8
La persecución, que se había iniciado con lentitud, adquirió mayor ímpetu a medida que los cazadores descendían al valle. Al principio, Wren, Garth y el gatoespino se sentían relativamente seguros, perseguidos pero todavía no descubiertos, y sus enemigos solo eran para ellos ruidos diseminados, aún lejanos e inconexos. Avanzaron con rapidez y cautela, sin sentir miedo ni pánico. El paisaje que los rodeaba parecía extraído de un sueño, árido y desértico allí donde la negra lava había enterrado la vegetación bajo su brillante y pétrea alfombra, y exuberante donde los grupos de acacias y las manchas de hierba luchaban por reivindicar lo que les había sido arrebatado. La ceniza volcánica lo cubría todo como un inmenso y vaporoso sudario, que se arremolinaba y cambiaba de forma, creando la vana ilusión de que todo cuanto tocaba estaba vivo. En las alturas, a través de los pequeños huecos en la niebla, podía verse un cielo sin sol de un oscuro color gris que recordaba al hierro.
Stresa eligió una ruta laberíntica y tortuosa, conduciéndolos tan pronto en una dirección como en la contraria. Su grueso y espinoso cuerpo se bamboleaba y daba tales bandazos que parecía que en cualquier momento podía perder el equilibrio. No sentía especial preferencia ni por la abierta extensión de lava rocosa ni por la bóveda vegetal: cambiaba con absoluta indiferencia de una a la otra. Era difícil precisar si el gatoespino elegía la ruta movido por su intuición o basándose en la experiencia. Wren podía escuchar su pesada respiración, un gruñido gutural que se transformaba en un siseo cuando se topaba con algo que no le agradaba. En un par de ocasiones volvió la mirada hacia ellos como si quisiera asegurarse de que lo seguían. Caminaba sin hablar, y los nómadas también guardaban silencio.
Solo la casualidad los llevó a descubrir lo que pasaba. Habían llegado a un paraje de roca desnuda, donde acechaba la extraña criatura. Emergió casi frente a ellos, brotando de la tierra donde había estado agazapada entre siseos y chillidos. Era una especie de pájaro de largas patas, con un gran pico ganchudo y garras en las puntas de las alas. Las garras se abrieron para capturar a Stresa, pero el gatoespino hinchó el lomo y acto seguido de él salió disparada contra su atacante una ráfaga de púas afiladas como flechas. La criatura profirió un agudo grito de dolor y cayó de espaldas.
—¡Sssttt! ¡Rápido! —dijo el gatoespino, y salió corriendo.
Huyeron mientras los gritos de su agresor se desvanecían a sus espaldas. Pero había alertado a otros muchos, que empezaban a acercarse. Los ruidos se multiplicaron; bramidos, gruñidos y resoplidos cortaban la niebla desde las sombras. Garth desenvainó su espada corta. Se deslizaron por un barranco poco profundo y algo salió volando de entre la maleza. Wren se agachó para esquivarlo y vio el destello de la hoja de Garth. La cosa cayó y quedó inmóvil. Subieron por el barranco hacia una nueva extensión de roca volcánica, y corrieron hacia una arboleda en busca de protección. Una manada de pequeñas criaturas de cuatro patas, parecidas a jabalíes, abandonó su guarida y corrió tras ellos. Stresa se encogió, se sacudió, y una nueva lluvia de púas cayó sobre sus perseguidores. El aire se llenó de alaridos, e innumerables patas delanteras arañaron la tierra con sus garras. Stresa se apartó de ellos, con las púas erizadas como escarpias. Dos de ellos intentaron levantarse, pero Garth los derribó a patadas.
Se adentraron en los árboles, abriéndose paso entre húmedas hierbas y enredaderas, con el acuoso azote del follaje en la cara y los brazos. «Tan solo necesitamos unos minutos más», estaba pensando Wren cuando un cuerpo enroscado bajó de los árboles, agarró a Garth y lo levantó. Ella se volvió con la espada en la mano y solo pudo vislumbrar la silueta del gigante cuando lo sacaban de su campo visual, medio en vilo, medio a rastras, mientras él se debatía para liberarse.
—¡Garth! —gritó.
Lo siguió inmediatamente, pero no había dado ni una docena de pasos cuando Stresa la empujó desde detrás, enganchándose a sus piernas y tirándola al suelo.
—¡A tierra! Ssstt. ¡Quieta! —gritó el gatoespino.
Entonces oyó un siseo que parecía emitido por docenas de serpientes. Después, una especie de desgarramiento mientras la cubierta vegetal se abría sobre sus cabezas. Stresa avanzó hasta ponerse junto a ella.
—¡Has cometido una estupidez! —exclamó Stresa en tono irritado—. Mira. ¡Pjffttt! ¿Ves lo que ha estado a punto de atacarte?
Wren miró. Había un arbusto de forma extraña, provisto de tantas púas como el gatoespino, erizadas como agujas que apuntaban en todas direcciones. Ante sus incrédulos ojos, las hojas se plegaron, ocultando las agujas, y el arbusto recuperó su inofensiva apariencia.
—¡Jsssst! ¡Es un lanzaflechas! —dijo Stresa en voz baja—. ¡Es venenoso! ¡Si alguien lo toca o lo molesta, dispara contra él sus agujas! ¡Un simple pinchazo produce la muerte!
El gatoespino tenía los brillantes ojos clavados en los de la muchacha. Wren ya no conseguía ver ni oír a Garth. Sintió una ira y una frustración tan intensas que se le oprimió el estómago. ¿Dónde estaba? ¿Qué le habían hecho? ¡Tenía que encontrarlo! Tenía que…
Stresa continuó el camino, y la muchacha lo siguió. Pasaron a través de la densa vegetación, escudriñando la neblina y aguzando el oído. De repente, Wren oyó nuevos ruidos de lucha, y vio delante un movimiento brusco. Stresa avanzó con lentitud y las púas erizadas. Wren lo siguió a corta distancia. Se oyó un gruñido de dolor seguido de un forcejeo. Garth apareció durante un breve instante y volvió a desaparecer.
—¡Garth! —gritó Wren, y salió corriendo hacia delante.
Cuando llegó hasta donde estaba el gigantesco nómada, lo encontró tirado en tierra, lleno de arañazos y cardenales, pero sin haber sufrido mayores daños. Quienquiera que fuese quien lo había atacado parecía que se había cansado de luchar. Garth permitió que la muchacha lo abrazara, pero enseguida la apartó con delicadeza y se levantó tambaleándose.
Stresa consiguió que se pusieran en marcha sin perder ni un solo segundo. Retrocedieron a través de los árboles y la maleza hasta llegar a la zona de lava solidificada. Un enjambre de sombras pasó sobre sus cabezas y desapareció, silencioso e informe. Los sonidos de los perseguidores volvieron a cercarlos, llenos de intenciones hostiles. Corrieron a través de un llano hacia una cresta que descendía hasta una zanja de niebla arremolinada. Stresa los hizo bajar por una pendiente resbaladiza hasta el fondo, que estaba casi seco.
Un nuevo horror surgió de la niebla, un ser de rasgos vagamente humanos, pero con numerosas extremidades y una cara que parecía toda fauces y dientes. Stresa se hizo una bola, erizando las púas en todas direcciones, pero el monstruo no aflojó el paso. Wren blandió su espada en actitud defensiva y saltó a un lado, esquivando a duras penas los nerviosos dedos que intentaban agarrarla. Garth se mantuvo en su lugar, esperó a que se acercara y lo atacó con tal rapidez que Wren apenas pudo seguir el movimiento de su espada. La bestia empezó a sangrar, pero no cedió ni un ápice de terreno. Profiriendo terribles gruñidos, arremetió contra Garth. El gigante nómada retrocedió con un salto lateral y volvió a la carga. Wren atacó por detrás, pero un monstruoso brazo giró y la lanzó por los aires. Sin embargo, la joven nómada no soltó la espada; se levantó y vio que el ser estaba a punto de caer sobre ella. Garth, con un rápido movimiento, la cogió en brazos y la apartó de allí. Corrieron de nuevo por la brillante roca negra, que crujía bajo sus botas. Aflojaron el paso sin llegar a detenerse, y el gigante dejó a Wren de pie en el suelo. Inmediatamente, la muchacha empezó a correr junto a él. Vio que Stresa iba delante. No sabía cómo, pero el gatoespino había conseguido volver a encabezar la marcha. Seguía oyendo a sus espaldas los gruñidos y bufidos de la bestia.
En aquel preciso instante, algo salió de entre de las sombras que había a su izquierda y la golpeó. Sintió una oleada de dolor que se extendió por su brazo, y vio una mancha de sangre en la manga. Se oyó un rechinar de dientes y garras. Gritó y empujó al ser que la agarraba, porque estaba demasiado cerca para utilizar la espada. Garth apareció de improviso como surgido de la nada, agarró al atacante con las manos y lo apartó de un tirón. Wren vio el feo y contorsionado rostro y el nudoso cuerpo cuando se desplomó. Profiriendo un aullido, la joven nómada le asestó una estocada que lo partió en dos.
—¡Grrr! —gruñó Stresa, que estaba a su lado—. Tenemos que escondernos. Sssttt. Son demasiados.
Detrás, pero demasiado cerca para pararse a reflexionar cuál debía ser su siguiente paso, el monstruo que los perseguía profirió un rugido de triunfo. Reemprendieron la huida, volviendo a sumergirse en la nebulosa amalgama de sombras y penumbra, y avanzaron por la roca a trompicones o, en el caso de Stresa, a golpe de garra. De la herida del brazo de Wren manaba abundante sangre. Vio que Garth también tenía manchas de sangre, pero no estaba segura de si era suya o de él. Tenía la boca reseca y el pecho le quemaba cuando aspiraba el aire a bocanadas. Entonces empezaron a fallarle las fuerzas.
Remontaron una loma. De repente, Stresa, que seguía abriendo la marcha, se tambaleó y desapareció de su vista. Corrieron hasta el lugar donde había caído, y lo encontraron tendido en el fondo de una pequeña hondonada.
—¡Aquí! ¡Un refugio! —dijo de repente, resoplando mientras volvía a incorporarse.
Bajaron por el flanco despejado de la pendiente (el otro era un cúmulo de pedruscos) y vieron lo que Stresa estaba mirando. En la roca, debajo de un saliente, se abría una negra hendidura.
—¡Sssstttppp! ¡Adentro, rápido! ¡No perdáis tiempo, este es un lugar bastante seguro! —apremió el gatoespino. Al ver que no reaccionaban, se lanzó sobre ellos en actitud amenazadora—. ¡Escondeos! Yo me encargaré de despistar al monstruo y luego vendré a buscaros. ¡Grrr! ¡Venga! ¡Ya!
Giró como un torbellino y desapareció. Garth dudó durante un breve instante antes de decidirse a esconderse en la grieta, y Wren lo siguió. Envueltos en la oscuridad, levantaron las manos para guiarse a tientas. La fisura atravesaba la capa de lava y se adentraba en la tierra. Cuando estuvieron tan adentro que apenas veían la luz del exterior, se acurrucaron y esperaron con inquietud el desarrollo de los acontecimientos.
Unos segundos más tarde pudieron escuchar a su perseguidor. El monstruo se acercó a gran velocidad y pasó de largo, y poco después los ruidos que hacía se desvanecieron.
Wren se acercó a Garth y le apretó el brazo. Sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad, y logró vislumbrar su figura de forma difusa. Envainó la espada, se quitó la chaqueta de cuero y se subió la manga de la túnica, dejando al descubierto los oscuros arañazos que tenía en el brazo. Se curó las heridas con un ungüento y las vendó con el último pañuelo limpio que le quedaba. El escozor desapareció poco después y se transformó en un dolor sordo. Se recostó, cansada por el esfuerzo, escuchando en el silencio su propia respiración combinada con la de Garth.
El tiempo pasaba y Stresa no regresaba. Wren dejó que se le cerraran los ojos y que sus pensamientos vagaran libremente. Se preguntó a qué distancia estarían del río. El Rowen discurría entre el lugar donde se encontraban y Arborlon. Cuando lo hubieran cruzado, estarían en la región de los elfos. Durante un momento pensó en lo que eso significaba. Apenas si se había concedido tiempo para reflexionar sobre la existencia real de los elfos: no eran un simple rumor o una leyenda, sino algo real y vivo y, a pesar de las pocas probabilidades que tenía de encontrarlos, lo había conseguido. Bueno, casi lo había conseguido. Un día más, dos como mucho…
Volvió a abrir los ojos, y entonces vio a la criatura. Al principio pensó que sus sentidos la engañaban, que las sombras le estaban jugando una mala pasada. Pero había luz suficiente para convencerse de que lo que estaba viendo era real. La criatura permanecía inmóvil, agazapada sobre un saliente de roca a poco más de un metro de distancia de Garth. Era pequeña, de unos treinta centímetros de altura, según calculó Wren, aunque era difícil precisarlo con exactitud dada la postura en que se hallaba. Sus ojos, grandes y redondos, miraban fijamente, y sus orejas puntiagudas sobresalían de forma llamativa de la minúscula cabeza con cara de zorro. Tenía un cuerpo larguirucho y parecía un arácnido a primera vista, tanto que Wren había tenido que reprimir un momentáneo sentimiento de repulsión al recordar su encuentro con el wisteron. Pero era pequeña y de aspecto inofensivo, y tenía unas manos y unos pies diminutos, iguales que los de los humanos. La miraba fijamente, y Wren mantuvo su mirada. Entonces, comprendió de repente que aquella extraña criatura también había escogido aquel lugar para esconderse. Había permanecido inmóvil para evitar ser descubierta, pero como no lo había conseguido, estaba pensando en lo que debía hacer.
Wren esbozó una amable sonrisa. La criatura seguía observándola con ojos atentos y fijos. La joven nómada atrajo discretamente la atención de Garth, levantó un poco las manos, lo puso al corriente de la situación y le pidió que se acercara más. El gigante hizo lo que le pedía, y estudiaron juntos a la criatura. Al cabo de un rato, Wren hurgó en su morral y sacó unas viandas. Mordió un pedazo de queso y le pasó el resto a Garth, que lo terminó. La criatura se relamió los labios.
—Hola, pequeño —saludó Wren con voz suave—. ¿Tienes hambre?
La criatura volvió a sacar la lengua.
—¿Sabes hablar?
No hubo respuesta. Wren le tendió un trozo de queso, pero la criatura no se movió. La joven se inclinó algo más, pero la criatura permaneció inmóvil. Wren dudó, sin saber qué hacer. Al ver que la criatura seguía inmóvil, estiró el brazo con precaución y tiró el queso hacia el saliente.
Con mayor rapidez de la que la mirada de Wren podía captar, la diminuta mano cogió el queso en el aire. Después lo olfateó y se lo llevó a la boca.
—Tienes mucha hambre, ¿verdad? —le preguntó Wren.
Se oyó un arrastre de pies a la entrada del refugio, y la criatura del saliente desapareció inmediatamente entre las sombras. Tanto Wren como Garth se volvieron, empuñando las espadas.
—Grrr —susurró Stresa mientras aparecía lentamente, jadeando—. El demonio no quería rendirse. Pufff. He necesitado mucho más tiempo del previsto para despistarlo.
Sacudió las púas, haciéndolas repiquetear.
—¿Estás bien? —le preguntó Wren.
—Por supuesto que estoy bien —respondió el gatoespino, erizando las púas—. ¿Acaso ves algo en mí que indique lo contrario? Estoy sin aliento, eso es todo.
Wren miró furtivamente hacia el saliente. La extraña criatura había vuelto a acercarse y permanecía en actitud vigilante.
—¿Puedes decirme qué es eso? —preguntó la muchacha al gatoespino, señalando a la criatura con un movimiento de cabeza.
—¡No es más que un jacarino! —respondió Stresa resoplando, tras escrutar la penumbra—. Es completamente inofensivo.
—Parece asustado.
—Los jacarinos se asustan de todo —dijo el gatoespino, parpadeando—. Por eso han conseguido sobrevivir. Por eso y porque son rápidos. Son los seres más veloces de todo Morrowindl. Y también son listos. Lo suficiente para no dejarse atrapar. Podéis estar seguros de que esta grieta tiene otra salida, porque de lo contrario este no estaría aquí. Rrruul. Fijaos en su mirada. Parece muy interesado en vosotros.
Wren no podía apartar los ojos de la pequeña criatura.
—¿También hicieron los elfos a los jacarinos?
Stresa se instaló cómodamente en su sitio y relajó las patas.
—Los jacarinos han vivido siempre aquí. Pero la magia los ha transformado, como a todas las demás cosas. ¿Veis sus manos y pies? Antes eran zarpas. Pueden comunicarse. Observad.
Emitió un sonido breve y agudo. El jacarino se limitó a erguir la cabeza. Stresa hizo un nuevo intento, y en esta ocasión la criatura respondió con un sonido suave y bajo.
—Tiene hambre —dijo el gatoespino, encogiéndose de hombros y perdiendo todo su interés en el asunto. Después posó su achatada cabeza sobre las zarpas delanteras—. Descansaremos hasta el mediodía, y luego seguiremos nuestro camino. Los demonios se echan la siesta cuando aprieta el calor. Es el mejor momento para volver a ponernos en marcha.
Cerró los ojos y su respiración se volvió más acompasada y profunda. Garth dirigió una significativa mirada a Wren y también se tumbó, intentando encontrar una postura cómoda entre las ásperas aristas de la roca volcánica. Wren no estaba dispuesta a dormir. Esperó un instante y buscó en su morral otra porción de queso. La mordisqueó mientras el jacarino la observaba, y luego avanzó por el suelo de la oquedad hasta acortar la distancia que los separaba. Cuando estuvo a un metro de distancia del jacarino, partió un pequeño trozo de queso y se lo ofreció. La pequeña criatura lo cogió con cautela, se lo llevó a la boca y se lo comió.
Poco después, el jacarino yacía enroscado en su regazo, y allí seguía cuando el sueño venció a la joven nómada.
La despertó la mano de Garth en su hombro, firme y reconfortante. Pestañeó y miró alrededor. El jacarino estaba de nuevo en el saliente y los observaba. Garth le dijo por señas que ya era hora de emprender la marcha. La joven nómada se levantó con precaución de los estrechos confines de la grieta y recogió su morral. Stresa esperaba en la entrada con las púas desplegadas, olfateando el aire. Hacía calor dentro del refugio, tan mal ventilado.
Wren miró a su alrededor, deteniéndose un breve instante en el jacarino, que permanecía acurrucado.
—Adiós, pequeño —dijo con voz suave.
Abandonaron la oscuridad para salir a la brumosa luz del exterior. Habían dormido hasta después del mediodía. Las brumas del valle parecían más densas que antes, con su olor sulfuroso y fétido y su fuerte sabor a ceniza y cieno. El calor del interior del Killeshan se filtraba a través de la roca porosa y quedaba flotando en la atmósfera, obstinado e inmóvil, atrapado en el valle sin viento como si estuviera en una marmita. La niebla reflejaba la difusa luz del sol y obligaba a Wren a parpadear para protegerse de su resplandor. Sombríos grupos de acacias se recortaban contra la neblina, y franjas de roca negra desaparecían en otros mundos.
Stresa abría la marcha, caminando con cautela a través de la lóbrega nube cenicienta, cambiando de dirección a cada paso y olfateando mientras avanzaba. El día transcurrió en un incómodo silencio. Wren mantenía alerta todos sus sentidos porque no acababa de creerse que, como había dicho Stresa, los demonios estuvieran durmiendo plácidamente a aquellas horas. Cada vez se adentraban más en el valle, a medida que atravesaban zonas selváticas invadidas por la hierba y las enredaderas, bajaban por pendientes alfombradas de maleza y recorrían interminables y áridas franjas de lava solidificada que destacaban como bandas negras.
La tarde transcurrió con rapidez, sin que detectaran el menor movimiento en la neblina que los rodeaba. Sin embargo, Wren sabía que allí había seres, y podía percibir su presencia. Aquellos seres eran iguales que el que había estado a punto de atraparlos aquella mañana, y otros mucho peores. Pero Stresa parecía conocer el lugar en el que se encontraban y las medidas que debía adoptar para esquivarlos, y dirigía la marcha por senderos que elegía sin la menor vacilación a través del traicionero laberinto. Todo oscilaba y cambiaba a su alrededor, produciendo la sensación de que nada era estable, de que Morrowindl estaba en constante mutación. La isla parecía romperse y recomponerse en torno a ellos, como un paisaje surrealista que pudiera transformarse a su antojo, libre de las leyes que gobiernan la naturaleza. Wren, acostumbrada al terreno seguro de las llanuras, las montañas y los bosques, a una tierra que no estuviera rodeada de agua ni asentada sobre un horno que podía abrirse en cualquier momento y acabar con la vida que bullía a su alrededor, sentía un desasosiego creciente. El aliento del Killeshan humeaba por las fisuras de la costra de lava en pequeñas erupciones que olían a roca quemada y a gases, y que dejaban estelas de detritos flotando en el aire. En medio de la roca volcánica y la cizaña crecían grupos aislados de arbustos en flor, que luchaban por sobrevivir entre el calor y la ceniza. En otro tiempo, pensó Wren, aquella isla debió de ser muy bella, pero ahora era muy difícil imaginarla así.
Cuando Wren, Garth y Stresa llegaron a orillas del río Rowen, el día estaba tocando a su fin y la luz se había vuelto grisácea y tenue. Las criaturas de la niebla habían reemprendido su actividad, y sus sordos murmullos y gruñidos hacían que tanto los dos nómadas como el gatoespino aumentaran las precauciones. En aquel momento, la ribera derecha se ocultaba tras una pantalla de neblina, y la izquierda descendía en una pronunciada pendiente hasta llegar a una corriente de aguas oscuras y agitadas, llenas de cieno y suciedad, tan turbias que no permitían ver nada de lo que yacía bajo la superficie.
Stresa se detuvo junto a la orilla, miró a izquierda y derecha con gesto preocupado y olfateó la atmósfera cargada.
—¿Cómo vamos a cruzarlo? —preguntó Wren al gatoespino, arrodillándose junto a él.
—Por los vados —gruñó el otro—. Ssspptt. El problema es que no sé bien dónde están. Hacía mucho tiempo que no venía por aquí.
Wren se giró hacia Garth, que observaba con actitud impasible. La luz disminuía con rapidez, y los ruidos de los demonios que estaban despertando de la siesta iban en aumento. El aire continuaba quieto y denso, mientras el calor del día se transformaba en húmedo bochorno.
—Grrr. Corriente abajo, creo —dijo Stresa sin demasiada convicción.
Entonces Wren se sobresaltó al advertir que, a sus espaldas, algo se movía en la niebla. Garth desenvainó la espada. Una pequeña figura avanzó muy despacio hacia ellos, y Wren se puso de pie de forma instintiva. Era el jacarino. Dio un rodeo para evitar a Garth y acercarse a ella, para después cogerla del brazo con cierta inseguridad.
—¿Qué haces aquí, pequeño? —murmuró la joven nómada, acariciándole la peluda cabeza.
El jacarino se acomodó sobre su hombro y dirigió a Stresa unos suaves chillidos.
—Dice que el… grrr… paso se encuentra río arriba, cerca de aquí. Pfff —tradujo el gatoespino—. Dice que nos indicará el camino.
—¿Sabe lo que estamos buscando? —preguntó Wren, con el ceño fruncido.
—Parece que sí —respondió Stresa, erizando las púas con ansiedad—. No me gusta estar en campo abierto. Probemos suerte y hagamos lo que nos propone. Tal vez sepa algo.
Wren respondió con un gesto de asentimiento. Con Stresa todavía a la cabeza, el pequeño grupo reemprendió la marcha, remontando el curso del río Rowen y siguiendo en todo momento la curva irregular de la ribera. Wren llevaba al jacarino, que se aferraba a ella posesivamente. No cabía la menor duda de que los había seguido desde que dejaron la grieta. Al parecer, no quería quedarse atrás. Quizá la joven nómada lo había conquistado con sus muestras de afecto y amabilidad. Acarició distraídamente el enjuto cuerpecillo y se preguntó si aún quedaría bondad en Morrowindl.
Un instante después, Stresa se detuvo de repente y les hizo retroceder hasta un montón de rocas. Algo gigantesco y deforme pasó delante de ellos en dirección al río, una sombra silenciosa en medio de la niebla. Los carraspeos y gruñidos aumentaban en número e intensidad a medida que la tenue luz crepuscular dejaba paso a las sombras de la noche. Cuando volvieron a emprender la marcha, lo hicieron conteniendo la respiración.
Más adelante, la orilla se desviaba y descendía para sumergirse en las alborotadas aguas del río, lo que transformaba su arremolinada superficie en una serie de rápidos abruptos. La neblina se levantó lo suficiente para dejar a la vista un estrecho paso de piedras. Lo cruzaron con rapidez, agachados contra el agua, ansiosos por alcanzar la otra orilla. Cuando llegaron, el jacarino volvió a dirigirse a Stresa con su peculiar voz.
—Dice que vayamos por la izquierda —tradujo el gatoespino con palabras que sonaban como un gruñido gutural.
Siguieron las instrucciones del jacarino y se sumergieron en la niebla cenicienta. Poco después, el crepúsculo dejó paso a una impenetrable oscuridad. Delante de ellos, un extraño resplandor blanco brillaba débilmente a través de la neblina. Se vieron obligados a ralentizar el paso para no tropezar en las áreas más oscuras, y a detenerse y escuchar siempre que lo juzgaban oportuno. Al parecer, los demonios estaban un poco más adelante, todos agrupados, según presentía Wren, para interponerse entre ellos y su destino.
Pronto descubrió que sus suposiciones eran acertadas. Cuando el pequeño grupo coronó una cresta de roca volcánica poblada de arbustos resecos, la neblina se aclaró de repente, e inmediatamente se agacharon para ocultarse entre la maleza. Acurrucados muy juntos, miraron en silencio lo que tenían ante ellos.
La ciudad de Arborlon, que se levantaba sobre un promontorio a menos de un kilómetro de distancia, era el origen de aquel extraño resplandor blanco. Emanaba de una titánica muralla que rodeaba la ciudad y que latía débilmente en la neblina y las nubes. Había demonios por todas partes: sombras que aparecían y desaparecían en la nebulosa penumbra, fantasmas informes y sin rostro, iluminados por las lenguas de fuego que brotaban de las fisuras que la lava había abierto en la tierra. Chorros de vapor llenaban el aire de cenizas y calor, transformando la tierra requemada en un horrible y fantasmagórico infierno. Los alaridos de los demonios quedaban ahogados por el retumbo que salía de las profundidades de la tierra, donde las fundidas entrañas del volcán se convulsionaban con verdadera violencia. En la distancia, elevándose sobre la ciudad y los fantasmas que la asediaban, las fauces del Killeshan desprendían humo en un gesto amenazador, como un monstruo de fuego a la espera de un festín.
Wren, profundamente impresionada, apartó la mirada de la ciudad sitiada para fijarla en el desolado paisaje. No podía comprender cómo los elfos podían haber quedado atrapados en aquel mundo increíble. El pánico y la repugnancia invadieron a la joven nómada. ¿Cómo había ocurrido? Los elfos eran sanadores, personas adiestradas desde su nacimiento para restaurar la vida, para conservar la tierra y sus criaturas. ¿Qué podía haber impedido que pusieran en práctica sus habilidades en aquella tierra? Arborlon era una isla tras sus murallas: sus habitantes contaban con alguna protección especial y seguían siendo capaces de subsistir por sí mismos, mientras que el mundo exterior se había convertido en una pesadilla.
—¿Desde cuándo están así las cosas? —preguntó la joven a Stresa, inclinándose hacia él.
—¡Bufff! —bufó el gatoespino—. Desde hace años. Hasta donde yo pueda recordar, los elfos siempre han estado encerrados, escondidos tras su magia. ¡Ssstttppp! ¿Ves la luz que desprende la muralla que rodea la ciudad? Mmssst. ¡Es la magia que los protege!
El jacarino emitió unos suaves chillidos, haciendo que Wren se volviera.
—Grrr —gruñó Stresa—. El jacarino dice que la luz se está debilitando porque la magia va perdiendo fuerza de forma paulatina pero inexorable, y no tardará mucho tiempo en extinguirse por completo.
Wren volvió a fijar su mirada en aquel panorama desolador. «No durará mucho tiempo», dijo para sus adentros. No le cabía ninguna duda al respecto. Una súbita sensación de impotencia se apoderó de ella. ¿Qué debía hacer ahora? Había ido a Morrowindl para encontrar a los elfos y convencerlos de que debían regresar al mundo de los humanos. Esa era la misión que había recibido de Allanon en el Cuerno del Hades. Pero ¿cómo iban a salir de allí? No le cabía la menor duda de que ya habrían salido si hubieran tenido la oportunidad. Sin embargo, seguían allí, completamente asediados. Respiró profundamente. ¿Por qué la había enviado Allanon? ¿Qué tenía que hacer?
Un profundo sentimiento de tristeza nubló su rostro juvenil. ¿Habrían desaparecido los elfos? Ellos eran todo lo que quedaba del mundo fantástico, todo lo que permanecía de las primeras gentes, de la magia que había alimentado la vida cuando esta nacía. ¡Habían hecho tantos y tan duros esfuerzos para conservar la existencia de las Cuatro Tierras cuando las Grandes Guerras terminaron y las viejas costumbres se perdieron…! Por las venas de todos los descendientes de la casa de Shannara corría sangre élfica. Habían salido victoriosos de todas las batallas que habían librado para preservar las razas. Parecía imposible que ahora todo quedara reducido a un simple capítulo del gran libro de la historia, que los elfos pasaran a formar parte de la leyenda.
«Mitos y leyendas —reflexionó—. Eso es lo que son ahora».
Pensó de nuevo en la promesa que se había hecho a sí misma de descubrir la verdad sobre sus padres, quiénes eran y por qué la habían abandonado. ¿Qué papel tenían las piedras élficas en todo aquel asunto? Se había propuesto descubrir por qué se las habían entregado. Levantó la mano y sus dedos siguieron el contorno de la bolsa de cuero que colgaba de su cuello. No había vuelto a acordarse de las piedras élficas desde que empezaron a escalar la Cornisa Negra. Ni siquiera se le había ocurrido utilizarlas cuando corrían peligro. Hizo un gesto de resignación. ¿Tendría que haberlas usado? Podía ver con sus propios ojos qué habían ganado los elfos con el uso de la magia.
Sintió la mano de Garth sobre el hombro y leyó en sus ojos una inquisitiva mirada: le preguntaba qué pensaba hacer. Ella se estaba preguntando lo mismo.
«Vuelve a tu tierra —le dijo una voz en su interior—. Renuncia a esta locura».
En cierto modo, estaba de acuerdo. Aquello era una locura, y el único motivo de que estuviera allí era su estúpida curiosidad y su tozudez. ¡Qué poco podían ayudarle en aquella misión sus habilidades y su entrenamiento! Debía sentirse satisfecha por haber llegado tan lejos, e incluso por seguir conservando la vida.
Pero estaba allí, y las respuestas a todas sus preguntas se encontraban al otro lado de aquel resplandor blanco.
—Stresa, ¿existe alguna forma de entrar en la ciudad? —preguntó al gatoespino en voz baja.
—Grrr, Wren de los elfos. Estás decidida, ¿verdad? —inquirió a su vez Stresa, pero no obtuvo respuesta—. Dentro de un barranco que está… jrruul… cerca de donde merodean los demonios hay unos túneles ocultos. Sssstttpjt. Los túneles llevan al interior de la ciudad. Los elfos los utilizan para salir a escondidas… o, al menos, los utilizaban hace algún tiempo. Nos dejaban salir por ahí de la ciudad para que vigiláramos. Pfff. Tal vez alguno se conserve todavía en buen estado, ¿no crees?
—¿Podrías encontrarlo? —preguntó Wren.
El gatoespino se limitó a pestañear.
—¿Te importaría enseñármelo?
—Jssstttt. ¿No te olvidarás de tu promesa de llevarme con vosotros cuando acabe todo esto?
—No la olvidaré.
—Muy bien —concedió el gatoespino, haciendo una mueca—. En ese caso te llevaré hasta los túneles. ¿Quiénes vamos a ir?
—Garth, tú y yo.
El jacarino emitió inmediatamente unos chillidos, mostrando su desacuerdo.
—Ya lo suponía —dijo Stresa, ronroneando—. El jacarino quiere acompañarnos. Ruuul. ¿Por qué no? Solo es un jacarino.
Wren vaciló durante un instante, pero enseguida sintió en el brazo la firme presión de los dedos del animalillo, que volvió a emitir su característico chillido.
—Sssttt. —Stresa emitió un sonido que podría interpretarse como una risa—. Me pide que te diga que se llama Fauno. Creo que quiere adoptarte.
—Fauno. —Wren repitió el nombre, esbozando una sonrisa—. ¿Es así como te llamas, pequeño? —Los redondos ojos de la criatura estaban clavados en los de la joven, y sus grandes orejas permanecían enhiestas. Parecía extraño que el jacarino tuviese un nombre—. Así que quieres adoptarme, ¿eh? ¿Y vendrás adonde yo vaya? —Wren asintió con la cabeza, apesadumbrada—. Bueno, esta es tu tierra, y probablemente yo no podría impedirte que te fueras a otro sitio, aunque lo intentara.
Miró a Garth para asegurarse de que estaba dispuesto a continuar la marcha. El rudo semblante del gigante estaba sereno, y sus oscuros ojos eran insondables. La joven dirigió una última mirada al mundo de pesadilla que tenía ante sí. Entonces, sobreponiéndose al miedo y la duda, intentó convencerse de que ella, como nómada que era, estaba capacitada para sobrevivir a cualquier peligro.
Sus dedos resbalaron rápidamente sobre la dura superficie de las piedras élficas.
«Y si no queda más remedio…».
Se deshizo de ese pensamiento.
—Vámonos ya, Stresa —dijo en voz baja—. Y llévanos por un lugar seguro.
El gatoespino no se molestó en responder.