58

La alarma del teléfono móvil despertó al Saharaui. Se vistió y comprobó que no tenía mensajes nuevos en el ordenador. Con un pequeño destornillador, desmontó la carcasa y extrajo el disco duro. Lo abrió, lo ralló y lo rasgó, y perforó las delicadas láminas magnéticas que albergaban todos los datos. Volvió a encajar el disco duro en la carcasa y la cerró, de forma que el portátil parecía intacto. Lo dejó sobre la mesa baja.

Llamó al servicio de habitaciones y pidió una ensalada, un filete de ternera y un helado. Se recostó en la cama y encendió el televisor. Fue saltando de una cadena a otra en busca de noticias sobre el robo. Eran escasas y estaban censuradas para que el suceso pareciera una anécdota. Nada decían acerca del Pocero.

Un camarero se presentó empujando un carrito con la comida. Él apartó el ordenador de la mesa y lo dejó sobre la maleta abierta para que pudiera depositar los platos. Cuando hubo terminado su trabajo, lo despidió con una propina y cerró la puerta con pestillo.

Comió con determinación, mecánicamente. Cuando acabó, fue a baño y se cepilló los dientes. Se miró en el espejo: la barba comenzaba a despuntar tras dos días sin afeitarse. Desmontó el móvil y guardó las piezas en el bolsillo; se echó la mochila al hombro y salió.

No abandonó el hotel por la puerta principal, sino que atravesó la piscina y el jardín y salió por la del servicio a una calle de tierra mal iluminada. Echó a andar y al poco rato caminaba por callejones que olían a desperdicios en los que hurgaban los gatos. Rodeó las murallas y cruzó campo a través en dirección al noroeste.

Se detuvo en un oscuro palmeral situado en las afueras de la ciudad. Se desnudó y se ciñó la riñonera a la cintura. Encima se puso la vieja chilaba a rayas, se calzó las gastadas sandalias y las gafas de miope y echó a andar. Apenas recorridos unos metros volvió sobre sus pasos. Registró el pantalón y recuperó las piezas del móvil y las guardó en el bolsillo de la chilaba.

Caminaba campo a través, a la claridad de la luna menguante. De vez en cuando levantaba la vista y escrutaba las estrellas. Pasó cerca del pueblo de Jaidate. Varias veces tropezó y cayó de bruces y se hirió, pero aun así siguió adelante, bebiendo en las acequias y huyendo de los ladridos de los perros.

A las cuatro de la madrugada divisó la silueta solitaria de un argán en medio de un pedregal. Llegó hasta él, se sentó en el suelo y apoyó la espalda en el tronco. Estuvo mucho tiempo mirando las estrellas y escuchando los grillos. Luego se incorporó y limpió de piedras un espacio al pie del árbol. Se subió la capucha y se tumbó en la tierra, hecho un ovillo. Enseguida se quedó dormido.