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El Guapo durmió mal. A las siete de la mañana ya estaba desayunando. En el comedor sólo unas pocas mesas estaban ocupadas por una expedición de turistas ingleses, entre los que distinguió a las dos parejas que había visto el día anterior en la Yemáa El Fna. Cuando acabó, dio una vuelta por el hotel. El hombre que limpiaba la piscina con una larga pértiga ni siquiera lo miró. Cruzó la recepción y salió al exterior. Encendió un cigarrillo y, mientras lo consumía a grandes caladas, observó el minibús. El Saharaui lo había aparcado junto a un muro para protegerlo del sol hasta el mediodía.

Tiró la colilla al suelo, la pisó con la zapatilla y volvió a entrar en el hotel.

Il fait chaud aujourd’hui!

Se volvió; el recepcionista le sonrió con complicidad.

—¿Qué?

—Hoy —respondió, señalando el exterior, hacia el cielo—. Mucho calor después.

—Ah, sí.

Entró en el ascensor y regresó a la habitación. Desplegó sobre la cama el mapa de la ciudad y lo estudió durante media hora. A cada rato levantaba la cabeza y cerraba los ojos, intentando recordar lo que acababa de ver. Luego marcó el número del Saharaui en el móvil.

—Oye, quiero ver el sitio por el que vamos a entrar a las alcantarillas… No, el minibús se queda aquí, y recuerda que tienes que cambiarlo de sitio antes del mediodía. Vamos en taxi… Ahora. Ya.

Quince minutos después se hallaban a bordo de un viejo Mercedes cuyo conductor hacía sonar la bocina cada pocos metros. El Guapo iba pendiente de la ruta que seguía el vehículo entre el tráfico ya nutrido a esa hora de la mañana. El Saharaui tenía todavía el cabello mojado y los ojos hinchados: él sí parecía haber dormido bien.

Se inclinó hacia delante y tocó el hombro del chófer. Le habló en árabe y el otro asintió y arrimó el coche a la cuneta. El Guapo se bajó mientras su compañero pagaba la carrera.

—¿Es aquí? —preguntó mientras el taxi se alejaba. Alrededor sólo había un grupo de chabolas de las que salían regueros de agua sucia. Unos niños semidesnudos jugaban entre la basura y una cabra devoraba un trozo de cartón.

—Un poquito más adelante. Paramos aquí para que el taxista no vea, ¿comprendes?

Cruzaron la carretera y echaron a andar sobre la tierra roja, alejándose de las cabañas. Un poco más adelante torcieron a la izquierda y siguieron un muro de adobe sobre el que asomaba un palmeral. A quinientos metros, el muro volvió a torcer a la izquierda y ante ellos apareció un gran huerto sembrado de árboles frutales. A su sombra, siguiendo una complicada geometría, crecían todo tipo de hortalizas. Quienes cultivaban el amplio terreno no habían desperdiciado un solo metro cuadrado.

El Guapo calculó que aquel espacio debía de tener un kilómetro de largo por quinientos metros de ancho.

—¿Dónde está la alcantarilla?

El Saharaui se encogió de hombros.

—Eso lo sabe el Pocero.

El Guapo echó a andar por el borde del huerto, intentando atisbar entre las plantas, pero sólo vio estrechos canales de riego. Un niño montado en un burro se acercaba a ellos.

—Amigo —dijo el Saharaui—, mejor nos vamos. No es normal un extranjero aquí.

El Guapo escupió por el diente mellado. Se puso las gafas de sol y ambos volvieron por el mismo camino.

El conserje del hotel tenía razón: el calor comenzaba a apretar.