25
La Guapa estaba tumbada en el sofá, atada con las cuerdas de su propio tendedero. Jean Baptiste le había introducido un trapo en la boca y se lo había sujetado anudándole el cinturón del albornoz en torno a la cabeza. Sus ojos mostraban miedo y dolor.
Él se hallaba sentado en un sillón frente a ella, inclinado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y presionándose las sienes con las manos. Sobre la mesa baja había un frasco de Gelocatil abierto, un vaso de agua y un largo cuchillo de cocina.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó.
La Guapa asintió con ojos de terror.
Él hizo un gesto de dolor, pero se repuso enseguida. La mujer emitió un sonido nasal y señaló sus ligaduras con los ojos. Él hizo caso omiso.
—He tenido un problema. Un pequeño problema que puede desatar grandes catástrofes si no desaparezco durante un tiempo. ¿Comprendes?
La Guapa volvió a gemir.
—Sí, ya sé que las cuerdas aprietan, pero tiene que ser así. Disculpa que te haya dejado casi desnuda, pero no creo que con este calor eso sea un problema. Así puedo ver si tienes los nudos bien atados y evitamos engorros cuando necesites ir al baño. —Hizo un gesto con la mano—: En el otro sentido, no debes preocuparte lo más mínimo. El sexo… es hoy la última de mis preocupaciones.
Bebió un sorbo de agua. Estaba pálido y le temblaban las manos.
—Quiero que entiendas una cosa —la miró fijamente—. Es lo más importante que voy a decirte, así que grábatelo a fuego en el cerebro: si a mí me pasa algo… Si me detiene la policía o me ocurre cualquier otra desgracia, tu marido es hombre muerto. ¿Lo has entendido?
La mujer asintió con vehemencia.
—Bien. Todo lo que necesito es descansar unas horas. Dormir. En cuanto me reponga me marcharé y no volverás a saber de mí. Me temo que, en estas circunstancias, me resultará un poco difícil cerrar el negocio con tu marido tal y como estaba previsto. —Se encogió de hombros—: Pero, en el peor de los casos, él se quedará con seis millones en joyas. Si no hace locuras, puede convertirlos en un buen pellizco.
Se levantó y fue a la cocina para llenar el vaso de agua. Cuando volvió, la Guapa había logrado sentarse en el sillón. El albornoz se le había abierto. Jean-Baptiste vio sus pechos hinchados, los pezones oscuros, la tripa tensa como la piel de un tambor y la línea marrón que descendía desde el ombligo hasta el vello púbico. Se acercó, ajustó las solapas para cubrirla y le apartó con ternura el pelo de la cara. Luego recogió el cuchillo de la mesa.
—Si me juras que no vas a gritar, te quito la mordaza. Pero si intentas jugármela —añadió—, te corto el cuello.
La Guapa volvió a asentir.
—Bien.
Sujetó el cuchillo entre los dientes y deshizo el nudo. Cuando le sacó el trapo de la boca, ella sufrió una arcada y empezó a toser. Jean-Baptiste le acercó el vaso de agua a la boca; temblaba tanto que la mitad del líquido se derramó.
Volvió a su sitio y dejó el cuchillo sobre la mesa, mientras observaba cómo ella se iba recuperando.
—¿Mejor?
La Guapa no contestó. Aún tosía de vez en cuando y tenía los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo.
—El niño, por favor —dijo a punto de llorar—. Me duelen las muñecas. No me circula la sangre.
Él se levantó y comprobó las ligaduras.
—No —dijo—. No tienes los dedos morados. La sangre circula perfectamente.
Al volver a su asiento, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared.
—Necesito dormir —murmuró. Recogió el cuchillo y la ayudó a levantarse. Entre los nudos que ceñían los tobillos le había dejado un margen de cuerda de unos veinte centímetros, de modo que ella podía caminar con pasitos muy cortos, como una anciana. La sujetó del brazo y la llevó hacia el dormitorio. La Guapa inició una protesta:
—Por favor, el niño…
Él le puso el cuchillo ante los ojos.
—Necesito dormir —repitió—. Vamos.