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Michel le contó al Joyero cómo había entrado en contacto con la Guapa. La había seguido cuando ella salió de su casa y se subió a un BMW. «Uno de esos coches tuneados, una auténtica horterada», dijo. En el primer semáforo, lo golpeó por detrás con el Mercedes. Se bajó y se acercó a la ventanilla de ella juntando las manos en señal de disculpa. Simuló descubrir que estaba embarazada, se mostró alarmado e insistió en llevarla a un hospital. En realidad, la condujo a una clínica privada que a ella, que debía de estar acostumbrada a las aglomeraciones y a las largas esperas dolientes de los hospitales públicos, debió de parecerle el colmo del lujo. Mientras aguardaban los resultados de las pruebas médicas, le contó que era pintor, que vivía en París y que estaba pasando una semana en Madrid para organizar una exposición. Fue entonces cuando le anunció que iba a hacerle un retrato. «Se lo dije como si yo fuera Picasso», se rió. No le pidió que posara para él, sino que lo dio por hecho, puesto que el cuadro iba a ser un regalo. En cuanto supo que sus obras se cotizaban por encima de los treinta mil euros, contó a Jean-Baptiste, los reparos de ella se esfumaron y aceptó encantada. «Tan pronto te cuelgue, la llamo.»
«Michel», decía la pantalla del teléfono. La Guapa vio la llamada perdida después de su clase de preparación para el parto. La profesora había vuelto a preguntarle cuándo acudiría su marido. Salvo una venezolana que asistía a las sesiones de vez en cuando, era la única embarazada a la que no acompañaba su pareja.
El sudor comenzaba a enfriarse en su piel. Se echó la toalla sobre los hombros y pulsó el nombre.
—¡Hola, Pilar! —la voz del hombre tenía un elegante acento francés—. Perdona que te moleste. ¿Has hecho planes para la cena?
—Pues…
—He comprado unas cuantas cosas de mi país —la interrumpió—, y he pensado en llevarlas a tu casa para picar algo después de la sesión de pintura. Tengo foie, quesos… ¡y una botella de champagne!
Ella dudó un momento.
—Me parece guay, Michel —dijo finalmente—. Aunque yo no puedo beber mucho.
—¡Oh, me había olvidado! Por supuesto, llevaré unas botellas de Perrier. ¿A las cuatro, entonces?
—A las cuatro.
Cuando colgó, ya había olvidado el comentario de su profesora y una ligera sonrisa se dibujaba en sus labios. Entonces se acordó de su marido. Pulsó su número.
—Hola, cariño, ¿qué tal va todo?… No, no pasa nada. Es que acabo de terminar la clase para el parto y estoy cansadísima. Era para avisarte de que me voy a dar una ducha, a comer algo y a meterme en el sobre. Pienso empalmar durmiendo hasta mañana… Por si me llamas y no te cojo el teléfono. Lo voy a poner en silencio… No, no he quedado con nadie. Es que esta noche he dormido mal. El niño no ha parado de dar patadas… ¡Que no he quedado con nadie, hombre…! No, por más que te empeñes no voy a dejar el teléfono con sonido porque entonces el pitido de los mensajes no me deja dormir… ¿Qué pasa, que no te fías de mí?… Vale, y tú mantente lejos de la Chata, ¿eh?… No te cabrees, que sólo era una broma… Vale. Un beso, mi amor.
A las cuatro de la tarde, la Guapa había limpiado y ordenado la casa. La pantalla del enorme televisor reflejaba el paisaje nevado que habían comprado, ya enmarcado, hacía dos años en El Corte Inglés, y el mueble marrón lleno de botellas, vasos y platos y adornado con una colección de muñequitos de porcelana. Se había maquillado y perfumado y vestido con una especie de túnica que disimulaba su trasero.
El interfono sonó diez minutos más tarde. Michel apareció cargado con dos bolsas, una gran carpeta y un maletín de madera sin pulir. Cuando sonreía se parecía a Viggo Mortensen, pero más joven. La Guapa esperó a que entrara; sólo después de cerrar la puerta le dio dos besos en las mejillas. Enseguida se ruborizó.
—Esto es la cena —dijo él, tendiéndole las dos bolsas—. El champagne y el agua habría que meterlos en la nevera.
Mientras ella llevaba los alimentos a la cocina, él se quitó la americana de lino y la arrojó de cualquier modo sobre el sofá rojo. Echó una mirada alrededor: una pequeña terraza con un par de macetas con geranios resecos y una puerta que debía de dar al pasillo, a los dormitorios y al baño.
—¿Te ha costado mucho encontrar la casa? —gritó ella desde la cocina.
—En absoluto. Me acordaba perfectamente.
—¿Quieres tomar algo? ¿Una cervecita?
—Sólo si tú me acompañas.
La Guapa apareció con una bandeja en la que llevaba dos latas de cerveza y un cuenco con cortezas.
—Sólo una cerveza —sonrió. Luego señaló con la barbilla el cartapacio y el maletín de madera—: ¿Son tus cosas de pintar?
Él asintió, al tiempo que tomaba un trago de la lata.
—No sé muy bien dónde colocarte. —Se volvió y miró en torno—. Tal vez aquí, en este sofá. —Se levantó y enmarcó el sofá con las manos. Luego las dejó caer con expresión de fastidio—. No sé.
—Donde tú digas.
—Quiero hacerte un retrato de cuerpo entero —dijo con convicción—. Representar la imagen de la maternidad. Tal vez vestida con un camisón, el pelo suelto sobre los hombros… Una imagen relajada. —Miró con fastidio el sofá—. Pero este sofá…
—¿No te gusta?
—No se trata de eso. Es muy bonito. Es que… Creo que no casa bien con la imagen de la maternidad. Estarías mejor en una colcha, con almohadones blancos… —Se encogió de hombros—: Pero, bueno, si no hay otra cosa…
La Guapa reaccionó con rapidez:
—Tenemos la cama, con el edredón. Lo que pasa es que los cojines son de flores. Ven a ver qué te parece.
Abrió la puerta del pasillo. Michel la siguió. Observó que la primera puerta a la derecha daba a un baño. La segunda, a un cuartito recién pintado en azul que habían empezado a decorar como una habitación infantil. Al fondo estaba la habitación de matrimonio: una cama vestida con colores estridentes, flanqueada por sendas mesillas de noche con sus correspondientes lamparitas, el póster de El beso de Klimt en la cabecera y un armario empotrado con puertas de espejo. Las paredes eran de color rosa.
Michel se frotó el mentón.
—Mucho mejor aquí.
Ella sonrió, satisfecha.
—¿Nos tomamos primero la cerveza? Creo que la necesito, estoy un poco nerviosa.
—¡Por supuesto! Nos tomamos las cervezas que hagan falta. Quiero que estés muy relajada.