25

En el largo y profundo silencio de la noche sin fin de Paranor, en el limbo de su grisácea e inmutable penumbra, Walker Boh permanecía sentado, mirando al vacío. Su mano cerrada descansaba sobre la mesa que tenía ante sí, y sus dedos rodeaban como abrazaderas de hierro la piedra élfica negra. No le quedaba ninguna otra cosa que hacer, ninguna otra opción que considerar, ninguna alternativa que descubrir. Había analizado la situación de la forma más minuciosa que había sido capaz y lo único que faltaba era probar la solidez de sus conclusiones.

—Tal vez deberías esperar un poco más —dijo Cogline.

El anciano estaba sentado frente a él, un frágil y esquelético fantasma, casi transparente a contraluz. Y eso iba en aumento, pensó Walker con desesperación. Su blanco y fino pelo rodeaba su cara arrugada como un aura polvorienta; las prendas le colgaban igual que ropa en un tendedero; sus ojos destellaban tenuemente en las oscuras cuencas. Cogline se estaba diluyendo, se fundía con el pasado y regresaba junto a Paranor al lugar donde se encontraba la Fortaleza antes de ser invocada. Porque Paranor no permanecería en el mundo de los hombres a menos que hubiese un druida dispuesto a atenderla, y Walker Boh, señalado por las circunstancias y el destino como el siguiente en vestirse con los hábitos negros, aún no se los había puesto.

Sus ojos buscaron a Susurro. El gato del páramo estaba tumbado junto a la pared opuesta del estudio donde se hallaban. Su cuerpo negro era tan lánguido y etéreo como el del anciano. Walker se miró y se dio cuenta de que también estaba desvaneciéndose, aunque no tan deprisa. En última instancia, él podía decidir, podía marcharse cuando quisiera, pero no Cogline ni Susurro, que quedarían vinculados a la Fortaleza por toda la eternidad si Walker no encontraba la forma de devolverla al mundo de los hombres.

Por extraño que pareciese, creía que había encontrado la forma. Pero su descubrimiento le aterrorizaba tanto que no se decidía a ponerlo en práctica.

—Nada se pierde por volver a leer los libros —insistió Cogline, moviéndose, y sus secos huesos rechinaron.

—Cuando acabase no quedaría nada de ti, ni de Susurro, ni de la Fortaleza, ni de mí —respondió Walker, esbozando una irónica sonrisa—. Paranor está desapareciendo, Cogline. No podemos ignorarlo. Además, no hay ni un solo libro que no haya leído y, por tanto, tampoco hay nada nuevo que pueda descubrir.

—¿Estás seguro de que no te estás equivocando, Walker?

¿Seguro? De lo único que estaba seguro era de su absoluta inseguridad. La piedra élfica era un enigma mortal. Si la utilizaba de forma equivocada, podía acabar como el Rey de Piedra, arrollado por su propia magia, destruido por aquello en lo que más confiaba. Uhl Belk creyó que dominaba la magia de la piedra élfica negra y por eso lo perdió todo.

—Solo lo supongo —respondió Walker—. Nada más.

Abrió la mano, y la piedra élfica quedó expuesta a la luz. Yacía en el cuenco de la palma de su mano, pulida, afilada, opaca e impenetrable; era un poder en sí misma, un poder que superaba a todos los que él conocía. Recordó cómo la había sentido cuando la utilizó para restablecer la Fortaleza con el pleno convencimiento de que su cometido terminaba allí, que sacarla del limbo adonde Allanon la había enviado era todo lo que se requería. Recordó la ola de energía que lo había unido a la Fortaleza, la carne y la sangre entrelazadas con la piedra y la argamasa, y la refundición de su cuerpo hasta que él llegó a ser tanto fantasma como hombre, transformado para que pudiera entrar en Paranor, para que pudiera descubrir el resto de su misión.

Una metamorfosis del ser.

Dentro había encontrado a Cogline y a Susurro y escuchado el relato de cómo habían sobrevivido al ataque de los umbríos gracias a la magia protectora de la Historia de los druidas, que los atrapó y los trasladó a Paranor. Aunque Walker había sacado la Fortaleza del limbo adonde la había enviado Allanon, no volvería a anclarse a su lugar hasta que él encontrase la manera de completar su transformación, de convertirse en el druida que estaba destinado a ser. Mientras tanto, Paranor sería una prisión que solo él podía abandonar, una prisión que retrocedía hacia el espacio de donde él la había sacado.

—Solo lo supongo —repitió, casi para sí.

Había leído y releído la Historia de los druidas para descubrir lo que debía hacer, pero no había encontrado nada. En ningún pasaje de la Historia se describía lo que debía hacer para convertirse en druida. Ya consideraba la causa perdida cuando recordó las visiones del Oráculo del Lago, dos de las cuales ya se habían cumplido, y comprendió que la tercera se cumpliría allí.

—Me encuentro en una fortaleza vacía de vida y ennegrecida por el abandono —dijo Walker, girándose hacia el anciano—. Me acecha una muerte de la que no puedo escapar. Me persigue sin descanso. Sé que debo huir de aquí, pero no puedo hacerlo. Permito que se aproxime y ella intenta agarrarme. Un frío se instala en mi interior y siento que mi vida se acaba. Detrás de mí se levanta una oscura sombra que me agarra y me impide huir. La sombra es Allanon.

Esas palabras se habían convertido en una letanía.

—Hablas de tu visión, de la última de las tres —dijo Cogline, con un gesto de asentimiento cargado de paciencia.

—Dos ya se han cumplido, pero ninguna como yo esperaba. Al Oráculo del Lago le encanta jugar a los acertijos, pero esta vez usaré su malicia en mi propio beneficio. Conozco los detalles de la visión. Sé que se cumplirá aquí, dentro de la Fortaleza. Solo necesito descifrar su significado, separar la verdad de la mentira.

—Pero si tus suposiciones están equivocadas…

—No lo están —lo interrumpió Walker Boh, negando con la cabeza.

Estaban pisando terreno conocido. Walker ya se lo había explicado todo al anciano, para así someterlo al criterio de alguien que descubriría al instante los fallos que a él le hubiesen pasado inadvertidos y que se los diría, pero también para juzgar lo acertado de su suposición al escuchar su razonamiento puesto en palabras.

La piedra élfica negra era la clave.

Repitió de memoria aquel breve y único párrafo de la Historia de los druidas:

«Una vez desaparecido, Paranor se perderá para el mundo de los hombres, sellado e invisible dentro de sus límites. Solo una magia tiene el poder de hacerlo regresar, esa singular piedra élfica de color negro, concebida por la gente feérica del viejo mundo de la misma manera y forma que todas las piedras élficas, pero combinando en una sola todas las propiedades necesarias del corazón, la mente y el cuerpo. Quien tenga motivos y derecho para hacerlo, deberá utilizarla para alcanzar su fin adecuado».


Había asumido que la piedra élfica negra estaba destinada a proporcionar a Paranor su actual estado de semiexistencia y conseguir que él accediera a su interior. Pero el texto no especificaba hasta dónde llegaba el uso de la piedra élfica. Una sola magia, decía, tenía poder para restaurar Paranor: la piedra élfica negra. En ninguna parte se mencionaba otra magia. No había nada más sobre el retorno de Paranor al mundo de los hombres en las páginas de la Historia de los druidas.

Por tanto, era lógico suponer que la piedra élfica negra era lo único que se requería, pero no que debiera utilizarse una vez, dos o tres para que el proceso de restauración se completara.

Pero ¿cuál era su función?

La respuesta parecía obvia. La magia que Allanon había liberado dentro de Paranor trescientos años antes era una especie de perro guardián con una doble misión: aniquilar a los enemigos de la Fortaleza y mantenerla recluida en aquel limbo hasta que fuese debidamente invocada. La magia era un ser vivo. Podía percibirse en las paredes del castillo, se la oía latir en sus entrañas. Vigilaba y escuchaba. Respiraba. Estaba allí, esperando. Para devolver la Fortaleza a las Cuatro Tierras era necesario someter la magia que había liberado Allanon. Parecía razonable suponer que solo otra forma de magia lo lograría, y la única magia disponible, la única que mencionaba la Historia de los druidas con relación a Paranor, era la piedra élfica negra.

Hasta aquí todo parecía normal. Magia druídica para anular magia druídica. Tenía sentido. El poder de la piedra élfica negra era el de anular otras magias. «Solo una magia», se leía en el texto. Y Walker debía utilizarla, desde luego. Ya lo había hecho una vez, lo que probaba que podía hacerlo. «Quien tenga motivos y derecho para hacerlo». Él utilizaría la piedra élfica negra contra la magia que hacía de perro guardián, y la anularía. Utilizaría la magia de la piedra élfica negra y lograría restablecer totalmente la Fortaleza de los druidas.

Pero aún le faltaba algo. No había encontrado ninguna explicación sobre el funcionamiento de la piedra élfica negra. Era mucho más complicado que limitarse a invocar la magia y dejarla actuar. La piedra élfica negra anulaba otras magias, las absorbía… y también las introducía en su portador. Walker Boh ya había cambiado cuando la utilizó para restablecer la Fortaleza y entrar en ella, pasando de ser un hombre normal a ser un hombre incorpóreo. ¿Qué otros daños podría infligirse a sí mismo si utilizaba la piedra élfica contra el perro guardián? ¿Qué otras transformaciones podrían producirse en él?

Entonces, de repente, fue consciente de dos cosas.

La primera, que todavía no era un druida y que no lo sería hasta que estableciera su derecho, el cual no procedía del estudio, la erudición o la sabiduría adquiridas con la lectura de la Historia de los druidas, ni estaba fijado por el legado que Allanon había otorgado a Brin Ohmsford hacía trescientos años, sino que lo tendría en el momento en que encontrara la manera de someter al perro guardián de la Fortaleza y devolviera Paranor al mundo de los hombres. Esa era la prueba que Allanon le había impuesto.

La segunda, que la tercera visión que el Oráculo del Lago le había mostrado, la que debía cumplirse en Paranor, la única en la que se enfrentaba con una muerte de la que no podía escapar porque el espíritu de Allanon lo sujetaba, era un fragmento de aquel momento.

Sus argumentos eran convincentes. Los druidas no hubieran dejado por escrito un proceso como ese cuando contaban con un camino mejor. Solo Walker Boh podía utilizar la piedra élfica negra. Solo él tenía derecho a hacerlo. De alguna manera, por algún procedimiento, ese uso provocaría la transformación necesaria. Cuando tuviera que saberlo, Walker descubriría lo que necesitara saber. Gran parte de la magia druídica dependía de la aceptación, como sucedía con el uso de las piedras élficas, de la espada de Shannara e, incluso, de la Canción. Era bastante razonable pensar que sucedería lo mismo en este caso.

Y la visión del Oráculo del Lago reforzaba su argumentación. Habría una confrontación de la clase que mostraba. Una lectura literal de la visión sugería que esa confrontación sería la causa de la muerte de Walker, que Allanon lo había enviado allí con ese fin y que cualquier esfuerzo para liberarse sería inútil. Pero todo aquello era demasiado simplista y no tenía sentido. ¿Por qué motivo iba a enviarlo Allanon a una muerte segura? Debía de haber otra interpretación. Por ejemplo, la de acabar una vida y empezar otra, convertido en druida para siempre.

Cogline no estaba tan seguro. Las interpretaciones que Walker había hecho de las dos primeras visiones del Oráculo del Lago habían sido erróneas. ¿Por qué estaba tan convencido de que ahora no se equivocaba? Las visiones no eran nunca lo que parecían, sino tortuosos y retorcidos retazos de medias verdades entrelazadas con mentiras. Estaba asumiendo un gran riesgo. La primera visión le había costado un brazo; la segunda, la pérdida de Aurora. ¿Por qué la tercera no iba a costarle nada? Parecía más lógico pensar que la visión estaba abierta a una serie de interpretaciones, cualquiera de las cuales podía cumplirse si se producían las circunstancias adecuadas, incluida la muerte de Walker. Es más, a Cogline le preocupaba que Walker no tuviese una idea clara de cómo le había transformado la piedra élfica negra, de cómo tenía que someter al perro guardián, de cómo el propio Paranor había de ser restaurado por completo, de cómo se podía conseguir todo eso. No podía ser tan fácil como decía Walker; nada que implicara el uso de la magia élfica lo era. Aquella empresa implicaba dolor, unos enormes esfuerzos y grandes probabilidades de que acabara en fracaso.

Por esa razón argumentaron en pro y en contra durante más tiempo del que Walker hubiera estado dispuesto a admitir, hasta que, horas después, estuvieron demasiado cansados para hacer otra cosa que intercambiar una serie de frases intrascendentes. Walker había tomado su decisión y los dos lo sabían. Iba a probar su teoría, a descubrir y enfrentarse a aquello que Allanon había desatado dentro de Paranor y a utilizar la magia de la piedra élfica negra para dominarla. Iba a descubrir la verdad sobre la piedra élfica y a poner fin a la última de las odiosas visiones del Oráculo del Lago.

Si tenía valor para levantarse de aquella mesa, coger el talismán y empezar…

Aunque había intentado ocultárselo a Cogline con miradas duras y palabras confiadas, se sentía dominado por el terror. Era tanta la incertidumbre, tantas las suposiciones… Obligó a sus dedos a cerrarse sobre la piedra élfica negra, agarrándola con tal fuerza que se hizo daño.

Susurro y yo te acompañaremos —dijo Cogline.

—No.

—Tal vez podamos ayudarte de alguna forma.

—No —repitió Walker, levantando la mirada y negando con la cabeza—. Ojalá pudierais ayudarme, pero tengo que hacer esto solo. Nadie puede ayudarme.

Sentía un fuerte dolor en el lugar que debía ocupar el brazo perdido, como si continuara en su sitio y él no pudiese verlo. Cambió de postura, nervioso, intentando relajar los músculos que se habían crispado y entumecido durante su discusión con el anciano. El movimiento lo estimuló y logró ponerse de pie. Cogline lo imitó. Se miraron a la media luz, en la evanescente transparencia de la Fortaleza.

—Walker. —El anciano pronunció su nombre muy despacio—. Los druidas nos han convertido en sus instrumentos. Nos han zarandeado de acá para allá, nos han obligado a hacer cosas que no queríamos y a involucrarnos en asuntos ajenos a nuestros intereses. No creo que sea oportuno discutir contigo su manipulación a estas alturas.

»Pero quisiera decirte, recordarte, que siempre eligen bien a sus paladines —prosiguió Cogline, inclinándose hacia delante y esbozando una triste y apagada sonrisa—. Te deseo suerte.

Walker dio la vuelta a la mesa, rodeó con su único brazo al anciano y lo estrechó contra su cuerpo.

—Gracias —dijo Walker Boh, tras mantener su abrazo durante unos instantes. Después soltó al anciano y se alejó.

No había nada más que decir. Respiró profundamente, se acercó a Susurro para rascarle entre las orejas, miró fijamente sus luminosos ojos, se dio media vuelta y desapareció por la puerta.

Con pasos lentos y cautelosos, moviéndose por los espaciosos y vacíos corredores como si las paredes pudieran oírlo, como si pudieran adivinar sus intenciones, se dirigió al centro de la Fortaleza. Los incoloros pliegues de las sombras flotaban a su alrededor y envolvían sus pensamientos en una mortaja de sueño. Se recluyó en el santuario de su mente, recubriéndose con capas protectoras de determinación y fuerza de voluntad, e invocó desde su interior la resolución, que era su mejor baza para seguir con vida.

La verdad era que no tenía ni idea de lo que ocurriría cuando se enfrentase al perro guardián de los druidas e invocara el poder de la piedra élfica negra para someterlo. Cogline tenía razón: habría sufrimiento y el proceso sería más complejo y difícil de lo que él estaba dispuesto a admitir. Habría una dura y terrible lucha y tal vez él no saliera vencedor. Deseó tener una idea más clara de aquello a lo que iba a enfrentarse. Pero no tenía sentido desear lo que nunca podría ser, lo que nunca había sido. Los caminos de los druidas siempre habían sido secretos.

Entró en el corredor principal y se dirigió a las puertas que daban acceso al interior de la Fortaleza… al pozo donde dormitaba, o quizás habitaba, el perro guardián, porque el Tío Oscuro tenía la sensación de que la magia estaba despierta y vigilante y lo seguía con los ojos mientras se movía por el castillo, deslizándose en la onda de un cambio de luz, presente e invisible. El espíritu de Allanon también estaba allí, en forma de una tensión en su espalda, un calambre en los músculos de sus hombros donde las grandes manos se aferraban a él. Lo estaban empujando, pensó. Lo estaban arrastrando a la confrontación como si fuera un trozo de madera sobre un río crecido.

«Háblame, Allanon —imploró sin hablar—. Dime qué tengo que hacer».

Pero no recibió respuesta.

Se sucedían las puertas de habitaciones vacías y los oscuros pasadizos y corredores. Sintió de nuevo un fuerte dolor en el brazo perdido y deseó recuperarlo, aunque solo fuera mientras durase la lucha a la que se dirigía. Agarraba con fuerza la piedra élfica negra con su única mano, sintiendo la presión de sus pulidas facetas y afiladas aristas en la palma. Podía invocar el poder que encerraba, pero no podía prever los efectos que produciría. «Te destruirá». Las palabras lo golpearon con fuerza. Respiró lenta y profundamente para calmarse. Intentó recordar el párrafo de la Historia de los druidas sobre el uso de la piedra élfica, pero le falló la memoria. Intentó recordar lo que había leído en aquellos libros, pero no pudo. Todo se esfumaba en su interior, perdido en el torrente de miedo y dudas que lo inundaba, ansioso y amenazador. «Ciérrale el paso —se dijo—. Recuerda quién eres, lo que se te ha prometido, lo que te has dicho a ti mismo que sucederá».

Las palabras eran hojas caídas, arrastradas por un fuerte viento.

Delante, un amplio pórtico se abría en la piedra de un muro, arqueado y tan negro como la noche. Dentro había unas altas puertas de hierro cerradas.

La entrada al pozo de la Fortaleza de los Druidas.

Walker Boh llegó ante las puertas y se detuvo. Oyó un rumor de voces a su alrededor, provocativas, burlonas como las del Oráculo del Lago, que le decían que se marchara a la vez que le incitaban a continuar; un enloquecedor remolino de consejos contradictorios. Los recuerdos se avivaron en algún lugar de su interior… pero no eran suyos. Sintió un movimiento a lo largo de su espina dorsal, unos dedos que serpenteaban y se tensaban. Vio ante sí un trazo de maligna luz verde que observaba por las grietas y fisuras del marco de las puertas. Más allá, captó actividad.

En aquel instante estuvo a punto de echar a correr. Si hubiese sido capaz, hubiera tirado la piedra élfica negra y huido, abandonando su resolución y su propósito. Su miedo era manifiesto, tan evidente que parecía que se podía palpar. Aquello no era lo que esperaba. No temía la confrontación que la visión prometía, ni siquiera a la muerte. Temía a algo distinto, a algo tan intangible que era imposible definirlo, aunque estaba seguro de su presencia.

Pero el espíritu de Allanon lo sujetaba como en la visión; una mezcla de fatalidad, circunstancia y manipulación de siglos, combinada para asegurar que Walker Boh cumplía la misión que los druidas le habían encomendado.

Avanzó con el puño cerrado, mirándolo como si perteneciera a otra persona, y lo vio empujar las puertas de hierro.

Se abrieron sin hacer ningún ruido.

Walker las atravesó con el cuerpo entumecido y la cabeza en blanco, pero en ella resonaban gritos de advertencia, gritos impregnados de terror. «No. No sigas».

Se detuvo porque estaba sin aliento. Se encontraba en un estrecho rellano de piedra, en el pozo de la Fortaleza. Las escaleras ascendían en espiral por el muro como una serpiente con el dorso cubierto de púas. Una débil luz grisácea se filtraba a través de unas ranuras abiertas en la piedra y perforaba las sombras. No había nada debajo de donde él estaba, excepto el vacío… Un enorme y profundo abismo del cual se elevó el resonante eco de las puertas de hierro al cerrarse a su espalda. El corazón le latía con fuerza. Escuchó el silencio de más allá.

Algo se agitó en el abismo: el aliento expelido por los pulmones de un gigante, acelerado y colérico. Una luz verdosa destelló y perdió brillantez, se convirtió en neblina y empezó a arremolinarse lentamente.

Walker Boh se sintió oprimido por la inmensidad del lugar; un peso enorme del que no podía liberarse. Toneladas de piedras lo cercaban, y la negra oscuridad que encerraban era un sudario de muerte. La neblina se elevó, una magia siniestra y antigua. El perro guardián de los druidas se animaba y empezaba a husmear. Se dirigió hacia Walker con un impulso amplio y ascendente, enroscándose a lo largo de la piedra y devorando la oscuridad; un pantano que lo engulliría sin dejar el menor rastro.

Habría huido si no hubiese estado seguro de que ya era tarde, de que había empezado algo que tenía que terminar, de que el tiempo y los acontecimientos por fin lo habían atrapado y de que allí, en la más absoluta soledad, tendría que resolver el enigma de su destino como druida. Se obligó a acercarse al borde del rellano, sintiéndose igual que una gota de agua contra el océano de poder que se extendía a sus pies. Este siseó como si lo viera, como si lo reconociera. Después dio la impresión de que se concentraba, de que se ponía en tensión.

Walker levantó la mano con la piedra élfica negra.

—Espera.

La voz procedía de la neblina. Walker se quedó petrificado, porque la voz pertenecía al Oráculo del Lago.

—¿Me conoces?

¿El Oráculo del Lago? ¿Cómo podía ser el Oráculo del Lago? Walker pestañeó con rapidez. El centro de la neblina había empezado a adquirir forma, la de un remolino verde que subía hacia la luz, que se elevaba entre las sombras, estable y seguro, hasta quedar a su nivel, suspendido en el aire y el silencio.

—Mira.

La neblina se transformó en una figura humana cubierta con una capa, encapuchada y sin rostro. Enseguida le crecieron los brazos y las manos, que se extendieron para abrazar a Walker. Los dedos estaban torcidos y doblados.

—¿Quién soy?

Entonces apareció una cara, las sombras y la luz oscilaron en la neblina. Walker sintió que su alma se desgarraba.

La cara que veía era la suya.

En la oscura cámara que guardaba la Historia de los druidas, Cogline se puso de pie, tambaleándose. Algo estaba ocurriendo en aquel preciso instante. Podía sentirlo en el aire, una vibración que agitaba las sombras. Su arrugado rostro se tensó en un gesto concentrado; sus viejos ojos escrutaron el espacio. El silencio era absoluto, intenso y constante, el tiempo se había detenido. Y, sin embargo…

Frente a él, en el lado opuesto de la estancia, Susurro levantó la cabeza de repente y emitió un profundo, grave e irritado gruñido. Se agazapó y se volvió de aquí para allá, como si buscara a un enemigo invisible. También el gigantesco gato del páramo percibía algo. Cogline miró a derecha e izquierda. Sobre la mesa que tenía ante él, las páginas del libro abierto empezaron a temblar.

«Ya empieza», pensó.

Se ciñó la ropa con un movimiento inconsciente, pensando en todo lo que le había conducido a aquella época y aquel lugar, en todo lo que había pasado antes. Después de tantos años, ¿y esa era la recompensa? Pero no sería él quien la recibiera, sino Walker Boh.

«Debo hacer todo cuanto pueda», se dijo.

Se concentró en lo más profundo de su ser, una de las pocas habilidades que conservaba de su pasado de druida. Se retrajo hasta ser lo bastante libre para evadirse del cuerpo. Así podía recorrer distancias cortas, ver dentro de pequeños mundos. Se apresuró por los corredores del castillo, todavía sumergido en su mente, viéndolo y oyéndolo todo. Atravesó la oscuridad y la grisácea penumbra y llegó a la torre de la Fortaleza.

Allí encontró a Walker Boh cara a cara con la inmortalidad y la muerte, paralizado por la indecisión. Comprendió lo que sucedía.

—Walker, utiliza la piedra —le dijo con voz sorprendentemente tranquila.

Walker Boh oyó la voz del anciano, un susurro en su mente, y sintió que su cuerpo respondía. Se irguió y extendió el brazo.

El ser que tenía ante sí soltó una carcajada.

—¿Todavía no me reconoces?

Lo conocía… y no lo conocía. Era muchas cosas a la vez, y unas las reconocía y otras no. Aunque la voz… sobre ella no tenía ninguna duda. Era la del Oráculo del Lago, provocativa y burlona, la que lo llamaba por su nombre.

—Has encontrado tu tercera visión, ¿verdad, Tío Oscuro?

Walker estaba asombrado. ¿Cómo podía pasar esto? ¿Cómo podía ser el Oráculo del Lago la criatura que él había ido a someter y, a la vez, el espíritu apresado en la Cuenca Oscura? ¿Cómo podía estar en dos lugares al mismo tiempo? ¡No tenía sentido! Los druidas no habían creado al Oráculo del Lago. Sus magias eran diferentes y opuestas. Pero la voz, el movimiento y la presencia de aquel ser…

La sombra que tenía delante de él estaba agrandándose y aproximándose.

—Soy tu muerte, Walker Boh. ¿Estás preparado para abrazarme?

De repente, la visión resurgió en la mente de Walker, tan clara como cuando se le apareció por primera vez: la figura de Allanon detrás de él, sujetándolo; la oscura sombra ante él, el presagio de su muerte; la Fortaleza de los Druidas a su alrededor.

—¿Por qué no huyes? ¡Huye de mí!

Era lo único que podía hacer para no gritar. Se alejó a tientas de aquello, suplicando ayuda en todas direcciones. La voz de Cogline se había extinguido, sepultada por oscuros temores. Su resolución y su propósito se habían quebrado. Walker Boh estaba desintegrándose en vida.

Pero una pequeña parte de él no cedía, fortalecida por el recuerdo de lo que se proponía hacer, por la promesa que se había hecho a sí mismo de no dejarse morir en la ignorancia. El rostro de Cogline aún estaba allí, con la mirada nerviosa y los labios en movimiento, intentando hablar. Walker buscó en su interior lo que lo había mantenido en pie a lo largo de los años, aquel núcleo de ira que ardía cuando pensaba en lo que los druidas le habían hecho. Lo avivó hasta que prendieron las llamas. Se lo acercó a la cara y dejó que lo chamuscara. Lo aspiró hasta que el miedo se vio forzado a huir, hasta que solo quedó la cólera.

Entonces sucedió algo extraño. La voz del ser que tenía ante sí cambió y se convirtió en su propia voz, nerviosa y desesperada.

—¡Huye, Walker Boh!

La voz ya no provenía de la neblina, sino de sí mismo. ¡Estaba gritando su propio nombre, incitándose a huir de allí!

¿Qué ocurría?

De pronto, comprendió. No estaba escuchando al ser que tenía delante, se estaba escuchando a sí mismo. Era su propia voz la que había oído durante todo el tiempo, una trampa de su subconsciente, una artimaña del Oráculo del Lago. El fantasma había implantado en la mente de Walker, con aquella tercera visión, una muerte sugerida, una voz para convencerlo de que ese era su destino y la convicción de que era el Oráculo del Lago quien se presentaba para acabar con él. Venganza sobre los descendientes de Brin Ohmsford… ese era el objetivo del Oráculo. Si Walker escuchaba la voz, si flaqueaba en su decisión y abandonaba el objetivo que lo había llevado…

—¡No!

Sus dedos se abrieron y la piedra élfica negra resucitó entre destellos.

La no-luz se proyectó hacia delante, extendiéndose igual que tinta a través del sombrío pozo de la torre hasta abrazar a la neblina.

—¡Basta de juegos! —El grito de Walker era eufórico y silencioso dentro de su mente. El Oráculo del Lago, tan insidioso, tan taimado, casi lo había destruido—. Nunca más. Nunca…

Entonces todo se precipitó.

La no-luz y la neblina se entrelazaron y se fundieron. Retrocedieron por el túnel que había abierto la magia negra en la neblina verdosa, temblando furiosamente. Walker solo tuvo un instante para contener la respiración, para preguntarse qué había salido mal, si no había logrado burlar al Oráculo del Lago después de todo… Y entonces la magia de los druidas lo invadió. Le estalló dentro y él gritó con desesperación. El dolor era indescriptible, una abrasadora incandescencia. Fue como si otro ser hubiese entrado en él, transportado por la magia, extraído de su escondrijo en la neblina. Una presencia física que se introdujo en sus huesos y músculos, su carne y su sangre, hasta que Walker no pudo soportarlo más. Se expandió y él tuvo la sensación de que iba a hacerlo estallar en mil pedazos. Entonces la sensación cambió, sustituida por otro tipo distinto de dolor. Los recuerdos fluyeron a través de él en una corriente que parecía interminable. Con los recuerdos llegaron los sentimientos que los acompañaban, emociones cargadas de miedo, horror, duda, arrepentimiento y una docena de otras sensaciones que sumergieron a Walker Boh en un torrente incontenible. Se tambaleó hacia atrás, intentando por todos los medios resistir y repelerlas. Su mano trató de cerrarse sobre la piedra élfica negra, en un intento de detener el ataque, pero el cuerpo ya no le obedecía. Estaba atrapado entre dos magias, la de la piedra élfica y la de la neblina, y las dos lo sujetaban con fuerza.

¡Igual que Allanon y el espectro de la muerte de la tercera visión!

¿Tendría razón el Oráculo del Lago?

Estaba viendo otros lugares y épocas, rostros de hombres, mujeres y niños que no conocía, presenciando sucesos que se revelaban y se esfumaban, y sobre todo eso se imponía un remolino de emociones emanadas del ser de su interior. Perdió la noción de dónde estaba. Se transportó a la mente del invasor. ¿Un hombre? Sí, era un hombre, un hombre que había vivido incontables vidas, siglos, mucho más que cualquier ser humano normal, alguien tan distinto…

Las imágenes cambiaron de repente. Vio un grupo de lúgubres figuras vestidas de negro escondidas tras los muros de la Fortaleza, encerradas en cámaras adonde apenas llegaba la luz, encorvadas sobre antiguos libros de ciencia, escribiendo, leyendo, estudiando, discutiendo…

¡Druidas!

En aquel momento comprendió la verdad, y su terrible reconocimiento cortó la locura como la hoja de un cuchillo.

El ser que la neblina había introducido en él era Allanon; sus recuerdos, sus experiencias, sus sentimientos y sus pensamientos; todo excepto la carne y los huesos que había perdido al morir.

¿Cómo había conseguido Allanon aquello?, se preguntó Walker con incredulidad, luchando por respirar contra el alud de recuerdos, contra la sofocante manta de los pensamientos del otro. Pero ya conocía la respuesta. La magia hacía que casi todo fuera posible. Él había plantado las semillas trescientos años antes. ¿Por qué, entonces? Y esa respuesta también le llegó enseguida, como un destello de certeza. Así era como se le transmitía la sabiduría de los druidas. Todo lo que Allanon había sabido y sentido estaba almacenado en la neblina; sus conocimientos llevaban guardados trescientos años a la espera de que llegara su sucesor.

Pero Walker presintió que había algo más. También era una prueba para él. Era la forma de determinar si se convertiría en druida.

Su especulación terminó mientras las imágenes aún fluían, reconocibles ahora como lo que eran: toda la experiencia del druida, todo lo que Allanon había recogido de sus predecesores, de sus estudios, de su propia vida. Como pisadas sobre tierra blanda, así se incrustaron en la mente de Walker. Su contacto era ardiente y áspero; cada uno, un ascua contra su piel. Las palabras, las impresiones y los sentimientos descendieron en forma de avalancha. Demasiados y también demasiado rápido.

—¡No quiero esto! —gritó, aterrorizado, pero el diluvio continuó, sin descanso, con tenacidad, transfiriéndole la personalidad de Allanon. Luchó contra todo eso, escudriñando entre las imágenes en busca de algo consistente. Pero la luz negra de la piedra élfica era un embudo imposible de cerrar que envolvía la neblina verdosa, la absorbía y la canalizaba al interior de Walker. Voces que pronunciaban palabras, caras que se volvían para mirarlo, las escenas cambiaban y el tiempo corría… una composición de todos los años que Allanon había vivido y luchado para proteger a las razas, para que no se perdiera la sabiduría druídica, para que las esperanzas y aspiraciones que el Primer Consejo había concebido hacía siglos se mantuvieran y preservaran. Walker Boh tomó conciencia de todo, enterándose de lo que había significado para Allanon y para aquellos en cuyas vidas había influido, y experimentó por sí mismo el impacto de casi diez siglos de existencia.

Entonces, de pronto, las imágenes cesaron, así como las voces, las caras, las escenas desligadas del tiempo… todo lo que lo había asaltado. Se desvanecieron en un instante y se volvió a quedar solo en la torre; una triste figura desplomada contra el muro de bloques de piedra.

«Todavía conservo la vida».

Se irguió con dificultad, mirándose, asegurándose de que no había sufrido ningún daño. Sintió en su interior un escozor semejante al que produce en la piel el exceso de sol, el injerto de todo aquel conocimiento de los druidas, de todo lo que Allanon había intentado legarle. Tenía el espíritu impregnado y la mente llena. Sin embargo, no dominaba ese conocimiento; era como si no lo pudiera aplicar, ni extraer. Algo fallaba. No podía concentrarse.

Ante él, la piedra élfica negra palpitaba, la no-luz era un puente que se arqueaba en las sombras, todavía unida a los restos de neblina; una masa arremolinada y agitada de maligna luz verde que siseaba, chispeaba y se encogía como un gato dispuesto a saltar.

Walker se enderezó, extenuado y vacilante, asustado de nuevo, sintiendo que algo iba a ocurrir y que lo peor aún estaba por llegar. Su mente se aceleró. ¿Qué podía hacer para estar preparado? No disponía de tiempo…

La neblina se abalanzó sobre la no-luz. Se dirigió hacia Walker y lo envolvió en un abrir y cerrar de ojos. Él vio su cólera, oyó su rabia y sintió su furia. Explotó a través de la nueva piel de sus conocimientos y le causó dolor. Walker gritó y se dobló. Su cuerpo se convulsionó y cambió bajo la cobertura de la ropa. Sintió la distorsión de sus huesos. Cerró los ojos y se puso rígido. La neblina estaba dentro de él, enroscándose, asentándose, consumiéndolo…

Se horrorizó.

Durante toda su vida había luchado para escapar de lo que los druidas habían predeterminado para él, decidido a trazar su propia ruta. Al final había fallado. Por eso fue en busca de la piedra élfica negra y de Paranor, sabiendo que, si los encontraba, tendría que convertirse en el siguiente druida, aceptando su destino, pero prometiéndose que conservaría su personalidad por encima de lo establecido. Ahora, en un instante, mientras era destruido por la furia de lo que se escondía en la neblina, lo poco que le quedaba de sus esperanzas de mantener el poder de decisión le había sido arrebatado y había dejado a cambio la parte más oscura del alma de Allanon. Era lo más cruel del druida, un compendio de todas aquellas ocasiones en las que se había visto obligado por la razón y las circunstancias a hacer lo que aborrecía; de todas aquellas situaciones en las que había tenido que sacrificar vidas, fe, confianza y esperanzas, de todos aquellos años que había dedicado a endurecer y templar su espíritu y su corazón, hasta que llegaron a ser tan indestructibles como el metal mejor forjado. Aquello era una exposición de los confines de la vida de Allanon, confines a los que le habían obligado a viajar. Revelaba el peso de la responsabilidad que conllevaba el poder. Definían la comprensión que otorgaba la experiencia. Era cruel, áspera y terrible, una acumulación de diez vidas mortales, e inundó a Walker como las aguas de un embalse desbordado.

El Tío Oscuro se hundió en aquella espiral negra, oyéndose gritar, oyendo también las carcajadas del Oráculo del Lago, imaginarias o reales. Sus pensamientos se dispersaron ante la corrosión de su espíritu, de sus esperanzas, de sus creencias. No había nada que hacer; la fuerza de la magia era demasiado poderosa. Cedió ante ella, ante su enormidad, y creyó que moriría.

Sin embargo, de algún modo, se aferraba a la vida. Mientras comprobaba que su capacidad de resistencia era mayor de lo que creía, descubrió que el torrente de oscuras revelaciones no había logrado destruirlo. No podía pensar, el dolor era demasiado intenso. No intentó ver, perdido en un pozo sin fondo. De nada le serviría escuchar, pues el eco de su grito reverberaba a su alrededor. Parecía flotar dentro de sí mismo, luchando por respirar, por sobrevivir. Aquella era la prueba que había supuesto, el rito de tránsito de los druidas. Lo vapuleó de acá para allá, lo inundó de dolor, lo dejó roto por dentro. Todo lo abandonó, creencias y convicciones, todo cuanto lo había mantenido en pie durante tantos años. ¿Podría sobrevivir a esa pérdida? ¿Qué sería de él, en caso de que así fuera?

Nadó a través de olas de angustia, sumido en sí mismo y en la fuerza de la magia oscura, al límite de su resistencia, a punto de ahogarse. Sintió que podía perder la vida en cualquier momento y se dio cuenta de que estaban midiendo quién era, lo que era y lo que podría ser. Era imposible detenerlo. Ni siquiera estaba seguro de que le importase. Se dejó llevar, impotente.

«Impotente».

Incluso para volver a ser lo que una vez creyó que sería. Para cumplir cualquiera de las promesas que se había hecho a sí mismo. Para ejercer algún control sobre su vida. Para determinar si viviría o moriría.

«Impotente».

«Walker Boh».

Apenas consciente de lo que estaba haciendo, desprovisto de su conciencia racional, impulsado por emociones demasiado primarias para poder identificarlas, el Tío Oscuro se liberó de su letargo y se lanzó a través de las olas de dolor, a través de la no-luz y la magia oscura, a través del tiempo y el espacio, como una brillante partícula de ardiente furia.

Dentro, sintió que el equilibrio se alteraba, que la balanza que basculaba entre la vida y la muerte se inclinaba.

Y cuando por fin rompió la superficie del negro mar que amenazaba con ahogarlo, el único sonido que oyó, como si estallara de sus pulmones, fue un grito interminable.