24

El mono estaba sentado en una banqueta junto a la puerta del garaje, concentrado en quitarse los piojos. Jordi se detuvo. El animal lo miró un instante con sus ojos hundidos en el cráneo; enseguida siguió a lo suyo, cazando los pequeños bichos que hacía estallar entre los dientes como si fueran huevas de caviar.

—Yo no entro —dijo el muchacho.

El Saharaui se rió y pulsó el timbre, que sonó en algún lugar de la oscura nave.

—¡Mohamed! —llamó.

—Ese animal es peligroso. Imagínate que le da por atacar a alguien que pase por la acera. No sé cómo pueden dejarlo suelto.

El guarda salió del fondo con su gabardina sucia atada a la cintura por un cordel. Somnoliento, se limpió las legañas con los dedos.

—¡El saharaui y el catalán! —exclamó jovialmente—. ¿Qué estáis tramando vosotros dos?

—Venimos a por los coches —dijo el Saharaui—. Nos vamos de viaje.

El viejo se apoyó en la estaca que llevaba en la mano.

—¿Os marcháis ya a Marrakech?

—Nosotros sí. Este chico y su novia se van a Xauen y luego a Fez.

—Nos vamos a Fez pasando por Xauen —corrigió el muchacho.

—¡Xauen! ¡La ciudad sagrada! —El guarda trazó un amplio círculo con el brazo, como si lanzara un sortilegio—. ¿Tú sabías que Xauen fue durante siglos una ciudad cerrada a los extranjeros? Al cristiano que asomaba la nariz, se la cortaban. Ni siquiera dejaban entrar a los catalanes. ¡La capital de Abd el Krim! Pero ¿qué sabéis de eso los jóvenes? —Hizo un gesto despectivo—. Ahora vais a Xauen a comprar chocolate. —Entornó los ojos y descolgó la mandíbula—. ¿Tienes chocolate, moro? ¿Tienes chocolate?

—Yo no tomo drogas —replicó Jordi, ofendido.

—Entonces ¿a qué vas a Xauen? Allí no hay más que las ruinas de una muralla y las cuatro calles pintadas de azul y blanco que salen en todas las fotos. ¿A qué vas, eh?

—Pilla de paso para Fez, y a mi novia le apetece verlo.

—Ah. —Lo miró fijamente—: Ella sí se droga.

—No se droga.

El guarda se volvió hacia el Saharaui, que parecía divertido:

—Estos catalanes se cabrean enseguida, ¿eh? —Bruscamente, echó a andar hacia el interior del garaje—. Vamos a por los coches.

Jordi se quedó quieto.

—Oiga, ¿le importaría amarrar al mono?

Pareció que el animal le había entendido, porque dejó de despiojarse y lo miró con sus ojos amarillos. El guarda se volvió:

—¿Amarrar a Mohamed Abdelaziz? En su vida ha estado amarrado. ¿A ti te gustaría que te amarrara? Pues a él tampoco le gusta. Y a mí no me gusta lo que a él no le gusta.

—Dame las llaves —propuso el Saharaui—. Yo te saco el coche.

Jordi metió la mano en el bolsillo y se las tendió. En ese momento, el mono bajó de la banqueta y dio tres o cuatro pasos muy rápidos hacia el muchacho, que se refugió tras el Saharaui. El mono se retiró haciendo un sonido que semejaba una risotada y se encaramó de nuevo en la banqueta.

El Saharaui sacó del garaje el Golf, volvió a entrar y salió conduciendo el minibús. Jordi vio cómo se bajaba del vehículo e intentaba entregar unos billetes al viejo guarda, pero éste los rechazó varias veces. Finalmente, se dieron un abrazo juntando dos veces las mejillas, y el Saharaui volvió a subir al minibús. Jordi lo siguió, conduciendo con cuidado, hasta la puerta del hotel.

Estaban todos en la recepción. Formaban un círculo bullicioso en torno a las maletas. Cerca de ellos, el individuo que tecleaba en su teléfono móvil había vuelto a ocupar su lugar. Cuando apareció el Saharaui con el minibús, los hombres se apresuraron a llevar los equipajes al maletero, mientras las mujeres se despedían de Helena. El Guapo le puso la mano en el hombro:

—Helena.

Ella se volvió y adelantó una mejilla para que se la besara, al tiempo que decía:

—Muchas gracias por todo.

Jordi apareció en la puerta, a espaldas de la muchacha. El Guapo lo vio y se inclinó hacia Helena, pero en lugar de besarla en la mejilla, la besó en los labios.

—Tienes mi número —dijo en voz lo bastante alta para que el otro lo oyera.

Luego bajó rápidamente los tres escalones, sonriendo, y subió al minibús.

—¡A Marrakech! —dijo.

En la acera, la pareja de catalanes discutía.

El Chato no había perdido detalle de lo ocurrido.

—Es lo que yo digo —proclamó—: Si no te fías de tu mujer, tienes un grave problema.

El Guapo lanzó una mirada irónica al Saharaui, que permanecía imperturbable, con los ojos ocultos tras sus gafas de sol. Luego se volvió y observó a la Chata: parecía concentrada en lo que veía por la ventanilla.

El Chato añadió entonces, sombrío:

—Y si te fías, también.

Eran las diez y veinte cuando el vehículo se puso en marcha.