39
Cuando la enfermera entró en la habitación, Jean-Baptiste abrió los ojos.
—¿Qué hora es? —preguntó.
La enfermera consultó su reloj.
—Las cuatro y diez de la madrugada.
Él la observó mientras abría una cajita y sacaba de ella una ampolla. El ocupante de la cama contigua roncaba como si estuvieran estrangulándolo.
—¿Qué es eso? —Señaló la ampolla.
—Un calmante.
—Ya imagino —dijo él—. ¿Qué tipo de calmante?
Ella presionó el émbolo de la jeringuilla hasta que salieron expulsadas unas gotitas.
—Un opiáceo.
Observó a la enfermera mientras le clavaba la aguja en el brazo. Era rubia, de unos cuarenta años, delgada, de huesos finos y piel blanca. Tenía unos bonitos ojos pardos.
—¿Qué mira? —dijo ella.
—Es usted muy guapa.
—Me parece, señor, que no está usted en condiciones de ligar —presionó el pinchazo con un algodón impregnado en alcohol y lo sujetó con una tirita. Cuando recogía todo en una pequeña bandeja, él le preguntó:
—¿Puedo quedarme con el prospecto?
Ella dudó.
—Si intenta leer, le dolerá más la cabeza.
—Si eso pasa, lo dejaré. Necesito leer algo para poder dormirme. Es una costumbre que tengo desde pequeño.
La enfermera enarcó una ceja, sacó el prospecto de la caja y lo dejó sobre la mesilla. Al salir, cerró la puerta.
Él se levantó, lo cogió y leyó el nombre del medicamento. Fue al armario y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón. Luego se acercó a su compañero, que había dejado de roncar, para comprobar que estaba dormido.
Entreabrió la puerta. La enfermera, que salía de otro cuarto, levantó la cabeza y lo vio. Se acercó rápidamente.
—Tiene un timbre para llamar si necesita algo —le dijo con sequedad.
—Es que no aguanto en la cama. Necesito caminar un poco, sólo hasta que me entre el sueño.
—Vuelva a su cama, señor.
Él juntó las manos en ademán de súplica.
—Sólo desde aquí hasta su puesto, ida y vuelta, despacito —pidió.
Ella se encogió de hombros y dio media vuelta.
—No voy a discutir con usted.
Jean-Baptiste echó a andar tras ella, arrastrando las zapatillas. Iba vestido con un pijama azul, abierto por la espalda, que le llegaba hasta las rodillas. Lo recogió por detrás con ambas manos para cubrirse el trasero.
La enfermera no levantó la vista la primera vez que él pasó ante el puesto de control. Consultaba unos papeles y tecleaba algo en el ordenador. La segunda vez que cruzó ante ella, atendía una llamada telefónica. Cuando volvió a pasar, estaba de nuevo enfrascada en el ordenador.
—Disculpe —la interrumpió; ella levantó los ojos pardos—, ¿ya han denunciado ustedes el robo de mi documentación o debo ir personalmente a la comisaría?
—Hemos pasado aviso a la policía. Supongo que vendrán por la mañana a cumplimentar los formularios.
Él asintió.
—¡Ah, mejor!
Sonó un timbre y se encendió un número en un panel empotrado en la pared. La mujer se levantó, anduvo hasta la mitad del pasillo y entró en una habitación. En cuanto desapareció, Jean-Baptiste pasó tras el mostrador y se introdujo en el botiquín. Recorrió con la mirada las medicinas acumuladas en los estantes. Tardó un poco en localizar las inyecciones. Cogió tres cajas. Las tenía en la mano y estaba a punto de hacerse con varias jeringuillas cuando oyó los pasos de la enfermera, que regresaba a su mesa. Empuñó unas tijeras abandonadas sobre una cajonera y esperó.
Los pasos se detuvieron un momento ante el control; a continuación, se alejaron. Jean-Baptiste salió del almacén, cruzó rápidamente el mostrador y volvió a arrastrar los pies en la misma dirección que había tomado ella. En las manos, a la espalda, llevaba las inyecciones y las jeringuillas.
La enfermera dio un respingo al salir del cuarto y encontrarlo casi a su lado.
—¿Dónde se había metido usted?
—Me confundí. Entré en aquella habitación —hizo un gesto vago hacia atrás con la cabeza— pensando que era la mía.
Ella abrió completamente la puerta, se apartó y señaló con el dedo el interior del cuarto.
—O se acuesta ahora mismo, señor, o llamo a seguridad.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo al tiempo que pasaba ante ella sin darle la espalda—. ¡Menudo carácter!
La enfermera cerró la puerta y él pegó la oreja a la madera para cerciorarse de que se alejaba. Su compañero roncaba. Se quitó el pijama y se vistió. Guardó las inyecciones y las jeringas en los bolsillos y volvió a pegar la oreja a la puerta. Durante los treinta minutos siguientes, oyó sonar el timbre cuatro veces, pero en todas las ocasiones los pasos de la enfermera se acercaron a su lado del pasillo. La quinta vez tuvo más suerte: cuando percibió que el chirrido de las suelas de goma se alejaba, entreabrió la puerta. Vio a la mujer entrar en una habitación situada a unos treinta metros. Salió, cerró con cuidado y se escabulló por la escalera.
El recepcionista ni siquiera levantó la cabeza cuando pasó ante él. Alcanzó el exterior y sorteó las ambulancias aparcadas. Se caló la gorra. Se sentía ligero y sin dolor. Tomó la calle en la que había dejado el coche. Tenía una multa en el parabrisas. La arrugó y la tiró al suelo. Se sentó ante el volante, arrancó y comenzó a buscar una salida hacia París.