6
Siguiendo el consejo de Tigre Ty, pasaron aquella noche en la playa, y esperaron la llegada del amanecer para adentrarse en la isla. Acamparon en una extensión despejada de arena negra, a unos cuatrocientos metros al norte del lugar donde los había dejado el jinete alado. En aquel lugar, el límite de la marea distaba más de treinta metros del comienzo de la selva. Para entonces ya había anochecido. El sol se había ocultado tras el horizonte, y su débil luz rielaba sobre las aguas del océano. A medida que la oscuridad se hacía más intensa, la luz de la luna y las estrellas, pálida y plateada, cubría la playa desierta, reflejándose en la arena como si sobre ella hubiese diamantes esparcidos e iluminando la costa hasta donde alcanzaba la vista. Pronto descartaron la idea de encender una hoguera; no necesitaban luz ni calor. Desde allí podían ver con toda claridad cualquier cosa que intentara aproximarse, y el aire era cálido y fragante. Una hoguera solo hubiera servido para llamar la atención, algo que deseaban evitar a toda costa.
Tomaron una cena fría compuesta de carne desecada, pan y queso, regada con cerveza. Estaban sentados de cara a la selva y de espaldas al océano, aguzando la vista y el oído. Morrowindl perdía nitidez a medida que se asentaba la noche; la jungla, los acantilados y el desierto fueron desapareciendo en la oscuridad hasta que la isla quedó reducida a una silueta recortada contra el cielo, y llegó un momento en que incluso eso se esfumó, y solo quedó una constante cacofonía de sonidos. Estos eran en su mayor parte indistinguibles, débiles y sordos, una heterogénea mezcolanza de llamadas, ululares y zumbidos de pájaros, insectos y animales sumergidos en las tinieblas. Las aguas del Confín Azul rozaban con un ritmo estable las costas de la isla, inundándolas y retirándose en un lento y acompasado chapoteo. Se levantó una brisa suave y perfumada que eliminó los últimos restos del calor diurno.
Cuando acabaron de cenar, ambos permanecieron un rato en silencio, con la mirada perdida en el cielo, la playa y el mar.
Morrowindl empezaba a inquietar a Wren Ohmsford. Incluso en aquellos momentos, envuelta en la oscuridad, invisible y dormida, la isla era una presencia amenazadora. La joven nómada la dibujó en su mente: el Killeshan irguiéndose contra el cielo con sus dentadas fauces abiertas, una mezcla de colinas cubiertas por una densa selva, salientes rocosos y yermos desiertos; un gigante encadenado envuelto en ceniza y niebla, expectante. Podía sentir su respiración en la cara, ansiosa y hambrienta. Podía oír su sibilante saludo.
Podía sentir que la observaba.
La asustaba más de lo que estaba dispuesta a admitir, y no se sentía capaz de superar su miedo. Era una sombra insidiosa que reptaba por los recovecos de su mente, susurrando palabras con un significado incomprensible pero cuya intención era clara. Se sentía extrañamente privada de sus habilidades y destrezas, como si se las hubieran arrebatado en el momento en que puso los pies en la isla. Incluso su instinto parecía embotado. No encontraba explicación para lo que estaba sintiendo. No tenía sentido. Aún no había sucedido nada y, sin embargo, allí estaba ella, con la seguridad en sí misma hecha añicos y dispersa. Cualquier otra persona se habría sentido reconfortada al tener en su poder las legendarias piedras élficas, pero ella no. La magia le parecía algo ajeno a ella, algo de lo que debía desconfiar. Pertenecía a un pasado que solo conocía de oídas, a una historia olvidada que había perdido vigencia durante varias generaciones. Pertenecía a otro, a alguien a quien no conocía. Las piedras élficas, pensó sombríamente, no guardaban ninguna relación con ella.
Ese pensamiento le oprimió el estómago; estaba claro que no era verdad.
Se cubrió el rostro con las manos, como si quisiera esconderse de sí misma. Las dudas crecían en su interior y, de repente, y ya de forma inútil, se preguntó si su decisión de ir a Morrowindl había sido acertada.
Después se apartó las manos de la cara y se acercó a Garth lo suficiente para ver bien su barbudo rostro a pesar de la oscuridad. El gigante observó sin moverse cómo Wren levantaba las manos y empezaba a hablarle por señas.
—¿Crees que he cometido un error al insistir en venir aquí?
Él la miró durante un breve instante y respondió negando con la cabeza.
«Nunca es un error hacer algo que se cree necesario».
—Creía que era necesario.
«Lo sé».
—Pero no he venido solo para descubrir si aún viven los elfos —dijo Wren, a la vez que movía los dedos—. He venido para averiguar algo sobre mis padres, para enterarme de quiénes eran y qué ha sido de ellos.
El gigante nómada se limitó a volver a asentir con la cabeza.
—Antes no me preocupaba, ya lo sabes —prosiguió, intentando explicarse—. Me era indiferente. Yo me sentía una persona nómada, y con eso tenía suficiente. Seguí sin pensar en ellos incluso después de que Cogline viniera a nuestro encuentro y partiéramos hacia el este, al Cuerno del Hades, para acudir a la llamada del espíritu de Allanon; incluso cuando empecé a hacer preguntas sobre los elfos para saber qué les había sucedido. No tenía ni idea de adónde conducía todo aquello. Me limité a continuar preguntando hasta que la Víbora me habló de hacer señales con la hoguera. No hice otra cosa que seguir una pista, deseando descubrir adónde conducía.
»Pero no había contado con las piedras élficas, Garth —prosiguió la muchacha, tras hacer una breve pausa—. Cuando descubrí que eran auténticas, que eran las de Shea y Wil Ohmsford, todo cambió. ¡Pensar que tenían tanto poder y que habían pertenecido a mis padres…! ¿Por qué? En primer lugar, ¿cómo las habían conseguido? ¿Con qué intenciones me las entregaron? Me comprendes, ¿verdad? Nunca podré encontrar las respuestas si no averiguo quiénes fueron mis padres».
«Te comprendo. Si no te comprendiera, no estaría aquí contigo», respondió Garth.
—Lo sé —dijo Wren en voz baja, con un nudo en la garganta—. Solo quería que lo dijeras.
Guardaron silencio durante un momento. Cada uno miraba en una dirección. Entonces, se escuchó un fuerte chapoteo en el agua, a una gran distancia. El sonido duró solo un breve instante. Wren presionó la áspera arena con la bota.
—Garth —le dijo por señas, atrayendo su mirada—, ¿hay algo sobre mis padres que no me hayas dicho?
Garth no respondió. Su cara permanecía inexpresiva.
—Porque si es así —prosiguió Wren—, ha llegado el momento de que me lo digas. No puedo continuar la búsqueda sin saberlo.
Garth cambió de postura y bajó la cabeza. Cuando la irguió de nuevo, empezó a mover los dedos.
«Si no fuera necesario, yo nunca te ocultaría nada. No te estoy ocultando nada sobre tus padres. Puedes estar completamente segura de que ya te he dicho todo lo que sé sobre ellos».
—Te creo —respondió Wren con voz serena.
Sin embargo, esa respuesta la había dejado intranquila. ¿Habría algo que considerara necesario ocultarle? ¿Tenía derecho a exigirle que se lo dijera?
Hizo un gesto de resignación. Garth nunca le haría daño, y eso era lo importante.
«Descubriremos la verdad sobre tus padres —dijo Garth—. Te lo prometo».
—Garth —dijo la joven nómada, cogiéndole las manos y soltándolas enseguida—, eres mi mejor amigo.
Hizo guardia mientras él dormía, sintiéndose reconfortada por sus palabras y aliviada al saber que no estaba sola en aquella misión, que ambos albergaban el mismo propósito. Oculta en la oscuridad, Morrowindl seguía al acecho, siniestra y amenazadora. Pero ya no se sentía tan intimidada como hacía unos momentos; había reforzado su decisión y aclarado su objetivo. Las cosas serían como habían sido desde hacía muchos años: Garth y ella, juntos contra cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Con eso le bastaba.
Cuando Garth se despertó a medianoche para hacer el relevo, ella se durmió enseguida.
La aurora aclaró el firmamento con un pálido resplandor plateado, pero Morrowindl era una muralla negra que le cerraba el paso. La isla se interponía entre el alba y ellos como si pretendiera encerrarlos en la penumbra para siempre. La playa, tranquila y desierta, era una línea negra que se extendía en la distancia como una cinta desenrollada de encaje de luto. Las rocas y los acantilados sobresalían entre la verde maraña de vegetación, empinadas como criaturas apresadas que se luchaban por estirar el cuello para respirar. El Killeshan se proyectaba hacia el cielo en el silencio, y espirales de vapor culebreaban desde las fisuras de su piel de lava solidificada. Al norte, en la lejana zona desértica de la isla, se vislumbraba la áspera y agrietada superficie, cubierta por una sábana de neblina sulfurosa que impedía ver cualquier movimiento.
La joven nómada y su compañero se lavaron y tomaron de forma apresurada un ligero desayuno, deseosos de emprender la marcha. El calor del día empezaba a hacerse notar, imponiéndose a las suaves brisas procedentes del océano. Las aves marinas planeaban y se sumergían en busca de alimento. Los cangrejos deambulaban con cautela por las rocas intentando encontrar refugio en las grietas y hendiduras. Toda la isla empezaba a despertar al nuevo día.
Wren y Garth cargaron los morrales a la espalda, comprobaron sus armas y, tras intercambiar una breve mirada, emprendieron la marcha.
La playa terminaba en una franja de hierba alta, que a su vez abría paso a un bosque de acacias gigantescas. Los troncos de los vetustos árboles se elevaban como sólidas columnas, y se extendían hacia delante, dando la impresión de formar una imponente muralla. El suelo del bosque estaba libre de maleza; las tormentas y las pleamares habían arrasado con todo, excepto los árboles. Entre las acacias reinaba una profunda quietud. El sol aún estaba oculto en el este, y las sombras cubrían toda la isla. Wren y Garth avanzaban con precaución, a paso lento pero firme, alertas a cualquier clase de peligro. Atravesaron el bosque de acacias y entraron en un campo de bambúes. Lo bordearon hasta encontrar un pasaje estrecho, que recorrieron abriéndose paso con la ayuda de sus espadas cortas. A continuación, se adentraron en una pradera cuya hierba les llegaba a la cintura, adornada con flores silvestres de vivos colores que resaltaban contra el fondo verde. Delante, el bosque ascendía por las laderas del Killeshan. Los árboles y la maleza crecían entre extrañas formaciones de lava sólida hasta que todo desaparecía bajo la ceniza volcánica.
El primer día transcurrió sin incidentes. Siempre que les era posible, marchaban por campo abierto, y elegían aquellos senderos que les permitieran ver hacia dónde se dirigían. Aquella noche acamparon en un prado situado en un terreno alto, desde donde podían vigilar una amplia extensión de terreno en todas direcciones.
El segundo día transcurrió de una forma similar al primero. Anduvieron mucho, vadearon ríos y arroyos, sortearon barrancos y subieron colinas sin grandes dificultades. No encontraron la menor señal de los monstruos sobre los que Tigre Ty los había prevenido. Había serpientes de colores brillantes y arañas que debían de ser venenosas, pero los dos nómadas habían tratado con especies semejantes en otras partes del mundo y conocían la manera de evitar cualquier contacto. Oyeron los ásperos maullidos de los gatos del páramo, pero no llegaron a ver ninguno. En un par de ocasiones volaron sobre ellos aves rapaces, pero tras sobrevolarlos varias veces para sopesarlos, los depredadores alados pronto se alejaron en busca de presas más fáciles. De vez en cuando eran sorprendidos por algún fuerte chaparrón que duraba poco tiempo, pero, excepto por la posibilidad de quedar atrapados en el lecho seco de algún río por una inesperada masa de agua o de caer en algún pozo recién formado, la lluvia no constituía para ellos ningún problema.
La neblina que cubría las laderas del Killeshan estaba cada vez más cerca, y eso sí auguraba mayores complicaciones.
El tercer día se inició igual que los dos anteriores: sombrío, silencioso y tétrico. El sol apareció en el horizonte y se dejó ver brevemente entre los árboles de delante, como un cálido y amistoso faro. Pero cuando se acercaron a los primeros estratos de lava solidificada, desapareció de repente. Al principio, la neblina era tenue, no más que un aumento de la densidad del aire, una luz que se volvía levemente más gris y no les causaba ninguna molestia. Pero empezó a espesarse poco a poco, formando manchurrones que ocultaban todo lo que se encontraba a más de diez metros de distancia. El terreno se hacía más abrupto a medida que las tierras bajas del litoral y las estribaciones cubiertas de hierba iban dando paso a las pendientes resbaladizas y a los precipicios. Era difícil conservar el equilibrio, y la marcha se ralentizó notablemente.
Almorzaron con rapidez, inquietos y taciturnos, y reemprendieron la marcha con suma cautela. Se ataron unas gruesas pieles en torno a las piernas, sobre las botas y bajo las rodillas, para protegerse de las posibles mordeduras de las serpientes. Se pusieron las pesadas capas y se las ciñeron. Había desaparecido el calor de las tierras bajas y, al contrario de lo que habían supuesto, el aire se había enfriado en lugar de aumentar su temperatura a medida que se acercaban al Killeshan. Garth se situó delante con la deliberada intención de proteger a Wren. Podían distinguir sombras que se movían a su alrededor en medio de la niebla, seres sin forma ni contorno, pero cuya presencia era más que tangible. Los sonidos familiares de los pájaros y los insectos se desvanecieron en un expectante silencio. Pronto llegó el crepúsculo, que ahuyentó la luz, y empezó a llover de forma insistente y con fuerza.
Acamparon al pie de un viejo koa, que abría paso a un pequeño claro. Cenaron con las espaldas apoyadas en el árbol y observaron cómo la atmósfera pasaba del gris claro del humo al negro intenso del carbón. La lluvia amainó hasta convertirse en una llovizna intermitente, y empezó a levantarse una niebla que descendía en lentas espirales por las laderas. El bosque empezaba a convertirse en selva: los árboles crecían más juntos y estaban cubiertos de enredaderas, y el terreno era húmedo y blando. Las babosas y los escarabajos se arrastraban entre la maleza y los troncos podridos. El suelo estaba seco bajo la copa del koa, pero la humedad del aire calaba hasta los huesos. No había posibilidad de encender fuego, por lo que los dos nómadas se arrebujaron en las capas y se acurrucaron uno junto a otro. La noche cayó sobre el bosque, dejándolo cubierto de tinta negra.
Wren se ofreció a hacer la primera guardia, demasiado inquieta para poder conciliar el sueño. Garth accedió sin hacer ningún comentario. Dobló las rodillas, apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados y se durmió de inmediato.
La joven permaneció sentada escudriñando las tinieblas. Los árboles y la niebla ocultaban la luz de la luna y las estrellas, e incluso después de que sus ojos se adaptaran a la oscuridad le resultó imposible ver a más de cuatro metros de distancia. Las sombras vagaban en la periferia de su campo de visión, sucintas, rápidas y sugerentes. De la bruma brotaban unos sonidos desafiantes y burlones: la estridente llamada de las aves nocturnas, el zumbido de los insectos, arañazos y susurros, bufidos y gruñidos. Desde algún lugar lejano le llegaba el grave ronroneo de los gatos al cazar. Wren percibía levemente las emanaciones sulfurosas del Killeshan, transportadas por el aire, que se mezclaban con las fragancias de la selva, más intensas y penetrantes. Estaba rodeada de un mundo invisible que empezaba a despertar.
«¡Adelante, pues!», exclamó en su interior, desafiante.
El aire se calmó a la vez que cesaba la llovizna, pero persistía la niebla. El tiempo transcurría lentamente. Los sonidos se suavizaron, y daba la impresión de que todo lo que había en la negrura estaba a la espera, vigilante. Advirtió que habían desaparecido las sombras que se movían en la niebla. Garth roncaba. Ella estiró su cuerpo entumecido, pero no pensó en levantarse. Le gustaba sentir el contacto del árbol en la espalda y la presión del cuerpo de Garth. Aborrecía la influencia que la isla ejercía sobre ella, que hacía que se sintiera expuesta a los peligros, vulnerable e indefensa. Se dijo a sí misma que se debía a la novedad de la situación, a lo desconocido del terreno, a lo lejos que estaba de su propia tierra, al recuerdo de la advertencia de Tigre Ty sobre los monstruos que allí habitaban. Necesitaba tiempo para adaptarse…
Interrumpió sus pensamientos porque vio la silueta de un ser gigantesco en los límites de la niebla. Caminó erguido sobre dos patas durante un momento, y luego sobre las cuatro. Después se detuvo, y ella tuvo la certeza de que la estaba mirando. Se le erizó el pelo de la nuca, y deslizó la mano hacia abajo hasta que sus dedos se cerraron en torno al cuchillo largo que llevaba sujeto a la cintura.
Esperó.
El ser que la observaba tampoco se movía. Al parecer, esperaba también.
Entonces vio otro ser similar al primero, después otro más, y luego un cuarto. Se reunieron en la oscuridad y permanecieron inmóviles, con los ojos brillantes. Wren respiraba lenta y profundamente. Pensó en despertar a Garth, pero lo fue posponiendo minuto a minuto, el tiempo necesario para ver qué iba a ocurrir.
Pero todo seguía inalterable. Los minutos pasaban y los seres seguían en el mismo lugar. Primero se preguntó cuántos habría y luego si había otros detrás de ella, donde no podía verlos, deslizándose hasta llegar lo bastante cerca para…
Se giró con rapidez. Allí no había nada. Al menos, dentro de su limitado campo de visión.
Volvió a mirar al frente. De repente se dio cuenta de que aquellos seres estaban esperando conocer su reacción, para descubrir hasta qué punto podía ser peligrosa para su seguridad. Si seguía sentada demasiado tiempo, se impacientarían y decidirían ponerla a prueba. Se preguntó de cuánto tiempo dispondría. También se preguntó qué podría hacer para disuadirlos. Si los monstruos estaban allí, a solo tres jornadas de la playa, con mayor motivo estarían más adelante, vigilando y acechando. Y habría otros muchos. Tenía que haberlos.
La sangre de Wren latía con violencia, corriendo con tanta rapidez como sus pensamientos. Garth y ella juntos eran capaces de enfrentarse a cualquier cosa. Pero no podían permitirse el lujo de luchar con cualquier ser que se interpusiera en su camino.
Los seres habían empezado a moverse de nuevo, inquietos. Oyó murmullos, sin poder distinguir las palabras, y sintió movimiento a su alrededor de otros seres que no podía ver. Los habitantes de la selva habían descubierto su presencia y estaban congregándose a su alrededor. Oyó un gruñido grave y amenazador. Junto a ella, Garth se dio media vuelta, dormido.
A Wren le ardía la cara.
«Haz algo —se dijo a sí misma—. Tienes que hacer algo».
Advirtió que los seres estaban ahora detrás de ella.
Sintió algo caliente contra su pecho.
De forma inconsciente, rebuscó en la túnica y sacó la bolsa de cuero con las piedras élficas. Al instante, evitando pensar en lo que hacía, depositó las piedras en la palma de su mano y cerró los dedos sobre ellas. Podía sentir el acecho de los seres.
«Solo una muestra del poder de las piedras —se dijo a sí misma—. Con eso debería bastar».
Alargó la mano y abrió un poco los dedos. La luz azul de las piedras élficas destelló, se condensó en un fuego frío y se proyectó en finos rayos que sondearon las tinieblas.
Los seres desaparecieron con tanta rapidez como si nunca hubiesen estado allí, y los sonidos se disolvieron en el silencio de la noche. El mundo se convirtió en un inmenso vacío en el que solo existían Garth y ella.
Volvió a cerrar los dedos con fuerza y retiró la mano. Los seres, cualesquiera que fuesen, debían de saber algo sobre la magia élfica.
Su instinto se lo decía.
Se sintió invadida por una súbita amargura. Se había repetido innumerables veces que las piedras élficas no formaban parte de su vida, que pertenecían a otra persona. ¡De qué manera se había precipitado al realizar tal afirmación! ¡Y con qué rapidez había recurrido a su ayuda en cuanto se había sentido amenazada!
Volvió a depositar las piedras élficas en la bolsa y la guardó bajo la túnica. La noche era apacible y tranquila, y la niebla estaba libre de movimiento. Los seres que habitaban Morrowindl se habían marchado en busca de presas más fáciles de abatir.
Era más de medianoche cuando despertó a Garth. Al no haber surgido nuevas amenazas, decidió no contarle a su compañero lo sucedido. Se envolvió en su capa y se reclinó contra él, pero tardó mucho tiempo en conciliar el sueño.
Reanudaron la marcha al despuntar el alba. La bruma impregnada de ceniza cubría las laderas del Killeshan, y la luz era tenue y grisácea. La humedad llenaba el aire, empapaba la tierra y les mojaba la ropa, haciéndolos temblar. Un rato después, el sol empezó a resplandecer a través de la niebla y el frío disminuyó un poco. Avanzaban con lentitud y dificultad por el terreno accidentado y cambiante, compuesto por barrancos y riscos ocultos en la jungla. Persistía la calma de la noche anterior, una lúgubre quietud que aislaba a los dos caminantes y tejía una red de malestar en torno a ellos.
Las siluetas persistían en el límite de su campo de visión, furtivas y sigilosas; un grupo de sombras fugaces e informes que estaban allí hasta el momento en que alguien los miraba. Entonces desaparecían. Daba la impresión de que Garth ignoraba su presencia, pero Wren sabía que no era así. Cuando miraba de reojo su moreno semblante, veía la calma que reflejaban sus ojos. Sentía una profunda admiración por el autocontrol de su gigantesco amigo. Ella, por el contrario, escudriñaba la niebla sin descanso, porque aún no estaba segura de hasta qué punto los seres que se escondían en ella temían a las piedras élficas, ni durante cuánto tiempo conseguiría la magia mantenerlos alejados. Sus dedos buscaban sin cesar entre los pliegues de la túnica, palpando la bolsa de cuero que colgaba bajo su ropa para asegurarse de que las piedras protectoras seguían en el mismo lugar.
El día transcurrió muy despacio. Atravesaron bosques de viejos koas y banianos, cubiertos de musgo y enredaderas; cruzaron pendientes donde las rocas de lava estaban partidas y se desprendían bajo su peso; se adentraron en barrancos cubiertos de maleza espinosa y recorrieron valles sobre los que se cernían densas nubes fundidas en un impenetrable manto gris. Todo ello en una escalada ininterrumpida por las laderas del Killeshan, captando breves vistazos del volcán a través de los resquicios de la niebla, observando cómo la cima se elevaba hacia lo lejos, sin que parecieran acercarse lo más mínimo a pesar de no dejar de avanzar.
Poco a poco empezaron a reconocer los peligros de la isla. Había unas plantas, de vivos colores y complicadas formas, que aferraban cualquier cosa que se pusiera a su alcance. Había agujeros que podían engullir en un instante a quien tuviera la desgracia de pisarlos. Había animales extraños que aparecían y desaparecían en un instante, depredadores cubiertos de escamas y pinchos, provistos de garras y afilados dientes. No habían visto ningún monstruo, pero Wren sospechaba que estaban cerca, vigilando y acechando: espectros que susurraban en la niebla.
La noche cayó sobre ellos y se entregaron al sueño. Esta vez los seres no se acercaron, permanecieron ocultos y precavidos. Un gato del páramo merodeaba por las cercanías, pero Garth sopló en un grueso tallo de hierba y produjo un silbido que puso en alerta al gran felino y le hizo emprender una veloz huida. Wren soñó con la Tierra del Oeste, con la época de su infancia en que todo era nuevo, y se despertó con los recuerdos claros y vívidos.
—Garth, he vuelto a utilizar las piedras élficas —dijo a su compañero durante el desayuno. Estaban acurrucados uno junto al otro para protegerse del frío del amanecer—. Hace dos noches, cuando los seres aparecieron por primera vez.
«Lo sé —respondió el gigante, clavando sus ojos en los de la muchacha—. Estaba despierto».
—¿Qué viste? —le preguntó en voz baja, con un gesto de incredulidad.
«Lo suficiente. La magia te asusta, ¿verdad?».
—Me asusta todo lo que estamos haciendo —respondió Wren, esbozando una sonrisa cargada de tristeza.
Caminaron en el silencio del amanecer, absortos en sus pensamientos. El terreno que tenían delante era llano y la selva se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La neblina, firme e inmóvil, era allí más densa. El aire estaba quieto. Atravesaron un espacio abierto y llegaron a la orilla de un pantano. Evitaron acercarse a sus márgenes poblados de juncos y buscaron un terreno más firme. Cuando lo encontraron, siguieron adelante. El pantano se alargaba. Se vieron obligados a cambiar de dirección en numerosas ocasiones para buscar un camino más seguro. La ciénaga era un llano con el tenue brillo de la humedad que se extendía a través de zonas cubiertas de hierba y maleza, y de él emergían árboles que parecían brazos de gigantes ahogados. Insectos relucientes e irisados volaban de un lado a otro. Garth sacó un ungüento maloliente que les sirvió para protegerse la cara y los brazos contra las picaduras. Las serpientes se deslizaban por el fango. Las arañas pululaban por doquier, algunas mayores que el puño de Garth. De las ramas y la maleza colgaban telarañas, enredaderas y musgos, pegajosos y mortíferos. Los murciélagos revoloteaban en las copas de los árboles, profiriendo agudos y estremecedores chillidos.
En cierto momento, descubrieron una gigantesca telaraña escondida en las alturas y dispuesta a modo de trampa para caer sobre cualquier cosa que pasara debajo. Unos cazadores menos avezados podían no haberla visto y quedar atrapados, pero Garth la descubrió enseguida. Los hilos de la telaraña eran tan gruesos como los dedos de Wren, y tan transparentes que pasaban inadvertidos si no se miraban con atención. Ella tocó uno con la punta de un junco, que se pegó con firmeza. Ambos observaron los alrededores durante un rato, sin moverse. Fuera cual fuese el ser que había tejido aquella telaraña, no deseaban encontrarse con él.
Cuando se convencieron de que el tejedor no se encontraba en las cercanías, reanudaron la marcha.
Cerca del mediodía oyeron un sonido chirriante. Aflojaron el paso hasta detenerse. El sonido era desigual y frenético, demasiado fuerte para la quietud de la ciénaga. Procedía de su izquierda, donde la sombra cubría un compacto grupo de arbustos de llamativas flores rojas. Con Garth abriendo la marcha, rodearon los arbustos por la derecha y siguieron una franja de terreno firme que conducía al claro de un bosque de koas. Caminaban en silencio, sin dejar de escuchar el sonido. Casi de inmediato vieron los hilos de telaraña que colgaban de las copas de los árboles. Algo oculto en la maleza tiraba de los hilos. Era fácil suponer lo que había sucedido. Garth hizo una seña a Wren, y los dos continuaron caminando con precaución.
Se detuvieron de nuevo entre los koas. Había tendidas varias trampas entre los árboles. Una era grande y todas las demás, pequeñas. Una de las pequeñas había dado sus frutos, y el sonido procedía de la criatura que había caído en ella, que se debatía con furia en un intento inútil por liberarse. Esta criatura no se parecía a ninguna de cuantas los dos nómadas habían visto hasta entonces. Tenía el tamaño de un pequeño perro de caza, y parecía ser un cruce entre un puercoespín y un felino. Su cuerpo, en forma de barril, estaba cubierto por franjas de púas negras y marrones, y se mantenía sobre cuatro patas cortas y gruesas. Su cabeza, casi cuadrada, se encajaba directamente en el lomo, sin cuello, y se estrechaba confiriéndole el romo y peludo perfil de un felino. Sus rugosas zarpas terminaban en garras afiladas, que cavaban en la tierra, y su gruesa cola, también recubierta de púas, se agitaba de un lado a otro en un desesperado intento de romper los hilos de la telaraña que lo aprisionaba.
Todos sus esfuerzos eran inútiles. Cuanto más se debatía, más aprisionada quedaba. Por fin, la extraña criatura dejó de agitarse, levantó la cabeza y advirtió su presencia. Wren se quedó asombrada cuando le vio los ojos. Tenían párpados y pestañas, y eran de un vivo color azul. No eran los ojos de un animal, eran unos ojos como los suyos.
El cuerpo de la criatura se relajó, agotado por la lucha. Las púas se inclinaron hacia atrás con suavidad, y los extraños ojos parpadearon.
—¡Pfff…! —profirió de una forma que recordaba el bufido de un gato. Después, con voz áspera, se dirigió a Wren—. Supongo que no vas a ayudarme. Aunque tú también eres… arrggg… responsable de mi situación.
Wren la miró con asombro, y después se volvió hacia Garth, que por una vez parecía tan sorprendido como ella. ¿Cómo era posible que aquella criatura hablase? Volvió a prestarle atención.
—¿Qué quieres decir con que yo también soy responsable?
—Grrr. Quiero decir que eres una elfa. ¿No es verdad?
—Bueno, no, la verdad es que no lo soy. Soy…
Estuvo a punto de decir que era una nómada, pero en realidad era elfa, al menos en parte. ¿No la había identificado la criatura por sus rasgos élficos? Frunció el ceño. Pero ¿cómo podía conocer a los elfos?
—¿Quién eres? —le preguntó Wren.
La criatura la miró sin pestañear con esos ojos azules durante un momento. Cuando habló, su voz era un ronco gruñido.
—Stresa.
—Stresa —repitió la muchacha—. ¿Te llamas así?
La criatura se limitó a responder con un asentimiento.
—Yo me llamo Wren, y este es mi amigo Garth.
—Jssst. Eres una elfa —repitió Stresa, contrayendo su semblante felino—. Pero no eres de Morrowindl.
—No —respondió Wren, perpleja, apoyando las manos en las caderas—. ¿Cómo lo has adivinado?
—No me has reconocido —respondió la criatura, entrecerrando ligeramente sus ojos azules—. No sabes lo que soy. Jrrrrauul. Si vivieras en Morrowindl, lo sabrías.
—¿Qué eres? —preguntó Wren, tras asentir con la cabeza.
—Un gatoespino —respondió la criatura, profiriendo un gruñido desde las profundidades de su garganta—. Así es como nos llaman a los pocos que hemos conseguido sobrevivir. Somos una combinación de diversas especies, aunque no guardemos parecido con ninguna de ellas. Puurrft.
—¿Cómo conoces a los elfos? ¿Todavía quedan elfos aquí?
—Si me liberas —respondió el gatoespino con un ronco y áspero ronroneo, mirándola con frialdad y paciencia desde la trampa—, contestaré a tus preguntas.
Wren titubeó, indecisa.
—¡Fffpft! Será mejor que os deis prisa —les urgió el gatoespino—. Antes de que llegue el wisteron.
¿El wisteron? Wren miró de nuevo a Garth, indicándole por señas lo que Stresa había dicho. Garth dio una respuesta breve.
—¿Cómo podemos estar seguros de que no nos harás daño? —preguntó Wren, volviéndose hacia el gatoespino.
—Jarrruul. Si no sois de Morrowindl y habéis llegado hasta aquí, es que sois más peligrosos que yo —respondió con un gesto que pretendía ser una sonrisa—. Daos prisa. Utilizad esos cuchillos largos que lleváis para cortar la telaraña. Solo el filo de la hoja; mantened apartada la parte plana. —La extraña criatura se detuvo, y Wren vio por primera vez un atisbo de desesperación en sus ojos—. No queda mucho tiempo. Si me ayudáis… jrrauu… tal vez también yo pueda ayudaros.
Wren hizo señas a Garth, y se acercaron hasta donde estaba atrapado el gatoespino, con cuidado de no caer en ninguna de las trampas instaladas. Cortaron deprisa los hilos que mantenían inmovilizada a la criatura y después retrocedieron. Stresa pasó con cautela por encima de las telarañas rotas, y por delante de los dos nómadas hasta llegar a terreno firme. Desplegó sus púas y las sacudió con fuerza. Tanto Wren como Garth retrocedieron ante aquel repentino movimiento, pero ninguna púa voló hacia ellos. El gatoespino se sacudía los restos de telaraña que tenía adheridos al cuerpo. Después empezó a acicalarse, pero se detuvo al recordar que lo estaban observando.
—Gracias —dijo con su grave y áspera voz—. Si no me hubieseis liberado, habría muerto. Grruul. El wisteron me habría devorado.
—¿El wisteron? —preguntó Wren.
—También vosotros deberíais estar muertos —dijo el gatoespino, echando hacia atrás las púas y haciendo caso omiso de la pregunta. Su cara de gato se contrajo de nuevo—. ¡Pffftt! —resopló—. O tenéis mucha suerte o contáis con la protección de la magia. ¿Puedo saber cuál de las dos cosas es?
—Nos has prometido contestar a nuestras preguntas, Stresa —respondió Wren, tras reflexionar durante un breve instante—. Háblame de los elfos.
El gatoespino recuperó la compostura y se sentó. Era más corpulento de lo que les había parecido cuando estaba en la trampa: su tamaño se asemejaba más al de un perro que al de un gato o un puercoespín.
—Los elfos —dijo, y su voz volvió a enronquecerse— viven en el interior, en la parte alta de las laderas del Killeshan, en la ciudad de Arborlon… grrr… donde los demonios los tienen atrapados.
—¿Los demonios? —preguntó Wren, acordándose entonces de que Ellcrys los había encerrado durante la Prohibición. Habían logrado escapar una vez, en la época de Wil Ohmsford. ¿Habrían vuelto a liberarse?—. ¿Qué aspecto tienen esos demonios?
—¡Chist! Tienen aspectos muy diferentes. ¿Qué importa eso? Lo importante es que los crearon los elfos, y ahora no pueden librarse de ellos. ¡Puf! Pues lo siento por ellos. Ahora les falla la magia de la Quilla. No tardará en pasar lo inevitable.
El gatoespino esperó a que Wren asimilara sus últimas palabras. Aún le faltaban muchas cosas que comprender.
—¿Los elfos «crearon» a los demonios? —preguntó, confusa.
—Hace bastantes años. Cuando no tenían otra cosa mejor que hacer.
—Pero… ¿de qué los hicieron?
—¿A qué habéis venido… grruul? ¿Por qué buscáis a los elfos? —preguntó a su vez Stresa, relamiéndose, y su lengua de color violeta oscuro resaltó contra el marrón de su rostro.
Wren sintió sobre su hombro la mano de Garth. Se volvió y vio que señalaba la selva.
—Jssst, sí, yo también lo oigo —dijo Stresa, levantándose deprisa—. El wisteron. Está empezando su caza, y ahora va a revisar las trampas en busca de alimento. Tenemos que salir de aquí enseguida. Cuando descubra que he conseguido escapar, me buscará. —El gatoespino se sacudió las púas—. Puesto que no creo que conozcáis el camino, será mejor que me sigáis.
Entonces empezó a andar. Wren salió detrás de él, seguida de Garth.
—¡Espera un momento! ¿Qué clase de criatura es el wisteron? —preguntó la muchacha.
—Sería mejor para ti no descubrirlo nunca —respondió Stresa enigmáticamente, mientras se erizaban todas sus púas—. Este pantano se llama In Ju. El wisteron se ha establecido en esta zona. El In Ju se extiende hasta la Cornisa Negra… y eso está muy lejos de aquí.
Caminaba arrastrando las patas, pero avanzaba con mucha más rapidez de lo que Wren hubiera podido imaginar.
—Todavía no entiendo cómo sabes tanto sobre los elfos —dijo la muchacha, corriendo detrás de la criatura—. Ni cómo se explica que puedas hablar. ¿Hablan todos los habitantes de Morrowindl?
—Grrr… ¿No te lo he dicho? —respondió Stresa, dirigiendo hacia atrás su penetrante y astuta mirada de felino—. La razón de que yo pueda hablar es que también me hicieron los elfos. —El gatoespino se volvió—. Basta ya de preguntas. Es mejor que estemos un rato callados.
Se internó velozmente entre los árboles con gran sigilo, dejando que Wren y Garth lo siguieran, aumentando su desconcierto e incredulidad.