22

Anochecía cuando Wren Ohmsford, en la creciente penumbra, regresaba por la Grada al encuentro de sus compañeros de viaje, vacía de sentimientos. Las sombras se extendían sobre la roca volcánica, proyectadas por los restos de los árboles devastados y las brumas que se desplazaban. La luz del día se había reducido a unas pinceladas brillantes en el oeste. La Grada era una llanura silenciosa y sin vida, un espejo de su propio estado de ánimo. La magia de las piedras élficas la había arrasado por dentro. La muerte de Eowen le había dado la dureza del hierro.

«¿Quién soy?», se preguntaba.

Caminaba sin pensar en la ruta, desandando el camino que había recorrido poco antes solo porque no conocía otro. Miraba al frente sin ver y escuchaba sin oír.

«¿Quién soy yo?».

Durante toda su vida había conocido la respuesta a esa pregunta. De hecho, había sido lo único sobre lo que no había albergado la más mínima duda. Era una nómada, libre de las limitaciones del pasado, de las ataduras y obligaciones familiares y de la necesidad de vivir de acuerdo con otras expectativas que no fueran las suyas propias. Garth le había transmitido las enseñanzas que necesitaba para sobrevivir y podía hacer con su persona lo que le placiera. Su futuro era una hoja en blanco en la que podía escribir su vida con las palabras que deseara.

Pero esa seguridad, esa certeza, había desaparecido, borrando al mismo tiempo y por completo sus erróneas ideas juveniles sobre su identidad y su futuro. Nunca sería como había sido o como había creído que era. Nunca. Lo había perdido todo. ¿Y qué había ganado? Estuvo a punto de echarse a reír. Se había convertido en un camaleón. Podía ser cualquier cosa. Ni siquiera estaba segura de su nombre. Era una Ohmsford y una Elessedil a la vez. Podía elegir. Era elfa y humana. Pertenecía a diversas familias, a una por nacimiento y a otras dos más por educación.

«¿Quién soy?».

Era una criatura de la magia, heredera de las piedras élficas, depositaria del báculo Ruhk y la Loden. Era la destinataria de todos esos legados, la heredera de todas esas responsabilidades. La magia le pertenecía, y odiaba hasta pensar en eso. Nunca la había buscado, nunca la había deseado y, sin embargo, ahora no podía librarse de ella. La magia era una sombra en su interior, un oscuro reflejo de sí misma que emergía a una orden suya para cumplir su mandato, una embaucadora que la hacía sentirse distinta de los demás seres, que le robaba la razón y la cordura y amenazaba con apoderarse de ella por completo. La magia incluso mataba por ella: a los enemigos para protegerla, pero también a los amigos. Eowen. ¿No había matado la magia a Eowen? Se mordió el labio inferior, desesperada. Destruía, lo cual estaba bien porque eso era lo que esperaba que hiciera, pero a la vez estaba mal porque su acción era indiscriminada, e incluso cuando actuaba con acierto le iba arrebatando sentimientos tan importantes como la compasión, la ternura, el remordimiento y el amor. Destruía con su fuego la complejidad de su visión y la despojaba de la capacidad de elegir.

Eso era lo que le ocurría ahora.

Se había levantado un viento, débil y errático al principio, que azotaba las planicies en rápidas y violentas ráfagas, zarandeaba los esqueléticos troncos de los árboles y producía un quejumbroso zumbido en los barrancos. Le golpeaba en los hombros, empujándola hacia un lado como si una persona desconsiderada hubiera tropezado con ella al caminar entre una muchedumbre. Bajó la cabeza para protegerse; otra perturbación que tenía que soportar, otro obstáculo que debía superar. La luz había desaparecido en el oeste y quedó sumida en la oscuridad. Ya no le quedaba mucho camino por recorrer, se dijo, cansada. Sus compañeros de viaje estaban un poco más adelante, en el límite de la Grada, esperándola.

Un poco más adelante.

Esbozó una sonrisa. ¿Qué importaba si la esperaban o no? ¿Qué importaba todo aquello? Su destino haría con ella lo que se le antojase, como había hecho desde el momento en que decidió salir en busca de sí misma. No, se corrigió, desde mucho antes. Quizá desde siempre. Volvió a sonreír. ¡Salir en busca de sí misma, de su familia, de los elfos, de la verdad…! Qué estupidez. Oía el tono burlón de su propia voz mientras sus pensamientos se sucedían uno tras otro.

Una voz resonó en el viento.

«¿Qué importa? —le dijo—. ¿Qué más da?».

Sus pensamientos volvieron a Eowen, amable y gentil, condenada a pesar de sus dotes de visión, predestinada a ser engullida por esas premoniciones. ¿Qué bien le había hecho conocer su futuro? ¿Qué bien podía hacerle a todos los demás? ¿Qué utilidad podía tener ese conocimiento? Ninguna, se dijo con ira, porque el destino acabaría haciendo con cada uno lo que se le antojara. Haría con ella lo que quisiera, la llevaría donde deseara y la abandonaría cuando le pareciera bien.

«¡Abandona!», gritaba el viento a su alrededor.

Ella lo oyó, asintió con la cabeza y no pudo contener las lágrimas. La palabra la acariciaba como las manos de una madre y ella aceptó esa caricia. Todo parecía desvanecerse. Seguía caminando… ¿hacia dónde? No se paró, no se detuvo para cerciorarse; continuó moviéndose porque avanzar la ayudaba a sentirse mejor, la alejaba del dolor, de la angustia. Tenía que hacer algo, pero… ¿qué? Hizo un gesto de resignación, incapaz de tomar una decisión, y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

La mano que asía las piedras élficas.

Bajó la mirada hacia esa mano y se sorprendió al ver que las piedras seguían en ella. La magia aún palpitaba en su puño, y su resplandor azul se filtraba entre los dedos, esparciéndose en la oscuridad. ¿Por qué? Se quedó observándolo con la impresión de que algo iba mal. ¿Por qué quemaba de aquel modo?

«Abandona», insistía el viento.

«¡Eso quiero!», gritó ella en el silencio de su mente.

Aflojó el paso y levantó los ojos del camino que seguía. La Grada había adquirido un aspecto diferente, un aspecto luminoso y cálido. Había caras por todas partes, extrañamente vívidas, dibujadas en la niebla, y parecía que comprendían sus preocupaciones. Eran rostros conocidos, de amigos y familiares, de todos aquellos que la habían amado y apoyado, vivos o difuntos, conjurados por su imaginación. Se sorprendió cuando aparecieron, pero también se alegró. Les dirigió algunas palabras, vacilante, curiosa, y ellos le respondieron en susurros.

«Abandona».

«Abandona».

La palabra se repetía con insistencia en su mente, como un destello de esperanza. Ralentizó aún más el paso hasta detenerse, sin saber dónde estaba y sin que le importase. Se sentía cansada. Su vida era un mar de confusión. Ni siquiera podía intentar controlarla. Al revés, la vida la dirigía como un jinete a su montura, sin pausa ni descanso, sin destino, en una noche sin fin.

«Abandona».

Luego esbozó una sonrisa, y comprendió. Era tan simple. Abandona la magia. Abandona. La debilidad, la confusión y el sentimiento de pérdida se esfumarían. Abandonaría, y tendría una oportunidad de empezar de nuevo, de recuperar su vida, de volver a ser quien había sido. ¿Por qué no lo había entendido antes?

Algo la hizo ponerse en guardia, alguna parte de su interior que el sonido de la voz del viento había empezado a enterrar. Movida por la curiosidad, intentó descubrirlo, pero unos roces en su piel la distrajeron. Las piedras élficas ardían en su mano, pero no prestó atención. Los roces eran más fascinantes, más atractivos. Levantó la cabeza para descubrir su procedencia. Las caras la rodeaban ahora y se dibujaban en la frontera entre la oscuridad y la niebla, tomando forma. Le resultaban familiares. ¿Por qué no las reconocía?

«Abandona».

Reaccionó levantando la mano en la que tenía las piedras élficas, apenas consciente de su acción, y unos finos rayos azules salieron por los resquicios de sus dedos y se proyectaron en la oscuridad. Las caras desaparecieron al instante. Wren parpadeó, confusa. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se había detenido? Miró alarmada a su alrededor y, al ver la negrura y la niebla de la Grada, se dio cuenta de que estaba perdida. Los dráculs estaban al acecho. Podía sentir su presencia. Tragó saliva. ¿En qué había estado pensando?

Empezó a caminar de nuevo, intentando aclarar lo que había sucedido. Era vagamente consciente de que, durante un rato, había perdido la noción de la realidad, y que debía de hacer rato que vagaba sin rumbo. Recordaba retazos de sus pensamientos, igual que fragmentos de sueños al despertar. Había estado a punto de hacer algo, pero ¿qué era?

Los minutos pasaban. Mucho más adelante, casi inaudibles a causa del rugido del viento, le llegaron voces que gritaban su nombre. Se dirigió hacia ellas, preguntándose si caminaba en la dirección correcta. Si no conseguía asegurarse pronto por sus propios medios tendría que recurrir de nuevo a las piedras élficas, y solo pensarlo le resultaba odioso. No quería volver a utilizarlas. Todo lo que podía ver en su mente era su fuego explotando en el monstruo que una vez había sido Eowen y reduciéndolo a cenizas.

Volvió a llorar, pero contuvo rápidamente las lágrimas. Llorar no tenía ningún sentido, ni ninguna utilidad. Los árboles sin hojas y la roca volcánica se extendían ante ella en una monótona extensión sin fin. La Grada parecía no acabar nunca. Admitió que se había perdido, que se había desviado de su rumbo por alguna causa que no lograba precisar. Se detuvo y miró a su alrededor con desaliento. Estaba exhausta y cerró los ojos con angustia y desesperación.

«Abandona», gritó el viento.

«Eso es lo que quiero», respondió la joven sin hablar.

El hechizo de las palabras la envolvió como un cálido manto y se ciñó en torno a su cuerpo. Ella opuso resistencia un instante, pero enseguida sucumbió. Cuando abrió los ojos, las caras habían regresado y la habían encerrado en un círculo de tenue luz y roces suaves. Se vio al borde de un precipicio y el lugar le parecía familiar. Una vez más, todo empezó a desvanecerse. Olvidó que su objetivo era salir cuanto antes de la Grada, que los rostros que la rodeaban no eran lo que parecían. La neblina reptó hasta introducirse en su mente y se asentó en ella, densa y oscura. El hielo que paralizaba sus pensamientos se derritió y corrió por su cuerpo. Pudo sentir su frío. ¡Estaba tan fatigada, tan cansada de todo…!

«Abandona».

La mano que agarraba las piedras élficas bajó, y los rostros apiñados en torno a ella empezaron a adquirir forma y tamaño. Unos labios rozaron su cuello.

«Abandona».

Permitió que sus ojos se cerraran de nuevo y sus dedos se aflojaron. ¡Todo sería tan fácil! Si dejaba caer las piedras élficas, se libraría para siempre del yugo de la magia.

—¡Mi señora Wren!

El grito era un lamento lleno de angustia y, por un momento, no lo percibió. Después sus ojos se abrieron y su cuerpo se tensó. El extraño sueño que había estado a punto de atraparla la rondaba de cerca, convertido en un murmullo insistente. A través de su neblina, más allá de su lóbrego manto, vio dos figuras agachadas en el límite de la luz. Llevaban espadas en las manos; su metal brillaba levemente.

—¡Pfff! ¡No te muevas, Wren de los Elfos! —oyó que le gritaban.

Era Stresa.

—Quédate dónde estás, mi señora Wren —le pidió otro con ansiedad.

Triss.

El capitán de la Guardia Real avanzaba centímetro a centímetro, blandiendo el arma ante sí. Ella pudo ver su cara, enjuta, dura, llena de resolución. Detrás de él estaba Garth, una figura más corpulenta y oscura, inescrutable. El gatoespino, con las púas erizadas, los precedía.

Su corazón dio un vuelco. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Qué los había atraído? Se sintió inundada por una oleada de miedo, por la sensación de que algo iba a ocurrir, pero que ella no podía intuirlo.

Se obligó a salir de la lasitud, la calma y el susurro del viento y recobró la percepción de la realidad. El frío se convirtió en hielo. La luz que la rodeaba emanaba de los seres que se apiñaban junto a ella. Dráculs. Estaban tan cerca que podía percibir su aliento… o, al menos, eso le parecía. Vio sus ojos muertos, sus caras macilentas, casi sin facciones, y sus colmillos de marfil. Había docenas en un apretado círculo que solo se abría en el punto por donde Triss, Garth y Stresa intentaban aproximarse, una ventana en la oscuridad de la Grada. Sus manos y dedos la agarraron, la sacudieron y la sujetaron con avidez. La habían atraído con engaños, arrullándola hasta adormecerla como debían de haber hecho con Eowen. Transformados de fantasmas en seres corpóreos, se disponían a saciar su apetito.

Durante un instante, Wren estuvo suspendida entre el ser y el no ser, entre la vida y la muerte. Sintió el tirón de ambas opciones. Una la impulsaba a librarse de los dulces y mortíferos lazos que la ataban, a rebelarse y luchar por su vida, a obedecer a su instinto de supervivencia, mientras que la otra la invitaba a hacer lo que la voz del viento le había susurrado: abandonar, dejarse llevar, porque era la única manera de librarse de la magia. El tiempo se detuvo. Wren sopesó ambas alternativas como si no la afectaran, haciendo una valoración que parecía abarcar su vida pasada, presente y futura. Vio que sus rescatadores se acercaban con cautela. Sintió los dráculs una fracción de centímetro más cerca. Ni lo uno ni lo otro parecía importarle. Eran realidades remotas y lentas, que podían cambiar en un abrir y cerrar de ojos.

Unos colmillos rozaron su garganta… un siseo de avidez y necesidad.

Dráculs.

Umbríos.

Elfos.

Una evolución horrible que solo ella conocía.

«Si no consigo salir de Morrowindl y regresar a las Cuatro Tierras, ¿cómo van a saberlo?».

—¡Mi señora Wren! —llamó Triss.

Su voz era suplicante, desesperada y furiosa; todo a la vez.

Ella se apartó del precipicio y respiró larga y profundamente. Sintió que su cuerpo recuperaba las fuerzas, que salía del letargo. Pero todavía se encontraba demasiado entumecida. Flexionó el cuerpo de una forma casi imperceptible para descubrir cuáles eran sus límites de movimiento. No podía moverse. Las manos que la agarraban la inmovilizaban como si estuviera encadenada a la tierra.

Su mente se concentró con todas sus fuerzas en buscar su oportunidad, una esperanza, y sus dedos se abrieron poco a poco.

«Ahora».

El fuego azul explotó en la noche, ascendiendo por su cuerpo hasta envolverla en llamas. Los colmillos se retiraron al instante, las manos cayeron, los dráculs aullaron, furiosos, y Wren quedó libre. Se vio rodeada por un cilindro de fuego, envuelta en el fluido abrasador de la magia, y esperó sentir el dolor, anticipó lo que sufriría hasta quedar reducida a cenizas. «Prefiero esto a convertirme en uno de ellos». Ese pensamiento destelló en su mente, superando el dilema más crucial de su vida y adquiriendo una certeza que nunca más se volvería a cuestionar. «¡Cuanto antes acabe, mejor!».

El fuego se elevó sobre ella, desafiando la oscuridad, chamuscando la cortina de niebla. Los dráculs se precipitaron a las llamas, intentando alcanzarla desesperadamente, como mariposas incapaces de pensar. Morían en súbitos estallidos de luz, incinerados a la velocidad del pensamiento. Wren observó que se dirigían a ella, que se esforzaban en alcanzarla, que quedaban atrapados en el fuego y después desaparecían. Sus ojos buscaron las piedras élficas y las encontró en la palma de su mano, blanqueadas por la magia, tan brillantes como soles.

Pero ella no se quemaba. El fuego arrasaba a su alrededor, devoraba a sus atacantes, pero ella permanecía ilesa.

«¡Oh, sí!».

Entonces empezó a sentir un gran regocijo, a tener la sensación de poder que siempre le daba la magia. Se sintió invencible, indestructible. El fuego no podía dañarla… y ella debería haberlo sabido. Abrió las manos, proyectándolo contra el torbellino de dráculs que la rodeaban. Las llamas los engulleron y consumieron mientras proferían aullidos desesperados. «¡Por ti, Eowen!». Observó cómo perecían y solo sintió el júbilo que el uso de la magia le daba. Los dráculs se habían reducido a cosas sin importancia, tan insignificantes para ella como el polvo. Se abrazó al poder de la magia y se dejó llevar más allá de la razón, más allá del pensamiento. «Úsala —se decía—. Es lo único que importa».

Estuvo completamente perdida durante un instante. Olvidó a Triss y a Garth, la necesidad de salir de Morrowindl y regresar a las Cuatro Tierras, las verdades que había descubierto y pensaba transmitir, la historia de quién y qué era y las vidas que le habían sido confiadas… todo. Olvidó cualquier objetivo que no fuese el uso de las piedras élficas.

Entonces, algún pequeño y molesto rincón de su conciencia la despertó una vez más, un susurro de cordura que atravesó la mezcla de temor, agotamiento y desesperación que amenazaba con transformar su determinación en demencia. Vio a Triss, Garth y Stresa luchando con los dráculs, que ahora se habían vuelto contra ellos, espalda con espalda mientras el círculo se estrechaba a su alrededor. Oyó los gritos que le dirigían y la voz de su interior que los repetía. Sintió que la isla de egoísmo en la que se había recluido empezaba a hundirse en el fuego.

Bajó la mano con las piedras élficas y el pilar de llamas se redujo a una llamarada de luz que envolvió sus dedos, sometido de nuevo a su control. Otra vez pudo ver la oscuridad y la neblina, las escarpadas pendientes del barranco, la roca volcánica, mellada y negra. Percibió los olores de la noche, la ceniza, el fuego, el calor. Se volvió hacia los dráculs, silbó igual que una serpiente y huyeron despavoridos. Se dirigió hacia sus amigos y los atacantes que los rodeaban desaparecieron. Llevaba la muerte en la mano, la aniquilación segura para unos seres que comprendían demasiado bien lo que eso significaba. Los dráculs centellearon, perdieron consistencia. Wren avanzó con arrogancia y se metió entre ellos sin miedo, balanceando la luz de su magia de acá para allá, amenazando, intimidando, rebosante de presagios de muerte. Los dráculs no respondieron al desafío; en un instante se difuminaron y desaparecieron.

Entonces llegó donde estaban Garth y Triss agazapados, con las armas empuñadas y la incertidumbre reflejada en los ojos. Se detuvo ante Stresa, que la miraba como si fuese un ser incomprensible. Ella cerró los dedos con fuerza sobre las piedras élficas y el fuego desapareció tras un último parpadeo.

—Ayudadme a salir del barranco —pidió.

Estaba tan agotada que corría peligro de desmayarse, pero sabía que no podía hacerlo, que los dráculs seguían acechando.

—Señora, creíamos que la habíamos perdido —dijo Triss, rodeándola con el brazo.

—Y estabais en lo cierto —respondió Wren, esbozando una sonrisa crispada.

Muy despacio, paso a paso, escudriñando las tinieblas nocturnas, empezaron a subir.

Era medianoche cuando consiguieron salir de la Grada. Los dráculs habían llevado a Wren a lo más profundo de su guarida, lejos del camino que pensaba seguir, confundiéndola hasta tal punto después de encontrar a Eowen que había acabado vagando por las planicies en la dirección equivocada. Stresa había conseguido encontrar sus huellas, pero no le había resultado fácil. Aunque les había ordenado que no salieran en su ayuda, iniciaron su búsqueda al anochecer, preocupados por lo mucho que tardaba en volver y decididos a asegurarse de que estaba a salvo, aun a riesgo de sus propias vidas. Sabían que no disponían de una protección eficaz contra los dráculs, pero eso ya no importaba. Garth y Triss fueron los elegidos. Dal se quedó para proteger a Gavilán y el báculo Ruhk. Stresa se había sumado a la búsqueda porque era el único que podía seguir el rastro de Wren en la oscuridad. Ni siquiera con su ayuda la habrían encontrado si los dráculs no hubiesen estado tan ocupados con su presa. Un puñado de espectros hubiera bastado para poner fin a la partida de rescate. Pero Wren, poseedora de la magia de las piedras élficas, tenía un atractivo tal para los dráculs que todos se habían sumado a la cacería, sin poder reprimir sus ansias de participar en el festín. Al parecer, los rescatadores la habían encontrado en el momento justo.

Wren les habló del triste final de Eowen, de cómo los dráculs la habían corrompido, de cómo la habían convertido en uno de ellos. Describió la muerte de la vidente con todo lujo de detalles porque necesitaba oír sus propias palabras, dar voz a su aflicción. Tenía la sensación de estar hablando desde algún hueco de su interior, envuelta en un halo de vacío y agotamiento. ¡Estaba tan cansada…! Pero, a pesar de eso, no quería demorarse ni descansar. Rechazó la ayuda una vez estuvo fuera del barranco. Caminó porque no deseaba que la transportaran, porque habría sido otra muestra de debilidad y ya había dado bastantes aquella noche. Estaba desalentada por lo que le había sucedido, horrorizada por la facilidad con la que la voz del viento había conseguido que se extraviara, por lo cerca que había estado de la muerte y por la complacencia con la que la había aceptado… ¡Ella, Wren Elessedil, conocida como la reina de los elfos, depositaria de la esperanza de un pueblo, heredera de una magia tan poderosa…! Aún recordaba lo seductora que la voz del viento le había presentado la muerte. ¡Había aceptado de tan buen grado la paz que esperaba encontrar! Siempre había sido fuerte al enfrentarse con la muerte; nunca le había concedido la posibilidad de atraparla, dispuesta a luchar hasta su último aliento. Lo que había ocurrido en la Grada había minado su confianza más de lo que estaba dispuesta a admitir. No había combatido. Había consentido que el agotamiento y la desesperación la corroyeran como la carcoma a la madera. Había notado cómo la magia la empujaba primero por un camino y después por otro: el de los dráculs y el suyo propio. Como Eowen había sido prisionera de sus visiones, ella se estaba convirtiendo en una prisionera de la magia élfica y se odiaba por ello. Despreciaba lo que había llegado a ser.

«No soy lo que creía —pensó con desesperación—. Soy el producto de una mentira».

Para alejar estos pensamientos, habló de lo que había visto en su vagabundeo por la Grada, de cómo la voz del viento de los dráculs la había subyugado, de cómo Eowen, tan vulnerable a las visiones y las imágenes, debió de ser capturada. A veces divagaba, pero el sonido de su voz la ayudaba a evadirse de sus negros pensamientos, la mantenía despierta y activa. Pensó en los que habían encontrado la muerte durante aquel viaje de pesadilla, sobre todo en Ellenroh y Eowen. Estaba destrozada por su pérdida, angustiada por la impotencia que le había impedido salvarlas, por el sentimiento de inutilidad en el desempeño de su misión. Se aferraba a las piedras élficas, incapaz de desprenderse de ellas, asustada por la posibilidad de que regresaran los dráculs, pero no lo hicieron. Ni siquiera el viento susurraba ahora; había regresado al interior de la tierra y la había dejado en paz. Escudriñó la oscuridad y la sintió como un reflejo de su vacío. Estaba abatida por lo que había llegado a ser y por el miedo a una posible transformación en el futuro. Ya no comprendía el mundo. No se atrevía a juzgar cuál era el mal mayor: los monstruos o los creadores de monstruos. Los umbríos o los elfos. ¿Quiénes deberían cargar con la culpa? ¿Dónde estaba el equilibrio vital que había aprendido y experimentado? ¿Dónde estaba la sensación de que la locura pasaría, de que todo lo que estaba sucediendo tenía una finalidad que iría revelándose? No tenía respuestas. La magia los había atrapado en un torbellino que los dejaría caer donde se le antojase.

Aquella noche había cavado un pozo más oscuro de lo que Wren jamás hubiera podido imaginar. Salieron de la Grada cansados y entumecidos, aliviados por irse y ansiosos por poner distancia entre ellos y aquel lugar infecto. Descansarían hasta el amanecer y luego proseguirían el viaje. La mayor parte de la Cornisa Negra ya quedaba a sus espaldas, a la sombra de la niebla cenicienta del Killeshan. Delante, entre ellos y las playas, solo quedaba el In Ju. Si se daban prisa, podían atravesar la selva en dos días y llegar a las costas del Confín Azul en otros dos. «Rapidez, eso es lo que necesitamos —se decían—. Rapidez, y alcanzaremos la libertad».

Llegaron al lugar donde se habían quedado sus compañeros, un claro en el interior de un grupo de rocas volcánicas, a la sombra de una franja de enredaderas marchitas y arbustos famélicos. Fauno salió corriendo en la oscuridad, abandonando su escondrijo y chillando de alegría como un loco. Saltó al hombro de Wren y se acurrucó allí como si no existiera ningún otro refugio. La joven levantó las manos para acariciarlo. El jacarino temblaba de miedo.

Después encontraron a Dal, tirado en el extremo opuesto del claro, sin vida, con el cráneo abierto. Triss se inclinó sobre el Guardia Real y le dio la vuelta.

Levantó la mirada, aturdido. Las armas de Dal estaban envainadas.

Wren apartó la mirada, desesperada. Un oscuro presentimiento se iba haciendo más y más sólido. No necesitaba buscar más para saber que Gavilán Elessedil y el báculo Ruhk habían desaparecido.