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La limpiadora colocó en el suelo el cartel amarillo que decía «PROHIBIDO PASAR» y entró en los servicios empujando el carro lleno de fregonas, bayetas y botellas de lejía. Como siempre, lo primero que hizo fue comprobar que no quedaba nadie en los retretes. Entonces vio la pequeña banda roja que indicaba que el váter para discapacitados estaba ocupado. Era la tercera vez en las últimas seis horas que entraba en los servicios y aquella banda seguía allí. Se acercó a la puerta y llamó con los nudillos, pero no hubo respuesta. Intentó abrir, sin éxito. Decidió que aquello era muy raro: sacó de su bata el teléfono móvil y llamó al supervisor.

El hombre se presentó diez minutos más tarde, protestando porque estaba a punto de terminar su turno y su relevo aún no había llegado. Extrajo del bolsillo un destornillador, se arrodilló junto a la puerta y comenzó a trabajar.

—A veces pasa que se enganchan —murmuró, refiriéndose a las cerraduras.

Un tornillo cayó al suelo. Con cuidado, retiró la cerradura, se puso en pie y empujó la puerta.

—¡Hostia puta!


La policía llegó enseguida. Un poco más tarde hicieron su aparición los del servicio médico, empujando una camilla. Los viajeros, más numerosos a medida que se abría paso el día, miraban de reojo hacia la entrada de los servicios, donde montaban guardia dos agentes.

El médico y los dos enfermeros que lo acompañaban se afanaban en torno a Jean-Baptiste, que no mostraba la menor reacción y seguía con los pantalones por los tobillos. Un policía asomó la cabeza por la puerta.

—¿Está vivo?

—Más o menos —respondió el doctor.

Le pusieron una máscara de oxígeno y lo subieron a la camilla. El mismo agente les interrumpió antes de que lo aseguraran con las correas. Con las manos enguantadas, le registró rápidamente los bolsillos, de los que extrajo la cartera, el pasaporte, la tarjeta de embarque y el teléfono móvil. Luego hizo un gesto para que se lo llevaran.

Otro agente comentó:

—Parece que se sentó en el váter, se mareó y se dio un castañazo.

—Pero el váter está limpio —dijo, mientras acercaba el pasaporte a la luz—. Y este pasaporte es falso.

En una esquina de los servicios, el supervisor intentaba consolar a la limpiadora, que no había parado de llorar desde que vio al hombre en el suelo.

—¿Quién de ustedes lo encontró?

El hombre la señaló con la cabeza:

—Me llamó porque la puerta de ese servicio estaba cerrada.

—Estaba cerrada por dentro —añadió ella, entre sollozos—. Llevaba cerrada desde las tres de la madrugada, cuando hice este baño por primera vez.

—¿No había nadie?

—Nadie. Cuando hay alguien no puedo entrar a limpiar.

—¿Quién hizo el baño antes que usted?

La mujer miró al supervisor.

—Creo que Antonia, ¿no?

—¿Y usted? —el policía miró al supervisor.

—Estaba a punto de terminar mi turno cuando me llamó ella. Pensé que la cerradura se habría atascado, a veces pasa. La desmonté, ahí está —señaló hacia el suelo—, abrí la puerta y me encontré a ese hombre tirado.

—¿Lo tocó?

—¿Eh?

—Que si tocó al hombre que estaba en el suelo.

—Hombre, claro. Para ver si estaba dormido. A veces…

—¿Dónde lo tocó?

—No sé… En el hombro, sólo un poco.

—¿No lo cambió de postura?

—¡No!

—Bien, llame a esa tal Antonia que limpió los servicios antes que esta señora y dígale que se presente cuanto antes en la comisaría del aeropuerto. —Se volvió hacia otro agente—: Precintad este baño y avisad a los de la científica. Y recuperad las grabaciones de las cámaras de seguridad de esta área. Ustedes —hizo un gesto con la mano hacia la limpiadora y el supervisor—, acompáñenme.