Capítulo 44

Eagle casi había terminado de preparar la cena cuando llegó Bárbara.

—¿Qué quieres beber? —le preguntó, tomando su abrigo.

—Creo que podría aguantar una vodka fuerte —dijo ella—. Estoy muy cansada y me vendría bien. ¿Tienes Stolichnaya?

—Por supuesto —contestó Eagle, al tiempo que sacaba una botella de la heladera—. ¿No te sientes bien?

—Estoy mejor que ayer.

—¿Qué te pasaba ayer?

—¿De veras quieres saberlo?

—Claro. —Le alcanzó la copa con vodka.

—Pensé que me desangraría hasta morir —explicó ella—. De vez en cuando tengo un período bravo, y el de ayer fue el peor de mi vida.

Eagle se sirvió una medida de whisky de malta. Pensó que le sería útil para lo que tenía que hacer.

—Me alegro de que te sientas mejor.

Bárbara se atrevió con un largo trago de vodka.

—Uuuh —pudo exclamar.

—Es bueno para lo que te aqueja.

—En fin, lo pedí yo. Sí, me siento mejor, pero no tanto. Esta noche no seré una buena compañía, de modo que me iré temprano.

—Como tú quieras —dijo Eagle.

Salteó ligeramente unas pechugas de pollo e hizo una salsa de crema y estragón mientras las verduras y el arroz se cocinaban.

Cuando se sentaron, frente a una botella de vino, Bárbara ya estaba ligeramente mareada, pese a lo cual, casi terminó el cabernet. Después de la cena, Eagle la condujo al estudio, hasta el sillón frente a la chimenea. Una vez allí, le sirvió un coñac.

—Soy una señora muy borracha —dijo Bárbara, levantando su copa frente a él.

—Creo que será mejor que esta noche duermas acá —dijo Eagle—. No estás en condiciones de manejar.

—Siempre y cuando no te metas conmigo.

—Lo prometo.

La carpeta de archivo estaba sobre la mesa ratona y Ed la recogió.

—Bárbara, tengo malas noticias para ti.

—Estupendo —dijo ella—. Justo lo que necesitaba.

—La transferencia no funcionó.

—¿Cómo?

—El dinero no está en México City. Lo peor es que tampoco está en Caimán.

Bárbara apoyó su copa en la mesa ratona y puso la cara entre las manos.

“Por fin”, pensó Eagle, “conseguí alterarla”. Hubiera preferido que no fuera de esa manera; estaba medio enamorado de ella y quería que Bárbara no fuera otra cosa que lo que aparentaba ser.

—¿Me escuchas? —preguntó con suavidad.

Ella sacudió la cabeza.

—Te escuché, mi amor, pero fue como si hablaras en chino. ¿Qué demonios estás tratando de decirme?

Él tomó la copia de la orden de transferencia y leyó en voz alta: “Estimados señores: tengan a bien transferir el monto de la cuenta 0010022 a la cuenta número 4114340, oficina central, Banco Nacional, México City. Abracadabra. Voilá”. La firma es de Frances B. Kennerly.

Bárbara tomó la copa de coñac y bebió de golpe todo su contenido.

—Ah, se me está calmando él dolor —dijo. Luego frunció el ceño—. ¿Qué fue eso que acabas de decir? —preguntó. A esa altura ya estaba muy borracha.

—¿Quieres que te lo lea de nuevo?

—No, sólo la última parte. Acabra... no sé cuánto.

—Abracadabra. Voilá.

—¿Dónde demonios escuchaste eso?

—Está en el fax que mandaste.

—¿Qué fax?

—El fax que te acabo de leer.

—¿Es de Julia? No, no puede ser. Julia está muerta.

—No, no es de Julia.

Bárbara se sirvió otra medida de coñac.

—Eso es lo que acostumbraba decir.

—¿Qué cosa?

—Acabadaba... —Comenzó a reírse tontamente—. No puedo pronunciarlo.

—Abracadabra. Voilá.

—¡Eso es! Julia lo decía cuando estaba orgullosa de sí misma. Por ejemplo, cuando en la escuela secundaria se copiaba en una prueba y sacaba la mejor nota.

—Era el código de la cuenta de Caimán —dijo Eagle.

—¿Kamen... qué?

—La cuenta bancaria de Caimán.

—Ed, ¿de qué demonios estás hablando? —Volvió tomar algo de coñac—. Nada de dolor, mucho de sopor. —Miró su copa con ojos vidriosos—. Nada de coñac, tampoco.

—Creo que ya tomaste bastante —dijo Eagle, mientras le sacaba la copa. En ese momento estaba desconcertado.

—Tienes razón —admitió Bárbara. Se acuclilló en el sillón y apoyó la cabeza en el hombro de él—. Y cuando tienes razón, tienes razón, Ed.

—Tú mandaste el fax, ¿verdad? —quiso saber, muy preocupado.

—Señora, el fax está servido —dijo ella entre risitas soñolientas.

Eagle le tomó la cara con sus manos.

—No sabes de qué cuernos estoy hablando, ¿verdad?

—No puedo coger —contestó ella—. Me encantaría coger, pero no puedo.

—Ahora mismo te vas a la cama —ordenó Eagle. Le puso un brazo debajo de las piernas y otro debajo de los hombros para levantarla del sillón.

—Voy a vomitar —anunció Bárbara.

—Oh, no gimió él.