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Volvieron al hotel a las dos de la madrugada y encontraron al Chiquitín con los brazos cruzados sobre el volante y la cabeza apoyada en ellos. Incluso desde fuera del minibús se oían sus ronquidos. Bajó frotándose los ojos y cedió su asiento al Chato. Le ofreció su iPad, pero el pelirrojo dijo que estaba muerto de sueño y que se iba a echar a dormir en el asiento trasero.

La Chata se despidió en el pasillo. Cerró la puerta de su habitación y llamó al móvil del Saharaui: saltó una voz en árabe y en francés. Nadie respondió cuando levantó el teléfono de la mesilla de noche y marcó el número de su habitación. Comprobó sus sms: «Dond stas??? Ncesito verte urgnte!!!», el último que le había enviado desde el restaurante, tampoco había recibido respuesta. Salió de la habitación y pegó la oreja a la puerta del Saharaui. No se oía nada. Llamó varias veces con los nudillos, sin resultado.

De vuelta en su cuarto, se desnudó y se miró en el espejo. Se giró cuanto pudo y comprobó que también en la espalda tenía moratones y arañazos. Fue al baño, se agachó y retiró lentamente el papel higiénico con el que había taponado el ano: tenía sólo un puntito rojo. Lo arrojó al retrete y se sentó. Hizo una mueca de dolor que no abandonó su rostro hasta que se levantó y tiró de la cisterna. Se lavó en el bidé, se secó y se introdujo otro cuadrado de papel entre las nalgas.

Se puso unas bragas nuevas de color rojo, sus vaqueros y la camisa de su novio. Como el día anterior, cerró las pesadas cortinas, encendió el aire acondicionado al máximo y se metió en la cama.

El Chato llegó a las ocho de la mañana. La habitación estaba a oscuras. Sólo un rayo de luz que se filtraba entre las cortinas daba una pista de la hora que era.

Se desnudó y se metió en la cama. Extendió la mano y tocó la tela áspera de los vaqueros de la Chata, suspiró y volvió a cruzar las manos tras la nuca para esperar a que llegara el sueño.

La Chata se dio a vuelta y le puso una mano en el pecho. Inspiró y murmuró:

—Mmm… Hueles bien.

—Y sé todavía mejor —dijo él, tomándole la cabeza y acercándole la boca a su tetilla.

Ella se rió bajito.

—Vale —accedió con un bostezo—, pero no descorras las cortinas.

—Trato hecho —contestó él, antes de comenzar a desnudarla.

Dos minutos después, ella le mordió en el pecho y él gritó de dolor.

—¿Qué haces? —preguntó, frotándose con la mano donde le había hincado los dientes.

—¿No quieres jugar duro, vaquero? —lo desafió, al tiempo que le daba un fuerte pellizco en el brazo.

Durante la media hora siguiente, sólo se oyeron los gritos de la Chata: «Muérdeme ahí… Ah, así, así… ¡Más fuerte…! Aráñame… Clávame las uñas en la espalda, ¡fuerte…!». Cuando terminaron se quedaron en silencio. El sueño los venció enseguida.

El despertador sonó a las once. El Chato se incorporó, bostezó y dijo:

—Hay que hacer las maletas.

Ella se levantó y se encerró en el cuarto de baño. Se miró en el espejo: las nuevas heridas se mezclaban con las del Saharaui. Se duchó, se cubrió con el albornoz y salió del baño peinándose el pelo mojado.

—Me has dejado hecha un cristo —comentó.

Él se acercó, la abrazó y la besó en el cuello. Entonces vio los mordiscos.

—¡Joder! Pues sí que te he dejado bonito el cuello.

—El resto del cuerpo aún está peor. —Se abrió el albornoz y le mostró las huellas de pellizcos, mordiscos y arañazos.

El pelirrojo abrió mucho los ojos y juntó las manos en actitud de súplica.

—Perdón, perdón, cariño mío.