
Una figura salió de las sombras con agilidad felina. El Búho se volvió y esperó. La figura se acercó al elfo e intercambiaron unas palabras en voz demasiado baja para que Wren pudiera oírlos. Después la figura se fue, el Búho les hizo una seña y caminaron entre un grupo de píceas hasta llegar a un pórtico. Había una puerta entornada, la atravesaron y pasaron al iluminado interior.
Se encontraron en un vestíbulo de techo abovedado con dinteles y jambas de lustrosa madera labrada. Había bancos tapizados junto a las paredes, y lámparas de aceite iluminaban las puertas dobles de arco que se abrían a un corredor oscuro. Desde alguna parte de las profundas entrañas del palacio llegaron al corredor sonidos de voces y movimientos. El Búho indicó con un gesto a Wren y Garth que se sentaran en un banco. La luz de las lámparas permitió a la joven nómada advertir el lamentable estado de su vestimenta. Tenía la ropa desgarrada, manchada de tierra y de sangre. El aspecto de Garth era aún más lamentable. Le faltaba una manga de la túnica y la otra estaba hecha jirones, y sus robustos brazos estaban llenos de arañazos y cardenales. Tenía hinchado el barbudo rostro. Captó la mirada que le dirigió la muchacha y se encogió de hombros en un gesto de desdén.
Una figura entró lenta y silenciosamente en el área iluminada. Era un elfo de estatura y complexión medianas, de aspecto común, vestido con sencillez y con una firme y penetrante mirada. Su enjuto y bronceado rostro estaba pulcramente afeitado, y la cabellera castaña le llegaba hasta los hombros. No era mucho mayor que Wren, pero sus ojos sugerían que había visto y sufrido bastante más. Se acercó al Búho y le estrechó la mano sin pronunciar una palabra.
—Triss —lo presentó Aurino Estriado, girándose hacia los dos nómadas—. Estos son Wren Ohmsford y su compañero Garth, que vienen a visitarnos desde la Tierra del Oeste.
El elfo les estrechó las manos, pero no habló. Sus oscuros ojos se fijaron durante un breve instante en los de Wren, que quedó sorprendida por la sinceridad que traslucían.
—Triss es el capitán de la Guardia Real —dijo el Búho.
Wren hizo un gesto de asentimiento. Después se hizo un embarazoso silencio, durante el cual la joven recordó que la Guardia Real era el cuerpo militar que tenía encomendada la seguridad de los soberanos de los elfos. Se preguntó por qué Triss no iba armado, y si de verdad cumplía allí alguna función. Luego se produjo un nuevo movimiento al otro extremo del oscuro corredor, y todos se volvieron para mirar.
Dos mujeres salieron de las sombras. La más llamativa era menuda y esbelta, de flamantes cabellos rojizos, piel pálida y enormes ojos verdes que dominaban un rostro curiosamente triangular. Pero fue la más alta la que llamó la atención de Wren, que se puso en pie sin darse cuenta, con la respiración acelerada. Sus ojos se encontraron, y la mujer aminoró el paso al tiempo que una expresión de extrañeza se dibujaba en su cara. Era delgada y de miembros largos, vestida con una túnica blanca que llegaba al suelo y se ceñía a su estrecha cintura. En sus facciones élficas, delicadamente cinceladas, destacaban unos altos pómulos y una boca grande y de labios finos. Sus ojos eran de un azul intenso, y sus cabellos rubios, desordenados por haber estado acostada, formaban rizos sobre sus hombros. La tersura del cutis le daba a su rostro una apariencia juvenil.
Wren parpadeó con incredulidad. El color de los ojos y el corte del pelo eran diferentes, así como una docena de pequeños detalles… pero no cabía duda del parecido.
Wren se estaba viendo a sí misma tal y como sería treinta años después.
—Eowen, ¡mira cuánto se parece a Alleyne! —exclamó la mujer, esbozando una radiante y efusiva sonrisa, dirigiéndose a su pelirroja acompañante—. ¡Oh, tenías razón! Dime, niña, ¿cómo te llamas? —preguntó, avanzando muy despacio y alargando las manos para coger las de Wren, sin reparar en los presentes.
—Wren Ohmsford —respondió, la joven nómada, desconcertada. Por alguna extraña razón, le parecía que la mujer ya lo sabía.
—Wren —suspiró ella. Su sonrisa se volvió aún más luminosa y Wren se dio cuenta de que también sonreía—. Bienvenida, Wren. Hace mucho tiempo que esperábamos que volvieras a casa.
Wren pestañeó. ¿Qué había dicho? Miró a los que la rodeaban con impaciencia. Garth parecía una estatua, el Búho y Triss permanecían impasibles y la mujer pelirroja dejaba traslucir una gran ansiedad. De repente, se sintió desvalida. La luz de las lámparas de aceite fluctuó, y las sombras se hicieron más densas.
—Soy Ellenroh Elessedil —dijo la mujer apretándole las manos—. Reina de Arborlon y de los elfos de la Tierra del Oeste. Niña, apenas sé qué decirte, ni siquiera en estos momentos, después de tanto tiempo esperando. —Dio un profundo suspiro—. Pero ¿en qué estaré pensando? Hay que lavar y curar tus heridas. Y también las de tu amigo. Y tenéis que comer algo. Tenemos toda la noche para charlar, si es preciso. Aurino Estriado —agregó dirigiéndose al Búho—, vuelvo a estar en deuda contigo. Te doy las gracias de todo corazón. Al traer a Wren sana y salva a la ciudad, me has llenado de nuevas esperanzas. Por favor, acompáñanos esta noche.
—Os acompañaré, mi señora —respondió el Búho con voz suave.
—Triss, encárgate de que tu buen amigo esté bien atendido. Y también el compañero de Wren —añadió, mirando al gigante nómada—. ¿Cómo te llamas?
—Garth —respondió Wren, alarmada de pronto por la rapidez con que se sucedían los acontecimientos—. No puede hablar. —Se irguió en actitud defensiva—. Garth no se separará de mí.
El ruido de unas pisadas de botas en el corredor hizo que todos se volvieran a mirar en aquella dirección. Apareció un elfo desconocido, de pelo oscuro, rostro cuadrado y muy alto, con una sonrisa tan espontánea y natural como la de la reina. Entró en la estancia sin aminorar el paso, decidido y seguro de sí mismo.
—¿Qué significa todo esto? ¿Es que no podemos disfrutar de unas cuantas horas de sueño sin que se produzca una nueva crisis? ¡Ah!, ya veo que Aurino Estriado ha regresado del fuego. Bienvenido, Búho. ¿También se ha levantado Triss?
Se detuvo al reparar en Wren. Durante un breve instante, su rostro reflejó una expresión de incredulidad, y sus ojos se fijaron en los de la reina.
—Ha regresado a pesar de todo, ¿verdad? —Volvió a mirar a Wren—. Y es tan guapa como su madre.
La joven nómada se ruborizó muy a su pesar. El elfo acentuó su sonrisa, y eso la turbó aún más. Después se acercó a ella y la rodeó con un brazo en ademán protector.
—No puedes negarlo. Eres igual que tu madre. —La estrechó con camaradería—. Aunque hay que reconocer que estás un poco sucia y andrajosa.
—El viaje desde la playa ha sido muy duro —logró articular, sintiéndose atraída, animada, reconfortada y gratificada por la abierta sonrisa del recién llegado. Parecía que no hubiera nadie más en la sala.
—Muy duro, desde luego. Pocos hubieran logrado hacerlo. Yo soy Gavilán Elessedil, sobrino de la reina y primo tuyo. —Se interrumpió al ver su desconcertada expresión—. Ah, ¿pero es que no lo sabías?
—Gavilán, vete a dormir —dijo Ellenroh, esbozando una sonrisa—. Ya habrá tiempo para las presentaciones. Ahora Wren y yo tenemos que hablar a solas.
—¿Cómo? ¿Sin mí? —inquirió Gavilán, adoptando una expresión ofendida—. Yo pensaba que querrías incluirme, tía Ell. ¿Quién estaba más unido a la madre de Wren que yo?
—Yo —respondió la soberana, dirigiéndole una mirada firme. Después se volvió de nuevo hacia Wren y, apartando a Gavilán a un lado, pasó su brazo sobre los hombros de la joven—. Esta noche es solo para nosotras, Wren. Garth estará esperándote cuando hayamos acabado. Pero necesito hablar a solas contigo.
Wren vaciló durante un breve instante. Recordó que el Búho le había dicho que no debía hablar de las piedras élficas con nadie, excepto con la reina. Le dirigió una inquisitiva mirada, pero Aurino Estriado estaba distraído y no reparó en ella. La mujer pelirroja, por otra parte, miraba a Gavilán con una expresión indescifrable.
«Haz lo que te pide», la exhortó Garth por señas.
Wren seguía sin responder. Estaba a punto de enterarse de la verdad sobre su madre y sobre su pasado, de descubrir las respuestas que tanto ansiaba a las inquietantes dudas sobre sus orígenes, y no quería estar sola en ese momento.
Todos estaban esperando su respuesta.
«Hazlo», insistió Garth por señas.
Ese era el consejo del duro e independiente Garth, que tantos secretos guardaba.
—Hablaremos a solas —dijo por fin Wren, esbozando una sonrisa forzada.
Salieron del vestíbulo, recorrieron el pasillo y subieron por una escalera de caracol hasta la segunda planta del palacio. Garth iba detrás, acompañado de Aurino Estriado y Triss. Al parecer al gigante nómada no le preocupaba separarse de su joven amiga, aunque sabía que a ella le inquietaba. Wren captó la mirada de Gavilán, quien le dedicó una sonrisa y un guiño antes de seguir su propio camino. Le gustaban tanto él como el Búho, pero de un modo distinto. No estaba segura de en qué consistía la diferencia, pues se sentía todavía demasiado confusa por los últimos acontecimientos para establecer distinciones. Le agradaba porque hacía que se sintiera bien y, de momento, eso era suficiente.
A pesar de que la reina había dicho que quería hablar con Wren a solas, la mujer pelirroja las siguió, dibujada contra las sombras como un fantasma de semblante pálido. Wren se volvió hacia ella en un par de ocasiones y vio la enigmática pasión de su distante rostro, sus enormes ojos verdes, que parecían perdidos en otros mundos, y el revuelo de sus frágiles manos contra las ondas de la túnica. Ellenroh parecía ignorar su presencia, y caminaba por los oscuros corredores del palacio en dirección al destino que tenía en mente, sin necesitar otra iluminación que no fuese la de la luz de la luna, que entraba por los grandes ventanales en rayos plateados. Llegaron al final de un corredor y doblaron por otro, todavía en la segunda planta. Por último, llegaron ante unas puertas dobles al final del pasillo. Wren se sobresaltó al detectar señales de movimiento en las sombras en uno de los lados; algo que hubiese pasado inadvertido para un observador menos atento. Aminoró el paso de forma deliberada para dar tiempo a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Amparado en las sombras de la noche, había un elfo pegado a la pared, quieto y vigilante.
—Es Cort, miembro de la Guardia Real —dijo la reina en voz baja, acariciando a Wren en una mejilla—. Tienes ojos de elfa, niña.
Las puertas daban acceso al dormitorio de la reina, una espaciosa estancia abovedada. En la pared de enfrente se abrían una serie de ventanas protegidas con rejas y terminadas en arco. Había una cama con dosel, cuyas sábanas estaban desordenadas, sillas, sofás y mesas agrupadas, un escritorio y una puerta que comunicaba con el cuarto de aseo.
—Siéntate aquí, Wren —dijo la reina Ellenroh, conduciéndola a un pequeño sofá—. Eowen te lavará y vendará las heridas.
Miró a la mujer pelirroja, que ya estaba vertiendo agua de una jarra en una palangana, y después salió en busca de ropa limpia. Regresó enseguida, se arrodilló al lado de Wren y, con manos increíblemente fuertes, le desabrochó la ropa y empezó a lavarla. Trabajó en silencio mientras la reina observaba, y terminó poniendo los vendajes necesarios y proporcionándole un holgado camisón de dormir, que la muchacha le agradeció. Era la primera ropa limpia que se ponía en varias semanas. La mujer pelirroja cruzó la estancia y regresó con una taza de un líquido templado y sedante. Wren lo olfateó de forma precavida, y detectó olor a cerveza, té y algo más. Después se lo bebió sin hacer ningún comentario.
Ellenroh Elessedil se acomodó en el sofá junto a ella y le cogió una mano.
—Ahora, Wren, ya podemos hablar. ¿Tienes hambre? ¿Te gustaría comer algo antes? —Wren negó con la cabeza. Estaba demasiado cansada para comer y demasiado ansiosa por descubrir lo que la reina quería decirle—. De acuerdo, entonces —dijo la reina, con un suspiro—. ¿Por dónde empezamos?
Wren advirtió que la dama pelirroja iba a sentarse frente a ellas, y la miró, vacilante. Había supuesto que Eowen, como la llamaba la reina, era su camarera personal y que había ido allí con el único propósito de atenderla a ella, para luego retirarse, como los demás. Pero la reina no le indicó que se marchara, ni parecía consciente de su presencia. Por su parte, Eowen no parecía tener ninguna intención de abandonar la sala. Cuanto más la observaba, menos creía Wren que se tratase de una simple camarera. Había algo especial en su forma de comportarse, en la manera en que reaccionaba ante las palabras y acciones de la reina. Aunque era solícita, no mostraba hacia Ellenroh Elessedil la misma deferencia que los demás.
—Me temo que he vuelto a actuar de forma precipitada, hasta el punto de olvidarme de las más elementales normas de cortesía —dijo la reina, esbozando una sonrisa, al advertir la mirada preocupada de la joven—. Wren, te presento a Eowen Cerise. Es mi amiga íntima y mi más valiosa consejera. En realidad, ella es la razón de que tú estés aquí.
—No entiendo lo que quieres decir —respondió Wren, con el ceño fruncido—. Si estoy aquí es porque he venido en busca de los elfos por encargo del espíritu del druida Allanon. ¿Qué tiene que ver Eowen con eso?
—Allanon… —repitió en voz baja la reina de los elfos, momentáneamente abstraída—. Vela por nuestra seguridad incluso después de muerto. —Soltó la mano de la joven, desconcertada—. Permíteme que te haga una pregunta. ¿Cómo has conseguido encontrarnos? ¿Puedes contarnos cómo te las has arreglado para llegar hasta Morrowindl y después hasta Arborlon?
Wren estaba impaciente por conocer detalles sobre su madre, pero era consciente de que no podía andar con exigencias. Disimuló su ansiedad y se dispuso a satisfacer la petición de la reina. Le habló de los sueños que le había enviado Allanon; de la aparición de Cogline y el consiguiente viaje al Cuerno del Hades; de las misiones que el espíritu del druida había encomendado a los Ohmsford; de su regreso con Garth a la Tierra del Oeste; de sus indagaciones sobre la suerte que hubieran podido correr los elfos, que la habían llevado hasta Grimpen Ward y a su encuentro con la Víbora; de su viaje a las ruinas de Ala Desplegada; de la llegada de Tigre Ty con Espíritu; del vuelo a Morrowindl y el peregrinaje a través de la isla. Solo omitió dos cosas: el ataque del umbrío y que tenía en su poder las piedras élficas. El Búho le había advertido que no debía mencionar la existencia de las piedras élficas mientras no se encontrase a solas con la reina y, sin mencionarlas, no podía explicar lo que había ocurrido con el umbrío.
Cuando concluyó su relato, esperó a que la reina hiciera algún comentario. Ellenroh Elessedil la observó durante un breve instante, e inmediatamente después esbozó una amplia y cariñosa sonrisa.
—Eres precavida, Wren, y así es como se debe ser en este mundo. Me has contado exactamente lo que debías… y nada más. —Se inclinó hacia delante, y su enérgica cara mostraba una mezcla de sentimientos demasiado complicada para que Wren pudiera identificarlos—. Voy a confesarte algo a cambio, y cuando lo haya hecho habrán desaparecido los secretos entre nosotras.
Tomó de nuevo las manos de Wren.
—Tu madre se llamaba Alleyne, como te ha dicho Gavilán. Era mi hija.
Wren permanecía inmóvil, con las manos apretadas entre las de la reina, sorprendida, asombrada e incapaz de encontrar una respuesta.
—Por tanto, Wren, tú eres mi nieta. Hay algo más. Yo di a Alleyne, y ella tendría que habértela dado a ti, una bolsa de cuero con tres piedras pintadas. ¿Las tienes?
Wren vaciló un instante, atrapada ahora, sin saber qué debía responder. Pero no podía mentir.
—Sí —admitió.
Los ojos azules de la reina sondearon el rostro de la joven, y sus labios esbozaron una amplia sonrisa.
—Pero tú ya conoces la verdad sobre ellas, ¿no es cierto? Debes conocerla, Wren, o nunca hubieras conseguido llegar hasta aquí con vida.
—Sí —repitió con voz serena Wren, pero tuvo que realizar un gran esfuerzo para no dejar traslucir sus emociones.
—Eowen conoce todo lo referente a las piedras élficas, niña, y también algunos de los otros que llevan tantos años a mi lado… —dijo Ellenroh, dando unas afectuosas palmadas en las manos de Wren y soltándolas a continuación—. Aurino Estriado, por ejemplo, es uno de ellos. Te pidió que no dijeras nada, ¿verdad? No importa. Son pocos los que conocen el secreto de las piedras élficas, y ni uno solo las ha visto en acción… ni siquiera yo. Solo tú has tenido esa experiencia y, por lo que veo, no te sientes muy satisfecha.
Wren asintió con la cabeza, admirada por la perspicacia de la reina y su capacidad para llegar a descubrir sus sentimientos, que ella creía mantener bien ocultos. ¿Se debería a su parentesco, que las hacía tan afines como para que cada una penetrara en el corazón de la otra? ¿Podría ella también conocer los sentimientos de Ellenroh Elessedil cuando lo deseara?
«Familia».
Pronunció la palabra en su mente. «La familia que he venido a buscar. ¿Es posible? ¿Soy de verdad la nieta de esta reina, una auténtica Elessedil?».
—Cuéntame el resto de tu viaje a Arborlon —pidió la reina en voz baja—, y yo te diré lo que tanto deseas saber. No te preocupes por Eowen. Ella está al corriente de todo.
Wren relató las partes del viaje que había omitido, refiriendo con todo lujo de detalles el encuentro con aquella especie de lobo que resultó ser un umbrío y cómo había descubierto la verdad sobre las piedras pintadas que le había entregado su madre cuando era una niña. Cuando terminó, cruzó los brazos sobre el pecho en actitud defensiva, levemente estremecida por el significado de sus propias palabras y por los recuerdos que estas evocaban. Luego se levantó de forma impulsiva y se dirigió donde estaba la ropa que se había quitado un poco antes. Buscó entre las andrajosas prendas hasta que encontró las piedras élficas, que seguían donde las había guardado al entrar en la ciudad. Se acercó a la reina y extendió la mano.
—Aquí las tienes —le dijo—. Cógelas.
—No, Wren —respondió Ellenroh Elessedil, negando con la cabeza. Después cerró los dedos de la joven sobre las piedras élficas y guio su mano hasta un bolsillo del camisón—. Guárdalas por mí.
—Has sido muy valiente, Wren —dijo Eowen Cerise con voz grave y apremiante, hablando por primera vez—. Muy pocos habrían sido capaces de salvar los obstáculos que tú has superado. Eres digna hija de tu madre.
—Veo en ella muchos rasgos de Alleyne —dijo la reina, con ojos distantes. Luego se irguió, volviendo a fijarlos en Wren—. Has dado sobradas muestras de valor. Allanon tomó la decisión correcta al elegirte. Pero estaba predeterminado que vinieras, así que supongo que él se limitó a cumplir la promesa de Eowen.
»Lo sé, pequeña, no entiendes mis palabras —prosiguió la reina, esbozando una sonrisa al ver la confusión reflejada en los ojos de Wren—. Has tenido mucha paciencia conmigo, y no te ha resultado fácil. Estás deseando oír algo de tu madre y descubrir a qué se debe el que estés aquí. Muy bien.
»Tres generaciones antes de mi nacimiento —continuó la reina, suavizando la sonrisa—, cuando los elfos todavía poblaban la Tierra del Oeste, varios miembros de la familia Ohmsford, descendientes directos de Jair Ohmsford, decidieron emigrar a Arborlon. En mi opinión, tomaron esa decisión forzados por los desmanes de la Federación en los pueblos de la Tierra de Sur, como Valle Sombrío, y por la persecución de la magia que empezaban a llevar a cabo. Estos Ohmsford, que eran tres, llevaron consigo las piedras élficas. Uno de ellos decidió mantenerse célibe. Los otros dos contrajeron matrimonio, pero solo uno acompañó a los elfos cuando estos decidieron desaparecer. El otro, que según mis informes era humano, regresó a Valle Sombrío con su esposa. Ellos podrían ser los bisabuelos de Par y Coll Ohmsford. El miembro de la familia Ohmsford que acompañó a los elfos era una mujer, y trajo consigo las piedras élficas.
»Como ya sabes, Wren, estas piedras fueron creadas en tiempos remotos por la magia élfica y solo podían utilizarlas personas por cuyas venas corriera sangre élfica —prosiguió Ellenroh tras hacer una breve pausa—. Los Ohmsford perdieron su sangre élfica, y carecieron de ella durante años tras la muerte de Brin y Jair, por lo que las piedras que guardaban no tenían ninguna utilidad. Por ello, decidieron que debían volver a manos de quienes las habían creado… o de sus descendientes, para ser más precisos. Por tanto, cuando los dos Ohmsford que procedían de Valle Sombrío contrajeron matrimonio y empezaron su nueva vida, consideraron que era lógico que las piedras élficas que Allanon había encomendado a la familia Ohmsford en tiempos de su antepasado Shea permanecieran con los elfos allá donde fueran.
»En cualquier caso, las piedras élficas desaparecieron al mismo tiempo que los elfos, y creo que tengo que explicarte algunas cosas al respecto. —Hizo un gesto de resignación, al recordar—. Durante años, nuestro pueblo había ido internándose más y más en los bosques de la Tierra del Oeste. Se aislaba de las otras razas a medida que la Federación extendía sus dominios hacia el norte. Actuaban de esta forma por voluntad propia, pero también a causa de la creencia, cada vez más extendida y fomentada por el Consejo de la Coalición de la Federación, de que los elfos eran diferentes de todos los demás y que ser diferente no era bueno. Los elfos, después de todo, descendían de las criaturas fantásticas, y no eran auténticos humanos. Además, eran los hacedores de la magia que había dado forma al mundo desde el Primer Consejo de Paranor, y nadie confiaba demasiado en la magia ni en quienes la utilizaban. Cuando empezaron a aparecer los seres que tú llamas umbríos y que entonces carecían de nombre, la Federación se apresuró a responsabilizar a los elfos del deterioro de la tierra. Después de todo, ¿dónde se había originado la magia? ¿No era esta la causa de todos los problemas? Si no era así, ¿por qué sus tierras no se veían afectadas? Tales infundios se propagaron, como suele ocurrir, y llegó el momento en que nuestra gente no pudo resistir más. Tenían dos opciones: enfrentarse a la Federación, lo cual significaba darle el motivo para declarar la guerra que estaba buscando, o encontrar la manera de apartarse definitivamente de ella. La guerra no era una perspectiva muy halagüeña. Los elfos se quedarían solos en su lucha contra el ejército más poderoso de las Cuatro Tierras. Callahorn ya había sido conquistada y las Legiones Libres se habían disuelto; los troles llevaban su vida tribal de siempre y los enanos no querían comprometerse.
»Por todo ello —continuó Ellenroh Elessedil—, los elfos tomaron la decisión de marcharse, de emigrar para establecerse en un nuevo territorio y esperar a que la Federación se desintegrara. No fue una decisión fácil; muchos elfos eran partidarios de quedarse y luchar, y un número igual prefería quedarse a la espera de acontecimientos. A fin de cuentas, se les pedía que abandonasen su tierra, la cuna de la comunidad élfica después del cataclismo de las Grandes Guerras. Pero, por fin, después de largas deliberaciones, se llegó a la conclusión de que lo mejor era marcharse. Los elfos habían logrado sobrevivir en todas las migraciones que se habían visto obligados a realizar. Habían establecido nuevos asentamientos. Habían perfeccionado el arte de pasar inadvertidos.
»Esto sucedió hace mucho tiempo, Wren —prosiguió la reina de los elfos con un suspiro—, y yo no estaba presente. No puedo estar segura de cuáles eran sus motivaciones. El traslado que planeaban provocó una paulatina concentración de elfos procedentes de todos los rincones de la Tierra del Oeste, por lo que sus aldeas dejaron de existir. Entretanto, los jinetes alados descubrieron esta isla, Morrowindl, que satisfacía las necesidades de los elfos terrestres. Una vez se hubo tomado la decisión de que este sería su lugar de destino, eligieron el momento adecuado para emprender la marcha y se fueron.
Se quedó pensativa durante un momento, como si dudara sobre si debía continuar o no con la exposición de los hechos; después sacudió la cabeza enérgicamente.
—Con eso basta para entender los motivos que nos trajeron hasta aquí. Como antes te decía, atrás quedó un miembro de la familia Ohmsford. Pasadas dos generaciones, mi madre se desposó con el rey, emparentando así a las familias Ohmsford y Elessedil. Nací yo y luego mi hermano Asheron. Él era el heredero de la corona, pero fue asesinado por los demonios. Entonces fue cuando yo accedí al trono. Me casé y nació Alleyne, tu madre. No tuve más hijos. Los demonios también acabaron con la vida de mi marido. Alleyne era todo lo que me quedaba.
—Mi madre —repitió Wren—. ¿Cómo era?
—No había nadie que pudiera compararse a ella —respondió la reina, esbozando una sonrisa—. Era inteligente, voluntariosa y muy bella. Se creía capacitada para emprender cualquier empresa… o al menos había en ella algo que la empujaba a intentarlo. —Entrelazó las manos y su sonrisa se desvaneció—. Eligió como esposo a un jinete alado. No me pareció una elección afortunada, porque los elfos aéreos nunca han estado muy unidos a nosotros, pero mi opinión no contaba demasiado. Esto sucedió hace casi treinta años, en una época de conflictos. Los demonios se habían extendido por todas partes y estaban acrecentando su poder. Nos estaban obligando a recluirnos en la ciudad. El contacto con el mundo exterior era cada vez más difícil.
»Poco después de casarse, quedó encinta de ti —prosiguió Ellenroh Elessedil—. Fue entonces cuando Eowen me contó su visión. —Miró a su amiga, que las contemplaba, impasible, con sus ojos verdes, enormes e insondables—. Eowen es vidente, Wren, quizá la mejor en toda la historia del pueblo elfo. Fue mi compañera de juegos y mi confidente durante la niñez, cuando aún desconocía el poder del que estaba dotada. Desde entonces ha permanecido a mi lado, aconsejándome y guiándome. Te he dicho que ella era la razón de que tú estuvieras aquí. Cuando Alleyne quedó embarazada, Eowen me advirtió que, según le había sido revelado en una visión, si no abandonaba Morrowindl antes de que nacieras, moriríais las dos. También me dijo que Alleyne no regresaría jamás, pero que tú sí, y que tu venida salvaría a los elfos.
»Comprendo tus sentimientos —continuó la reina tras suspirar profundamente—. Yo me sentí entonces como debes de sentirte tú ahora. Me negaba a aceptarlo. No podía permitir que Alleyne se marchara. Pero también sabía que las visiones de Eowen siempre se cumplían. Así que llamé a Alleyne e hice que Eowen le repitiera lo que me había dicho. Alleyne no dudó, aunque sé que no le gustaba la idea de dejar Morrowindl. Dijo que se iría, que pondría los medios para que el ser que llevaba en sus entrañas se mantuviera a salvo, pero en ningún momento habló de su propia seguridad. Así era tu madre. Yo seguía teniendo en mi poder las piedras élficas, que habían pasado a mi poder gracias al enlace matrimonial de mis padres. Se las di a Alleyne para que la protegieran, aunque las disfracé con mi propia magia para que no fuesen fácilmente reconocibles ni mostraran su valor.
»Así pues, Alleyne regresó con su esposo a la Tierra del Oeste. Tenía que viajar desde allí a Valle Sombrío para restablecer el contacto con los descendientes de los Ohmsford que habían regresado al poblado cuando los elfos emigraron a Morrowindl. Nunca supe si lo hizo. Desapareció de mi vida durante casi tres años. Lo único que Eowen podía decirme era que ella y tú estabais a salvo.
»Hace unos quince años, Alleyne decidió volver a Morrowindl. Ignoro el motivo; solo sé que volvió. Te había entregado la bolsa de cuero con las piedras élficas, te había confiado al cuidado de los Ohmsford de Valle Sombrío y había regresado a la isla con su marido.
»Para entonces, los demonios ya habían invadido Morrowindl, y la ciudad era todo lo que nos quedaba —prosiguió, haciendo un gesto de resignación, como si aún no hubiera podido asimilar la idea del regreso de su hija—. Habíamos levantado la Quilla con nuestra magia para protegernos; pero, fuera de sus murallas, los demonios estaban en todas partes. Los jinetes alados venían a la isla cada vez menos. El roc en el que Alleyne y su marido viajaban descendió entre la niebla y fue golpeado por algún proyectil. Tomó tierra cerca de las puertas de la ciudad. Los demonios…
Se detuvo, incapaz de continuar, con los ojos inundados de lágrimas.
—No pudimos salvarlos —concluyó.
Wren sintió un inmenso vacío interior. En su mente, vio cómo moría su madre. Se inclinó hacia delante y abrazó a su abuela, el último miembro de su familia, el único lazo que la unía a sus padres, y la estrechó contra sí. Sintió que la cabeza de la reina se apoyaba en su hombro, y que los delgados brazos correspondían a su abrazo. Guardaron un largo silencio, sin separarse. Wren intentó en vano recordar la cara de su madre. Lo único que se dibujaba en su mente era el rostro de su abuela. Fue consciente de que, por muy dolorosa que hubiera sido la pérdida para ella, no podía compararse con la de la reina.
Al fin se separaron, y Ellenroh Elessedil esbozó una radiante sonrisa. Sentía que había recuperado las fuerzas.
—¡Me alegro tanto de que hayas venido, Wren…! —repitió—. He esperado durante mucho tiempo este momento.
—Abuela —dijo Wren, y la palabra le resultó extraña en la boca—, aún no entiendo por qué me han enviado aquí. Allanon me dijo que debía encontrar a los elfos porque las Cuatro Tierras no podían curarse hasta que ellos no regresaran. Y tú me dices que, según las predicciones de Eowen, mi llegada salvará a los elfos. Pero ¿en qué cambia las cosas el que yo esté aquí? Supongo que habríais regresado hace tiempo si hubieseis tenido la oportunidad de hacerlo.
—Creo que la situación es más complicada de lo que crees —respondió la reina, y su sonrisa se desvaneció.
—¿Más complicada todavía? ¿No podéis marcharos aunque queráis?
—Sí, mi querida pequeña, podemos marcharnos.
—En ese caso, ¿por qué no lo hacéis? ¿Qué es lo que os retiene aquí? ¿Es que tenéis la obligación de quedaros? ¿Han conseguido escapar esos demonios de la Prohibición? ¿Ha vuelto a debilitarse Ellcrys?
—No, Ellcrys está bien —respondió la reina, indecisa.
—Entonces, ¿de dónde proceden esos demonios?
—No estamos seguros, Wren —respondió la reina, reflejando en su rostro una tensión apenas perceptible.
Wren supo instintivamente que estaba mintiendo. Lo percibió en la voz de su abuela y en los ojos verdes de Eowen, que de repente estaban fijos en el suelo. Sorprendida, dolida y también furiosa, miró a la reina con incredulidad. «¿No habrá más secretos entre nosotras? —pensó, repitiendo las palabras de su abuela—. ¿Qué me ocultas?».
Ellenroh Elessedil pareció no advertir la aflicción de su nieta. Volvió a abrazarla. Wren no la rechazó, pese a estar tentada a hacerlo, pues pensaba que tenía que haber alguna razón para aquella mentira y que se explicaría a su debido tiempo. Consideró también que había recorrido demasiada distancia para descubrir la verdad sobre su familia como para rechazar al único miembro vivo que quedaba porque se la ocultara en parte. Se sobrepuso a sus sentimientos. Ella era nómada, y Garth había sido un magnífico maestro. Tendría paciencia. Esperaría.
—Tendremos tiempo para hablar de esto mañana —le dijo la reina—. Ahora tú necesitas descansar, y yo, reflexionar.
Se retiró con una sonrisa tan triste que Wren estuvo a punto de echarse a llorar.
—Eowen te mostrará tu cuarto —dijo la reina—. Tu amigo Garth dormirá en la habitación contigua, por si lo necesitaras. Descansa, niña. Hemos tenido que esperar mucho para que llegara el momento de vernos, y no debemos precipitarnos en el primer encuentro.
Se puso de pie, y Wren se levantó también. Frente a ellas, Eowen Cerise las imitó. La reina dio a su nieta un último abrazo. Wren se lo devolvió, disimulando las dudas que albergaba en su interior. Estaba cansada, le pesaban los párpados y le flaqueaban las fuerzas. Se sentía querida y reconfortada, pero necesitaba descansar.
—Me alegro de estar aquí, abuela —dijo con ternura.
«Pero descubriré la verdad —añadió para sus adentros—. Lo sabré todo».
Salió a la penumbra del corredor, precedida por Eowen Cerise.