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El Saharaui salió de la ducha y sacó su uniforme del armario. No necesitó secarse, porque hacía tanto calor que las gotas de agua sobre su piel se evaporaron en menos de un minuto. Una vez vestido, comprobó la pistola y la introdujo en la cartuchera que llevaba en la axila izquierda.

El chófer, un negro de dos metros, ya lo esperaba al otro lado de la puerta. Se subieron al todoterreno Toyota; en cuanto el coche arrancó, el aire acondicionado comenzó a funcionar. Cruzaron lo que quedaba de la ciudad y salieron al desierto.

El negro conducía a una velocidad endiablada por las invisibles pistas de arena; los traseros de ambos permanecían tanto tiempo en los asientos como en el aire. A su paso, el coche iba dejando una nube de polvo parecida a la huella de un avión a reacción.

Dos horas después comenzaron a cruzarse con camiones que enarbolaban una bandera negra con la siguiente inscripción en letras blancas: «No hay más Dios que Alá. Mahoma es su profeta.» Algunos milicianos encaramados en ellos los saludaron agitando sus fusiles, pero el chófer no les prestó la menor atención.

A la entrada del campamento les dieron el alto. El negro bajó la ventanilla y cruzó unas palabras con el individuo embozado que mandaba la guardia. El tipo casi metió la cabeza dentro del coche para mirarlo.

—Se parece a alguien —dijo.

Se apartó del vehículo e hizo señas para que levantaran la barrera. El chófer arrancó derrapando y zigzagueó entre las tiendas de campaña y los edificios dañados. Frenó bruscamente ante una vieja escuela. En cuanto el Saharaui se bajó, aceleró y lo dejó envuelto en una nube de polvo.

Bajo el porche que daba acceso a la escuela, varios milicianos armados con kalashnikovs lo miraban con curiosidad. Se dirigió hacia ellos y pronunció su nombre.

—El jeque me espera —dijo.

Uno de los hombres entró en la escuela. Otro le hizo un gesto para que esperase con ellos a la sombra. Le hizo caso.

Diez minutos después salió el primer individuo y le hizo señas para que lo siguiera. El Saharaui echó a andar tras él por el antiguo patio de recreo, cubierto ahora por la arena. El hombre se detuvo ante la puerta de un aula, golpeó con los nudillos y se apartó.

Dentro reinaba la penumbra tan querida por los hombres del desierto. El jeque estaba sentado entre almohadones, con un ordenador portátil sobre las rodillas y un fusil automático a su lado. Vestía una fresca túnica y, como muchos de los árabes que habían combatido en Afganistán, se tocaba con un turbante con los extremos de la tela sueltos sobre la espalda. Su barba, larga y rizada, comenzaba a encanecer.

—Bienvenido, amigo mío. Adelante, pasa, pasa.

El Saharaui se quitó la gorra, se descalzó y cruzó humildemente encorvado el espacio que los separaba. Tras el rosario de saludos apenas murmurados, el jeque lo invitó a sentarse en el suelo, a sus pies.

—Has hecho un buen trabajo —dijo con voz paternal—. Hemos tenido que soportar algunas pérdidas, hacer algunos sacrificios, pero el objetivo ha sido alcanzado. Alá hace girar la rueda de la historia a nuestro favor. A partir de hoy Sus enemigos anegarán la tierra con sus lágrimas.

—Tu generosidad con mis errores es grande. No me perdono la muerte de nuestro amigo el Pocero.

El jeque dejó el portátil a un lado.

—Su hijo ya está aquí, con nosotros. Le mortifica recordar que mientras su padre era asesinado él estaba cuidando de la seguridad de las mujeres de los nazarenos. Pero entiende —se encogió de hombros— que hemos tomado cumplida venganza en la esposa de su jefe: «Si alguien os agrediera, agredidle en la medida que os agredió» —recitó—. Creo que le sentará bien hablar contigo. —Suspiró—. Todos cometemos errores. Lo que cuenta es el balance final. Y el tuyo es positivo.

—Gracias.

El jeque dio unas palmadas y un negro en el que el Saharaui no había reparado salió de las sombras.

—Tráenos unos dulces y prepáranos el té —ordenó.

El Saharaui introdujo la mano en su bolsillo.

—Te he traído un recuerdo —dijo. Abrió la palma de la mano y le ofreció un pen drive—. Es el que me llevé del banco. Aquí están guardadas las claves de la cuenta. Además, el impío tiene varias carpetas con documentos y vídeos pornográficos. Él sale en algunos con otros hombres.

El jeque miró con recelo el pequeño lápiz de memoria. El Saharaui lo depositó a su lado, sobre un cojín.

El negro colocó sobre la alfombra una bandeja con pastas, dos vasos y dos tetrabriks de zumo. En otra bandeja comenzó a preparar el té.

—Me dan un poco de miedo estos artilugios electrónicos. —El jeque cogió el pen drive entre el índice y el pulgar y se lo acercó a los ojos como si fuera un objeto digno de estudio. Se volvió hacia el negro—: En cuanto termines con el té, dile a Mati que traiga su portátil.

El criado sirvió dos pequeños vasos y les acercó la bandeja para que pudieran alcanzarlos. Luego salió de la habitación.

—Debes de estar cansado —dijo el jeque.

—Nada que no pueda remediarse con un poco de sueño.

El jeque asintió, sonriendo.

—Creo que a todos nos vendría bien que te alejaras de aquí durante unas semanas. El campamento está lleno de rumores sobre lo que has hecho. ¡Los hombres son más cotillas que las mujeres!

—¿Y adónde deseas que me retire?

El otro hizo un gesto amplio con la mano.

—Hay varios sitios en los que estarías protegido. —Alzó los ojos y recitó—: «Quienes creyeron y quienes dejaron sus hogares combatiendo esforzadamente por Alá pueden esperar la misericordia de Alá. Alá es indulgente, misericordioso.»

—«Matadles donde quiera que los encontréis» —replicó el Saharaui— «y expulsadles de donde os hayan expulsado. Soportar la persecución es peor que matar».

El negro entró seguido por un hombre esquelético que llevaba un ordenador bajo el brazo. El jeque le hizo señas para que se acercara y le entregó el pen drive.

—Mira a ver qué tiene dentro este chisme.

El recién llegado abrió su portátil e introdujo el dispositivo en un puerto USB. Tecleó un poco y dijo:

—Hay varias carpetas.

—Pues ábrelas.

—Mmm… La primera es una lista de números, parecen los movimientos de una cuenta bancaria. Esta otra también está llena de números… Habría que analizarlos. Ésta es de vídeos… ¡Son pornográficos!… ¡Y sale el impío!

El jeque dejó su vaso vacío sobre la alfombra y extendió las manos.

—Déjame ver.