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La cámara estaba alumbrada por cinco linternas. El Saharaui utilizó unas pinzas de arranque para conectar la batería con una pequeña plancha de metal. Con una goma unió la pistola a una bombona de oxígeno y presionó un par de veces el gatillo para comprobar que la válvula controlaba el paso del gas. Luego cogió uno de los tubos de un metro de longitud que había amontonados en la esquina más alejada de la pequeña habitación y lo enroscó en la pistola. Se bajó la careta de soldador y acercó el extremo del tubo a la plancha metálica. Fue como encender una mecha. La punta del haz de varillas de hierro enriquecido con silicio, de veinticinco milímetros de espesor, comenzó a echar chispas amarillas y anaranjadas. Cuando tocó con ella el armario blindado las chispas se multiplicaron y llenaron la estancia formando una gran flor, como si hubiera estallado una caja de fuegos artificiales. El Guapo se echó al suelo y se arrastró de vuelta a la alcantarilla.

En el lugar en que el tubo tocaba el armario, desde donde saltaban las chispas, se mantenía fijo un punto blanco de unos diez centímetros de diámetro que amarilleaba en los bordes. El olor a quemado lo inundó todo.

El Yunque le tocó un hombro al Guapo e intentó hacerse oír por encima del chirrido que producía el Saharaui.

—¡Como para encender ahí un pitillo, eh! ¡Debe de estar a más de cinco mil grados!

Detrás de ellos, el Pocero estiraba el cuello para mirar por el agujero.

La barra se había ido consumiendo hasta quedar reducida a unos veinte centímetros. El Saharaui cortó el paso de oxígeno y cesaron las chispas. Manipuló la pistola y dejó caer la barra sobrante. Tosió un par de veces y se levantó la careta.

—Necesito el agujero de la pared más grande. Para que salga el humo.

—¿Qué tal vas? —preguntó el Guapo.

—Bien.

Se inclinó y miró el punto del metal sobre el que había trabajado. Un boquete perfecto. Mientras a su espalda los martillazos del Chiquitín derribaban el muro, enroscó otro tubo a la pistola y lo prendió en la plancha de metal. La habitación se llenó otra vez de chispas que al atravesar el polvo que levantaba el Chiquitín parecían una lluvia de meteoritos cruzando la atmósfera.

Cuarenta minutos después, la puerta del primer armario mostraba una ventana donde antes había estado la cerradura. El Saharaui la abrió de un tirón y el Guapo y el Yunque entraron y fueron sacando las cajas que contenía y arrastrándolas hasta el agujero, donde las recibían el Chiquitín y el Chato. Cuando el Saharaui comenzó a trabajar en el segundo armario ya las habían retirado todas. Las reventaban con un escoplo y vaciaban el contenido en las mochilas a la luz de la única linterna que no estaban empleando para iluminar la habitación. El Pocero murmuraba para sí mientras los miraba hacer.

El Saharaui trabajó más deprisa con el segundo armario. Al cabo de media hora ya lo había reventado. De las veintidós cajas que contenía, sus compinches extrajeron joyas, pero también documentos y fajos de dinero en efectivo con los que llenaron otras dos mochilas.

El Guapo se asomó por el agujero.

—¡Date prisa, estamos haciendo mucho ruido!

El tercer armario era el del centro. El Saharaui conectó otra bombona de oxígeno antes de abordarlo. En esta ocasión trazó un círculo perfecto alrededor de la cerradura. Cuando cedió, se levantó la careta y leyó la numeración de las cajas que contenía. Todavía no había apagado el tubo, cuya punta chisporroteaba.

El Guapo lo apartó de un empellón y alargó la mano para tirar de una caja, pero el Saharaui giró el tubo y tocó el metal con la punta incandescente de la barra. Fue sólo un instante, pero el estallido de chispas asustó al Guapo, que retiró la mano como si se hubiera quemado.

—¡Cuidado, joder!

—Perdona, amigo. Yo te ayudo —dijo el Saharaui. Tiró de la caja, que cayó al suelo, la empujó con un pie para apartarla del armario y le dio la espalda al Guapo. De pie, tal como estaba, la abrió con la lanza térmica. Mientras los demás se apresuraban a sacar y abrir las demás cajas, él se agachó y rebuscó en el interior del recipiente plano y rectangular. Extrajo un pen drive y con un gesto rápido se lo guardó en la manga del mono, detrás del elástico que le ceñía la muñeca. Luego se levantó, apagó la lanza, cerró la bombona y desconectó la batería.

Cuando salió por el agujero, los demás ya habían llenado seis mochilas. El Guapo señaló la que quedaba en el suelo.

—Date prisa.

El Pocero se apresuró a abrir el camino de vuelta.

Yahla, yahla! —decía.