8

Jean-Baptiste iba enfundado en un fresco traje azul marino cuando abrió la puerta de la oficina al Guapo. A las doce de la noche ya no había portero ni secretarias en la empresa. Sólo estaban encendidas una luz del recibidor y las de su despacho. Se sentaron en los mismos sillones que la vez anterior.

El Joyero miró su reloj. El Guapo silbó.

—Patek Philippe Calatrava de oro rosado. —Se detuvo un momento, como si calculara—: Quince mil euros.

—Más. —Jean-Baptiste sonrió—. Este modelo no baja de los dieciséis mil quinientos. —Miró de nuevo la esfera y comentó—: Espero que Haibala no se retrase mucho. —Se volvió hacia el Guapo—. Así que todos los de su equipo están finalmente de acuerdo.

—Todos.

—¿No habrá cambio de planes a última hora…?

—Salvo que alguien se muera.

—Esperemos que no.

El timbre de la puerta sonó en dos tonos.

—Aquí está. —Jean-Baptiste se levantó y salió de la estancia.

Un par de minutos después regresó con el Saharaui.

—Lo siento —dijo el recién llegado con una sonrisa de disculpa. Llevaba una camisa azul celeste abrochada en los puños—. Los autobuses tardan en pasar a esta hora.

El Joyero se dirigió a la mesa de reuniones situada en un lateral del despacho. Se quitó la americana, la colgó en el respaldo de una silla, se desabrochó los gemelos y se remangó.

—Vamos a sentarnos aquí. Estaremos más cómodos.

Mientras los otros dos arrimaban sus sillas, él desplegó sobre la mesa un mapa de España y Marruecos. Con un roturador rojo hizo tres círculos: en uno encerró Madrid; en otro, Tánger, y en el tercero, Marrakech.

—Éstas son las tres ciudades clave de nuestra pequeña aventura. —Miró al Guapo a través de las gruesas gafas—. El primer día saldrán de Madrid y se dirigirán a Algeciras. —Subrayó la ruta con un rotulador verde—. En Algeciras embarcarán con el autocar hasta Tánger. —El rotulador verde cruzó el mar hasta la ciudad africana—. Allí se hospedarán en el hotel El Minzah. Les gustará —sonrió—: es el mejor de la ciudad. Dejarán el autocar en el garaje. Pasarán dos noches allí. Durante el día es preciso que se comporten como turistas para alejar cualquier sospecha de la policía: vayan al zoco, regateen, compren alguna alfombra… Haibala conoce la ciudad y, además de chófer, puede hacerles de guía. Sigan sus consejos, porque entiende bien la mentalidad de las gentes del país. Háganle caso.

Una nube pareció cruzar el rostro del Guapo. Observó de reojo al Saharaui, que asentía con la mirada concentrada en el mapa.

—Después de la segunda noche saldrán para Marrakech. —El rotulador verde descendió por la costa marroquí, pasó por Kenitra, Rabat, Casablanca y se internó en el sur del país hasta detenerse en Marrakech—. Son casi seiscientos kilómetros por la ruta antigua, al margen de la autopista, así que pasarán el día en la carretera. Tómenselo con calma: den una vuelta por la medina de Rabat, acérquense a la playa en Casablanca… Deben parecer turistas en todo momento. —Subrayó—: No les resultará difícil, es la parte más agradable del viaje. Estaría bien que llegaran a Marrakech a última hora del día. Irán directamente al hotel Shermah. Tiene la ventaja de estar cerca del centro de la ciudad y, al mismo tiempo, algo apartado. Además, cuenta con un amplio parking vigilado al aire libre. No tendrán problemas para dejar el autocar. ¿Alguna duda sobre lo que les he contado hasta ahora?

El Saharaui negó con la cabeza: seguía concentrado en el mapa.

—Sigue —respondió el Guapo con aspereza.

El Joyero asintió. Desplegó un plano de Marrakech, que puso encima del mapa:

—Pasarán esa noche y el día siguiente en el hotel. —Trazó un círculo verde en torno al Shermah—. Coman en el restaurante, báñense en la piscina. Que les vean bien. Al atardecer, Haibala los llevará a dar una vuelta por la Yemáa El Fna —trazó una cruz verde sobre la plaza— y por la medina, sin adentrarse demasiado. Aprovechará para enseñarles el banco…

—¿En dónde está? —interrumpió el Guapo.

El Joyero alzó y bajó la mano varias veces, como si estuviera aplacando a una fiera.

—Todo a su tiempo, todo a su tiempo. Miren el banco, pero que no se les note. ¿Me ha oído, Haibala? —Se volvió hacia el Saharaui, que asintió—. Si luego —se dirigió al Guapo— identificaran a uno de ustedes porque ha llamado la atención merodeando por allí, todo se iría al garete. Creo que estaría bien que pasaran ante el edificio, pero que sólo usted supiera que ése es su banco. A los demás les dará igual cómo tenga la fachada, porque entrarán en él desde las alcantarillas.

A continuación, hizo una cruz en un edificio cercano a la Yemáa El Fna:

—Aquí está su banco, señor Romero —dijo solemnemente. El Guapo acercó la cara al plano hasta casi tocarlo con la nariz—. Pero usted entrará en él desde… —El rotulador sobrevoló la ciudad y se posó en un lugar pintado de verde, al sur de la medina—… ¡Aquí! Tendrán que recorrer dos kilómetros por las alcantarillas antes de llegar a la cueva del tesoro. —Se rió al pronunciar las últimas palabras—. Eso hará más difícil el trabajo de la policía cuando se descubra el robo.

—¿Cuándo podré hablar con el pocero?

—Lo verá usted en Marrakech. En cuanto a hablar con él —el hombre sonrió con ironía—, tendrá que hacerlo a través de Haibala, porque sólo habla el dialecto marroquí.

El Guapo dio un puñetazo en la mesa.

—¡Me cago en dios! ¡Haibala les dirá lo que tienen que hacer en Tánger, Haibala les dirá lo que tienen que hacer en Marrakech, Haibala hablará con el pocero…! —Miró con ira al Joyero—. Esto no es lo que hablamos. En cuanto salgamos de Madrid, mando yo. Si me voy a jugar el tipo, quiero tener las riendas.

El Joyero dirigió una rápida mirada de alarma al Saharaui.

—Es una cuestión de pura lógica —dijo atropellando las palabras. Su voz parecía mal sintonizada—. Haibala conoce la zona, y usted no. En cuanto entren en la alcantarilla, será usted quien mande…

—No, amigo, tranquilo —intervino el Saharaui, conciliador—. Yo no quiero mandar. Tú mandas en todo. Yo te ayudo a ti. No hay problema. Yo sólo hago de guía y traduzco. Nada más, amigo.

Hubo un momento de silencio expectante. El rotulador verde temblaba en la mano del Joyero, que miraba alternativamente a los dos hombres. Haibala tenía los ojos clavados en el Guapo, que hacía un visible esfuerzo por dominarse.

—No quiero volver a repetir esto —dijo—. Desde que salgamos de Madrid y hasta que regresemos, mando yo. Si no estáis de acuerdo, decidlo ahora, me piro y os buscáis a otro.

—Yo sólo… —empezó el Joyero.

El Saharaui se adelantó:

—Mandas tú, claro. Yo también quiero que mandes tú. No hay problema. Yo voy a preguntarte y a pedirte permiso para todo.

El Guapo echó una mirada furibunda a Jean-Baptiste.

—¿Qué dices?

El francés tragó saliva. Estaba pálido y sudaba.

—Manda usted, claro. Sobre el terreno, manda usted.

—Vale —asintió con firmeza el Guapo—. Pues ahora que ya está todo clarito como el agua, sigue con el plan.

El Joyero carraspeó varias veces antes de proseguir:

—El muro que da a la cámara está hecho a soga y tizón. O sea, dos ladrillos por el lado más largo y…

—Sé lo que es soga y tizón —interrumpió desabridamente el Guapo.

—Bien. —Jean-Baptiste titubeó—. De modo que el grosor es de dos ladrillos, que previsiblemente estarán bastante deteriorados por la humedad. No debería llevarles mucho tiempo echar abajo la pared.

—¿La cámara?

—Es un sótano de unos veinte metros cuadrados. Hay tres armarios blindados. En cada armario hay veintidós cajas de seguridad. Lo difícil será abrir los armarios. Las cajas saltan con una palanqueta.

El Guapo se volvió hacia el Saharaui.

—¿Cuánto tardarás en abrir los armarios?

—Cuarenta minutos cada uno, más o menos.

—Dos horas en total —dijo el Guapo—, más otra para imprevistos.

Jean-Baptiste volvió a aclararse la garganta:

—Creo que lo más conveniente sería que, después del trabajo, pasaran un día o dos más en Marrakech, para no despertar sospechas. —Sus ojos, distorsionados por las lentes, iban del Guapo al Saharaui—: Y luego podrían volver directamente a Tánger y tomar allí el barco para Algeciras. En total, estarían una semana en Marruecos.

El Guapo echó mano al plano de Marrakech y empezó a doblarlo:

—Me lo llevo.

El Joyero miró alarmado al Saharaui, pero éste permaneció impasible.