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—Vaya sueño se ha echado —dijo el camionero—. Ha estado durmiendo durante cuatrocientos kilómetros.

Jean-Baptiste se frotó los ojos mientras bostezaba. Miró por la ventanilla y el sol naciente le obligó a cerrarlos.

—¿Dónde estamos?

—Todavía nos faltan trescientos kilómetros. Un poco más adelante hay un sitio que conozco. Vamos a hacer una paradita para cambiarle el agua al canario y desayunar.

—Me parece bien. —Tenía la voz pastosa.

El camionero lo miró de soslayo.

—Ha dormido pero que muy bien —dijo—. No he querido poner la radio para no despertarlo.

Tomaron una desviación que los llevó hasta un bar. Había otros tres camiones y varios turismos aparcados en la puerta.

Pidieron café y bocadillos. Cuando acabaron, el Joyero agitó su billete de veinte euros para llamar la atención de la camarera. La mujer lo cogió, fue a la caja registradora y dejó a su lado un platillo con dos euros y algunos céntimos.

—¿Pedimos otro? —el camionero se hurgaba los dientes con un palillo—. Ahora invito yo.

Jean-Baptiste lanzó una mirada al reloj de pulsera del otro.

—¿Qué hora es?

El camionero dobló su brazo velludo y alejó la muñeca para poder leer las manecillas.

—Las siete y diez. ¿A qué hora me ha dicho que tenía que estar en el hospital?

—A las diez en punto.

El camionero resopló y se levantó.

—Lo primero es lo primero.

Durante las dos horas y media siguientes, el camionero demostró ser un hombre hablador: le contó que se había casado dos veces. Una madrugada, cuando aún estaba con la primera mujer, salió con el camión para Perpiñán y se le averió a las afueras de París. Tuvo que dejarlo en el arcén e ir andando hasta el teléfono más cercano.

—Tres kilómetros caminando en plena nevada —dijo con indignación.

Se presentó un mecánico que, tras hurgar en el motor durante media hora, le comunicó que el problema era serio; sólo había podido hacerle un apaño para que llegara hasta un taller. El mismo mecánico le condujo hasta uno cercano, desde donde llamó a la empresa para que fuera otro a hacerse cargo del tráiler. Sin camión no tenía trabajo, así que paró un taxi y volvió a su casa.

—No tenía camión, estaba calado hasta los huesos. ¡Qué iba a hacer! —dijo, como si se disculpara por no haberse atenido al guión previsto—. Abro la puerta y mi mujer no está en la cocina, tampoco en la salita. Habrá salido a hacer la compra, pienso. Y entro al dormitorio para cambiarme. ¿Y qué me encuentro? —Dio una fuerte palmada en el salpicadero—. ¿Qué cree usted que me encuentro, eh? Estaban tan amartelados, tan calentitos debajo del edredón que yo había pagado a base de kilómetros y kilómetros conduciendo como un cabrón, que ni siquiera se dieron cuenta de que estaba en la puerta, mirándolos. ¡Estaba paralizado! Entonces el tío mueve la cabeza y nuestras miradas se cruzan. ¡Dio un bote que casi se estampó contra el techo! No me pregunte qué pasó a continuación, porque no me acuerdo: sé que hubo hostias porque cuando nos llevaron ante el juez mi mujer tenía la nariz rota y el tipo un ojo morado y la boca partida en dos, así —alzó el labio y mostró los incisivos superiores—, como un conejo. Yo di pero también recibí, porque tenía el cuerpo lleno de arañazos y golpes. Total: divorcio y un niño colgando. El mayor, del que le hablaba antes. El que murió de cáncer de pulmón.

Durante el proceso de divorcio conoció a la mujer del amante de su esposa, que a su vez se estaba divorciando. «Estaba para mojar pan», comentó. Se cayeron en gracia y se largaron a Andorra una semana para lamerse mutuamente las heridas.

—La primera noche llegamos a un hotel y pedí una habitación doble. Ella no protestó. Cuando entramos en el cuarto miró las dos camas y me preguntó: ¿Cuál prefieres? Yo le contesté rápido: «La misma que tú.»

Con su segunda esposa duró nueve años. Tuvieron una niña que, según él, era muy inteligente y juiciosa. Estudiaba Matemáticas en la universidad.

—Nos divorciamos porque ella se enamoró de otro. Discutíamos mucho, cada vez más. Un día me dijo: «Me he enamorado de Maurice.» Se me paró el corazón. Enseguida añadió: «No hemos hecho nada, pero nos queremos. No quiero ponerte los cuernos, por eso te pido el divorcio.» Total: segundo divorcio y una niña colgando.

El camionero comenzó a contar su tercera relación.

—Es maestra, diez años más joven que yo. Tiene la nariz un poco… —engarabitó el índice y lo acercó a la cara—… ganchuda, pero está buena. Aunque, mire, a mi edad uno ya no se fija tanto en esas cosas…

Estaban entrando en el cinturón de la ciudad. Sin previo aviso, echó el camión a un lado y se detuvo.

—Bueno, amigo, yo ahora me desvío hacia allí. —Señaló una calle que salía a la derecha—. Por esa rotonda de ahí enfrente pasan muchos taxis. —Le tendió la mano, dura como una piedra—. Bernard, me llamo Bernard. Ha sido un placer. Al principio no sabía qué pensar de usted, pero ha sido un placer.

El Joyero dejó que le estrujara la mano, le dio las gracias varias veces y, ya en la acera, observó alejarse el camión.

Estaba pálido y le temblaban las manos. Sacó del bolsillo su última inyección. Temblaba tanto que le resultaba imposible abrir la caja y extraer la ampolla. Tuvo que sentarse en el suelo y presionarse las sienes con fuerza. Apenas circulaban peatones por aquel polígono industrial, pero algunos conductores lo miraban con curiosidad. Al fin pudo inyectarse la dosis de opiáceo. Un rato después logró levantarse y comenzó a andar hacia una papelera para tirar el envase y la jeringuilla usados. Caminó unos pasos hacia ella, pero enseguida comenzó a desviarse del camino, en diagonal. Las rodillas le cedieron y luego se dejó caer de costado, lentamente.