18

Ellenroh Elessedil murió al amanecer. Wren estaba a su lado cuando se despertó por última vez. Empezaban a disiparse las sombras de la noche y un pálido tinte violeta coloreaba la niebla cuando la reina abrió los ojos. Fijó en Wren una mirada firme y serena, viendo algo que estaba más allá del ansioso semblante de su nieta. Wren le cogió la mano, estrechándola con ardiente determinación, y durante un breve instante se dibujó una fugaz sonrisa en la cara de la reina. Después exhaló un profundo suspiro, cerró los ojos y murió.

Wren se extrañó de no poder llorar. Era como si no le quedaran lágrimas, como si el temor a que ocurriera lo imposible las hubiera absorbido, y ahora que lo imposible ya había ocurrido no le quedara ninguna. Curiosamente, aunque estaba completamente vacía de emociones, también se sentía desprotegida y, dado que no había ninguna persona a quien quisiera recurrir ni tenía lugar adonde ir, se refugió en la armadura de responsabilidad sobre el destino de los elfos que su abuela le había traspasado.

Fue una buena decisión. Nadie más sabía qué hacer. Eowen estaba inconsolable, convertida en una frágil y acobardada figura mientras se acurrucaba junto a la mujer que había sido su mejor amiga. Sus cabellos rojos le cubrían los hombros y parte del rostro, el cuerpo le temblaba y era incapaz de hablar. Triss y Dal parecían indefensos, anonadados. Ni siquiera Gavilán daba la impresión de poder reunir la energía suficiente para asumir el control de la situación, como habría hecho en otras circunstancias. Su hermoso rostro estaba demudado, con la mirada fija en el cadáver de la reina. Eran muchos los acontecimientos que minaban la confianza en sí mismos, que destruían la esperanza de alcanzar la salvación de los elfos que les había sido encomendada. Aurino Estriado y la reina ya no estaban entre ellos, precisamente las personas que dejaban un hueco mayor. Atrapados en las tierras bajas de las Tinieblas del Paraíso, junto a la ladera de la Cornisa Negra, que aún tenían que escalar, estaban consumidos por la sensación cada vez mayor de que el desastre pendía sobre sus cabezas.

Pero aquella mañana Wren descubrió en su interior una fuerza que no sabía que tenía. Un componente de su antiguo ser, integrado en la joven educada como nómada y en la sangre de Elessedil y Shannara con que había nacido, se inflamó en ella y la impulsó a no desesperarse.

Se levantó, apartándose del cuerpo sin vida de la reina, y miró de frente a sus compañeros de viaje, asiendo el báculo Ruhk con ambas manos, enarbolándolo ante sí como un estandarte, como un testigo de los vínculos que les unían.

—Se ha ido —dijo con serenidad, atrayendo sus miradas y correspondiendo con la suya propia—. Ahora debemos dejarla marchar. Tenemos que seguir adelante para cumplir con nuestro juramento y con sus deseos. Se nos ha encomendado una misión cuya dificultad es cada vez mayor, un cometido que no hemos elegido, pero ya no tiene sentido dudar. Todos y cada uno de nosotros nos hemos comprometido a cumplir esta misión. No me considero capaz de llenar el vacío que ha dejado mi abuela, pero haré cuanto esté en mi mano. Este báculo debería estar en otro mundo, y hemos de hacer todo lo posible por llevarlo hasta él.

Se alejó unos pasos de la reina.

—He tratado a mi abuela durante poco tiempo, pero la he amado como hubiera amado a mi madre si hubiese tenido la oportunidad de conocerla. Era el único familiar con vida que me quedaba. Nos dio a todos lo mejor de sí misma. Merece seguir viviendo en nosotros. Intentaré no defraudarla. ¿Puedo contar con vuestra ayuda?

—No necesitas preguntarlo, señora —respondió Triss sin vacilar—. Ella te entregó el báculo Ruhk y, mientras vivas, la Guardia Real se compromete bajo juramento a protegerte y obedecerte.

—Gracias, Triss —dijo Wren, asintiendo con la cabeza—. ¿Y tú, Gavilán?

—Tú mandas, Wren —respondió Gavilán, y sus ojos azules se nublaron.

Miró a Eowen, y esta se limitó a asentir, todavía enajenada por el dolor.

—Llevad a la reina a las Tinieblas del Paraíso —ordenó Wren a Triss y Dal—. Buscad una zona de arenas movedizas y devolvedla a la isla para que repose en su seno. —Las palabras luchaban por abrirse camino, claras, graves y cortantes—. Lleváosla.

Transportaron a la reina de los elfos al pantano y la depositaron con cuidado en una ciénaga situada a unos treinta metros. Desapareció rápidamente, para siempre.

Volvieron sobre sus pasos en silencio. Eowen reprimía los sollozos, apoyada en el brazo de Wren. Los hombres eran espectros sin voz, teñidos de plata y gris por las sombras y la bruma.

Cuando llegaron a la base de la Cornisa Negra, Wren se puso frente a ellos.

—Escuchadme. Nuestro grupo ha perdido a una tercera parte de sus miembros, y apenas si hemos logrado alejarnos de las laderas del Killeshan. El tiempo apremia. Si no nos damos prisa, ninguno de nosotros conseguirá salir de la isla. Garth y yo tenemos alguna experiencia en sobrevivir en la selva; pero aquí, en Morrowindl, estamos casi tan desorientados como todos vosotros. Entre todos los que quedamos con vida, solo hay uno que cuenta con posibilidades de encontrar el camino.

»Tú nos condujiste sanos y salvos a Arborlon —dijo, girándose hacia Stresa, y el gatoespino pestañeó—. ¿Puedes hacer ahora lo mismo en el viaje de regreso?

—Jrrul-l-l, Wren de los Elfos, portadora del báculo Ruhk, lo intentaré por ti, aunque no tenga muchos motivos para ayudar a los elfos —respondió Stresa, tras mirar a la joven durante un largo rato, con la curiosidad reflejada en sus ojos—. Pero tú has prometido que me llevarás contigo, y confío en que cumplas tu promesa. Sí, os indicaré el camino.

—¿Conoces la ruta, gatoespino? —preguntó Gavilán, dudando de sus verdaderas intenciones—. ¿O estás jugando con nosotros?

Wren le dirigió una dura mirada de reproche.

—Ssss. ¿Por qué no intentas encontrarlo tú? —respondió Stresa. Después se dirigió a Wren—. No he viajado mucho por esta región. Por aquí la Cornisa Negra es infranqueable. Ssss. Debemos… dirigirnos hacia el sur para encontrar un sitio por donde podamos escalarla. Vamos.

Recogieron lo que quedaba del equipo, se lo cargaron a la espalda y emprendieron la marcha. Caminaron en medio de la penumbra matinal, acosados por el calor y la neblina impregnada de ceniza, siguiendo la línea del despeñadero a lo largo de los límites de las Tinieblas del Paraíso. Al mediodía hicieron un alto en el camino para descansar y comer. Eran un grupo de hombres y mujeres taciturnos, de expresión dura, cuyos furtivos e inquietos ojos escrutaban la ciénaga sin cesar. Aquel día, la tierra estaba silenciosa y el volcán descansaba, pero desde el pantano llegaba el sonido de unos seres dedicados a la caza, gritos y aullidos lejanos, el chapoteo del agua y el gruñido de las criaturas enzarzadas en la lucha. Los ruidos los persiguieron cuando continuaron el penoso avance, como un ominoso aviso de que se estaba tendiendo una red a su alrededor.

Hacia media tarde encontraron el paso del que hablaba Stresa, un sendero empinado y tortuoso que desaparecía entre las rocas como la lengua en las fauces de una serpiente. Iniciaron el ascenso sin demora, deseando distanciarse cuanto antes de los sonidos que los perseguían, con la esperanza de alcanzar la cima antes del anochecer.

Pero no lo lograron. La oscuridad cayó sobre ellos cuando se encontraban a media escalada, y Stresa los llevó a un estrecho reborde parcialmente protegido por un saliente para pasar la noche, un lugar que les hubiera ofrecido una amplia vista de las Tinieblas del Paraíso si no lo hubieran impedido las brumas que cubrían todo el terreno con un sudario gris e infinito.

Consumieron la cena sin apetito y de forma apresurada. Después uno se quedó de guardia mientras los demás hacían los preparativos para pasar la noche. La combinación de niebla y oscuridad era tan impenetrable que solo podían ver lo que tenían muy cerca, con la inquietante sensación de que la isla entera se había derrumbado bajo sus pies y los había dejado suspendidos en el aire. De la neblina surgían sonidos guturales y amenazadores, una cacofonía incorpórea y de procedencia indefinida. La escuchaban en silencio, sintiendo que los acosaba, que se estrechaba a su alrededor.

Wren intentaba pensar en otras cosas, envuelta en su manta, helada a pesar del calor que se desprendía del pantano. Pero sus pensamientos eran inconexos, dispersos por una creciente indiferencia ante todo lo que fuera real. La habían despojado de su convicción de quién y qué era, y solo le quedaba una vaga impresión de lo que podía llegar a ser; pero esto, evidentemente, estaba fuera de su comprensión y control. Su vida se había desviado de su sendero seguro y se había asentado en un llano vacío, donde podrían zarandearla como una hoja movida por el viento. El espíritu de Allanon y su abuela le habían encomendado sendas misiones, y no sabía lo suficiente sobre ellas como para saber cómo llevarlas a cabo. Recordó las razones que la habían impulsado a aceptar la propuesta de Cogline de ir al Cuerno del Hades, hacía ya muchas semanas. Había ido, según creyó entonces, para saber más de sí misma, para descubrir la verdad. ¡Qué extraño parecía ahora! Su identidad y su misión cambiaban con tanta rapidez como la noche que da paso al día. La verdad era un huidizo trocito de seda que era imposible agarrar. Se alejaba revoloteando cada vez que ella se acercaba, desgastado y deshilachado; un destello de color y luz. Pero había tomado la decisión de seguir el rastro de las hebras que dejaba tras de sí, finos trozos brillantes que un día la conducirían al tapiz del que se habían desprendido.

«Encuentra a los elfos y devuélvelos al mundo de los hombres».

Lo intentaría.

«Salva a mi pueblo y dale una oportunidad de que rehaga su vida».

También lo intentaría.

Y, al intentarlo, tal vez encontrara la forma de sobrevivir.

Dormitó durante un rato, recostada contra la pared rocosa, con las piernas dobladas contra el pecho y rodeando con los brazos el pulido báculo Ruhk. Fauno dormía a sus pies, entre los pliegues de la manta, y Stresa era una bola entre las sombras de un nicho de piedra. Percibió movimientos a su alrededor cuando realizaron el cambio de guardia. Pensó en pedir un turno, pero no lo hizo. Había dormido poco las dos últimas noches y necesitaba recuperar fuerzas. Ya tendría tiempo de hacer guardia. Apoyó la cara en las rodillas y se perdió en la oscuridad de su mundo interior.

Avanzada la noche, nunca estuvo segura de cuándo, la despertó el áspero roce de una bota sobre la roca, producido por alguien que se aproximaba. Levantó un poco la cabeza, escudriñando la oscuridad bajo el cobijo de su manta. La noche era negra y densa a causa de la ceniza; la niebla reptaba hacia abajo por la ladera de la montaña y se posaba sobre el reborde como una serpiente al acecho. De la penumbra surgió una figura que avanzaba agachada, con movimientos rápidos y furtivos.

Wren alargó la mano lentamente en busca del mango de su cuchillo.

—Wren —susurró la figura.

Era Eowen. La joven levantó la cabeza en señal de reconocimiento y observó a la vidente mientras se acercaba y se acomodaba a su lado. Eowen iba envuelta en su capa y tenía el pelo revuelto y enmarañado, la cara arrebolada y sus ojos reflejaban un gran espanto, como si acabara de ver algo terrorífico. Su boca se tensó cuando empezó a hablar, y después rompió a llorar. Wren la atrajo hacia sí, sorprendida de su vulnerabilidad, de una debilidad que no había mostrado hasta que murió la reina.

Eowen se enderezó, se enjugó los ojos y aspiró profundamente el aire nocturno, realizando un gran esfuerzo para recobrar la compostura.

—No puedo evitarlo —dijo—. Cada vez que pienso en ella, cada vez que la recuerdo, vuelvo a angustiarme.

—Ella te quería mucho —afirmó Wren, intentado consolarla y recordando su propio cariño por la difunta reina.

—He venido a revelarte la verdad sobre los elfos, Wren —dijo la vidente, asintiendo con la cabeza.

Wren esperó, muda e inmóvil, sintiendo que se abría en su interior un pozo frío y sin fondo.

Eowen fijó la mirada en la brumosa noche, en el vacío que las rodeaba, y dio un largo y profundo suspiro.

—Hace mucho tiempo tuve una visión en la que me vi junto a Ellenroh. Ella estaba alegre y rebosante de vitalidad, radiante contra un pálido fondo que parecía un crepúsculo invernal. Yo era su sombra, vinculada a ella, atada a ella. Lo que ella hiciese, también yo lo hacía… Me movía cuando ella se movía, hablaba cuando ella hablaba, sentía su felicidad y su dolor. Estábamos fundidas en una sola. Pero entonces Ellenroh empezaba a desvanecerse, a desaparecer; su color fue aclarándose, sus contornos se desdibujaban. Se esfumó. Sin embargo, yo me quedaba, todavía como una sombra sola, en busca de un cuerpo al que adherirme, y aparecías tú… Yo no te conocía aún, pero sabía que eras la hija de Alleyne, la nieta de Ellenroh. Te girabas hacia mí y yo me acercaba. El entorno se volvía oscuro y ominoso. Una cortina de niebla caía ante mis ojos y solo me permitía ver una especie de calina brillante de color escarlata. El helor me calaba hasta los huesos y sentía que la vida huía de mí.

»La visión terminó, pero comprendí su significado —prosiguió, con un gesto de resignación—. La reina moriría y, cuando lo hiciera, yo moriría también. Tú estarías allí para presenciarlo… quizá para participar en ello.

—Eowen. —Wren pronunció su nombre en voz muy baja, asustada.

—No tengo miedo, Wren —dijo la vidente con la vista puesta en ella. Sus ojos verdes se nublaron—. Ser vidente es, a la vez, un don y una maldición, pero siempre rige la vida de la persona que posee esa facultad. He aprendido a no temer ni tampoco a negar lo que se me muestra, a limitarme a aceptarlo. Ahora acepto que mi tiempo en este mundo está a punto de acabar, y no me gustaría morir sin contarte la verdad que tanto deseas conocer.

»La reina no podía hacerlo, ya lo sabes —prosiguió Eowen, ciñéndose la capa a los hombros—. Le resultaba muy difícil, aunque quería decírtelo. Quizá con el tiempo se hubiera decidido a hacerlo. Pero la mayor pesadilla de su vida era el daño que había provocado la magia de los elfos, el mal que había causado. Yo fui leal a Ellenroh durante toda su vida, pero ahora que ha muerto mi lealtad está en otra parte… respecto a esto, al menos. Debes saberlo, Wren. Debes saber y juzgar por ti misma, porque eres hija de tu madre y eso significa ser reina de los elfos. La sangre de los Elessedil se manifiesta en ti, no lo dudes más. Lo he visto en mis visiones: eres la esperanza de los elfos, en el presente y también en el futuro. Has venido para salvarlos, si es que su destino es la salvación. Puesto que has aceptado el báculo Ruhk y la Loden, y puesto que las piedras élficas te protegen, creo que lo único que te falta saber es lo que hasta ahora se te ha ocultado: el secreto del renacimiento de la magia de los elfos y de la corrupción de Morrowindl.

—Eowen, aún no he decidido asumir la responsabilidad… —dijo la joven, negando con la cabeza.

—La mayor parte de nuestras decisiones nos vienen impuestas, Wren Elessedil —la interrumpió Eowen—. Créeme, yo entiendo eso mucho mejor que tú, y creo que también lo entendía mejor que la reina. Ella era una gran persona, Wren. Hacía todo el bien que podía, y no debes culparla por lo que voy a decirte. Debes reflexionar sobre lo que voy a contarte; si lo haces, comprenderás que Ellenroh estuvo prisionera desde el principio, y que todas las decisiones que parecían suyas en realidad le fueron impuestas. Si ella te ocultó la verdad era porque te quería demasiado. No podía soportar la idea de perderte. Eras todo lo que le quedaba.

Su pálido rostro se reflejaba en la neblina como un fantasma, y su voz volvía a ser un susurro.

—Sí, Eowen —dijo Wren—. Y ella era todo lo que me quedaba a mí.

Las delgadas manos de la vidente, frías como el hielo, se extendieron para coger las de Wren, que no pudo evitar un estremecimiento al sentir su contacto.

—Entonces escucha mis palabras, hija de Alleyne, esperanza de los elfos. Escucha atentamente. —Los ojos esmeralda relucieron igual que las hojas cubiertas de escarcha a la luz del amanecer.

»Cuando los elfos llegaron a Morrowindl, la isla era virgen y fértil, un paraíso inimaginable donde todo era limpio y seguro. Los elfos recordaban lo que habían dejado atrás, un mundo que ya empezaba a dar evidentes muestras de deterioro, a enfermar allí donde los umbríos habían pululado para reproducirse y alimentarse: un mundo que se doblegaba bajo el peso de la tiranía de la Federación y el avance de unos ejércitos que solo sabían obedecer sin hacerse ninguna pregunta. Era una situación que ya duraba mucho tiempo, Wren, y los elfos la soportaron durante innumerables generaciones.

»No querían que aquello se repitiera, y empezaron a pensar en la forma de protegerse a sí mismos y el lugar que acababan de descubrir. Podría llegar un día en que la Federación tomara la decisión de extenderse más allá de las fronteras de las Cuatro Tierras, y era muy probable que también lo hicieran los umbríos. Creyeron que solo la magia podía protegerlos, y la magia con la que contaban entonces no procedía de la sabiduría de los druidas ni de las enseñanzas del mundo moderno, sino del poder redescubierto de sus orígenes. Esa magia era inmensa e incontrolable, y todavía inmadura. Olvidaron las lecciones de los druidas, del Señor de los Brujos, de los mordíferos y de todos aquellos que habían sido sus víctimas en el pasado. Ellos no sucumbirían, se dijeron a sí mismos. Ellos serían más listos, más cuidadosos y más diestros al utilizarla.

»Algunos de ellos tenían… experiencia en crear nuevos seres con la magia —prosiguió la vidente, tras respirar profundamente y soltar las manos de Wren para echarse hacia atrás el enmarañado cabello—. Criaturas vivientes, Wren… especies nuevas que podían satisfacer sus necesidades. Habían descubierto un método para extraer la esencia de criaturas de la naturaleza y, mediante el uso de la magia, nutrirla de manera que, al desarrollarse, se convirtiera en una variedad del ser sobre la que había sido modelada. Solo podían obtener perros a partir de otros perros, y gatos a partir de gatos, pero más corpulentos, fuertes, ágiles y listos. Pero eso fue solo el principio. Progresaron con rapidez en la mezcla de diferentes formas de vida, creando animales que reunían las mejores cualidades de las combinadas. Ese fue el origen de los gatoespinos… y de docenas de otras especies. Eran los primeros experimentos del nuevo uso de la magia: bestias que podían pensar y hablar tan bien como los humanos, bestias que podían pastar, cazar y vigilar a cualquier enemigo mientras los elfos permanecían a salvo.

»Al principio, todo funcionaba a las mil maravillas. Las criaturas se desarrollaban y servían para los fines previstos. Pero, con el paso del tiempo, algunos de los artífices empezaron a aportar nuevas ideas para el uso de la magia. Si habían tenido éxito en lo primero, decían, ¿por qué no habrían de tenerlo de nuevo? Si podían formarse animales mediante la magia, ¿por qué no algo más complicado? ¿Por qué no duplicarse a sí mismos? ¿Por qué no formar un ejército de seres humanos que lucharan en su lugar, en caso de que se produjera un ataque, mientras ellos permanecían tras las murallas de Arborlon?

Eowen movió la cabeza lentamente, torciendo sus delicadas facciones ante alguna imagen horrible en su cabeza.

—Entonces crearon los demonios… o los seres que acabarían convirtiéndose en demonios. Tomaron algunas partes de sí mismos, carne y sangre, para empezar, pero después agregaron recuerdos, emociones y todos los componentes incorpóreos de sus espíritus, y los dotaron de vida. Estos nuevos elfos, porque entonces eran elfos, fueron creados para convertirse en soldados, cazadores y guardianes del reino, y no sabían otra cosa ni tenían otras necesidades o deseos que los de servir. Parecían ideales. Sus creadores los enviaron a vigilar las costas de la isla. Eran autosuficientes; no había necesidad de preocuparse por ellos.

»Según me han dicho —prosiguió, bajando la voz hasta que se convirtió en un murmullo—, estuvieron casi olvidados durante un tiempo, como si su existencia no fuera a tener consecuencias.

»Entonces empezaron los cambios —continuó. Cogió las manos de Wren y las apretó entre las suyas—. Poco a poco, los nuevos elfos empezaron a alterarse, a cambiar de aspecto y de personalidad. Esto sucedía lejos de la ciudad, fuera de la vista de la gente y, por lo tanto, nadie pudo detener el proceso o tomar medidas contra él. Algunas de las primeras criaturas creadas por la magia, como los gatoespinos, hablaron con los elfos y les contaron lo que estaba sucediendo, pero nadie les prestó atención. A fin de cuentas, solo eran animales, a pesar de sus capacidades, y no concedieron ninguna importancia a sus advertencias.

»Los nuevos elfos, ya casi transformados en demonios, empezaron a desertar de sus puestos, a desaparecer en las selvas, a cazar y matar cuanto les salía al paso. Los gatoespinos y demás animales fueron sus primeras víctimas, y los elfos de Arborlon serían las siguientes. Se hicieron enormes esfuerzos para acabar con aquellos monstruos, pero fueron dispersos y estuvieron mal dirigidos, y, por otra parte, los elfos se negaban a aceptar que el problema no radicaba en algunas de sus creaciones, sino en todas ellas. Cuando por fin se dieron cuenta de que habían sido incapaces de prever los desastrosos efectos de la magia, la situación era incontrolable.

»En aquellos días ya reinaba Ellenroh. Su padre había infundido en la Quilla la magia de la Loden para lograr un escudo tras el que pudieran refugiarse los elfos, que de verdad parecían bien protegidos. Pero Ellenroh no estaba tan segura. Decidida a eliminar los demonios, llevó a sus guardias reales a las junglas para descubrirlos. Pero la magia había actuado con demasiada eficacia en este caso concreto: había hecho que los demonios fueran muy fuertes. Una y otra vez, abatían a los elfos. La guerra se prolongó durante años, en una terrible e interminable lucha por la supremacía de la isla que asoló Morrowindl y convirtió la vida en esta tierra en una pesadilla que trascendía la razón.

»Al final, presionada por la ingobernabilidad de la magia y la ferocidad de los demonios, Ellenroh ordenó que los elfos se encerraran en la ciudad. —Sus manos se crisparon, duras y rígidas—. Eso ocurrió hace diez años, y puso fin al más mínimo contacto con el mundo exterior.

—Pero ¿por qué no eliminaron a esas criaturas con la misma magia que las había creado? —preguntó Wren.

—¡Oh, Wren, era demasiado tarde para eso! —Eowen se balanceó como si estuviera meciendo a un niño—. ¡La magia se había agotado! —Sus ojos tenían una mirada distante y extraviada—. Toda magia procede de una fuente. La magia de los elfos no es una excepción. En su mayor parte procede de la tierra; es un entresijo de la vida que en ella reside. La isla fue la fuente de la magia utilizada para crear a los demonios y a todos los seres que los precedieron: su tierra, su aire, su agua y los restantes elementos de la vida. Pero la magia es costosa y tiene sus propios límites. El tiempo se encarga de reponer la que se consume, pero lo hace muy despacio. Lo que los elfos no advirtieron era que los demonios, a medida que cambiaban, empezaban a su vez a necesitar la magia. Creados a partir de ella, descubrieron que la necesitaban para sobrevivir. Empezaron a extraerla de forma sistemática de la tierra y de los seres que vivían en ella, matando todo aquello de lo que se nutrían. La devoraban con más rapidez de la que podía regenerarse. La isla empezó a cambiar, a agostarse, a enfermar y morir. Era como si no pudiera protegerse de las criaturas que la asolaban; demonios y falsos elfos. Cuando los elfos admitieron la verdad, no quedaba magia suficiente para cambiar la situación. Los demonios ya eran demasiado numerosos para ser destruidos. Todo lo que se encontraba fuera de la ciudad quedó a su merced. Morrowindl sobrevivió, aunque a duras penas, pero había sido subvertida, transformada en un erial o en una sanguinaria jungla, y casi todo lo que vivía en ella mataba con tanta rapidez y seguridad como los demonios. La naturaleza había perdido su equilibrio. El Killeshan despertó de su sueño e hirvió dentro de su caldera. Al final, la magia de la isla empezó a agotarse por completo, y eso impulsó a los demonios a sitiar Arborlon. Los efluvios de la magia de la Quilla les resultaban irresistibles. Les atraían con la fuerza con la que el imán atrae al hierro, y se propusieron nutrirse de ella.

—Y ahora vendrán también por nosotros, ¿verdad? —inquirió Wren, palideciendo—. Tenemos la magia de la Quilla, toda la magia de Arborlon y de los elfos almacenada en la Loden, y no renunciarán a apoderarse de ella.

—Sí, Wren. Es de esperar. —La voz de Eowen se había reducido a un siseo—. Pero eso no es lo peor de lo que tengo que decirte. Hay otras cosas. Escúchame. Ya es bastante malo que los elfos crearan a los demonios que los destruirían, que corrompieran Morrowindl hasta hacer imposible su salvación, que tal vez se aniquilaran a sí mismos como pueblo. Ellenroh apenas podía soportar pensar en eso, en el papel que había desempeñado en la extracción de la magia de la isla, o en su fracaso cuando intentó restablecer el orden de las cosas. Pero lo que más la desolaba era la razón que había impulsado a los elfos a trasladarse a Morrowindl. Lo hicieron para liberarse de la Federación y de los umbríos, y de todo lo que ambos representaban, para apartarse de la locura, para volver a empezar en un mundo nuevo. ¡Pero fueron los elfos quienes arruinaron el mundo antiguo!

—¿Los elfos? ¿Cómo es posible? ¿Qué estás diciendo, Eowen? —preguntó Wren, con los ojos desencajados por el asombro y la incredulidad.

Aspiró una bocanada de aire, como si intentara reunir la energía necesaria para lograr que la vidente de cabellos rojos continuara.

—Después de que los demonios se adueñaran de casi toda Morrowindl, cuando ya no tuvieron la más mínima duda de que la isla estaba perdida y de que los elfos era prisioneros de su propia insensatez, la reina descubrió e hizo que se presentaran ante ella todos aquellos que todavía intentaban jugar con el poder: hombres y mujeres estúpidos que parecían incapaces de aprender de sus propios errores, que continuaban creyendo que podían controlar la magia. Entre ellos estaban los que habían creado a los demonios. Los expulsó de la ciudad, no por lo que habían hecho, sino por lo que intentaban hacer. Intentaban utilizar la magia de otra forma, de la forma que se había empleado unos trescientos años antes, en los días que siguieron a la muerte de Allanon y la desaparición de los druidas de las Cuatro Tierras.

»No todos los que reivindicaban los antiguos métodos vinieron a Morrowindl, ni todos los elfos procedían de las Cuatro Tierras —prosiguió, tras una breve pausa—. Atrás quedó un puñado de practicantes de la magia, repudiados por su pueblo, expulsados por los sucesores de Elessedil. —Su voz se hizo casi inaudible—. Ese puñado, Wren, creó otra clase de monstruos.

Siguió un silencio largo y sobrecogedor mientras la vidente y la joven nómada se miraban. Un frío concentrado en el estómago de Wren empezó a serpentear hacia sus miembros.

—¡Maldita sea! —exclamó, horrorizada por la verdad que ahora se le revelaba, una verdad que les habían ocultado a quienes fueron convocados al Cuerno del Hades por el espíritu de Allanon—. ¡Estás diciendo que los elfos crearon a los umbríos!

—No, Wren. —La voz de Eowen era ronca—. Los elfos no crearon a los umbríos. Los elfos son los umbríos.

La respiración se le quedó atascada en la garganta, formando un nudo que amenazaba con estrangularla. Recordó al umbrío del Ala Desplegada, el que había seguido su rastro durante tanto tiempo, el que habría acabado con su vida si no hubiese utilizado las piedras élficas. Intentó imaginarlo como un elfo, pero no lo consiguió.

—Elfos, Wren. —La voz de Eowen volvió a captar su atención—. Mi pueblo, el de Ellenroh. El tuyo. Solo unos pocos, compréndelo, pero elfos, al fin y al cabo. Supongo que ahora hay otros, pero al principio eran solo elfos. Buscaban ser algo mejor, creo, algo distinto. Pero se equivocaron y se convirtieron en… lo que ahora son. Incluso entonces, se negaron a cambiar, a buscar ayuda. Ellenroh lo sabía. Todos los elfos lo sabían, al menos durante un tiempo. Por eso abandonaron su país natal. Estaban horrorizados por lo que habían hecho sus hermanos. Estaban consternados por el mal uso que habían hecho de la magia, porque la magia que practicaban era impredecible y mutable en el mejor de los casos, y lo que creaban no siempre respondía a sus deseos.

»¿Comprendes por qué la reina no podía revelarte la verdad? —prosiguió, esbozando una amarga sonrisa—. ¿Comprendes el peso que soportaba? ¡Era una Elessedil y sus antepasados habían permitido que eso ocurriera! Ella misma había contribuido al mal uso de la magia, aunque solo porque era lo único que podía hacer si quería salvar a su pueblo. Esa era la razón de que te lo ocultara. Incluso ahora me pregunto si no habré cometido un error…

—¡Eowen! —Wren le apretó las manos, decidida a no soltarlas—. Has hecho bien en decírmelo. Mi abuela debería haberlo hecho desde un principio. Es una verdad espantosa, atroz, pero…

En su voz se traslucía la desesperanza, mientras fijaba sus ojos en los de la vidente. «No confíes en nadie», le había advertido la Víbora. Ahora comprendía por qué. Los secretos que venían de hacía trescientos años yacían esparcidos a sus pies, y solo la muerte los había expuesto.

—Te he contado suficiente por esta noche —dijo Eowen, apartando sus manos de las de la joven y levantándose—. Hubiera preferido no tener que hacerlo.

—No, Eowen…

—Sé generosa, Wren Elessedil. Perdona a la reina. Y a mí. Y a los elfos, si es que puedes hacerlo. Recuerda la importancia de la misión que se te ha encomendado. Lleva la Loden a las Cuatro Tierras. Deja que los elfos empiecen de nuevo. Deja que ayuden a enderezar las cosas.

Se dio media vuelta, ignorando el ruego de Wren para que se quedara, y se alejó.

Wren permaneció despierta, contemplando cómo la bruma se arremolinaba, intentando atravesar con la mirada las oscuras e impenetrables sombras de la noche. Escuchaba los movimientos de los que estaban haciendo guardia, la respiración de los que dormían, el mudo susurro de sus pensamientos, que luchaban abiertamente con la verdad que le había revelado Eowen.

«Los umbríos son elfos».

Las palabras se repetían como un susurro de advertencia. Ella era la única que lo sabía, la única que podía prevenir a los demás. Pero para poder hacerlo tenía que salir de Morrowindl. Tenía que sobrevivir.

La noche parecía cerrarse a su alrededor. Ella había querido conocer la verdad y ahora ya la sabía. Era un triunfo amargo, doloroso, y aún no era consciente del todo de lo grande que había el precio por conseguirlo.

«¡Oh, abuela!».

Sus manos se aferraban al báculo Ruhk mientras una frustración, ira y tristeza insoportables inundaban todo su ser. Había descubierto su derecho de herencia, su identidad y la historia de su vida, y ahora deseaba que todo aquello desapareciera para siempre. Era vil y corrupto, marcado por la traición y la locura. Lo aborrecía.

En aquellos amargos instantes, cuando su ánimo alcanzó su punto más bajo, cuando parecía que nada peor podría suceder, un pensamiento aún más lúgubre se impuso a todos los demás.

«Los umbríos son elfos… y tú llevas a toda la nación élfica de regreso a las Cuatro Tierras».

¿Por qué?

La pregunta quedó suspendida como una acusación en el silencio de su mente.