16
Cuando apenas se habían alejado un centenar de metros de la orilla del río Rowen, los árboles desaparecieron y su hueco lo ocupó una horrible pesadilla. Ante ellos se extendía un inmenso pantano, una serie de ciénagas plagadas de juncias y maleza entrelazadas con grupos de viejos cedros y acacias, cuyas ramas habían crecido muy juntas, como si hicieran un último y desesperado esfuerzo para evitar ser engullidos por el cieno. Muchos estaban medio caídos, con las raíces corroídas y los enormes troncos inclinados como gigantes heridos. El pantano se extendía más allá de donde alcanzaba la vista, entre la maraña de árboles moribundos y arbustos atrofiados: un vasto e impenetrable lodazal amortajado por la calina y el silencio.
El Búho, presa de la indecisión, les ordenó que se detuvieran. Miraron a derecha e izquierda, detrás y de frente, intentando descubrir algún sendero. Pero no había ninguno. El pantano estaba cubierto por un espeso manto de niebla y parecía un ominoso laberinto.
—Las Tinieblas del Paraíso —dijo el Búho con una expresión indescifrable.
Tenían pocas alternativas entre las que elegir. Podían retroceder hasta el río Rowen y remontarlo, seguir su curso hasta que encontraran una ruta más transitable, o podían arriesgarse a atravesar el pantano. En uno y otro caso, tendrían que escalar la Cornisa Negra, porque habían llegado demasiado lejos río abajo para regresar al valle y a los pasos que facilitaban el descenso. No disponían de tiempo para recorrer un trayecto tan largo y, por otra parte, los demonios debían de encontrarse ya por todas partes. El Búho temía que estuvieran buscándolos a lo largo del río, por lo que les aconsejó seguir adelante sin demora. El viaje sería traicionero, pero estaba casi seguro de que, de momento, los demonios no los buscarían en aquella zona. En uno o dos días conseguirían llegar a las montañas.
Tras una breve discusión, el grupo aceptó la propuesta de Aurino Estriado. Ninguno de ellos, salvo Wren, Garth y el Búho, había salido de la ciudad desde hacía casi diez años, y la joven nómada y su protector solo habían atravesado la región una vez, así que sabían muy poco de cómo se podían sortear sus peligros. El Búho, en cambio, poseía varios años de experiencia, por lo que no había nadie más preparado que él para hacer de guía.
Iniciaron la caminata a través de las Tinieblas del Paraíso. El Búho iba delante, seguido de Triss, Ellenroh, Eowen, Gavilán, Wren, Garth y Dal. Avanzaban en fila india tras los pasos de Aurino Estriado, que procuraba buscar franjas de terreno sólido a través del pantano, y normalmente lo conseguía, porque aún había algunas zonas donde no había acabado de cerrarse. Pero, a pesar de ello, no faltaban ocasiones en que tenían que meter los pies en la húmeda mezcla de agua y barro y desplazarse con precaución por zonas de hierba alta y arbustos, agarrándose a ellos para no perder el equilibrio, mientras percibían la avidez con la que el cieno trataba de succionarlos. Avanzaban con lentitud y cautela en la penumbra, siguiendo las indicaciones del Búho de que se mantuvieran lo más cerca posible de la persona que iba delante de ellos, y escudriñaban con temor la neblina cada vez que el agua y el cieno burbujeaban.
Las Tinieblas del Paraíso, a pesar del manto de silencio que se cernía sobre ellas, constituían el refugio de algunos animales. La mayoría no se dejaban ver nunca, y apenas se oían. Unas criaturas aladas surcaban el espacio aéreo cubierto por la bruma, silenciosas, veloces y furtivas. Algunos insectos zumbaban; unos eran iridiscentes y tan grandes como la mano de un niño. Una especie de ratas o musarañas correteaban entre los pocos árboles que habían conseguido sobrevivir, y se ocultaban con felina agilidad tan pronto como detectaban su presencia. Había también otras criaturas, algunas enormes. Chapoteaban y gruñían en el silencio reinante, al amparo de la penumbra; eran cazadores que merodeaban por las aguas más profundas. Ninguno de los viajeros consiguió verlas, aunque lo intentaron.
El día seguía su curso en un lento y agonizante camino hacia la oscuridad. Solo se detuvieron una vez para reparar las fuerzas, apiñados sobre un tronco medio hundido en el lodazal, espalda con espalda con el resto de los compañeros mientras sus ojos escrutaban la pantalla de niebla. El aire tan pronto era frío como caliente, como si las Tinieblas del Paraíso estuvieran formadas de cámaras separadas por paredes invisibles. El agua del pantano, al igual que el aire, unas veces era gélida y otras tibia, profunda en unos lugares y escasa en otros, con una variada mezcla de colores y olores, pero ninguno de ellos agradable, y todos drenaban y absorbían la vida de la superficie. En ocasiones la tierra temblaba y les recordaba que, en alguna parte, el Killeshan continuaba profiriendo sus terribles amenazas, acumulando gases y calor en sus entrañas y vomitando por las fauces torrentes de lava que abrasaban la falda de la montaña. Wren lo vio con los ojos de su mente mientras se esforzaba en seguir el paso de sus compañeros: el aire impregnado de humo y la tierra cubierta de fuego, bajo capas de vapor y cenizas que se incrementaban a medida que pasaba el tiempo. Era probable que la Quilla ya hubiera desaparecido. Pero ¿qué había sido de los demonios? ¿Habrían huido también, o eran demasiado insensatos para temer la lava? Si habían huido, ¿adónde?
Ya conocía la respuesta a su última pregunta. Solo podían dirigirse a un lugar.
«Se verán obligados a retroceder por el río Rowen —respondió Garth con expresión lúgubre cuando la joven nómada le pidió su opinión. Caminaron juntos a través de una franja de tierra que todavía no había sido invadida por el pantano—. Retrocederán hacia los acantilados, igual que hemos hecho nosotros. Si no nos damos prisa, conseguirán rodearnos antes de que podamos huir».
—Quizá no lleguen tan lejos —había dicho ella, esperanzada, moviendo los dedos con rapidez para transmitirle sus palabras—. Quizá prefieran seguir la ruta del valle por considerarla más segura.
Garth no se molestó en responder. De nada le hubiera servido hacerlo, porque ella sabía tan bien como él que, si los demonios seguían la ruta del valle en su descenso por la Cornisa Negra, alcanzarían las regiones bajas de la isla antes que ellos y los estarían esperando en las playas.
Wren pensaba con frecuencia en Stresa, intentando recordar cuándo lo había visto por última vez después del ataque de la serpiente, buscando en su memoria algún detalle que le permitiera mantener la esperanza, por remota que fuera, de que el gatoespino había conseguido salir con vida. Pero fracasó en el intento. Había desaparecido junto con todo lo demás cuando se encontraba agazapado entre los fardos. Sufrió en silencio, incapaz de sobreponerse, porque se había encariñado con el animal mucho más de lo que debía. Abrazó a Fauno mientras se asombraba de los cambios que, sin que ella se diera cuenta, se habían producido en su carácter, y que hacían que se sintiera muy lejos de la muchacha que antes había sido. Había perdido la confianza en sus habilidades y su destreza. Ya no estaba tan segura de ser una nómada por encima de todo y de que nada más tuviera importancia.
Con más frecuencia de la que estaba dispuesta a admitir, sus dedos buscaban bajo la túnica las piedras élficas. Las Tinieblas del Paraíso eran inmensas e implacables, y amenazaban con erosionar su valor y fortaleza. Las piedras élficas, en cambio, la reconfortaban: la magia élfica era sinónimo de poder. Se odiaba por sentirse de esta manera, por necesitar contar con ellas. Un solo día fuera de Arborlon y ya empezaba a desesperarse. Y no era solo ella. Veía la angustia y la inquietud reflejadas en los ojos de sus ocho compañeros de viaje, incluso en los de Garth. Morrowindl ejercía sobre ellos un efecto que trascendía toda lógica y sepultaba el raciocinio bajo una montaña de temor y duda. Estaba en el aire, en la tierra y en la vida que los rodeaba. Era una especie de locura que susurraba avisos insidiosos y robaba la vitalidad con una despreocupación inmisericorde. Intentó imaginar de nuevo cómo había sido la isla en otra época, y una vez más fracasó en el intento. No podía ver más allá de lo que era, de lo que había llegado a ser. De aquello en lo que los elfos y su magia la habían convertido.
Y pensó una vez más en los secretos que le ocultaban el Búho, Gavilán y todos los demás. Stresa también los conocía, y estaba segura de que se los hubiera revelado. Pero ahora tendría que hacerlo otro.
—¿Puedes ver algo de lo que nos espera? ¿Has tenido alguna nueva visión? —preguntó Wren a Eowen en voz baja, tocándole suavemente en el hombro, en la primera ocasión que se le presentó.
—No, Wren; la visión está nublada por la magia que recorre el corazón de la isla —respondió la mujer de rostro pálido y ojos esmeralda, esbozando una sonrisa triste—. Antes podía ver gracias a la protección de Arborlon. Pero aquí solo hay lugar para la locura. Si logramos cruzar los acantilados y alcanzar la región donde llegan la luz del sol y las fragancias del mar, quizá pueda…
El crepúsculo descendió en una lenta superposición de velos grises y fue ocultando poco a poco la luz. Aunque habían emprendido la marcha media mañana, aún no había señales de la Cornisa Negra ni indicios de que estuvieran llegando a los límites del pantano. El Búho empezó a buscar un lugar para pasar la noche, advirtiéndoles que debían extremar las precauciones, porque las sombras se alargaban sobre la tierra y podían producir ilusiones ópticas. El silencio del día fue cediendo el paso a una creciente marea de sonidos nocturnos, una áspera y aguda mezcolanza que se elevaba desde las manchas oscuras y resonaba a través de la penumbra. Algunas partes del follaje empezaban a brillar con una fosforescencia plateada, y los insectos voladores centelleaban y desaparecían en el cenagal entre revoloteos.
La desgarbada figura de Aurino Estriado, en cuclillas, avanzaba con seguridad a través de la maleza. Wren vio que Ellenroh adelantaba a Triss para decirle algo al Búho. El grupo estaba atravesando una extensión de altos hierbajos que les llegaban a la cintura, y la decadente luz rielaba tenuemente en la superficie del pantano, que estaba situado a su izquierda.
De repente, el agua se elevó entre chorros cuando una criatura enorme emergió a la superficie para capturar alguna presa distraída. Después, las mandíbulas se cerraron de golpe y la criatura volvió a sumergirse en las oscuras aguas. Todos se sobresaltaron, y se quedaron aturdidos durante un breve instante. Wren vio que el Búho se giraba a medias, haciéndoles señas de advertencia con las manos. Vio algo más, algo semioculto en la penumbra. Se produjo un leve movimiento.
Un segundo más tarde, oyó un siseo que le era familiar.
Garth no pudo oírlo, por supuesto; pero algo le advirtió del peligro, y se abalanzó sobre Wren y Eowen, tirándolas al suelo. Detrás de ellas, Dal se agachó instintivamente. Delante, el Búho cubrió con su cuerpo a Ellenroh Elessedil y la empujó hacia Triss y Gavilán. Percibieron un sonido desgarrador al tiempo que una lluvia de agujas traspasaba las hierbas y las hojas. Wren oyó un gruñido de sorpresa. Todos estaban aplastados contra el suelo, hundidos en la hierba, respirando pesadamente en la repentina quietud.
«¡Un lanzaflechas!».
El nombre la arañó como una corteza áspera contra su piel desnuda cuando lo gritó en su mente. Recordó lo cerca que había estado de que la matara una de aquellas plantas durante el viaje de ida. El brazo de Garth la cogió por la cintura, y ella le hizo rápidas señas cuando el duro y barbudo rostro surgió junto al suyo.
Oyó los sollozos de su abuela.
Presa de un gran nerviosismo, olvidando todo lo demás, se dirigió a gatas hacia ella entre las altas hierbas, seguida de los demás. Adelantó a Gavilán, que todavía intentaba comprender lo que estaba ocurriendo, y tropezó con Triss cuando este alcanzaba a la reina.
Ellenroh estaba inclinada sobre el Búho y lo sostenía con uno de sus brazos flexionado mientras enjugaba el sudor de su rostro. Parecía como si hubieran quitado todos los palos del armazón del espantapájaros del Búho y solo quedara la ropa que colgaba de ellos. Sus ojos estaban abiertos y fijos, y su boca intentaba tragar saliva desesperadamente.
Docenas de las venenosas agujas del lanzaflechas sobresalían de su cuerpo. Había recibido la mayor parte de los proyectiles.
—Aurino —susurró la reina, y los ojos del Búho la buscaron con ansiedad—. Todo va a salir bien. Estamos todos aquí.
Levantó los ojos para encontrarse con los de Wren y la mirada de ambas traslucía desesperanza.
—Búho —dijo Wren en voz baja, alargando la mano para tocarle el rostro.
—No puedo… sentir nada —jadeó Aurino Estriado, mientras su respiración se aceleraba notablemente.
Unos segundos después, su respiración se detuvo, y entonces murió.
Wren no consiguió conciliar el sueño en toda la noche. No sabía si a los demás también les ocurría, porque se mantenía apartada de ellos. Estaba sentada, con Fauno enroscado en su regazo, bajo un cedro con el tronco cubierto de musgo y enredaderas, y tenía la mirada fija en el pantano. Estaban a menos de cien metros del lugar donde se había producido el ataque, agazapados entre la niebla y la oscuridad, envueltos por los sonidos de unos seres que no podían ver, demasiado impresionados por lo ocurrido para preocuparse por reemprender la marcha antes del amanecer.
Seguía viendo la cara del Búho mientras agonizaba.
Había sido un accidente, lo sabía, una racha de mala suerte. Ninguno de ellos hubiera podido preverlo ni evitarlo. Hasta entonces, ella solo se había topado con un lanzaflechas en su recorrido por Morrowindl. ¿Qué probabilidades había de que pudiera encontrarse con otro? ¿Cuál podía ser el motivo de que la mortífera planta hubiese escogido, entre todos ellos, a Aurino Estriado?
La inverosimilitud del asunto la obsesionaba.
¿Habría podido el Búho salvar la vida si Stresa hubiese estado allí para avisarles?
No había terreno sólido para enterrar al Búho, solo tierra pantanosa de donde las bestias de las Tinieblas del Paraíso acabarían por excavar sus restos y devorarlos, por lo que buscaron una zona de arenas movedizas y lo sepultaron allí, para que nada ni nadie pudiera tocarlo jamás.
Después cenaron lo poco que consiguieron tragar, hablando de cosas intrascendentes, sin ser todavía plenamente conscientes de lo que para ellos significaba la pérdida del Búho. Bebieron más cerveza de lo acostumbrado, y se dispersaron en la oscuridad. Los soldados elfos montaron guardia; Triss hasta medianoche y Dal hasta el amanecer, y el silencio se asentó sobre el grupo.
Solo había sido un accidente, puro azar, se repetía una y otra vez Wren, desconsolada.
Tenía muy buenos recuerdos del Búho, aunque lo había tratado poco tiempo, y se aferraba a ellos para escudarse contra el dolor. El Búho le había profesado una sincera amistad. También había sido honesto, tan honesto como le permitía su lealtad a la reina. Le había dado de sí mismo cuanto había podido. Aquella misma mañana le había dicho que había logrado sobrevivir fuera de las murallas de Arborlon todos aquellos años porque había aceptado que la muerte era algo inevitable, y eso lo había fortalecido contra el temor que esta infunde. Era necesario aceptarla, le había asegurado. «Si estás siempre preocupado por lo que pueda ocurrir, nunca podrás actuar, y la vida pierde todo su sentido. Basta con convencerse de ello; cuando lo consigues, todo lo demás carece de importancia».
Pero el Búho había sido mucho más importante que la mayoría. En la intimidad de sus pensamientos, mientras los demás dormían o fingían dormir, reconoció lo mucho que había significado para los elfos. Recordó cómo lloraba Ellenroh cuando Aurino Estriado murió en sus brazos, como una niña pequeña, sin avergonzarse de manifestar su pena, sollozando por alguien que había sido mucho más que un fiel defensor del trono, más que un compañero de toda la vida y más que un amigo. Hasta entonces no había advertido la profundidad de los sentimientos que su abuela albergaba por el Búho, y eso también la hizo llorar. Gavilán, que por primera vez se había quedado sin palabras, había sujetado las manos de Ellenroh y abrazado a Wren impulsivamente cuando la joven nómada más lo necesitaba. Garth y los guardias reales se mantenían inexpresivos, pero sus ojos reflejaban lo que ocultaban detrás de la máscara. Todos echarían en falta la presencia de Aurino Estriado.
La profundidad de ese sentimiento se puso de manifiesto al rayar el alba y superaba por mucho el aspecto emocional. Porque el Búho era el único que conocía la manera de sobrevivir a los peligros de Morrowindl fuera de las murallas de Arborlon. Ningún otro podía servir de guía. Tendrían que recurrir a su instinto y a sus habilidades si querían salvarse a sí mismos y a todos los elfos confinados en la Loden. Eso suponía encontrar un camino para salir de las Tinieblas del Paraíso, descender por la Cornisa Negra, atravesar el In Ju y llegar a las playas a tiempo de encontrarse con Tigre Ty. Y todo eso tenían que hacerlo sin conocer la ruta que debían seguir ni los peligros que tendrían que sortear.
Cuanto más lo pensaba, más imposible le parecía. Salvo Garth y ella misma, ningún otro miembro del grupo tenía experiencia sobre el modo de sobrevivir en plena naturaleza salvaje; pero aquel era un país desconocido para los nómadas, una tierra por la que solo habían pasado una vez, y contando con ayuda; una tierra tan llena de trampas y peligros que jamás habían visto nada igual. ¿Cómo podrían ayudarse entre sí? ¿Qué posibilidades tenían de sobrevivir sin el Búho?
Su reflexión la hizo sentirse vacía y amarga. Era mucho lo que había en juego, y todo ello dependía de que vivieran o murieran, pero ahora la misión estaba en peligro a causa de un triste accidente.
Garth fue quien durmió más cerca de ella, una negra sombra que sobresalía de la tierra, tan quieta como si perteneciera a un muerto. Hacía unos días que le intrigaba el gigante nómada… Había empezado a sentir esa inquietud desde que llegaron a Morrowindl. Era algo indefinible, pero muy real. Garth, siempre enigmático, había empezado a aumentar la distancia que los separaba, a reducir la comunicación con ella, como si creyera que ya no lo necesitaba, que su relación de maestro y discípula había llegado a su fin. No, no era nada concreto, sino una actitud que se manifestaba en una retirada gradual y discreta. Todavía estaba allí para prestarle su ayuda en cualquier emergencia, tan protector como siempre, y velaba por ella y le ofrecía sus sabios consejos. Pero al mismo tiempo se iba retirando y le concedía un espacio y una soledad que nunca antes había sentido, y que le producía un gran desconcierto. Era lo bastante fuerte para ser independiente, lo sabía; lo era desde hacía varios años. Pero nunca había pensado que un día tendría que decir adiós a Garth.
Tal vez la pérdida del Búho llamó su atención sobre este aspecto con más dramatismo del que hubiese tenido en otras circunstancias. No estaba segura. Era difícil pensar con claridad en aquellos momentos, pero sabía que debía hacerlo. Las emociones solo podían distraer y confundir, incluso llevarla a la muerte. Hasta que no salieran de Morrowindl y se encontraran a salvo en la Tierra del Oeste, tendrían poco tiempo para dedicarlo a satisfacer sus deseos y añoranzas, a lo que sería y a lo que podría haber sido, a lo que había sido y nunca volvería a ser.
Sintió un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. A pesar de tener a Fauno dormido en su regazo y a Garth un poco más allá, y de haber encontrado a su abuela y descubierto su propia identidad, se sentía muy sola.
Pasada la medianoche, después de que Dal relevara a Triss, Gavilán fue a sentarse junto a ella. No habló, sino que se limitó a taparla con la manta que llevaba y ponerse a su lado. Ella sintió el calor de su cuerpo a través de la humedad y la frialdad de la noche del pantano, y se sintió reconfortada. Poco después se apoyó en él, porque necesitaba sentir su contacto. Entonces él la tomó en sus brazos, la recostó sobre su pecho y la mantuvo en esta posición hasta el amanecer.
Con las primeras luces del alba reanudaron el viaje a través de las Tinieblas del Paraíso. Garth abría la marcha, por ser el más experimentado en métodos de supervivencia. Fue Wren quien lo propuso como guía, y Ellenroh lo aprobó sin dudar. Nadie igualaba a Garth como rastreador, y se necesitaba la habilidad de un rastreador para salir del pantano.
Pero ni siquiera Garth podía desvelar el misterio de las Tinieblas del Paraíso. La bruma flotaba por doquier, ocultando el cielo, y lo envolvía todo hasta el punto de que nada era visible a más de cinco metros de distancia. La luz era grisácea y débil, diluida por la neblina y reflejada por la humedad, y se esparcía de manera que parecía provenir de todas partes. Nada servía como punto de referencia, ni siquiera los líquenes y musgos que crecían en el pantano, que parecían apiñarse como si huyeran ante la llegada del día, tan desconcertados y perdidos como los componentes del grupo que pretendían recurrir a ellos. Garth fijó un rumbo y se atuvo a él, pero Wren se dio cuenta de que no conseguía encontrar las señales precisas para orientarse. Viajaban sin saber en qué dirección avanzaban, sin posibilidad de poder orientarse. Garth se reservaba sus pensamientos, pero Wren podía leer la verdad en sus ojos.
La marcha era firme, pero lenta, en parte porque el pantano era casi intransitable y en parte porque Ellenroh Elessedil estaba enferma. La reina había contraído la fiebre durante la noche, y su estado se había agravado con tal rapidez que, en unas pocas horas, había pasado de los mareos y jaquecas a los escalofríos y la tos. Al mediodía, cuando el grupo se detuvo para tomar una comida rápida, había perdido gran parte de sus fuerzas. Todavía podía caminar, aunque con ayuda. Triss y Dal compartieron la tarea de sostenerla de pie, cogiéndola por la cintura. Eowen y Wren la examinaron en busca de heridas, temiendo que alguna de las espinas venenosas del lanzaflechas la hubiera rozado. Pero no encontraron nada. No era fácil explicar la enfermedad de la reina y, aunque le prestaban toda la atención que podían, nadie tenía la menor idea de cuál podría ser el remedio adecuado para combatirla.
—Me siento ridícula —le confesó a Wren en una ocasión; sus lívidas facciones estaban bañadas por una brillante capa de sudor. Estaban sentadas sobre un tronco, tomando la frugal ración de pan y queso que constituía su comida, envueltas en sus amplias capas—. Me encontraba perfectamente cuando me acosté, pero una sensación extraña me hizo despertar durante la noche. —Esbozó una sonrisa—. No sé describirlo de otro modo. Solo puedo decir que no me sentía bien.
—Lo que te hace falta es una noche de sueño reparador —contestó Wren—. Todos estamos agotados.
Pero la dolencia de Ellenroh era algo más que un simple agotamiento y su estado empeoró a medida que avanzaba el día. Al anochecer se había caído tantas veces que los guardias reales optaron por llevarla en brazos. El grupo había pasado la tarde enfangado en una hondonada. Un aire gélido llegaba de alguna parte a la gran extensión de calor volcánico del pantano y enfriaba el agua. Ellenroh, ya al borde de la extenuación, continuaba debilitándose. Las escasas fuerzas que le quedaban parecían abandonarla. Cuando al fin hicieron un alto para pasar la noche, estaba inconsciente.
Wren observó cómo Eowen Cerise le lavaba la cara mientras Gavilán y los guardias reales hacían todos los preparativos para acampar. Garth estaba junto a ella: su moreno rostro estaba impasible, pero tenía los ojos nublados por la duda. Cuando lo miró, el gigante nómada hizo un movimiento de cabeza casi imperceptible, y luego le dijo con los dedos: «No consigo interpretar las señales. Ni siquiera puedo encontrarlas».
Era una amarga confesión. Garth era orgulloso y no aceptaba la derrota fácilmente. Ella lo miró a los ojos y le dio una palmadita como respuesta. «Encontrarás una solución», le dijo para consolarlo.
Volvieron a comer, sobre todo porque necesitaban reponer fuerzas, reunidos en un pequeño terreno mojado, aunque era el más seco de los alrededores. Ellenroh dormía envuelta en dos mantas, temblando de frío y fiebre, murmurando de vez en cuando y estremeciéndose en sueños. Wren se maravillaba ante la fuerza de voluntad de su abuela. Ni en una sola ocasión mientras luchaba contra la enfermedad aflojó las manos del báculo Ruhk. Lo seguía agarrando como si pudiera proteger con su cuerpo la ciudad y a las personas recluidas en la magia de la Loden. En más de una ocasión, Gavilán se había ofrecido a relevarla de la tarea de transportar el báculo, pero ella se había negado a entregárselo. Era una carga que se había echado sobre los hombros y no estaba dispuesta a que otra persona cargara con ella. Wren pensó en lo mucho que debía de haberle costado conseguir tanta fortaleza: la pérdida de sus padres, de su marido, de su hija, de sus amigos, de casi todos sus allegados. Su vida entera había cambiado cuando aparecieron los demonios y se amuralló la ciudad de Arborlon. Todo lo que recordaba de Morrowindl tal y como lo había conocido en su infancia había desaparecido. Nada quedaba de las esperanzas que debió de albergar para el futuro, salvo la posibilidad de que los elfos y su ciudad pudieran renacer, gracias a su fe y decisión, en un mundo mejor.
Un mundo oprimido por la Federación y atemorizado por los umbríos, donde el uso de la magia había tenido consecuencias nefastas, como en Morrowindl.
Wren esbozó una desganada, amarga e irónica sonrisa.
De pronto pudo ver con claridad las semejanzas entre ambos mundos, la isla y el continente, Morrowindl y las Cuatro Tierras. Pese a sus diferencias, estaban afectados por la misma clase de locura. Los dos estaban infestados de criaturas que se alimentaban de la destrucción; a los dos los acosaba una enfermedad que trastornaba la tierra y a los seres que vivían en ella. ¿Qué era Morrowindl sino las Cuatro Tierras en un estado avanzado de descomposición? Se preguntó de pronto si no estarían conectados de algún modo, si los demonios y los umbríos tendrían un origen común. Volvió a pensar en los secretos que los elfos le ocultaban sobre el pasado de Morrowindl.
Y siguió formulándose nuevas preguntas: «¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué me envió Allanon para conseguir que los elfos regresaran a las Cuatro Tierras? ¿Cómo van a remediar ellos la situación, y cómo van a descubrir la forma de hacerlo?».
Cuando terminó de comer, se quedó un rato sentada junto a su abuela, observando su cara bajo la luz del ocaso, intentado descubrir en las devastadas facciones un nuevo vestigio de su madre, de la visión que había tenido en aquel sueño ya lejano, cuando le rogaba: «Recuérdame. Recuérdame». Aquel frágil recuerdo era todo lo que tenía de sus padres, todo lo que le quedaba de su infancia. Allí sentada, con la cabeza de su abuela apoyada en el regazo, decidió pedir a Garth más información sobre su pasado, aunque ya no tenía esperanzas de que quedase mucho por contar; solo sabía que se sentía vacía y desolada, y que necesitaba algo a lo que agarrarse. Pero Garth estaba haciendo guardia, demasiado lejos para llamarlo sin molestar a los demás, y demasiado distanciado de ella para proporcionarle consuelo. Entonces recurrió al contacto familiar de las piedras élficas guardadas en su bolsa de cuero; pasó la punta de los dedos por su dura y suave superficie y les dio vueltas bajo la tela de su túnica. Eran la herencia de su madre y una prueba de la confianza de su abuela y, a pesar de sus recelos sobre el papel que pudieran jugar en su vida, no podía desprenderse de ellas. No allí, no en aquel momento, no hasta que se librara de la pesadilla en la que con tanto empeño se había embarcado.
«Yo elegí esto —se dijo a sí misma con amargura y dureza—. He venido aquí por voluntad propia».
Para averiguar la verdad, para descubrir quién era y qué era realmente, para unir el pasado con el futuro de una vez y para siempre.
«¿Qué sé de todo esto? ¿Qué se me escapa?».
Eowen fue a sentarse a su lado, y Wren se dio entonces cuenta de lo cansada que estaba. Dejó a su abuela al cuidado de la vidente pelirroja y se dirigió a su propio lecho sin hacer ruido. Envuelta en sus mantas, permaneció con la mirada perdida en la impenetrable noche. El pantano era un laberinto que acabaría engulléndolos a todos sin el menor remordimiento y el mundo, un manto de indiferencia y engaño, de peligros tan innumerables como las sombras que la rodeaban, de muerte repentina y de fantasmas que parodiaban con sarcasmo lo que podía haber sido. Se encontró pensando en los años de su adiestramiento con Garth, en lo que este le había enseñado y lo que ella había aprendido. Sabía que necesitaría todos esos conocimientos para sobrevivir. Necesitaría toda la fuerza que pudiera reunir, toda su experiencia, adiestramiento y decisión, y una buena dosis de suerte.
«Y algo más».
Sus dedos acariciaron de nuevo las piedras élficas y se retiraron como si su contacto los quemara. Podía invocar y controlar su poder siempre que lo deseara. Ya había recurrido dos veces a él para salvarse. En ambas ocasiones lo había hecho por ignorancia o desesperación. Pero presentía que, si volvía a utilizarlas, si las empleaba por tercera vez ahora que conocía la magia que contenían y comprendía lo que su uso implicaba, se arriesgaba a renunciar a todo lo que era para transformarse en algo completamente distinto. Nada volvería a ser igual para ella, se dijo. Nada.
Sin embargo, si consideraba que la fuerza, la experiencia, el adiestramiento y la decisión no le servían de ayuda, si lamentaba la aparente mala suerte que la perseguía, parecía que el poder de las piedras era todo lo que le quedaba, lo único a lo que podía recurrir.
Metió la cabeza bajo las mantas y se quedó dormida, atrapada en una telaraña de dudas.