Capítulo 22
Ed Eagle esperó una semana antes de decirle al fiscal de distrito cómo había descubierto quién era James Grafton. Pocos días después, Martínez lo llamó de nuevo.
—Ed, ¿usted está jugando conmigo o qué?
—¿De qué me habla, Bob? —preguntó Ed, sorprendido de veras.
—Hablo de esa mujer, la Schlemmer.
—¿Qué pasa con ella?
—Envié a un hombre a Nueva York para que la entrevistara —dijo Martínez con voz exasperada.
—Buena movida, Bob —contestó Ed sarcásticamente—. Apostaría que no le sacó más de cuanto le saqué yo.
—Sabe muy bien que no sacó nada.
—Me tiré un lance, Bob; me está hablando como si yo le hubiera echado a perder la entrevista a su hombre.
—¿Qué entrevista?
—Bob, lo que dice no tiene sentido.
—Ella no estaba allí, Ed.
—¿La Schlemmer?
—Exacto. Salió bajo palabra la semana pasada.
—Oh, no lo sabía. Me dijo que saldría pronto, pero no tan pronto.
—Ed, ¿me lo jura?
—Se lo juro. De todos modos, yo no sabía que usted mandaría allá a un hombre.
—Por supuesto que no.
—Bob, en serio, escuche: si salió bajo palabra, debe haber dejado una dirección. ¿No se la dieron a su hombre?
—Claro que sí. Resultó ser su antiguo domicilio, donde vivía con su marido. La madre de él estaba allí y dijo que no sabía nada de la Schlemmer.
—Bueno, lamento que se haya tomado tanta molestia inútilmente, pero yo le transmití todo lo que ella me dijo.
—Está bien; entonces dígame si ella tramaba algo con Grafton.
—Pero Bob, ellos fueron condenados al mismo tiempo; estaban en prisiones diferentes. A ella le habría resultado muy difícil tramar algo con él, ¿no le parece?
—No me gustan las coincidencias.
—¿Y a quién le gustan? Ya se lo he explicado: mi teoría es que, de alguna manera —por la misma Schlemmer, por los diarios o por otro medio—, él se enteró de que Julia Willett era la hermana de Schlemmer con otro nombre. No estoy obstruyendo su investigación, Bob. De veras quiero colaborar. Grafton era esa clase de crápula que sin duda intentaría chantajearla. Esto sí tiene sentido, me parece. Lo mismo que Wolf Willett, pero él está igual que nosotros. Se enteró de lo de la hermana por los diarios. Esa fue la primera vez que supo de su existencia y nunca oyó hablar de Grafton. Fue lo que me dijo, y yo le creo.
—Está bien Ed, lo dejaremos así; pero si sabe algo de la Schlemmer, quiero enterarme yo también, ¿me entiende?
—Bob, no tengo la más mínima razón para suponer que ella se cruzará de nuevo en mi camino, pero si aparece, le prometo que será el primero en saberlo.
Martínez colgó, con gran alivio de Eagle. Así estaban las cosas, y se alegraba de que el fiscal no hubiera encontrado a la mujer; habría resultado embarazoso que descubriera algo no detectado por él mismo.
Su secretaria asomó la cabeza por la puerta.
—Disculpe, Ed. Una tal Bárbara Kennerly está en la recepción. Dice que usted la conoce.
Eagle puso la cara entre las manos y gimió.
—Dios mío, Martínez nunca va a creer esto. —Se reclinó en la silla y suspiró—. Hágala entrar.
Bárbara Kennerly entró en la habitación con un traje Chanel y aire de millonaria.
—Buenas tardes, señor Eagle —dijo.
Eagle se puso de pie.
—Buenas tardes, señorita Kennerly. Tome asiento y, por favor, llámeme Ed.
—Llámeme Bárbara —rogó ella mientras se sentaba, cruzando sus largas y hermosas piernas.
—¿Está en libertad bajo palabra, Bárbara?
—Así es, Ed.
—Entonces creo que tenemos un pequeño problema.
—¿Un problema? —repitió ella, sorprendida.
—Cuando un prisionero sale bajo palabra, es de rigor informar periódicamente a un oficial determinado. Además, debe tener un domicilio fijo y permanecer dentro de la jurisdicción.
Ella sonrió, mostrando unos dientes perfectos.
—Oh, eso. Fui liberada en forma incondicional.
—¿Y por qué haría eso el Estado de Nueva York? —preguntó Eagle, escéptico.
—Tuve suerte. Poco después de su visita, un juez federal dictaminó que varias prisiones estatales estaban superpobladas y que la cantidad de presos debía ser reducida. Me faltaba poco para salir bajo palabra y había sido una prisionera modelo, de modo que apuraron la cosa.
—¿Pero por qué exactamente su liberación fue incondicional?
—Había otra media docena de cárceles que debían liberar gente cuanto antes y el costo se había puesto pesado para el sistema de libertad bajo palabra. Una junta especializada concedió la libertad incondicional a aquellos que, se suponía, no serían reincidentes. Dado que yo no tenía antecedentes y había cooperado en mi juicio, fui uno de ellos. —Hizo un amplio gesto con las manos—. Soy una mujer libre.
—Felicitaciones —dijo él—. Ahora bien...
—¿Quiere saber por qué vine a verlo? Bueno, en todos los años que pasé en la cárcel usted fue el único visitante que tuve, además del periodista del Times, con quien ya me había negado a seguir colaborando para el libro. Las únicas personas que conocía en Nueva York eran amigos y familiares de mi marido, y a ellos no les habría causado placer verme. Deseaba empezar de nuevo en otro lugar y, después de todo, usted me dijo que lo llamara si necesitaba ayuda.
Eagle se rió.
—Es verdad, se lo dije. Bien, Bárbara, ¿en qué puedo ayudarla?
—Necesito un empleo —contestó ella—. Ya sabe que puedo ocuparme de una oficina, con contabilidad y computación. Soy despierta, bonita, podría ser útil en cualquier lugar.
—Ya lo creo.
—¿No necesita a nadie en su estudio?
Eagle sacudió la cabeza.
—No, justo en este momento estamos entrenando a una persona nueva y se está manejando bien. Lo lamento, pero tenemos el personal completo.
“También temo”, pensó, “que si vienes a trabajar aquí, pronto estaría haciéndote el amor sobre mi escritorio”.
—Oh —se lamentó ella, decepcionada.
—¿Tiene experiencia en alguna otra actividad?
—Antes de casarme trabajé en un restaurante; recibía a los clientes.
—Conozco algunos restaurantes de la ciudad —ofreció Ed—. Déjeme que haga unos llamados.
Bárbara lo recompensó con una sonrisa resplandeciente.
—Gracias —dijo.
—Antes debo preguntarle algo —dijo él.
—Adelante.
—¿Cuándo fue la última vez que se comunicó con James Grafton?
Ella pareció sorprenderse.
—¿Cómo supo su nombre? Nunca se lo mencioné, ¿verdad?
—No. Yo hice mis deberes.
—Comunicarme —reflexionó ella mirando hacia el cielo raso—. Supongo que nos comunicamos en el juicio; me agredió todo el tiempo.
—¿Habló con él, le escribió o le mandó algún mensaje cuando ambos estaban en la cárcel?
—Claro que no —aseguró Bárbara con tono desdeñoso—. No creo que le habría gustado tener noticias mías, después de haber testimoniado en su contra; además, yo quería olvidarme de ese degenerado. Pero, contestando su pregunta, la última vez que me comuniqué con Jimmy fue un momento antes de que la policía irrumpiera en nuestro cuarto del hotel de Miami. Le estaba diciendo que me entregaría y él me contestaba que me mataría antes de que eso sucediera.
—¿Grafton conocía a Julia?
—Creo que ya me lo preguntó en Poughkeepsie. No.
—¿Sabía algo acerca de Julia?
Ella reflexionó.
—Sabía que existía. En cierta ocasión, vio fotos en las cuales estábamos Julia y yo.
—Cuando Julia se casó con Wolf Willett, ¿salieron fotografías en los periódicos?
—Vi mencionada la noticia en una columna de chismes del New York Post, pero no había fotografías. Escuche, ¿a qué se debe este repentino interés por Jimmy Grafton? —Pareció alarmarse—. No habrá aparecido por Santa Fe, ¿verdad?
—Algo por el estilo. Se apareció en la casa de Wolf Willett y recibió unos tiros por la molestia. En este momento lo tienen sobre una tabla en Albuquerque, casi descabezado.
—¿Qué?
—Al principio pensaron que era Wolf. Luego lo identificaron por sus huellas digitales.
—Mi Dios —suspiró ella mientras sacudía la cabeza—. Esto es muy extraño.
—Lo es.
—¿Está pensando que tal vez vio la fotografía de Julia en los periódicos y... —se detuvo un instante—. Apuesto a que trató de hacerle chantaje por sus antecedentes.
—Es lo que yo supongo.
—Era muy capaz de hacerlo. No se detenía ante nada con tal de obtener dinero.
—A propósito de dinero, los diamantes robados a su esposo nunca se recuperaron. ¿Qué ocurrió con ellos?
—Jimmy se desembarazó de ellos antes de irnos de Nueva York.
—¿Y qué ocurrió con el dinero que obtuvo a cambio?
—No lo sé; nunca lo vi. La policía dijo que él sólo tenía unos miles de dólares cuando fuimos arrestados, pero lo que se había llevado equivalía a más de un millón.
—¿De modo que Grafton escondió el dinero en alguna paute?
—Debe haberlo hecho; no tuvo tiempo de gastarlo.
—Si era rico cuando salió de la cárcel, ¿por qué corrió a chantajear a Julia?
—A Jimmy el dinero nunca le duraba mucho; era un jugador empedernido.
—Disculpe que la atormente así, pero esto le servirá de práctica. El fiscal de distrito local está muy interesado en hablar con usted acerca de Grafton.
Ella se alarmó.
—¿Sabe mi nuevo nombre?
—No lo creo.
—Bueno, es un alivio. Estoy dispuesta a empezar otra vida aquí y no quiero que la ley ande detrás de mí todo el tiempo. ¿Es obligación verlo?
Eagle sacudió la cabeza.
—No, pero deberé avisarle que hablé con usted. Se lo prometí.
Ella pareció deprimirse.
—Le diré lo que puede hacer. Llámelo, dígale que habló conmigo y que desea colaborar. Dígale la verdad y agregue que, si desea ponerse en contacto con usted, me llame a mí.
Bárbara se reanimó.
—Está bien.
Eagle le marcó el número y escuchó mientras ella hablaba un buen rato con Martínez. Por fin, puso término a la conversación.
—Si desea ponerse en contacto conmigo, llame al señor Eagle y me comunicaré con usted en cuanto pueda. —Colgó—. Mi Dios, espero que esto sea el final de todo.
—Yo también lo espero —dijo Eagle—. ¿Dónde se aloja?
—Encontré un lindo hotelito en Canyon Road.
Eagle pensó con rapidez. Esa mujer no era su cliente, no era sospechosa de los crímenes, estaba a mano con el fiscal. No habría problemas.
—¿Le gustaría salir a cenar una de estas noches?
Bárbara hizo relucir su sonrisa.
—Me encantaría.