3

Con las primeras luces del alba, Wren y Garth reemprendieron la marcha hacia el sur en busca de las cuevas de los rocs. Era un viaje impulsado por la fe porque, aunque los dos habían recorrido antes varios sectores del litoral, nunca habían encontrado unas cuevas tan grandes como las que ahora buscaban, ni habían visto un roc. Habían oído varias historias sobre las legendarias aves, grandes criaturas aladas que en otras épocas transportaban a los humanos. Pero las historias eran solo eso, leyendas para ser contadas alrededor de una hoguera y pasar el rato, que describían unos seres que podrían haber existido, pero que probablemente nunca existieron. Algunos aseguraban haberlos visto, por supuesto, como sucede con todos los monstruos de los cuentos fantásticos. Pero su testimonio no era fiable. Igual que los elfos, los rocs parecían invisibles.

Sin embargo, no era necesario que hubiera rocs para que hubiera elfos. Lo que la Víbora había dicho a Wren era comprobable. Solo tenían que descubrir las cuevas, hubiera o no rocs, encender la hoguera que serviría de señal y esperar tres días. Entonces descubrirían la verdad. Sin duda, corrían el riesgo de que la verdad los decepcionase, pero, como los dos reconocían y aceptaban esa posibilidad, no tenían ningún motivo real para abandonar la misión. El único terreno que le cedían a las posibilidades adversas era no hablar de ellas.

El día amaneció claro, estimulante, con un cielo limpio y despejado. La aurora era una brillante salpicadura al este del horizonte que recortaba la silueta siniestra de las montañas. El aire estaba impregnado con la mezcla de los olores del mar y el bosque, y los cantos de los estorninos y cenzotles manaban de los árboles. El sol ahuyentó rápidamente el frío de la noche y templó la tierra. El calor aumentó en el interior, denso y sofocante donde lo absorbían las montañas, y agostaba la vegetación pardusca de las llanuras y colinas, como siempre sucedía durante el verano; sin embargo, la costa permanecía fresca y agradable gracias a la permanente brisa que soplaba del mar. Wren y Garth llevaban los caballos al paso, siguiendo los estrechos y sinuosos caminos costeros que recorrían los farallones y playas limítrofes con las montañas al este. No se daban ninguna prisa, porque disponían de tiempo suficiente para llegar a su destino.

Disponían de tiempo para ser cautelosos en su recorrido por aquella región desconocida, tiempo para adoptar precauciones contra su «sombra» en caso de que todavía los siguiera.

Pero tampoco hablaron de ello.

Sin embargo, Wren no podía dejar de pensar en su perseguidor. Al haber dejado su mente vagar libremente, en tanto ella contemplaba la vasta extensión del Confín Azul y permitía que su caballo escogiera el camino, se sorprendió a sí misma considerando la posibilidad de que lo tuvieran detrás mientras cabalgaban. Sus sospechas más sombrías le advertían que su «sombra» era un ser similar al que había perseguido a Par y Coll en su viaje desde Culhaven hasta la Chimenea Rocosa, cuando fueron en busca de Walker Boh; un ser similar al Devorador. Pero ¿podía un Devorador ocultar su presencia con tanta eficacia como su «sombra»? ¿Podía algo que era animal encontrar su rastro una y otra vez, cuando ellos se esforzaban tanto para que lo perdiera? Parecía más probable que su perseguidor fuese humano, que estuviese dotado de la astucia, inteligencia y habilidad propias de los humanos: un buscador, enviado quizá por Rimmer Dall, un rastreador de extraordinaria destreza, o incluso un asesino, aunque tendría que ser más que eso para haber logrado permanecer cerca de ellos sin que lograran sorprenderlo.

También era posible que no fuese un enemigo, sino algo distinto. «Amigo» tal vez no fuese la palabra más adecuada, pero quizás era alguien con un propósito similar al suyo, alguien interesado en los elfos, alguien que…

Se detuvo. ¿Alguien que se empeñaba en mantenerse oculto, aun a sabiendas de que Garth y ella habían descubierto que los seguía? ¿Alguien que continuaba jugando con ellos al gato y al ratón de forma deliberada?

Sus más oscuros temores se impusieron a cualquier otra posibilidad.

Al mediodía llegaron a las estribaciones septentrionales de las montañas Irrybis, en el lugar donde se bifurcaban en dos direcciones. El ramal más alto se dirigía al este, en paralelo con las Espuelas de Piedra del norte y rodeando el valle de los Indómitos; el más bajo se extendía hacia el sur, a lo largo de la línea costera que ellos seguían. Este último estaba densamente poblado de árboles e impresionaba menos, desparramado por los precipicios a lo largo del Confín Azul: resguardaba valles y lomas y formaba desfiladeros que conectaban la región de las colinas interiores con las playas. Sin embargo, su avance se ralentizó aún más, porque los senderos estaban menos definidos y, con frecuencia, desaparecían por completo durante largos trechos. A veces, las montañas penetraban en el agua, descendiendo en pendientes escarpadas que los obligaban a retroceder en busca de otras rutas. Algunas densas arboledas bloqueaban también el camino y se veían obligados a rodearlas. Al final se alejaron de las playas, ascendiendo por aquellos desfiladeros cuyo terreno era más despejado y transitable. Avanzaban muy despacio, observando cómo el sol se alejaba hacia el oeste para luego sumergirse en el mar.

La noche transcurrió sin incidentes, y al despuntar el alba estaban de nuevo despiertos y en camino. El frío de la mañana volvió a dejar paso al calor del mediodía. Las brisas oceánicas que habían refrescado la jornada anterior no eran tan perceptibles en los desfiladeros, y Wren sudaba copiosamente. Se echó hacia atrás el alborotado cabello y se ató un pañuelo en torno a la cabeza, se roció el rostro con agua y se obligó a pensar en otra cosa. Se centró en los recuerdos de su infancia en Valle Sombrío, intentando evocar una vez más el aspecto de sus padres; de nuevo, le resultó imposible. Sus pocos recuerdos eran muy vagos y fragmentados: retazos de conversaciones, fugaces instantes desligados del tiempo, palabras o frases fuera de contexto. Todo aquello podía aplicarse tanto a los padres de Par como a los suyos propios. ¿Esos recuerdos estaban relacionados con sus padres o con Jaralan y Mirianna Ohmsford? ¿Había conocido en realidad a sus padres? ¿Habían estado con ella en Valle Sombrío? Eso le habían dicho, y también que los dos habían muerto. Sin embargo, ella no lo recordaba. ¿Por qué? ¿Por qué no conservaba ningún recuerdo de ellos?

Miró a Garth, con la inquietud reflejada en los ojos, pero enseguida apartó la mirada, sin pedirle explicaciones.

Se detuvieron para comer al mediodía y luego siguieron cabalgando. Wren formuló algunas preguntas a Garth sobre su «sombra». ¿Continuaba persiguiéndolos? ¿Notaba él algo que pudiera ser sospechoso? Garth se encogió de hombros, y le respondió que ya no estaba seguro, que no podía confiar en sus propias percepciones sobre ese misterioso ser. Wren hizo un gesto de duda, pero el gigante no dijo nada más. Su oscuro y barbudo rostro tenía una expresión indescifrable.

Necesitaron toda la tarde para cruzar una estribación que había asolado un voraz incendio el año anterior, por lo que en la tierra solo quedaban los ennegrecidos tocones de la antigua vegetación, entre los que ya despuntaban los primeros brotes verdes de la nueva. Desde la cumbre, Wren pudo contemplar varios kilómetros de su recorrido, porque nada obstaculizaba la vista. No había lugar donde su perseguidor pudiera ocultarse, ningún espacio que pudiera atravesar sin ser descubierto. Lo buscó, poniendo toda su atención en ello, pero no consiguió encontrarlo.

Pero no lograba librarse de la sensación de que seguía tras sus pasos.

El anochecer los sorprendió cuando se encontraban recorriendo la cresta de un alto y estrecho risco que descendía bruscamente hasta el mar. A sus pies, las olas del Confín Azul golpeaban las rocas y retrocedían, y las aves marinas revoloteaban y chillaban sobre la espuma blanca. Acamparon en un bosquecillo de alisos, en las proximidades de un arroyo que bajaba de las montañas y que les proporcionaba agua potable. Para sorpresa de Wren, Garth encendió una hoguera para preparar comida caliente. Al advertir que lo miraba con extrañeza, el gigante nómada levantó la cabeza y le dijo por señas que, si su «sombra» los seguía, permanecería a la espera. Por tanto, no tenían nada que temer. Ella no estaba tan segura, pero Garth parecía tranquilo, por lo que se olvidó por completo del asunto.

Aquella noche soñó con su madre, la madre que no lograba recordar y a la que dudaba que hubiera conocido. En el sueño, no tenía nombre. Era una mujer menuda y vivaz, con el pelo rubio ceniza de Wren y ojos de color avellana. Su semblante era amable, expresivo y solícito. Le dijo: «Recuérdame». Wren no podía recordarla, no tenía nada de ella que le permitiera acordarse de su madre. Sin embargo, ella repetía la frase una y otra vez: «Recuérdame. Recuérdame».

Cuando se despertó, conservaba viva la imagen del rostro de su madre y el sonido de su voz. Garth no pareció darse cuenta de que estaba distraída. Se vistieron, desayunaron, recogieron sus cosas y reemprendieron de nuevo la marcha. El recuerdo del sueño persistía, y empezó a preguntarse si sería el despertar de una verdad que, de algún modo, ella había mantenido arrinconada durante años. Quizá la mujer con la que había soñado era realmente su madre, cuyo rostro había conservado en la mente a lo largo de toda su vida. Le costaba creerlo, pero no se atrevía a descartarlo.

Cabalgó en silencio, intentando en vano decidir cuál de esas posibilidades le haría más daño.

El calor se hacía más opresivo a medida que avanzaba la mañana. Cuando el sol se alzó sobre las montañas, la brisa que soplaba del océano se calmó por completo. El aire se serenó. Con los caballos al paso para que recuperaran fuerzas, siguieron el acantilado hasta el final, y se encontraron en una vereda rocosa que ascendía hacia una enorme masa de peñascos. El sudor corría y se les secaba sobre la piel, y tenían el cuerpo pesado y dolorido. Las aves marinas habían desaparecido, posadas seguramente en alguna parte a la espera del frescor del atardecer para aventurarse de nuevo a pescar. La tierra y su vida oculta quedaron en silencio. El único sonido era el perezoso chapoteo de las aguas del Confín Azul al chocar contra la costa rocosa, en una lenta y lánguida cadencia. En el horizonte comenzaban a formarse nubes oscuras y amenazadoras. Wren dirigió una inquisitiva mirada a Garth. Habría tormenta antes del anochecer.

La vereda que seguían continuaba serpenteando hacia la cima de los peñascos. A medida que ascendían, los árboles iban escaseando; los pinos, abetos y cedros primero, luego incluso los pequeños y resistentes grupos de alisos. La roca yacía yerma y desprotegida bajo el ardiente sol, irradiando sofocantes e intensas oleadas de calor. A Wren empezó a nublársele la vista, y se detuvo para mojar el pañuelo que llevaba en la cabeza. Garth se volvió para esperarla, con expresión impasible. Cuando la muchacha hizo un gesto de asentimiento, reanudaron el ascenso, deseando acabar cuanto antes aquella agotadora subida.

Era cerca del mediodía cuando alcanzaron la cima. El sol estaba ahora sobre sus cabezas, bañándolos con su calor abrasador. Las nubes que habían empezado a agruparse antes avanzaban ahora con rapidez tierra adentro, y había un silencio palpable en la atmósfera. Cuando llegaron al final de la vereda, miraron a su alrededor para reconocer el terreno. Estaban al borde de una meseta cubierta de hierba espesa y salpicada de grupos de nudosos árboles inclinados por el viento, que parecían de una variedad de abeto. La meseta se extendía hacia el sur, entre los altos picos, en dirección al océano, hasta más allá de donde alcanzaba la vista: una sucesión amplia y desigual de llanuras sobre las que el tórrido aire flotaba denso e inmóvil.

Wren y Garth intercambiaron una inquisitiva mirada con gesto cansado, y reemprendieron la marcha. En lo alto, los negros nubarrones que presagiaban tormenta se dirigían poco a poco hacia el sol. Cuando hubieron rodeado todo el terreno, se levantó de repente la brisa. El calor fue disminuyendo y las sombras empezaron a cubrir la tierra.

Wren se guardó el pañuelo en un bolsillo y esperó a que se refrescara su cuerpo.

Descubrieron el valle minutos después, una profunda depresión en la planicie que había permanecido oculta a sus ojos hasta que casi estuvieron encima de ella. El valle era amplio, de casi un kilómetro de anchura, resguardado de las inclemencias del tiempo por una serie de intrincadas colinas que se levantaban al este, una formación rocosa al oeste y grandes grupos de árboles que crecían de un extremo a otro. Varios arroyos surcaban el valle; Wren oyó, incluso antes de descender, el gorgoteo que hacía al pasar entre las rocas y al caer en las hondonadas. Bajó al valle seguida de Garth, intrigada por lo que pudiera encontrar allí. Poco después llegaron a un claro lleno de hierbajos y arbustos, pero desprovisto de árboles. Tras realizar una rápida inspección, descubrieron cascotes de cimientos de piedra enterrados bajo la maleza. Los árboles habían sido cortados para edificar casas. En aquel lugar se había establecido un importante asentamiento.

Wren miró a su alrededor, pensativa. ¿Era aquello lo que estaban buscando? Se encogió de hombros. No había cuevas, al menos a la vista, pero…

Sin acabar el pensamiento, hizo unas apresuradas señas a Garth para que la siguiera, montó en su caballo y se dirigió hacia los riscos que se levantaban al oeste.

Salieron del valle y ascendieron por las rocas que los separaban del océano. Estaban desprovistas de árboles, pero en todas las hendiduras y grietas crecía la maleza. Wren maniobró para alcanzar el punto más alto, una especie de cornisa que sobresalía de los acantilados, sobre el océano. Cuando lo logró, se apeó del caballo y se adelantó unos pasos. Allí la roca estaba pelada, una amplia concavidad sobre la que parecía imposible que pudiera crecer ni una brizna de hierba. La examinó detenidamente durante un momento, y le hizo pensar en una fumarola despejada y purificada por las llamas. Evitó mirar a Garth y se aproximó al borde. Ahora el viento soplaba con fuerza y le azotaba el rostro con ráfagas repentinas mientras miraba hacia abajo. Garth se acercó en silencio. Las rocas parecían cortadas a cuchillo y estaban salpicadas por brotes de maleza. Crecían minúsculas flores azules y amarillas, que parecían fuera de lugar. Muy por debajo de donde se encontraban, el océano invadía el estrecho y desértico litoral. Las olas empezaban a encresparse ante la tormenta que se avecinaba, deshaciéndose en blanca espuma al chocar con las piedras.

Wren contempló el precipicio durante largo rato. La creciente oscuridad le dificultaba la visión. La penumbra lo enmascaraba todo, y el movimiento de las nubes provocaba que la luz se desplazara sobre la superficie rocosa.

La joven nómada frunció el ceño. Había algo extraño en lo que veía, algo que no acababa de encajar, pero no podía precisar qué era. Se puso en cuclillas y esperó a que le llegara la respuesta.

Por fin le llegó: no había aves marinas por ninguna parte… ni una sola.

Reflexionó sobre aquella circunstancia durante un momento, intentando averiguar qué podía significar aquello, y después se volvió hacia Garth y le pidió por señas que esperase. Corrió hasta donde estaba su caballo, sacó una cuerda del morral y regresó con ella en la mano. Garth observaba a Wren con curiosidad. La joven nómada le hizo señas rápidas y ansiosas. Quería que él la descolgara por la pendiente para explorar la base.

En silencio, ataron un extremo de la cuerda con un nudo corredizo bajo los brazos de Wren, y el otro a un saliente próximo al borde del acantilado. La muchacha probó la firmeza de los nudos e hizo un gesto de asentimiento. Tras atarse a sí mismo, Garth comenzó a bajar a Wren lentamente por el borde. La muchacha descendió con cuidado, escogiendo los puntos de apoyo para las manos y los pies. Pronto perdió de vista a Garth y empezó a comunicarse con él mediante un código de tirones que habían acordado.

El viento la zarandeaba cada vez con mayor fuerza. Se pegó a la pared rocosa para evitar que la desequilibrara. Las nubes ocultaban el firmamento, acumulándose unas sobre otras, y pronto empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.

Apretó los dientes. No le gustaba la perspectiva de que la sorprendiera allí la tormenta. Tenía que acabar pronto su exploración.

Se balanceó hacia atrás y se estrelló contra un matorral. Las espinas le arañaron los brazos y las piernas, y se apartó con furia. Continuó el descenso. Al mirar hacia abajo, vio algo que antes le había pasado inadvertido: una mancha oscura en el muro, una oquedad. Luchó por contener su nerviosismo. Pidió a Garth que le soltara cuerda, y descendió con más rapidez. La oscuridad se hizo más intensa. La oquedad era mayor de lo que había creído, un gran agujero negro. Forzó la vista para intentar ver algo en la penumbra. No consiguió vislumbrar lo que había en el interior, pero advirtió la existencia de dos más… y de otro, casi tapado por la maleza, disimulado por la roca…

«¡Cuevas!».

Pidió al gigante que soltara más cuerda. Cuando esta dio de sí lo suficiente, se deslizó hacia la cueva más próxima, y penetró con precaución en la oscuridad creciente, forzando los ojos…

Entonces oyó el sonido, una especie de susurro procedente del interior, justo bajo sus pies. Se quedó petrificada durante un breve instante. Después volvió a mirar hacia abajo. Las sombras lo envolvían todo como una mortaja sombría. No lograba ver nada. El viento soplaba con fuerza y producía un ruido estridente que se imponía a todos los demás sonidos.

¿Estaría equivocada?

Bajó un poco más, insegura.

Había algo…

Dio una fuerte y nerviosa sacudida a la cuerda para interrumpir el descenso, y se quedó suspendida a escasos centímetros del oscuro hueco.

El roc apareció de repente bajo sus pies, como si le hubieran disparado con una catapulta. Tuvo la impresión de que ocupaba todo el aire, con las alas desplegadas sobre las aguas grises del Confín Azul, su silueta recortada contra el fondo de penumbra y nubes. Pasó tan cerca de ella que le rozó los pies y la hizo salir despedida dando vueltas como una peonza. Wren se encogió instintivamente, aferrándose a la cuerda como a un cable de salvamento, rebotando contra la áspera superficie de la roca y esforzándose por no gritar, implorando interiormente que el gigantesco pájaro no la viera. El roc levantó el vuelo como si no hubiese advertido su presencia o le fuera indiferente. Su cuerpo era dorado y su cabeza, del color del fuego. Tenía un aspecto feroz, con el plumaje alborotado, y sus alas estaban llenas de marcas y cicatrices. Remontó el vuelo en la tormentosa atmósfera y se perdió de vista en dirección oeste.

«Por eso no hay aves en esta zona», pensó la muchacha nómada, horrorizada y aturdida.

Permaneció sin moverse, pegada a la superficie rocosa durante un rato, para asegurarse de que el temible roc no volvía; después dio un cauteloso tirón a la cuerda, que era la señal convenida para que Garth la izara hasta encontrarse a salvo.


Poco después de que Wren alcanzara la cima del despeñadero, empezó a llover. Garth la envolvió en su capa y la llevó en volandas hasta el valle, donde un bosquecillo de abetos les sirvió de refugio provisional. Encendió una hoguera e hizo sopa para que la joven nómada entrara en calor. La muchacha siguió con el frío metido en los huesos durante un buen rato, estremeciéndose cada vez que recordaba el tiempo que había estado colgada e indefensa mientras el roc pasaba bajo sus pies, lo bastante cerca para llevársela en volandas o acabar con su vida. Tenía la mente entumecida. Había bajado en busca de las cuevas de los rocs, pero no se le había ocurrido pensar que podía encontrarse con uno de ellos.

Cuando recuperó la capacidad de movimiento, después de que la sopa le calentara el estómago, entabló conversación con Garth.

—Si existen los rocs, también es posible que existan los elfos —dijo Wren, traduciendo las palabras mediante movimientos de los dedos—. ¿Tú qué opinas?

«Opino que has estado a punto de morir», respondió Garth, e hizo una mueca.

—Lo sé —admitió la muchacha de mala gana—. ¿Te importaría olvidarlo? Me siento ridícula.

«Está bien», respondió el gigante sin inmutarse.

—Si la Víbora dijo la verdad cuando me habló de las cuevas de los rocs, ¿no crees que es posible que también sea cierto lo que me dijo sobre los elfos? —Wren hablaba de forma precipitada—. Al menos, yo así lo creo. Creo que, si encendemos una hoguera en aquel saliente, se presentará alguien. En el agujero. Como has podido observar, allí es donde se encendían en otras épocas. Tal vez este valle haya estado habitado por los elfos, y quizá siga estándolo. Mañana encenderemos la hoguera y esperaremos a ver qué sucede.

Pasó por alto el gesto de indiferencia de su compañero e instructor y se tumbó cómodamente, envuelta en sus mantas; su mirada traslucía una firme resolución. El incidente con el roc empezaba a quedar arrinconado en su memoria.

Durmió hasta pasada la medianoche e hizo su relevo de la guardia más tarde de lo establecido, porque Garth prefirió no despertarla. Permaneció alerta durante el resto de la noche, y mantuvo ocupada la mente imaginando cosas que podrían pasar a continuación. Dejó de llover, y con la salida del sol regresó el calor estival, húmedo y sofocante. Buscaron madera seca y la cortaron en trozos del tamaño adecuado para poder transportarlos con facilidad hasta el lugar donde iban a encender el fuego. Construyeron una narria, fueron depositando en ella los leños y, cuando estuvo llena, la ataron a los caballos para llevarla al borde del farallón. Trabajaron con eficacia a pesar del calor, procurando no agotar sus fuerzas ni la de los animales, haciendo frecuentes descansos y bebiendo agua suficiente para prevenir los efectos del calor. El día continuaba siendo claro y bochornoso, y las lluvias se habían convertido en un recuerdo lejano. Del océano les llegaban brisas de cuando en cuando, pero apenas servían para refrescarlos. El mar extendía su tersa y cristalina superficie, que desde las alturas del farallón parecía tan lisa y dura como el hierro.

No vieron ningún otro roc. Según Garth, eran pájaros nocturnos, cazadores que buscaban el amparo de la oscuridad en vez de arriesgarse. A Wren le pareció oír su graznido, débil y distante, en varias ocasiones. Le hubiera gustado saber cuántos habitaban en las cuevas, y si tenían polluelos. Pero prefería reprimir su curiosidad después de la experiencia de la tarde anterior con el roce de sus alas.

Prepararon su almenara en la concavidad de la cornisa que dominaba el Confín Azul. Cuando se aproximaba el ocaso, Garth utilizó su pedernal para encender las astillas, y pronto ardieron también los leños grandes. Las llamas se remontaron hacia el cielo, un deslumbrante fulgor rojo y dorado contra la luz crepuscular que crepitaba en el silencio. Wren, con expresión satisfecha, miró a su alrededor. Situada a aquella altura, la fogata era perfectamente visible a varios kilómetros a la redonda. No podía pasar inadvertida a ningún observador.

Cenaron en silencio, sentados cerca de la hoguera, con los ojos fijos en las llamas y su pensamiento en otra parte. Wren pensaba en sus primos, Par y Coll Ohmsford, y en Walker Boh. Se preguntó si, como había hecho ella, se habrían decidido ya a cumplir la misión que les había encargado Allanon. «Encuentra la espada de Shannara», le había dicho el espíritu a Par. «Encuentra a los druidas y el desaparecido Paranor», le había dicho a Walker. Y a ella, que encontrara a los elfos perdidos. Si no lo hacían, si alguno de ellos fallaba, la visión que les había mostrado de un mundo estéril y vacío se convertiría en realidad, y las razas serían juguetes en manos de los umbríos. Su rostro reflejó un rictus provocado por la tensión, y se recogió distraídamente un rizo suelto. Los umbríos… ¿quiénes eran? Recordó que Cogline los había mencionado de pasada, sin dar demasiados detalles sobre ellos. La historia que les había contado aquella noche en el Cuerno del Hades era sorprendentemente imprecisa. Según sus palabras, los umbríos se habían formado en el vacío que había dejado la magia al extinguirse con la muerte de Allanon. Unos seres nacidos de una magia desaparecida. ¿Qué querría decir aquello exactamente?

Acabó de cenar, se levantó y paseó. La noche era clara y el cielo estaba poblado de estrellas, cuya nívea luz rielaba en la superficie del océano, formando un reluciente tapiz de plata. Wren se sumergió en aquella belleza durante un rato, complacida por el frescor del atardecer y liberada por el momento de sus pensamientos más sombríos. Cuando volvió en sí, deseó saber algo más de la meta hacia la que se encaminaba. Su vida, que hasta aquel momento había sido segura y ordenada, de pronto había adquirido unos tintes absurdos.

Regresó a la fogata y se reunió con Garth. El gigante estaba preparando los camastros que había subido del valle. Tenían que dormir junto a la hoguera y alimentarla hasta que transcurrieran los tres días previstos, o hasta que se presentase alguien. Habían dejado los caballos atados a unos árboles que crecían en los límites del valle. Mientras no lloviese, estarían bastante cómodos durmiendo al aire libre.

Garth se ofreció para hacer la primera guardia, y Wren aceptó. La joven nómada se envolvió en su manta, un poco retirada del calor de la almenara, y se acostó. Observó la danza de las llamas en la oscuridad, abstraída por su movimiento hipnótico. Volvió a pensar en su madre, en su cara y en su voz como las había visto y oído en el sueño, y se preguntó si correspondían a la realidad.

«Recuérdame».

¿Por qué no?

Todavía continuaba pensando en ello cuando la venció el sueño.

Se despertó al sentir la mano de Garth sobre su hombro. La había despertado centenares de veces en el transcurso de los años, y había aprendido a descubrir por su simple contacto los sentimientos del gigante. Ahora su toque le decía que estaba preocupado.

Se levantó al instante, completamente despierta. Al mirar al cielo nocturno supo que aún era temprano. El fuego seguía ardiendo junto a ellos; su resplandor no había disminuido. Garth estaba de espaldas, mirando el valle. Entonces Wren pudo oír que algo se aproximaba; un arañazo, un chasquido, el sonido de unas garras sobre la roca. Quienquiera que estuviese allí, no se preocupaba de ocultar su presencia.

Garth se volvió hacia ella y le indicó por señas que todo había estado en calma hasta unos momentos antes. Su visitante debía de haberse acercado al principio sigilosamente, y después había decidido cambiar de táctica. Wren no puso en duda lo que le decía. Garth oía con todos sus sentidos: el olfato, el tacto, pero, sobre todo, con el instinto. Aunque era sordo, oía mucho mejor que ella. «¿Un roc?», sugirió rápidamente, acordándose de sus garras. Garth negó con la cabeza. ¿Sería, entonces, el visitante que le había prometido la Víbora? Garth permaneció en silencio, porque no era necesario dar una respuesta. Lo que se acercaba era algo diferente, algo peligroso…

Wren cerró los ojos y, de repente, supo la verdad.

Era su «sombra», que por fin había decidido revelarse.

El chirriante sonido se hizo más fuerte, más prolongado, como si lo que se aproximaba se estuviese arrastrando. La muchacha nómada y el gigante se alejaron unos pasos de la hoguera, intentando dejar un espacio iluminado entre ellos y su visitante para que la oscuridad quedara a sus espaldas.

Wren palpó el cuchillo largo que llevaba sujeto a la cintura, aunque no era gran cosa como arma. Garth empuñó su lanza. La muchacha nómada deseó tener la suya a mano, pero la había dejado con los caballos.

Una cara deforme irrumpió en el área iluminada, surgiendo de la oscuridad como empujada por algo, seguida de un cuerpo musculoso. Wren sintió que se le helaba el estómago. El ser que tenía ante sí no podía ser real. Parecía un lobo enorme, recubierto por completo de un erizado pelaje gris, con el hocico oscuro y unos ojos que relampagueaban a la luz de la hoguera. Pero también era grotescamente humano. Tenía brazos humanos provistos de manos y dedos, aunque todo cubierto de pelo, y los dedos acabados en garras, deformados y con abultadas callosidades. Asimismo, la cabeza tenía cierta apariencia humana, lo que daba la impresión de que alguien le había colocado una máscara de lobo que se le había fundido como si fuese de arcilla.

La cabeza de la horrible criatura se inclinó hacia el fuego y volvió a apartarse, mientras sus duros ojos se clavaban en los dos nómadas.

Aquel era su perseguidor. Wren respiró profunda y lentamente. Aquel era el ser que los había seguido sin descanso a través de la Tierra del Oeste, el ser que había estado acechándolos durante tantas semanas.

Si había permanecido oculto durante todo ese tiempo, ¿por qué se mostraba ahora abiertamente?

Observó que replegaba el hocico para revelar unas largas hileras de dientes curvados. Sus chispeantes ojos parecieron revivir. No produjo ningún sonido mientras aparecía ante ellos.

«Se ha dejado ver porque ha decidido matarnos», pensó Wren, y la idea la aterrorizó.

Garth dirigió a la muchacha una rápida mirada, una mirada que lo decía todo. No se hacía ilusiones sobre lo que estaba a punto de suceder, y, sin embargo, dio un paso hacia la bestia.

Al instante, esta arremetió contra él, una embestida que lo golpeó antes de que pudiera hacer nada para defenderse del ataque. Garth echó la cabeza atrás, justo a tiempo de evitar que se la arrancara de los hombros, giró la lanza y logró rechazar a su atacante. La criatura lobuna aterrizó profiriendo un terrible gruñido, volvió a ponerse de pie entre pataleos y se dio la vuelta, mostrando sus afilados dientes. Atacó a Garth por segunda vez, ignorando por completo a Wren. Pero ahora el nómada estaba preparado, y clavó la punta de la lanza en el cuerpo nervudo. La muchacha oyó un sonido de huesos que se quebraban. La bestia cayó rodando, volvió a ponerse de pie y empezó a moverse en círculo. Seguía sin prestar atención a Wren, aunque procuraba mantenerla dentro de su campo visual para poder controlar sus movimientos. Al parecer, creía que Garth era la principal amenaza y que debía acabar con él en primer lugar.

«¿Qué eres? —quiso preguntarle Wren—. ¿Qué clase de criatura eres?».

La bestia arremetió de nuevo contra Garth, lanzándose de forma temeraria contra la lanza. El dolor no parecía amedrentarla. El gigante la rechazó, pero lo volvió a intentar, rechinando los dientes. Repitió sus ataques, y nada de cuanto hacía Garth lograba frenarla. Wren permanecía acurrucada y a la espera, pues no podía intervenir sin arriesgarse a entorpecer a su amigo. La bestia lobuna no le ofrecía la más mínima oportunidad de golpearla. Era rápida, tan ágil que nunca permanecía en el suelo más que un breve instante, y se movía con una elasticidad que superaba la de los humanos y las bestias. Wren estaba segura de que ningún lobo era capaz de actuar de aquella manera.

La batalla se prolongaba. Ambos combatientes sufrían heridas, pero las de la bestia parecían sanar casi al instante, mientras que de las de Garth manaba abundante sangre. Las fracturas de las costillas deberían haber entorpecido sus movimientos, pero no era así. La sangre desaparecía de sus heridas a los pocos segundos. Al parecer, sus lesiones no le afectaban, como si…

De repente, Wren recordó la historia que Par le había contado sobre el umbrío que Coll Ohmsford, Morgan Leah y él mismo habían encontrado en el trayecto de su viaje a Culhaven, aquella monstruosa criatura que poseía rasgos humanos y que había unido a su cuerpo el brazo que le habían cercenado como si el dolor no significase nada para ella.

¡Aquella especie de lobo era un umbrío!

Al comprenderlo, se lanzó hacia delante sin pensarlo. Se dirigió hacia la criatura con el cuchillo desenvainado en la mano, furiosa y decidida. La bestia se dio media vuelta con la sorpresa reflejada en sus duros ojos, desviando por un instante su atención de Garth. La joven nómada alcanzó a la criatura al mismo tiempo que el gigante nómada, y consiguieron atraparla entre los dos. Garth golpeó su cráneo con la lanza, que se astilló por la fuerza del impacto y la dureza del objetivo. Wren hundió la hoja de su cuchillo en el hirsuto torso sin demasiado esfuerzo. La criatura se levantó y retrocedió, tambaleándose, emitiendo por primera vez un gruñido, un alarido de dolor que parecía de mujer. Luego se volvió de forma brusca para abalanzarse sobre Wren y consiguió derribarla. Poseía una fuerza extraordinaria. Wren cayó de espaldas, pataleando para impedir que los dientes curvos le desgarrasen la cara. Fue el excesivo ímpetu del horrendo ser lo que la salvó, pues le hizo fallar el golpe y caer en la oscuridad. La muchacha nómada se levantó tras realizar un gran esfuerzo. Se había quedado desarmada, porque su cuchillo seguía clavado en el cuerpo de la bestia. La lanza de Garth estaba rota, pero el gigante nómada empuñaba ya una espada corta.

La bestia de rasgos lobunos regresó al área iluminada por la hoguera. Se movía como si las heridas no le produjeran ningún dolor, mostrando los dientes en un gesto aterrador.

La bestia de rasgos lobunos.

El umbrío.

De repente, Wren tuvo la certeza de que nunca conseguirían acabar con su vida, de que sería la bestia quien acabara con ellos.

Retrocedió rápidamente hasta ponerse junto a Garth, frenética, intentando por todos los medios no caer en la histeria. El gigante nómada desenfundó su cuchillo largo y se lo dio. Wren podía oír su respiración acelerada, pero no se atrevió a mirarlo.

El umbrío se lanzó contra ellos. En el último instante dirigió su embestida contra Garth. El gigante nómada logró esquivar su acometida, pero la fuerza del ataque le hizo perder el equilibrio. Inmediatamente, el umbrío cayó sobre él, profiriendo terribles gruñidos. Garth interpuso la espada para evitar que el umbrío le mordiera. El enorme nómada era el ser humano más fuerte que Wren había conocido, pero no tanto como el monstruo. Advirtió que empezaban a fallarle las fuerzas.

«¡Garth!».

Wren atacó a la bestia clavándole el cuchillo, pero esta no dio señales de haber notado el impacto. La joven se aferró a ella, forcejeando para apartarla. Debajo, pudo vislumbrar el oscuro rostro de Garth, tenso y cubierto de sudor. La muchacha profirió un grito de furia.

El umbrío se sacudió con fuerza, haciendo que la joven nómada saliera despedida, y Wren cayó al suelo, desarmada e indefensa. Hizo un gran esfuerzo para conseguir ponerse de rodillas al darse cuenta, de repente, de que el calor de la hoguera la quemaba. Era un ardor intenso (¿cuánto tiempo hacía que estaba allí?), centrado en su pecho. Se palpó, pensando que el fuego había prendido en ella… No, no había llamas, no había nada excepto…

Sus dedos se doblaron al tropezar con la bolsita de cuero que guardaba las piedras pintadas. ¡El fuego estaba allí!

Se arrancó la bolsa de un tirón y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, sacó las piedras y las puso en la palma de su mano.

Al instante produjo una explosión de luz, asombrosa, aterradora. Sintió que no podía desprenderse de ellas. La pintura que las cubría desapareció, y las piedras se transformaron en… No se atrevió a pensar en la palabra y, además, no tenía tiempo para pensar. La luz refulgió y se concentró como si se tratara de un ser vivo. Vio que, más allá del resplandor, la cabeza con rasgos lobunos del umbrío sufría espasmódicas sacudidas. Observó el brillo de sus ojos. Tanto Garth como ella tendrían una oportunidad de sobrevivir si…

Actuando por instinto, proyectó la luz hacia delante con un simple pensamiento. Esta ensartó al umbrío con una asombrosa velocidad. La bestia se alejó de Garth mientras su cuerpo se retorcía y profería terribles aullidos. La luz la envolvió, quemándola y consumiéndola. Wren mantuvo la mano extendida para controlar el fuego. La magia la aterraba, pero consiguió sobreponerse a su miedo. A través de su cuerpo fluía una energía siniestra y estimulante a la vez. El umbrío retrocedió, intentando defenderse contra la luz y luchando con todas sus fuerzas para librarse de ella, pero sin éxito. Wren dio un grito triunfal cuando el umbrío sucumbió, cuando vio que su enorme y grotesco cuerpo estallaba y quedaba reducido a polvo.

En aquel preciso instante la luz desapareció también, y Garth y ella se quedaron solos.