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—¿Usted qué se ha creído? ¿Que las pastillas son pipas de girasol?
El médico le había tomado la tensión y le había escrutado las pupilas con una linterna. Ahora estaba con los brazos en jarras junto a la camilla en la que el Chiquitín se hallaba tumbado.
—¿No sabe leer o qué? La dosis prescrita es de dos comprimidos por día y usted se ha tomado doce en cuatro horas. Este medicamento es un opioide y actúa sobre células nerviosas de la médula espinal y del cerebro, nada menos. ¡Poco es lo que le ha pasado para lo que podría haberle ocurrido! Levántese y vístase.
El médico se sentó a su mesa y escribió una receta. Se la entregó a la Chiquitina, sin mirarlo a él, lo que fue una forma más de mostrarle su desprecio.
—Dele una de éstas antes de cada comida. Que siga bebiendo mucha agua. Nada de alcohol.
—¿Y para el dolor, qué tomo? —intervino el Chiquitín en tono sumiso.
—¡Ajo y agua!
Mientras bajaban en el ascensor, guiñó los ojos y preguntó a su novia:
—Entonces, ¿el maricón ese de la tele no estaba contigo?
—No, Víctor.
—¡Joder, esto es como llevar una doble vida!
El minibús estaba aparcado frente a la consulta. Seis pares de ojos se clavaron en ellos cuando entraron.
—¿Qué? —preguntó el Guapo.
—El diagnóstico es: ¡Idiota! —dijo la Chiquitina, acomodándose en su asiento—. Se ha tragado en cuatro horas seis veces más pastillas de las que debía tomarse en veinticuatro. Al médico sólo le ha faltado darle una hostia.
—¿Le ha mandado algo?
—Tiene que tomar otras pastillas antes de las comidas. Nada de alcohol y mucha agua.
—Podemos comprarlas en la farmacia del puerto —dijo el Saharaui.
El Guapo miró su reloj:
—Ya son las cinco. Vamos para allá. ¿Hay algún restaurante?
—Muy malo. Mejor un bocadillo en el barco.
Siguieron las indicaciones de los carteles que mostraban la silueta de un barco y la palabra Tánger. A medida que se acercaban al puerto, aumentaba el número de coches cargados de familias magrebíes con descomunales bultos en las bacas. Los vehículos, viejos y de grandes marcas, avanzaban igual que caracoles. Dos niños les hacían muecas a través del cristal trasero de un Mercedes.
El Saharaui se detuvo ante un edificio del puerto, bajó la música y encendió las luces de emergencia. Escoltado por el Chato, entró a comprar los billetes y las pastillas para el Chiquitín. En el vestíbulo, las voces de los viajeros que iban y venían formaban un eco de palabras mezcladas en varios idiomas. Un tipo flaco y desdentado se acercó a ellos para pedirles algo de dinero con el que comprar un bocadillo.
—Lárgate de aquí o te doy una hostia —dijo el pelirrojo. Al ver la mirada sorprendida del Saharaui, añadió con desprecio—: ¡Yonqui de mierda!
En el minibús, el Chiquitín tenía puestos los auriculares y movía nerviosamente una pierna. El Yunque se dirigió a él.
—¿Cómo estás, tío?
—Mejor, mejor.
—¿Qué estás escuchando?
—La radio. Escucho la radio —dijo, quitándose los cascos.
—Tío, te tiemblan las manos.
El Chiquitín no respondió. Miraba de reojo a los policías municipales que ordenaban las filas de coches que se disponían a embarcar.
—¿Cuándo hay que entregar el pasaporte? —preguntó.
Se abrió la puerta corredera y subió el Chato con la medicina. El Saharaui entró por la del conductor.
—Todo listo —dijo. Colocó las tarjetas de embarque sobre el salpicadero, apagó los intermitentes y se incorporó a la fila de vehículos.
—Nunca había visto tantos moros juntos —murmuró el Guapo.
El Saharaui se echó a reír.
—Pronto verás muchos más. ¡Un país lleno de moros!
El minibús avanzaba lentamente hacia el muelle, donde estaban atracados dos barcos. Con sus bodegas abiertas, parecían ballenas que se iban tragando los coches uno a uno. Cuando el Saharaui se detuvo junto al empleado de la naviera que recogía las tarjetas de embarque, el Chiquitín se encogió en su asiento. Luego el vehículo aceleró y se dirigió hacia la estrecha rampa.
—¿Cuándo hay que entregar los pasaportes? —volvió a preguntar.
—En Tánger —contestó el Saharaui por encima del hombro.
—¿Entonces no hay que dárselos a la policía española?
—¡Ay, África, qué emoción! —exclamó la Chata—. Los saharauis sois africanos, ¿verdad?