11
Cuando a la mañana siguiente Wren abrió los ojos, se encontró en una habitación de paredes blancas, acostada en un lecho con sábanas de algodón ribeteadas de florecillas bordadas. En los muros había tapices de lana de colores suaves que destacaban a la luz que se filtraba por las cortinas de encaje que cubrían la gran ventana.
Se maravilló de que hubiera luz solar en una tierra donde, más allá de las murallas de la ciudad y del poder de la magia élfica, solo había tinieblas.
Permaneció acostada un rato más, todavía somnolienta, concediéndose tiempo para coordinar sus pensamientos. La noche anterior apenas había visto la alcoba, pues estaba a oscuras, y Eowen la había ayudado a acostarse a la escasa luz de una vela. Había caído desplomada en el lecho de plumón y se había quedado dormida casi al instante.
Cerró los ojos durante un momento, intentado conectar lo que en ese momento estaba viendo con sus recuerdos: aquel luminoso presente de ensueño con el duro e inexorable pasado. ¿Había sido real la búsqueda de los elfos, el vuelo a Morrowindl, el viaje a través del In Ju, la escalada de la Cornisa Negra, la marcha hasta el río Rowen y la llegada a Arborlon? Reposando allí, envuelta por la luz del sol y la caricia de las sábanas, le costaba creerlo. Sus recuerdos de lo que había al otro lado de las murallas (la oscuridad, el fuego y la neblina, los monstruos que salían de todas partes y solo sabían destruir) parecía borroso y lejano.
Parpadeó con fuerza y se impuso la obligación de recordar. Los acontecimientos desfilaron ante ella, vívidos y violentos. Vio a Garth a su lado, enfrentándose al umbrío en el borde de los acantilados que dominaban el Confín Azul. Revivió la noche que pasaron en la playa de la isla donde los habían dejado Tigre Ty y Espíritu. Pensó en Stresa y en Fauno, esforzándose por recordar su aspecto, su forma de hablar y de comportarse, y lo que habían soportado para ayudarles a cruzar aquel mundo de pesadilla. Eran amigos que la habían ayudado, y ella a cambio los había abandonado.
El recuerdo del gatoespino y el jacarino acabó de despertarla. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Estaba en Arborlon, en el palacio de la reina de los elfos, el hogar de Ellenroh Elessedil, su abuela. Aspiró profundamente, luchando con esa idea, esforzándose en hacerla real. Lo era, desde luego… pero al mismo tiempo no lo parecía. Era algo demasiado nuevo, pensó. Había ido allí para descubrir la verdad sobre sus padres, sin imaginar que esa verdad pudiera ser tan asombrosa.
Recordó lo que había pensado cuando Cogline fue en su busca para hablarle de los sueños que les había enviado el druida: que, si viajaba al Cuerno del Hades para hablar con Allanon, podía cambiar su vida.
Pero nunca hubiera podido imaginar hasta qué punto.
Precisamente era este cambio lo que la intrigaba y atemorizaba. Después de vivir tantas aventuras para llegar a Morrowindl y encontrar a los elfos, ahora se enfrentaba a un mundo y a unas gentes a las que en realidad no conocía ni comprendía. La pasada noche había descubierto las innumerables dificultades a las que debía enfrentarse. Si su propia abuela era capaz de mentirle, ¿cómo iba a confiar en los demás? Le dolía que le ocultara cosas a ella. Había sido enviada al hogar de los elfos con un objetivo concreto, pero aún lo desconocía. Si Ellenroh lo sabía, se lo guardaba para sí… al menos por ahora. Y tampoco había sido muy explícita sobre los demonios; solo le había asegurado que no habían escapado de la Prohibición, y que Ellcrys no se había debilitado. Pero procedían de alguna parte, y Wren estaba segura de que la reina conocía su origen. Su abuela guardaba muchos secretos.
Secretos… De nuevo la odiosa palabra.
Secretos.
Apartó el asunto de su mente sacudiendo la cabeza con energía. La reina era su abuela, el último miembro de su familia, la persona que había traído al mundo a su madre, y una mujer dotada de talento, belleza, amor y sentido de la responsabilidad. Volvió a negar con la cabeza. No podía permitirse el lujo de pensar mal de Ellenroh Elessedil. No podía menospreciar sus valores. Tal vez se parecía demasiado a ella, tanto física como emocionalmente, en palabras, pensamientos y acciones. Había podido comprobarlo la noche anterior, lo había percibido en la conversación que habían mantenido, en las miradas que habían intercambiado y en sus respectivas reacciones.
La joven nómada soltó un suspiro. Era mejor concentrarse en el objetivo que se había marcado al principio y esperar pacientemente.
Poco después se levantó y se dirigió a la puerta que comunicaba con la alcoba contigua. La abrió y se encontró con Garth, que no llevaba camisa. Tenía los musculosos brazos y el atlético torso cubierto de vendas, y su oscuro y barbudo rostro estaba lleno de cicatrices y cardenales. Sin embargo, el gigante nómada parecía descansado y en plena forma. Cuando Wren le invitó a entrar con un gesto, se giró en busca de una túnica y se la puso apresuradamente. La ropa que le habían proporcionado le estaba pequeña y acentuaba su corpulencia. Ella disimuló una sonrisa mientras se dirigían a un banco situado junto a la ventana de cortinas de encaje, feliz solo de verlo de nuevo, reconfortada con su presencia familiar.
«¿Qué has averiguado?», le preguntó Garth por señas.
Ella le mostró entonces su sonrisa. El bueno, entrañable y leal Garth… siempre directo al meollo de la cuestión. Le repitió la conversación que había mantenido con la reina la noche anterior, y le contó la historia de sus padres y de las familias Elessedil y Ohmsford. Pero se calló sus sospechas de que Ellenroh le ocultaba la verdad sobre los demonios. Quería reservarse ese dato por ahora, con la esperanza de que su abuela no tardara en confiárselo.
No obstante, quiso conocer la opinión de Garth sobre la reina.
—¿Has notado en mi abuela algo que a mí se me haya pasado por alto?
Garth esbozó una ligera sonrisa ante la tácita afirmación de que había algo que a ella se le había pasado por alto. No dudó antes de responder.
«Está asustada».
—¿Asustada? —En efecto, Wren no se había dado cuenta—. ¿De qué?
«No sabría decírtelo. Supongo que de algo que ella sabe y nosotros no. Mide mucho sus palabras y también la forma de decirlas, como ya habrás notado. —Hizo una pausa—. Tal vez su miedo sea por ti, Wren».
—¿Porque mi madre fue asesinada cuando regresó a Morrowindl y teme que yo pueda correr la misma suerte? Pero, según la visión de Eowen, yo tenía que regresar. Estaban esperando mi llegada. Garth, ¿qué opinas de esa visión? ¿Cómo voy yo a salvar a los elfos? ¿No te parece absurdo? Después de todo, nos ha costado mucho trabajo llegar a la ciudad. No veo cómo podría cambiar algo mi presencia.
«Mantén los ojos y los oídos bien abiertos como buena nómada —respondió Garth, encogiéndose de hombros—. Así es como se descubren las cosas».
El gigante esbozó una amplia sonrisa, y Wren le correspondió con otra.
La dejó a solas para que se vistiera. Ella lo siguió con la mirada hasta que cerró la puerta que comunicaba sus dormitorios. De pronto se dio cuenta de las numerosas e importantes contradicciones entre la historia sobre sus padres que le había contado su abuela y la que le había contado Garth. Sin embargo, debía tener en cuenta el hecho de que la versión de Garth procedía de fuentes indirectas, mientras que la de la reina se basaba en sucesos acaecidos antes de que sus padres salieran de Arborlon; tal vez eso hiciera inevitables las incoherencias. En cualquier caso, ninguno de los dos había hecho el menor comentario sobre lo que tendrían que haberles parecido evidentes errores del otro. Garth nunca había mencionado a los jinetes alados y la reina, por su parte, no había hecho alusión alguna a los nómadas. Ninguno de los dos le había dicho por qué sus padres habían acudido a la Tierra del Oeste antes que a Valle Sombrío para encontrarse con los Ohmsford.
Se preguntó si debía comentar estas contradicciones con Garth. Dada la magnitud de las otras preocupaciones que la abrumaban, ¿podía considerar que aquello era realmente importante?
Encontró la ropa que le habían llevado, unas prendas que le sentaban mejor que a Garth las suyas… Pantalones, una túnica, medias, un cinturón y un par de botines de cuero finamente repujado. Mientras se vestía, repasó las revelaciones de la noche anterior, considerando de nuevo lo que había averiguado. La reina parecía convencida de la importancia de su llegada a Arborlon y segura de que la visión de Eowen se cumpliría. Aurino Estriado también le había dicho que esperaban su llegada. Sin embargo, nadie le había explicado por qué, si es que lo sabían. En el sueño no se especificaba la naturaleza de su cometido. Tal vez fuera necesaria una segunda visión para descubrirlo.
Esbozó una sonrisa ante su propia vanidad, y estaba poniéndose los botines cuando la sonrisa se desvaneció de repente.
¿Y si la importancia de su regreso se debía a que tenía en su poder las piedras élficas? ¿Y si esperaban que utilizara las piedras como arma contra los demonios?
Se estremeció solo con pensarlo y recordó cómo se había visto obligada a utilizarlas dos veces en contra de su voluntad, reviviendo la sensación de poder que había experimentado cuando la magia corría a través de su cuerpo como un fuego líquido que quemaba y estimulaba al mismo tiempo. Era consciente del efecto adictivo que ejercían sobre ella, de la unión que se producía cuando las utilizaba y de cómo parecían formar parte de ella. Después de repetirse una vez más que no volvería a utilizarlas, se había visto obligada a hacerlo… o tal vez no obligada, sino persuadida. Hizo un gesto de disgusto. El empleo de una palabra u otra carecía de importancia; los resultados seguían siendo los mismos. Cada vez que utilizaba la magia, se alejaba un poco de sí misma y estaba más cerca de convertirse en alguien a quien no conocía. El poder de la magia la enajenaba.
Acabó de calzarse los botines y se puso de pie. Estaba confundida. Las piedras élficas no podían ser tan importantes. De lo contrario, ¿por qué Ellenroh no las había conservado en lugar de dárselas a Alleyne? Si de verdad podían cambiar el curso de los acontecimientos, ¿por qué no las habían utilizado contra los demonios hace ya mucho tiempo?
Dudó durante un breve instante. Después cogió su camisón y sacó las piedras élficas del bolsillo donde las había guardado la noche anterior. Relucieron en su mano, con la magia dormida, inofensiva e invisible. Las examinó con atención, preguntándose por las circunstancias que las habían puesto en sus manos, y lamentó de nuevo que Ellenroh no las hubiera aceptado cuando intentó devolvérselas.
Luego apartó de su mente los sombríos sentimientos sobre las piedras élficas y las enterró en las profundidades del bolsillo de su túnica. Tras ceñirse un cuchillo largo al cinturón, se irguió con la confianza en sí misma reconstruida y salió de la habitación.
Había un centinela haciendo guardia ante su puerta. Después de detenerse para llamar con una seña a Garth, este los escoltó escaleras abajo hasta el comedor. Desayunaron solos, sentados a una larga y pulida mesa de roble cubierta de blancos manteles y adornada con flores, en un enorme salón de techo en arco y ventanas con cristaleras emplomadas que filtraban la luz solar y la descomponían en los colores del arco iris. Los atendía una doncella, lo que hizo que la autosuficiente Wren Ohmsford se sintiera incómoda. La joven nómada desayunaba en silencio, sentada frente a Garth, preguntándose qué debía hacer una vez hubiese terminado el desayuno.
No había señales de la reina.
Sin embargo, cuando estaban a punto de acabar se presentó el Búho. Aurino Estriado parecía tan escuálido y macilento como cuando se encontraba sumergido en las densas sombras de los campos de lava, y movía su anguloso cuerpo de un modo tan singular que daba la impresión de tener los miembros desencajados. Su ropa estaba limpia y había desaparecido el extraño gorro que llevaba el día anterior, pero seguía conservando su apariencia ajada y descuidada, que parecía formar parte de su ser. Se acercó a la mesa del desayuno y se sentó, inclinándose hacia delante con un movimiento desgarbado.
—Tenéis mucho mejor aspecto que anoche —dijo, esbozando una media sonrisa—. Una ropa limpia y un baño te han convertido en una muchacha bonita, Wren. ¿Has descansado bien?
—Bastante bien, gracias —respondió la joven nómada, devolviéndole la sonrisa. Le agradaba el Búho—. Y gracias otra vez por habernos traído aquí sanos y salvos. No lo hubiéramos conseguido sin tu ayuda.
—Quizá sí —respondió el Búho, frunciendo los labios. Tras dirigir una significativa mirada a Garth, se encogió de hombros—. Pero los dos sabemos muy bien que fuiste tú quien nos salvó. —Hizo una pausa, conteniéndose cuando estaba a punto de mencionar las piedras élficas, y se arrellanó en la silla. Sus envejecidas facciones élficas se contrajeron, lo que le daba un aire de duende travieso—. ¿Os apetece visitar los alrededores cuando terminéis, y dar un paseo por la ciudad? Tu abuela me ha ordenado que, por ahora, esté a vuestra disposición.
Poco después abandonaron los jardines del palacio, esta vez por la puerta principal, y se dirigieron a la ciudad. El palacio se levantaba sobre un montículo situado en el centro de Arborlon, protegido por los bosques y rodeado de casitas y tiendas de la ciudad. Durante el día había una gran actividad en todas las calles de la ciudad, con los elfos ocupados en realizar sus tareas cotidianas. Todas las miradas recaían sobre los tres paseantes. En realidad no iban dirigidas al Búho ni a Wren, sino a Garth, que era mucho más corpulento que los elfos y muy distinto a ellos. Wren estiraba el cuello para poder verlo todo. La luz del sol intensificaba el verdor de los árboles y de la hierba, y avivaba los colores de los edificios y de las flores que crecían al borde de los senderos. Daba la impresión de que no existían las brumas ni el fuego en el interior de las murallas. Había pequeñas partículas de ceniza y azufre en el aire, y la sombra del Killeshan se proyectaba como una borrosa mancha en el cielo en dirección este, donde la ciudad se adentraba en la montaña, pero la magia resguardaba y protegía todo el espacio interior de las murallas. Los elfos se dirigían a sus trabajos como si no ocurriera nada anormal, como si sobre ellos no pesara ninguna amenaza y toda la isla de Morrowindl estuviera en las mismas condiciones que la ciudad.
Un rato después, atravesaron el bosque y la muralla exterior se hizo visible. Parecía diferente a la luz del día. El resplandor de la magia había quedado reducido a una trémula aureola que tornaba el mundo exterior en una imprecisa y nebulosa acuarela. Morrowindl con sus montañas, el cráter del Killeshan, la mezcla de roca volcánica y bosque calcinado, las fisuras de la tierra y los géiseres de vapor y cenizas… todo ello estaba tan envuelto en la neblina que casi era invisible. Había soldados elfos patrullando en las murallas, pero no estaban librando ningún combate, porque los demonios se habían retirado a dormir hasta el anochecer. El mundo que los rodeaba se había convertido en un tétrico desierto, y los únicos sonidos procedían de las voces y movimientos de los habitantes de la ciudad.
—¿Por qué hay un foso en el interior de la muralla? —preguntó Wren al Búho, girándose hacia él cuando se aproximaban al extremo del puente más próximo.
—Para separar la ciudad de la Quilla —respondió el Búho, mirando a lo lejos—. ¿Sabes algo de la Quilla?
Señaló la muralla. Wren recordó entonces el nombre. Stresa había sido el primero en pronunciarlo, cuando le había dicho que la situación delicada de los elfos se debía a que su magia se estaba debilitando.
—Se erigió por medios mágicos en tiempos del padre de Ellenroh, cuando surgieron los demonios. Protege a la ciudad de esos seres monstruosos y la mantiene como fue en sus orígenes. Todo es como era cuando Arborlon fue trasladada a Morrowindl, hace ya más de cien años.
Wren aún estaba pensando en lo que Stresa había dicho sobre el supuesto desgaste de la magia. Iba a preguntarle a Aurino Estriado sobre ese desgaste cuando cayó en la cuenta de lo que el elfo acababa de decir.
—Búho, ¿has dicho «cuando Arborlon fue trasladada a Morrowindl»? Supongo que querías decir «cuando Arborlon se construyó en Morrowindl», ¿no es así?
—Quiero decir exactamente lo que he dicho.
—¿Que se trasladaron los edificios? ¿O te referías a Ellcrys? A propósito, Ellcrys está en la ciudad, ¿no es cierto?
—Allí detrás —respondió el elfo, haciendo un gesto vago, y su expresión pareció nublarse—. Detrás del palacio.
—Así que te referías a…
—A la ciudad, Wren —la interrumpió el Búho, con gesto impaciente—. A toda la ciudad, junto con los elfos que la habitan. A eso me refería.
—Pero… —dijo Wren, mirando al Búho con asombro—. Eso significa que fue reconstruida con los materiales transportados por los elfos…
—Wren, ¿nadie te ha hablado de la Loden? ¿No te explicó anoche la reina cómo habían llegado los elfos a Morrowindl? —preguntó el Búho, y sacudió la cabeza.
Se había inclinado hacia la joven y la atravesaba con sus penetrantes ojos.
—Me dijo que los elfos habían tomado la decisión de emigrar de la Tierra del Oeste porque la Federación… —respondió Wren, tras vacilar durante un breve instante.
—No —la interrumpió el Búho de forma tajante—. No me estoy refiriendo a eso.
Apartó la mirada por un instante; luego la cogió del brazo y la llevó hasta un saliente de piedra al pie del puente, donde se sentaron. Garth los siguió, con su oscuro semblante inexpresivo, y se puso frente a ellos para poder ver el movimiento de sus labios.
—No pensé que tendría que contarte esto, muchacha —empezó a decir el Búho después de que se hubieran sentado—. Otros podrían hacerlo mucho mejor que yo. Pero no podremos hablar mucho si no te lo explico antes. Además, si eres la nieta de Ellenroh Elessedil y la persona que ella ha estado esperando, la de la visión de Eowen Cerise, tienes que saberlo. —Cruzó los brazos en actitud relajada—. Pero no vas a creerlo. Estoy seguro de que no te lo vas a creer.
—Dímelo de todas maneras —respondió Wren, esbozando una sonrisa, un poco incómoda ante la perspectiva.
—Quiero que tengas en cuenta que lo que voy a decirte es lo que a mí me han contado, por lo que no puedo asegurarte que sea cierto —respondió Aurino Estriado, asintiendo con la cabeza—. Los elfos recuperaron parte de su magia ancestral hace más de cien años, antes de que vinieran a Morrowindl, cuando todavía vivían en la Tierra del Oeste. No sé cómo lo consiguieron, y la verdad es que tampoco me importa. La cuestión es que, cuando tomaron la decisión de emigrar, concentraron su magia en una piedra élfica llamada Loden. Según tengo entendido, la piedra existía desde tiempos inmemoriales, escondida, guardada en un lugar secreto a la espera del momento en que fuese necesaria. Habían transcurrido cientos de años, incluyendo el período posterior a las Grandes Guerras, sin que llegara ese momento. Pero los Elessedil la tenían oculta, o a lo mejor la encontraron. El caso es que la utilizaron cuando se tomó la decisión de emigrar.
»Según me han dicho —prosiguió el Búho, tensando los labios, después de hacer una pequeña pausa—, esa piedra élfica, como todas las demás, extrae su fuerza del portador. En este caso, el portador no fue una sola persona, sino toda la raza élfica. Toda la fuerza de la nación élfica se utilizó para invocar la magia de la Loden. —Carraspeó—. Cuando lo hicieron, la ciudad de Arborlon se levantó igual… igual que una palada de tierra; quedó reducida a la nada y se introdujo en la piedra élfica. Esto es lo que quiero decir con que Arborlon fue trasladada a Morrowindl. Quedó atrapada dentro de la Loden junto con la mayor parte de sus habitantes, y una pequeña escolta la trasladó a la isla. Una vez elegido el emplazamiento de la ciudad, se invirtió el proceso, y Arborlon resurgió en todo su esplendor, junto con todos sus habitantes: hombres, mujeres, niños, perros, gatos y demás especies animales; casas y tiendas, árboles, flores, hierba… todo. Y, por supuesto, Ellcrys también. Todo.
»¿Qué dices ahora, muchacha? —le preguntó el Búho, echándose hacia atrás y entrecerrando sus penetrantes ojos.
—Tenías razón, Búho. No me lo creo —respondió Wren, sin poder salir de su asombro—. No puedo comprender cómo los elfos pudieron recuperar con tanta rapidez algo que había estado perdido durante miles de años. ¿De dónde les llegó? Habían perdido por completo la magia en la época de Brin y Jair Ohmsford… ¡Solo contaban con sus dotes curativas!
—Eso está más allá de lo que sé, Wren —respondió el Búho, encogiéndose de hombros—. Sucedió mucho antes de que yo naciera. Tal vez lo sepa la reina, pero nunca me ha dicho ni una palabra al respecto. La ciudad y sus habitantes fueron transportados aquí en la Loden. Esa es la historia. Y así se erigió también la Quilla… Bueno, no exactamente así. En realidad se construyó con piedra, siguiendo el procedimiento normal; pero la magia que la protege procede de la Loden. Yo era entonces un niño, pero recuerdo que el antiguo rey utilizó el báculo Ruhk, que sostiene la Loden y canaliza su magia.
—¿Lo has visto? —preguntó Wren en tono de duda.
—He visto muchas veces el báculo y su piedra —respondió el Búho—. Pero solo en una ocasión he podido presenciar cómo se usa.
—¿Qué me dices de los demonios? —prosiguió Wren, ávida de información, intentando encontrar algún sentido a lo que estaba oyendo—. ¿Qué ocurre con ellos? ¿No podéis combatirlos con la Loden y el báculo Ruhk?
—No —respondió el Búho. El rostro se le ensombreció y su expresión cambió con tal rapidez que cogió a Wren por sorpresa—. La magia es inútil contra los demonios.
—Pero ¿por qué? —apremió ella—. La magia de las piedras élficas que yo poseo puede destruirlos. ¿Por qué no puede hacerlo la magia de la Loden?
—Supongo que será una clase diferente de magia —respondió el Búho con poca convicción, encogiéndose de hombros.
—¿Puedes decirme de dónde han salido los demonios, Búho? —preguntó Wren.
—¿Por qué me lo preguntas, Wren Elessedil? —inquirió Aurino Estriado, claramente incómodo.
—Ohmsford —le corrigió la joven.
—No lo creo.
Se produjo un tenso silencio mientras se miraban.
—También proceden de la magia, ¿no es así? —dijo Wren, incapaz de guardarse sus sospechas.
—Pregúntaselo a la reina, Wren. Habla con ella —respondió el Búho, manteniendo firme su penetrante mirada. Después se levantó de repente—. Ahora que ya sabes cómo llegó aquí la ciudad, al menos según la leyenda, acabemos nuestro paseo. Hay tres portones en la Quilla: el principal y dos secundarios. Mira allí…
Empezó a caminar, sin dejar de hablar, explicándole lo que estaban viendo y haciendo caso omiso de las preguntas que nadie parecía querer contestar. Wren lo escuchaba medio distraída, más interesada en la historia de la llegada de los elfos a Morrowindl. Se requería una magia de un poder inconcebible para levantar una ciudad entera, reducirla al tamaño de una piedra élfica y encerrarla en su interior para trasladarla a través del océano. Aún no podía comprenderlo. La magia élfica recuperada del mundo fantástico, de una época vagamente recordada… Era increíble. Y con todo ese poder no había manera de librarse de los demonios, no había manera de destruirlos. Cerró la boca para impedir que salieran por ella una docena de preguntas. En realidad, no sabía muy bien qué creer y qué no.
Pasaron la mañana y las primeras horas de la tarde paseando por la ciudad. Subieron a las murallas y contemplaron el panorama que se divisaba desde ellas, un paisaje sombrío y cubierto de niebla, carente de movimiento salvo donde el Killeshan lanzaba sus chorros de vapor y la bruma cenicienta se arremolinaba. Vieron de nuevo a Faetón, que se dirigía a la Quilla desde la ciudad, sin reparar en su presencia. Sus duras facciones, cubiertas de cicatrices y enmarcadas por una cabellera descolorida por el sol, tenían una expresión adusta. El Búho lo miró con desagrado y se dispuso a continuar el paseo. Entonces Wren le pidió que le hablase de Faetón. Aurino Estriado le explicó que era el comandante de campo de la reina, solo inferior en rango a Barsimmon Oridio, a quien ansiaba suceder.
—¿Por qué le tienes tanta antipatía? —preguntó Wren sin rodeos.
—Es difícil de explicar —respondió el Búho, con el ceño fruncido—. Supongo que porque existe una diferencia fundamental entre nosotros. Yo paso la mayor parte de mi tiempo fuera de las murallas, rondando de noche entre los demonios, observando dónde se encuentran y lo que se traen entre manos. Vivo en su mismo entorno, y así es como se puede llegar a conocerlos. Conozco las diferentes especies y sus hábitos. Estoy mejor informado que ninguna otra persona. Pero Faetón no da ningún valor a estos conocimientos. Para él, los demonios solo son enemigos a los que es necesario destruir. Quiere sacar el ejército élfico fuera de las murallas y lanzar un ataque sorpresa contra ellos. Hace varios meses que está buscando la autorización de Barsimmon Oridio y de la reina. Sus hombres lo admiran; piensan que tiene razón porque quieren creer que sabe más que ellos. Llevamos encerrados tras la Quilla cerca de diez años. La vida sigue su curso normal, pero, aunque nadie lo diría al ver a los habitantes de la ciudad, o incluso al charlar con ellos, todos sienten una profunda desazón. Recuerdan cómo vivían antes y desean volver a su vida de antaño.
Wren se planteó durante un momento volver a sacar el tema del origen de los demonios y por qué no podían acabar con ellos, pero decidió no desviar la conversación.
—Por lo que veo, piensas que el ejército no tiene esperanzas de salir vencedor fuera de las murallas.
—Tú has estado ahí fuera conmigo, Wren… —respondió el Búho, fulminándola con la mirada—, algo de lo que no puede presumir Faetón. Has viajado desde la playa hasta aquí. Te has enfrentado a los demonios en más de una ocasión. ¿A qué conclusión has llegado? Es evidente que no son como nosotros. Existen centenares de especies, y cada una supone un peligro diferente. A algunos se les puede matar con espadas, pero no a todos. A lo largo del río Rowen, siguiendo su curso, se encuentran, en primer lugar, los aparecidos, todo dientes y garras. Sobre la Cornisa Negra se asientan los dráculs, fantasmas que pueden absorber nuestra fuerza vital, semejantes al humo, sin cuerpo con el que luchar ni donde poder clavar una espada. Y estas son solo dos de las especies, Wren. —Hizo un gesto de impotencia—. No, no creo que podamos vencerlos fuera de las murallas. Creo que debemos considerarnos dichosos si logramos sobrevivir en el interior.
—Pero el gatoespino me dijo que la magia que protege a la ciudad se está debilitando —objetó Wren, que escuchaba con atención, tras caminar algunos pasos más.
Pronunció estas palabras en tono de afirmación, y esperó la respuesta del Búho. Pero el elfo guardó un largo silencio, con los ojos fijos en el suelo.
—El gatoespino tiene razón —respondió por fin el Búho, levantando la vista.
Entraron por primera vez en la ciudad propiamente dicha. Curiosearon por las tiendas y los carromatos que llenaban la plaza del mercado, examinaron las mercancías y observaron a los compradores y vendedores. Arborlon era una ciudad como cualquier otra en todos los aspectos, salvo en uno. Al mirar las caras que tenían a su alrededor, Wren veía reflejados sus propios rasgos élficos. La experiencia era nueva y gratificante, y le complacía la idea de ser la primera persona procedente del mundo exterior que veía a los elfos desde hacía más de cien años. Estaban vivos; existían de verdad. Era un descubrimiento maravilloso, y se emocionaba al pensar que solo ella lo sabía.
Tomaron un frugal almuerzo en el mercado, compuesto por un emparedado de pan poco cocido y carne asada con verdura, una fruta parecida a una pera y un vaso de cerveza. Después, el Búho los llevó a los Jardines de la Vida, situados detrás del palacio. Recorrieron sus senderos en silencio, dejándose embargar por la fragancia de los parterres y los aromas de los centenares de flores que alegraban los árboles y arbustos con sus llamativos colores. Pasaron ante un elegido vestido de blanco, consagrado al cuidado de Ellcrys, que los saludó con un gesto amable. De pronto, Wren se dio cuenta de que estaba pensando en la historia que Par Ohmsford le había contado sobre Amberle, la joven elfa que llegó a ser la más famosa entre los elegidos. Subieron a lo alto de la colina sobre la que se asentaban los jardines y se detuvieron ante Ellcrys. Las hojas escarlatas y las ramas plateadas del árbol destellaban a la luz del sol con tal viveza que no parecían reales. Wren quiso tocarla, susurrarle algo, decirle que comprendía los muchos sinsabores que había tenido que soportar. Pero no lo hizo; se limitó a quedarse ante el árbol en silencio. Ellcrys nunca hablaba, pero había captado los sentimientos de la joven. Por consiguiente, Wren se limitó a contemplarla en mudo éxtasis, pensando cuán terrible sería que la Quilla sucumbiera y que los demonios invadieran la ciudad de los elfos. Ellcrys sería destruida, sin duda, y cuando eso sucediera, todos los monstruos apresados tras las murallas de la Prohibición, los seres que habían permanecido encerrados durante todos aquellos años, invadirían de nuevo el mundo de los hombres mortales. Entonces, pensó Wren con angustia, se haría realidad la visión de Allanon.
Regresaron al palacio para descansar hasta la cena. El Búho los dejó en la entrada principal, diciendo que tenía algunos asuntos urgentes que atender.
—Sé que aún te quedan muchas preguntas pendientes, Wren —dijo al despedirse con gesto solemne—. Procura ser paciente. Me temo que las respuestas no tardarán en llegar.
Se alejó por el sendero y traspasó la entrada de la verja. Wren, junto a Garth, lo siguió con la mirada mientras se alejaba. El gigante nómada se volvió hacia ella enseguida, indicándole que volvía a tener hambre y que quería ir a la cocina en busca de algo de comer. Wren respondió asintiendo con la cabeza, abstraída, pensando todavía en los elfos y en su magia, dándose cuenta de que el Búho no había contestado a su pregunta de por qué había un foso dentro de la Quilla. Garth desapareció por el corredor, rompiendo el silencio con el ruido de sus pisadas, y ella se dirigió a la alcoba. No estaba segura de lo que haría allí, aparte de reflexionar sobre la situación, aunque esa tarea era más que suficiente. Subió por la escalera principal, escuchando el silencio, atrapada en el torbellino de sus pensamientos. Cuando empezaba a recorrer el pasillo que arrancaba del último rellano, apareció Gavilán Elessedil.
—¡Hola, prima Wren! —saludó alegremente, flamante con su túnica a rayas amarillas y azules ceñida con una cadena de plata—. Has estado paseando por la ciudad, según tengo entendido. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Muy bien, gracias —respondió Wren, aminorando el paso hasta detenerse mientras él se acercaba.
—Dime, ¿te alegras de haber venido o preferirías haberte quedado en tu tierra? —preguntó Gavilán, cogiéndole la mano para llevársela a los labios y besarla con delicadeza.
—Supongo que un poco de las dos cosas —respondió Wren, esbozando una sonrisa al tiempo que retiraba la mano y se ruborizaba, aunque se esforzó por evitarlo.
—Es normal —dijo Gavilán con los ojos brillantes—. No todo son rosas, pero tampoco espinas. Has recorrido un largo camino para poder encontrarnos, ¿verdad? Debiste de tomarte muy en serio nuestra búsqueda, ¿no es así, Wren? ¿Has averiguado lo que querías?
—Solo en parte.
—Te hubieras sentido muy orgullosa de Alleyne, tu madre —dijo Gavilán. Su hermoso rostro adquirió una expresión seria—. Sé que la reina ya te ha hablado de ella, pero quiero contarte algo. Cuidó de mí como una hermana mayor cuando yo era niño. Estábamos muy unidos. Era una muchacha fuerte y decidida… y veo que tú eres igual.
—Gracias, Gavilán —respondió Wren, esbozando una nueva sonrisa.
—Es la verdad. —Guardó silencio durante un breve instante—. Espero que veas en mí más a un amigo que a un simple primo. Quiero que sepas que, si alguna vez necesitas algo o tienes preguntas, puedes contar conmigo. Me sentiré muy satisfecho de ayudarte si está en mi mano hacerlo.
—Gavilán, ¿puedes decirme cómo era mi madre físicamente? —preguntó Wren, vacilante—. ¿Puedes decirme qué aspecto tenía?
—Eso es fácil —respondió Gavilán, encogiéndose de hombros—. Alleyne era pequeña, como tú, tenía el pelo del mismo color, y su voz… —Se le quebró la voz—. Es difícil de describir. Era musical. Alleyne era ingeniosa y muy risueña. Pero, sin duda, lo que mejor recuerdo de ella son sus ojos. Eran idénticos a los tuyos. Cuando te miraba, hacía que te sintieras como si no hubiera nada ni nadie más importante en el mundo.
Wren recordó entonces el sueño en que su madre, con un aspecto muy parecido al que había descrito Gavilán, se inclinaba sobre ella y le decía una y otra vez: «Recuérdame». Ahora ya no le parecía un sueño. Tenía la sensación de que alguna vez, hacía mucho tiempo, había sucedido de verdad.
—¿Wren?
La joven se dio cuenta de que tenía la mirada perdida en el vacío. Volvió a mirar a Gavilán y se preguntó de pronto si debía hacerle algunas preguntas sobre las piedras élficas y los demonios. Parecía que estaba ansioso por seguir hablando con ella, y ella se sentía atraída por él de una forma que la sorprendía. Pero todavía no lo conocía bien, y las enseñanzas que había recibido de los nómadas la impelían a actuar con cautela.
—Los elfos atraviesan momentos difíciles —comentó Gavilán de repente, inclinándose hacia ella. Wren sintió el contacto de sus manos, que se levantaron hasta cogerla por los hombros—. La magia tiene secretos que…
—Buenas tardes, Wren —saludó Eowen Cerise, que acababa de aparecer en el rellano de la escalera, a sus espaldas. Gavilán se interrumpió de golpe por la sorpresa—. ¿Lo has pasado bien en la ciudad?
Wren se dio la vuelta, y advirtió que las manos de Gavilán se retiraban de sus hombros.
—¿Qué te parece tu prima, Gavilán?
—Encantadora, decidida… un vivo reflejo de su madre —respondió el elfo, esbozando una sonrisa y mirando a Wren—. Tengo que irme. He de resolver un montón de asuntos antes de la cena. Hablaremos más tarde.
Saludó con una leve inclinación de cabeza y se alejó con paso seguro, confiado y no exento de elegancia.
Wren lo siguió con la mirada, pensando que escondía muchas cosas tras su amistosa actitud, pero que en el fondo era sincero.
—Gavilán hace que todas nos sintamos de nuevo como unas jovencitas —dijo Eowen. Su mirada se cruzó con la de Wren cuando la joven nómada se giró hacia ella. Llevaba el ardiente cabello rojo recogido en una redecilla, y vestía una holgada túnica con flores bordadas. Su sonrisa era cálida, pero los ojos, como siempre, parecían fríos y distantes—. Creo que todas estamos enamoradas de él.
—¡Pero si yo casi no lo conozco…! —exclamó Wren, sonrojándose.
—Bien, háblame ahora de tu paseo —dijo Eowen, con un leve asentimiento—. ¿Qué has visto de la ciudad, Wren? ¿Qué es lo que te ha contado Aurino Estriado sobre ella?
Mientras recorrían el pasillo hacia la alcoba de Wren, la joven repitió a Eowen las palabras del Búho, con la secreta esperanza de que la vidente ampliara la información. Pero Eowen se limitó a escuchar en silencio, alentándola con gestos de aprobación a que siguiera hablando. Parecía estar preocupada por otras cosas, aunque le prestaba la atención necesaria para no perder el hilo de la conversación. La joven había completado su relato cuando llegaron a la puerta de su dormitorio, y se volvió hacia su interlocutora.
—Te has enterado de muchas cosas para llevar menos de un día en la ciudad, Wren —dijo Eowen, esbozando una leve sonrisa.
«Muchas menos de las que me gustaría saber», pensó la muchacha.
—Eowen, ¿por qué nadie me dice de dónde proceden los demonios? —preguntó Wren abiertamente.
—A los elfos no les gusta pensar en los demonios, y mucho menos hablar de ellos —respondió Eowen. La sonrisa se había esfumado de su solemne rostro: la había reemplazado una evidente pesadumbre—. Los demonios surgieron de la magia, Wren… del mal entendimiento y del mal uso. Constituyen, a la vez, una amenaza, una ignominia y una promesa. —Hizo una pausa y, al ver el desencanto y la frustración reflejados en los ojos de Wren, le cogió las manos—. La reina me ha prohibido hablar de ellos, Wren —dijo en voz baja—. Y es probable que tenga motivos para ello. Pero te prometo que algún día, si todavía sientes necesidad de saberlo, te lo contaré todo.
—Te lo recordaré, Eowen —respondió Wren, asintiendo con la cabeza y viendo reflejada la honestidad en los ojos de la amiga de la reina—. Pero me gustaría que mi abuela no me obligara a tener que recurrir a ti.
—Sí, Wren. A mí también me gustaría. —Eowen dudó durante un momento—. Hace mucho tiempo que estamos muy unidas. Juntas hemos conocido la infancia, nuestro primer amor, y a nuestros esposos y nuestros hijos. De todo eso ya no nos queda nada. Alleyne fue nuestra peor experiencia. Nunca se lo he dicho a tu abuela, aunque creo que lo sospecha, pero la visión me reveló que Alleyne intentaría regresar a Arborlon, y que no podríamos impedírselo. Las visiones son una bendición y una maldición. Me permiten conocer lo que ha de suceder, pero no puedo hacer nada para cambiarlo.
—Magia, Eowen —respondió Wren, haciendo un comprensivo gesto de asentimiento—. Como la de las piedras élficas. Me gustaría librarme de ella. Me asustan los efectos que pueda producir en mí. ¿No te pasa a ti algo parecido?
—Nuestro destino en esta vida lo marca algo que no podemos comprender ni controlar, y nos liga a nuestro futuro con una fuerza mayor que la de cualquier magia —contestó Eowen, reforzando su apretón y fijando sus ojos verdes en el rostro de Wren.
»Mientras nosotras hablamos, la reina decide el destino de los elfos, Wren —prosiguió Eowen, soltándole las manos y retirándose unos pasos—. Ha sido tu llegada lo que la ha impulsado a hacerlo. ¿Deseas saber qué desencadenará tu presencia aquí? Creo que esta noche lo sabrás.
—Has tenido una visión, ¿verdad, Eowen? —preguntó la joven, estremeciéndose al comprender el significado que encerraban aquellas palabras—. Has visto lo que ha de suceder.
—Siempre ha sido así, niña —respondió en voz baja la vidente, haciendo un gesto de resignación—. Siempre. —Su rostro reflejaba una gran angustia—. Las visiones nunca cesan.
Después se dio media vuelta y desapareció por el corredor. Wren la siguió con la mirada. Los dos eran profetas que se encaminaban hacia un destino incierto, visiones del destino de los elfos.
Aquella noche la cena transcurrió con exasperante lentitud, en un embarazoso clima regido por largos paréntesis de silencio. Llamaron a Wren y Garth al anochecer, y ellos bajaron al comedor, donde ya los estaban esperando Eowen y el Búho. Gavilán se unió al grupo un poco después. Ocupaban asientos contiguos en un extremo de la larga mesa de roble, sobre la que habían depositado muchos alimentos. Varios criados ocupaban sus puestos, preparados para servirlos, y el comedor estaba profusamente iluminado. Hablaban poco y, cuando lo hacían, se esforzaban en no entrar en terrenos resbaladizos. Incluso Gavilán, que llevaba el peso de la conversación, elegía con cuidado los temas. Wren no conseguía adivinar si su primo se sentía intimidado por la presencia de Eowen y el Búho o estaba preocupado por otra cosa. Se mostraba tan brillante y alegre como siempre, pero no prestaba atención a la comida y parecía un poco ausente. Cuando hablaban, era para comentar la infancia de Wren con los nómadas y los recuerdos que él conservaba de Alleyne. La cena fue tediosa, y se produjo una inconfundible sensación de alivio cuando terminó.
Aunque todos esperaban la llegada de la reina, Ellenroh Elessedil no se presentó.
Cuando los cinco comensales ya se habían levantado de la mesa y se disponían a despedirse, un nervioso mensajero irrumpió en la estancia y habló precipitadamente con el Búho.
—Los demonios han atacado por la parte norte de la muralla y, al parecer, han conseguido abrir una brecha —dijo Aurino Estriado, con la preocupación reflejada en su curtido rostro, volviéndose hacia los comensales tras despedir al mensajero.
Todos salieron precipitadamente del comedor, Eowen para buscar a la reina, Gavilán para empuñar las armas; el Búho, Wren y Garth, para comprobar con sus propios ojos lo que estaba sucediendo. Los dos nómadas, precedidos por el Búho, corrieron por el palacio hasta atravesar la puerta principal, y después atravesaron la ciudad. Wren veía que el suelo volaba bajo sus pies mientras corría. El crepúsculo había dejado paso a la oscuridad, y la luz de la Quilla fulguraba intensamente entre los árboles. Recorrieron varias calles secundarias. Los elfos corrían en todas direcciones, profiriendo gritos de alarma. Toda la ciudad se había movilizado al conocer la noticia del asalto. Aurino Estriado esquivó a las multitudes rodeando el centro urbano y se dirigió al este por la parte trasera de la ciudad, hasta donde los árboles se espaciaban y permitían observar la Quilla. La muralla era un inmenso hormiguero de soldados elfos, mientras otros varios centenares cruzaban los puentes para unirse a ellos, corriendo todos hacia un lugar donde el resplandor había quedado reducido prácticamente a la nada y una masiva aglomeración de combatientes luchaban con ardor en la oscuridad.
Wren y sus compañeros siguieron adelante hasta llegar a menos de doscientos metros de la muralla. Allí les cortaron el paso las oleadas de soldados.
Wren, impresionada, se agarró del brazo de Garth. La magia parecía haber fallado por completo en la brecha que se había abierto en la Quilla, y las piedras habían quedado reducidas a escombros. Centenares de oscuros cuerpos sin rostro se apiñaban en la brecha, intentando atravesarla por todos los medios, mientras los elfos se esforzaban por evitarlo. La situación era caótica: los cuerpos se retorcían y contorsionaban de forma agónica al ser aplastados por los que empujaban desde atrás, los gritos y alaridos llenaban el aire, y no había nada que amortiguara los ruidos de la batalla que aquella noche estaban librando los elfos y los demonios. Las espadas de los elfos cortaban y las zarpas de los demonios desgarraban, y un gran número de muertos y heridos yacían alrededor de la brecha. Parecía que los demonios acabarían triunfando: eran tan numerosos que podía considerarse que su vanguardia ya estaba dentro de la ciudad. Pero un feroz contraataque de los elfos los obligó a retroceder. La batalla se libraba en oleadas que fluctuaban en torno a la brecha, sin acabar de decidirse a favor de ninguno de los dos bandos.
Después se oyó el grito de «¡Faetón, Faetón!», y la albina cabeza del comandante elfo apareció al frente de una nueva compañía de soldados. Espada en alto, el comandante se dirigió hacia la muralla. Los demonios fueron repelidos, entre chillidos y aullidos, por una avalancha de elfos. Faetón, al frente de la misma, se mantenía milagrosamente ileso, mientras muchos de sus hombres caían a su alrededor. Los elfos de los baluartes se sumaron al contraataque, actuando desde arriba, y cayó un diluvio de lanzas y flechas sobre la horda de demonios. El resplandor de la Quilla se intensificó, cerrando durante un breve instante la brecha de la muralla.
Pero los demonios, en masa, reanudaron su asalto, trepando por doquier. Los elfos resistieron un momento, pero enseguida empezaron a retroceder. Faetón se situó delante de ellos de un salto, enarbolando la espada. La batalla se equilibró mientras los combatientes de ambos bandos luchaban por ganar el control. Wren contemplaba horrorizada el desarrollo de la matanza; los muertos, moribundos y heridos yacían por todas partes, pero la lucha era tan intensa que resultaba imposible llegar hasta ellos. En torno a Wren y sus compañeros se habían reunido muchos elfos: ancianos, mujeres y niños; todos los que no formaban parte del ejército. Un extraño silencio se cernía sobre ellos, mientras presenciaban con ansiedad e impotencia la sangrienta escena.
«¿Qué ocurrirá si los demonios logran traspasar la muralla? —pensó Wren de repente—. Nadie tendrá la más mínima oportunidad de salvarse. No hay ningún lugar donde toda esta gente pueda refugiarse. Todos morirán».
Miró a su alrededor con los nervios a flor de piel. ¿Dónde estaba la reina?
En ese preciso instante apareció, escoltada por una docena de guardias reales, y la multitud se abrió para dejarle paso. Wren vio a Triss, que encabezaba a los guardias con expresión dura y tétrica. La reina avanzaba entre ellos en línea recta y con la cabeza erguida, inconsciente, al parecer, del tumulto que la rodeaba, con su terso rostro sereno y la mirada al frente. Dejó atrás a la multitud para dirigirse al puente más cercano que salvaba el foso. Sostenía en una mano el báculo Ruhk, en cuyo extremo relucía la Loden como un ascua encendida.
«¿Qué va a hacer?», se preguntó Wren, y de pronto temió por su vida.
La reina llegó al centro del puente, donde se arqueaba sobre el foso, y se situó de modo que todos pudieran verla. Se elevaron vítores, y los soldados de la muralla empezaron a corear su nombre, recobrando los ánimos. Los elfos que luchaban con Faetón en la brecha renovaron sus bríos. La defensa, haciendo acopio de todas sus fuerzas, avanzó en una impetuosa oleada. Los demonios volvieron a retroceder. Se multiplicaron los golpes y chirridos de las armas de hierro, y con ellos, los alaridos de los moribundos.
De pronto, Faetón cayó. Fue imposible saber lo que había sucedido: estaba allí, liderando la defensa, y unos segundos después había desaparecido. Los elfos gritaron y embistieron en un intento de protegerlo. Los demonios cedieron terreno, empujados por el aluvión que se les venía encima. La oleada de combatientes entró en la brecha una vez más, y la atravesó, empujando los demonios al otro lado, más allá de luz. El halo que protegía la Quilla se soldó al entretejerse las líneas de su magia.
Los demonios reanudaron su asalto por tercera vez, y los elfos, extenuados, se retiraron tambaleándose.
Ellenroh Elessedil levantó el báculo Ruhk, apuntando hacia la brecha. La Loden refulgió bruscamente. Se oyeron gritos de alarma, y los elfos retrocedieron en tropel por la brecha. De la Loden brotó un estallido de luz que se proyectó hacia la Quilla al concentrarse la energía de la piedra élfica. Alcanzó la muralla en el preciso instante en que se retiraba el último de los soldados elfos. Los escombros de piedra se fueron levantando, fragmento a fragmento, entre chirridos y roces, y la muralla empezó a reconstruirse. Los demonios quedaron atrapados y sepultados en el remolino. Las piedras se recompusieron en capas sucesivas y los resquicios se rellenaron de mortero. La magia trabajaba y la Loden proyectaba su poder. Wren retenía el aliento, presa de la incredulidad. La muralla se reedificó, rellenando el negro boquete, y quedó completamente restaurada.
La magia había hecho su trabajo en unos pocos segundos, y los demonios habían sido expulsados tras las murallas una vez más.
La reina permaneció inmóvil en el centro del puente mientras nuevas compañías de soldados elfos pasaban corriendo junto a ella para proteger las almenas. Esperó hasta que el mensajero que había enviado regresara del escenario de la matanza. Este, tras arrodillarse un momento, se levantó para hablar. Wren vio cómo la reina asentía con la cabeza, giraba sobre sus talones y emprendía el camino de regreso. La Guardia Real despejó de nuevo el camino, pero ahora la soberana buscó con su mirada a Wren y logró encontrarla de una forma misteriosa en medio de la creciente multitud. La joven nómada sintió miedo al ver la expresión del rostro de su abuela.
Ellenroh Elessedil se acercó a la joven, con la ropa ondeando al viento como una bandera junto al báculo Ruhk que presionaba contra su cuerpo. La Loden todavía destellaba con su aterradora luz blanca.
—Aurino Estriado —dijo la reina cuando estuvo cerca, con los ojos fijos en el Búho—. Si no tienes inconveniente, adelántate a nosotros y haz salir a Bar y Eton de sus aposentos… si es que aún siguen en ellos. Diles… —Pareció que se le hacía un nudo en la garganta, y su mano se crispó en torno al báculo Ruhk—. Diles que Faetón ha muerto en el ataque, víctima de una flecha disparada por sus propios arqueros. Diles también que deseo celebrar inmediatamente una reunión en la sala del Consejo Supremo. Vete ya, deprisa.
El Búho se mezcló con la multitud y desapareció de su vista. La reina se volvió hacia Wren, rodeó con un brazo los finos hombros de la joven y con el otro señaló con el báculo hacia la ciudad. Reemprendieron la marcha, con Garth pisándoles los talones, rodeados por la Guardia Real.
—Wren —dijo en voz baja la reina de los elfos, inclinándose hacia la muchacha—. Estamos atravesando nuestro momento más crítico. Ahora vamos a determinar si podemos salvarnos. Quédate junto a mí, por favor. Debes ser mis ojos, mis oídos y mi mano derecha. Para eso has venido aquí.
Sin decir nada más, cogió a Wren por el brazo y aceleró el paso en medio de la noche.