56
La muñeca derecha del Joyero estaba esposada al cabecero de la cama del hospital. Dio varios tirones y buscó con la vista algo para reventar la cerradura, pero no encontró nada. Entonces descubrió que había otra persona en la habitación: el enfermo de la cama contigua lo miraba alarmado.
—Buenas tardes —dijo con una sonrisa—. Me llamo Jean-Baptiste. Me perdonará que no le dé la mano, pero es que alguien me la ha atado mientras dormía.
Su compañero de habitación asintió, cada vez más inquieto.
—Amigo, ¿sería tan amable de buscar por ahí un clip, una horquilla o algo similar para aflojar un poquito esta argolla? Se me va a gangrenar la mano.
El otro asintió. Se levantó, se puso las zapatillas y salió de la habitación sujetando su bolsa de orina. Al minuto volvió con un policía.
—Como me moleste, lo ato a la cama con esas correas —le advirtió el agente. De ambos lados del lecho colgaban unas correas blancas.
El otro enfermo se situó frente al policía y blandió su orina.
—¡Quiero que me cambien de habitación! —dijo con firmeza—. ¡Soy ciudadano francés, pago mis impuestos, me han operado y no tengo por qué estar en la misma habitación que un individuo peligroso!
El policía se encogió de hombros.
—Eso dígaselo al director del hospital.
—Yo también soy ciudadano francés y pago mis impuestos —intervino Jean-Baptiste—. ¿Puede decirme por qué me tienen aquí encadenado?
El agente lo miró con una sonrisa y sacó su teléfono.
—Soy yo —dijo—. Dile al jefe que ya se ha despertado.
A continuación se dirigió a Jean-Baptiste:
—Lo que usted pregunta se lo responderán mis jefes en cuanto lleguen. —Y señalando las correas, añadió antes de salir al pasillo—: Recuerde lo que le he dicho.
Un enfermero entró en la habitación. Cuando salió, el policía se dirigió a él:
—¿Sigue dando guerra?
—Le acabo de administrar un calmante que lo dejará K. O. un par de horas.
—Menos mal. Me muero por fumar un pitillo.
Al cabo de un rato entreabrió la puerta del cuarto. Jean-Baptiste roncaba y su compañero de habitación miraba con la boca abierta una película en el televisor atornillado en la pared. Cerró con sigilo y fue hasta el puesto de control.
—Tengo que salir un segundo —le dijo a la enfermera que estaba tras el mostrador—. No serán más de diez minutos. Mire, éste es mi número, por si pasa algo.
La enfermera recogió la tarjeta con sus dedos gordezuelos y asintió.
El agente bajó deprisa por las escaleras los seis pisos que lo separaban de la calle y salió a un pequeño patio en el que dos médicos apuraban sendos cigarrillos. Sacó su paquete de Gitanes, encendió un pitillo e inhaló el humo con placer.
Su móvil sonó cuando estaba dando las últimas caladas.
—¡Venga! ¡Hay tiros! —gritó histérica una mujer.
Subió los escalones de dos en dos. Cuando llegó a la sexta planta, empujó la puerta de metal e irrumpió en el caos: enfermeros y médicos corrían, gritando y llamando por teléfono. Entró en la habitación del Joyero: estaba esposado a la cama, con los ojos cerrados como si durmiera plácidamente. Cuatro agujeros de bala formaban una diagonal en su tronco. El primero en la clavícula izquierda, el segundo en el pulmón, el tercero en el corazón y el cuarto en el hígado. Los sanitarios que habían intentado reanimarle recogían su instrumental en silencio.
El policía descubrió entonces al compañero de habitación. Estaba agachado tras su cama. Sólo asomaban algunos cabellos blancos revueltos y unos ojos espantados. En el suelo había un gran charco de orina.
Se plantó junto a él en dos zancadas.
—¿Qué ha pasado?
El enfermo lo miró como si no comprendiera.
—¿Qué ha pasado? —Lo zarandeó.
—Entró un hombre —respondió, jadeando—… Me preguntó si yo era Jean-Baptiste… Le dije que no, que era él… Entonces sacó una pistola con el tubo ese… El silenciador… Me dijo que me volviera de espaldas… Pensé que me iba a matar. —Comenzó a sollozar—… Oí cuatro estampidos…