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Jean-Baptiste aparcó en un área de descanso de la autopista, a sólo cien kilómetros de la frontera francesa. Bostezó y apoyó la frente en el volante. Apagó el motor y hurgó en una de las bolsas. Sacó dos comprimidos de paracetamol y otros dos de ibuprofeno y los tragó con ayuda de una Coca-Cola.
Un poco más adelante estaban aparcados otros dos vehículos: una furgoneta y un turismo. No logró ver sus matrículas en la oscuridad. Echó el seguro, reclinó el respaldo de su asiento y cruzó las manos sobre el abdomen.
Permaneció así unos diez minutos. Empezaba a caer en el sueño cuando un portazo lo sobresaltó. Se incorporó y estuvo mirando alrededor hasta que, al abrirse la puerta de la furgoneta, se encendió la luz y por unos segundos pudo ver la silueta de un hombre entrando en ella.
Quitó el seguro y bajó del coche. La noche era suave y oscura y entre los matojos que crecían junto al arcén se oía el canto de los grillos. Orinó contra la oscuridad, escuchando el sonido de su propio pis contra la tierra. Volvía al BMW cuando el dolor estalló en su cabeza con tanta fuerza como si le hubieran reventado una botella en el cráneo.
Se apretó las sienes con las manos y cayó de rodillas. Varias arcadas lo sacudieron, hasta que vomitó la Coca-Cola. El corazón le latía tan fuerte que tenía la sensación de que iba a explotarle contra las costillas.
Al cabo de un rato logró apoyarse en el capó y levantarse. Dando tumbos, llegó hasta la portezuela y entró en el coche. Se dejó caer en el asiento, pero de nuevo volvió a llevarse las manos a la cabeza. Se incorporó, encendió el motor y puso el aire acondicionado al máximo. Acercó la cara a una rejilla y la mantuvo así.
Buscó a tientas las cajas de comprimidos y apartó dos más de cada uno. Se los metió en la boca, abrió otra Coca-Cola y la bebió a pequeños sorbos. Cuando la terminó, metió la lata bajo el asiento del copiloto.
Por la autopista pasaban como ráfagas los coches que iban a Francia. Comprobó que aún le quedaba medio depósito de combustible. Se inclinó hacia delante y enfocó todas las rejillas del aire acondicionado hacia él, enderezó el asiento y se abrochó el cinturón de seguridad. Encendió las luces y se incorporó a la autopista.
Una hora más tarde cruzaba la frontera. Para entonces ya llevaba doce comprimidos y cuatro Coca-Colas en el estómago. Tomó la dirección a Perpiñán.
La ciudad dormía: las calles estaban desiertas y la mayoría de los semáforos se limitaban a encender y apagar la luz ámbar para advertir a los conductores que circularan con precaución.
Tuvo que dar varias vueltas antes de encontrar una farmacia de guardia. Aparcó en doble fila y tocó el timbre. Un hombre de unos cincuenta años, ataviado con una bata blanca y con los ojos hinchados por el sueño, se acercó a la ventana blindada y abrió el interfono.
—Bonsoir…
Jean-Baptiste le preguntó dónde estaba el hospital más cercano. De mala gana, el tipo le indicó la dirección. Y añadió enojado:
—Appelez le 112 pour vous renseigner la prochaine fois.
Jean-Baptiste tomó la ruta que le había indicado. Tres manzanas más allá vio las primeras señales. Cuando llegó ante el edificio con la gran hache blanca sobre fondo azul, siguió de largo. Un par de calles más allá buscó aparcamiento, pero como no lo encontraba dejó el coche en una plaza reservada a discapacitados. Luego caminó torpemente hasta el hospital. La enfermera que estaba tras el mostrador lo miró de arriba abajo. Él se limitó a decir:
—Ma tête… —Se dejó caer en el suelo y cerró los ojos.