13

El Saharaui miró la pantalla del teléfono: las doce de la noche. En Madrid sería la una de la madrugada. Se descalzó, se sentó en la cama y apoyó la espalda en el cabecero. Pulsó el número de Jean-Baptiste.

—Dígame.

Se quedó callado: aquélla no era la voz de Jean-Baptiste. Apartó el móvil de la oreja para mirar la pantalla: no era su voz, pero sí era su número de teléfono.

—¿Oiga?

—Me parece que me he equivocado de número —dijo con cautela.

—Creo que no, caballero. El dueño del teléfono se encuentra indispuesto. Deme el recado, que yo se lo pasaré a él.

El Saharaui había saltado de la cama y se pellizcaba el puente de la nariz.

—¿Qué le ha ocurrido? ¿Está enfermo?

—Indispuesto. Pero dígame, yo le daré el recado.

—¿Quién es usted?

—Estoy cuidando al señor. Si es usted amigo suyo, tal vez pueda pasarse por el hospital.

—¿Qué hospital?

—Está en La Paz. Estamos intentando localizar a sus parientes o a algún amigo para comunicarles lo ocurrido.

—Pero ¿qué le ha pasado?

—Disculpe, caballero, pero ¿quién es usted?

—Soy… un conocido suyo. ¿Puede decirme qué le ha pasado?

—Como comprenderá, caballero, no podemos dar esa información por teléfono. Si tuviera usted la amabilidad de pasarse por aquí… ¿Cuál es su nombre?

—…

—Señor, ¿cuál es su nombre?

—Muchas gracias —dijo el Saharaui, y cortó la comunicación.

Se dejó caer en la silla, colocó el teléfono sobre la mesa y se quedó mirándolo.

—Caballero, caballero —musitó—. Policía, policía.

El aparato se iluminó y comenzó a sonar. Era un número de España. Dejó que siguiera sonando hasta que saltó el contestador. En ese momento entró un sms: «K stas aciendo?» No habían dejado mensaje de voz, porque no había saltado el aviso del contestador. Entró otro sms: «Tngo ganas d vrte.» Y otro más: «Busca un ueco mañna.»

Volvió a sonar el teléfono, así que lo silenció. El móvil vibraba y se deslizaba por la mesa de madera como un siniestro animalillo. Cuando se detuvo, apareció en la pantalla el aviso de que tenía un mensaje de voz. Pulsó el botón para escucharlo.

—Ésta es una llamada de la comisaría del aeropuerto de Barajas. Póngase urgentemente en contacto con este número. Se trata de un asunto grave. Repito: póngase en contacto con este número cuanto antes por un asunto grave.

Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las piernas y se sujetó la cabeza. Estuvo así veinte minutos. Luego se levantó, buscó en su maleta la riñonera y extrajo de ella el bloc de notas.

Escribió: «Uno. Cierto: La llamada procede de la comisaría del aeropuerto. Probable: Lo que le haya pasado a Jean-Baptiste ocurrió cuando iba a tomar el avión hacia París. Probable: Tuvo tiempo para limpiar la oficina. Muy probable: La policía ha descubierto su pasaporte falso.»

Mordisqueó el capuchón del bolígrafo, ensimismado. Volvió a escribir: «Cierto: El policía dijo: “El dueño del teléfono.” Muy probable: No saben quién es Jean-Baptiste. Muy probable: Debe de estar muy grave y no han podido interrogarlo.»

Se calzó y bajó a recepción. El botones le dijo que en el hotel no vendían tabaco, pero en la acera de enfrente, un poco más abajo, había un quiosco en el que podía comprarlo. Salió a la calle con las manos en los bolsillos. El aire olía a limpio. Una luna mora vigilaba la avenida desierta. Caminó hacia la medina. A unos cincuenta metros divisó un chamizo iluminado por una bombilla, del que salía la voz melodiosa de Umm Kalzum. Dos hombres de su edad bebían té y jugaban a las damas junto al transistor. No levantaron la cabeza cuando se detuvo junto a ellos.

—Marlboro —dijo—. Marlboro hamra.

En su bolsillo, el móvil volvió a vibrar.