Capítulo 43

Ed Eagle abrió el sobre que acababa de recibir. La cara de James Grafton empezaba a serle familiar. Leyó con rapidez el informe de Cupie, escrito con letra asombrosamente clara.

Eagle llegó a algunas conclusiones: Grafton no había planeado huir, al menos no hasta que no lo obligaran a ello. El pasaporte era por si acaso, la licencia de conductor y la credencial de obra social significaban respetabilidad y seguridad. A Grafton no le convenía que la policía lo parara por, digamos, cruzar un semáforo en rojo sin tener licencia de conductor; eso lo habría mandado de nuevo a la prisión estatal de Nueva York. Otra cosa: Grafton había encargado los documentos a nombre de Dan O’Hara, el mismo que estaba usando en Los Ángeles, de modo que eran para respaldar esa identidad y no para proporcionarle una nueva a fin de poder huir.

Eagle miró la segunda fotografía —la de la mujer en el pasaporte— y el corazón le dejó de latir. La examinó más de cerca; sacó una lupa de un cajón y volvió a mirarla mejor. Parecía ser Bárbara con una peluca rubia, pero, a fines de octubre, cuando Grafton y la mujer se habían presentado en lo del fotógrafo, Bárbara estaba todavía en la cárcel. Tenía que ser Julia, ¿pero qué pasaba con el nombre? Julia lo había especificado y casi consiguió lo que deseaba, el nuevo nombre de Bárbara. Su primer impulso fue ir al Santacafé, apretar la garganta de Bárbara y sacarle algunas respuestas. ¿Pero acaso las tenía? Sonó el teléfono.

—Un tal Rusell Norris para usted, señor Eagle.

—Hola, Rusell.

—Qué tal, Ed. Acabo de volver. Te habría llamado desde el aeropuerto pero tuve que correr para alcanzar el avión y era muy tarde cuando llegué a casa.

—Está bien. ¿Qué descubriste?

—La cuenta de Caimán estaba a nombre de Frances B. Kennerly.

—Concuerda con otra información que tengo. ¿Cuánto dinero había?

—Tres millones seiscientos y monedas, pero si hubiera llegado unos minutos más tarde no habría habido nada.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que cuando estaba sentado en el despacho del presidente del banco, llegó una orden codificada a los efectos de transferir virtualmente toda la cantidad a un banco de México City.

—¿Qué?

—¿Por qué te sorprendes, Ed? Cuando la gente roba dinero, trata de borrar sus huellas.

—Pero Frances B. Kennerly, como se hacía llamar, está muerta.

—Entonces le dio a alguien el código de su cuenta. Tal vez a un amigo.

—A un amigo o a un familiar —murmuró Eagle.

—¿Qué dijiste?

—Nada. ¿Cómo fue abierta la cuenta?

—Por medio de un poder otorgado a una corporación establecida en Caimán. No investigué eso porque me habías contratado por un día y, de todas formas, habría sido muy complicado y caro. No tengo la misma influencia con los abogados que con los banqueros de allá.

—¿Qué podemos hacer con respecto a esa cuenta, Russell?

—Ya está todo hecho —contestó Norris. Le explicó en detalle su conversación con el banquero.

Eagle golpeó el escritorio alegremente.

—¡Fantástico, Russell, fantástico!

—Bueno, no cantes victoria; todavía hay cosas que pueden salir mal. Yo no se lo diría a tu cliente. Al menos hasta que no estemos seguros.

—Russell, no sé cómo retribuirte, pero si esto sale bien duplicaré tus honorarios.

—Se agradece, Ed.

—¿Encontraste algún otro dato sobre la titular de la cuenta?

—No; si la hubiese abierto personalmente, quizás habrían tenido una fotografía, pero lo hizo por poder, como ya te dije. Todo lo que había en el blanco era una muestra de la firma. Te la mandaré por fax, junto con la orden codificada.

—Me vendrá muy bien —dijo Eagle—. Quizás me sirva para más adelante. —Dio nuevamente las gracias a Norris y colgó.

—Eagle esperó que el material llegara por fax, le echó una ojeada, puso todo en el maletín y salió de su estudio.

—Volveré en una hora —advirtió—. Luego se dirigió a Wilderness Gate.

Wolf le abrió la puerta antes de que tocara el timbre.

—Hola, Ed, parece que tienes novedades.

—No tantas como quisiera, Wolf. Sentémonos un minuto.

Wolf le señaló una silla junto a la mesa de la cocina.

—¿Quieres café?

—No, gracias. Me gustaría que vieras lo que tengo aquí.

—Estoy ansioso por verlo.

Eagle extendió las dos fotocopias sobre la mesa de la cocina.

—¿Es una foto de Julia? —preguntó.

Wolf miró detenidamente la fotografía.

—La fotocopia es poco clara, pero sí, parece ser Julia. ¿Quién es Frances Kennerly?

—Te lo diré enseguida —contestó Eagle—. Primero deja que te cuente lo que sabemos hasta ahora.

—Soy todo oídos.

—Cuando Grafton se escapó de la cárcel, fue directamente a Los Ángeles y allí buscó a un viejo camarada de encierro. Ese tipo lo mandó a ver a un hombre que consigue pasaportes y otros documentos de identidad. A fines de octubre, Grafton y una mujer aparecieron en lo de ese hombre, se hicieron sacar fotos y pagaron por ciertos documentos. Grafton los fue a retirar dos semanas más tarde, o sea más o menos una semana antes del Día de Acción de Gracias.

Wolf lo interrumpió.

—Entretanto, Julia me saqueaba mi capital y giraba el dinero a una cuenta en Caimán.

—Exactamente, y la cuenta de Caimán fue puesta a nombre de Frances B. Kennerly.

—Kennerly es el nombre que está usando la hermana de Julia, ¿verdad?

—Así es, Bárbara Kennerly, el nombre que Julia quería para su pasaporte. Pero Frances B. fue lo más parecido que el tipo le consiguió.

—¿De modo que ella está metida en esto?

—No veo cómo. Bárbara estaba en la cárcel en esa época. Yo la conocí allí, ¿recuerdas?

—Supongo que eso la deja afuera.

—Parecería que sí, excepto por una cosa.

—¿Qué cosa?

—Alguien, usando el código que Julia había establecido, mandó a Caimán una orden para que transfirieran los fondos a una cuenta en México City. Y eso ocurrió ayer. —Le entregó a Wolf la muestra de la firma y la orden de transferencia.

Wolf estaba demasiado asombrado como para mirarlas.

¿Ayer? Eso significa que alguien más está metido en el asunto, ¿no es así?

—Lo supongo. Tal vez el que mató a Mark Shea. Me sorprende que Julia le haya dado el código a otra persona. Por lo que sé de ella, no parece una actitud suya. Pero queda claro que le dio el código a alguien, de modo que debía tenerle mucha confianza. Esa persona esperó hasta que él —o ella— percibió que las cosas estaban más tranquilas, y fue entonces cuando trató de apoderarse del dinero.

—Bueno, Bárbara Kennerly ya no está en prisión, ¿verdad?

—No, es una mujer libre.

—Entonces tiene que ser ella.

—Quizás sí, pero tengo mis dudas al respecto.

—¿Qué dudas?

—Wolf, ¿por qué Bárbara iba a venir a Santa Fe a empezar una nueva vida? Sabía que Julia había muerto; se había enterado por los diarios cuando estaba en la cárcel. De modo que, si tenía el código de la cuenta bancaria y sabía que el dinero estaba allí, ¿por qué no transfirió inmediatamente ese capital a un banco de su elección? ¿Por qué no usó su nuevo dinero y su nuevo nombre para desaparecer?

Wolf reflexionó.

—Significa que en Santa Fe hay algo que ella quiere, algo que necesita antes de mandarse a mudar.

—¿Pero qué? Si realmente está involucrada en esto, lo único que le queda en Santa Fe es la posibilidad de ser arrestada y enviada de nuevo a prisión. ¿Para qué iba a venir aquí y pedirle trabajo nada menos que a tu abogado? ¿Por qué iba a estar de acuerdo en salir de testigo a tu favor? Todo eso no tiene sentido.

—Estoy de acuerdo —admitió Wolf—. No lo tiene.

—Además, desde que llegó, todos sus actos han sido los de una persona dispuesta a comenzar una nueva vida. Buscó trabajo y departamento; está comprando cosas para su casa, y se compró un auto nuevo.

—¿Dónde consiguió el dinero para un auto nuevo? Acaba de salir de la cárcel.

—Tiene una explicación razonable para eso: cuando estuvo casada, su esposo le regaló muchas alhajas. Sé que es verdad porque las he visto y se nota que son buenas. Vendió algunas para establecerse aquí.

Wolf sacudió la cabeza.

—Nada de esto tiene sentido.

—No, no lo tiene, pero hoy a la noche salgo a cenar con tu cuñada y pienso ponerla contra la pared. Si sabe algo, lo averiguaré.

Wolf concentró su atención en los dos documentos que tenía ante su vista. Dejó de hablar y contempló la orden de transferencia.

—¿Qué ocurre, Wolf? —preguntó Eagle.

—Esta orden de transferencia de dinero fue enviada al banco por fax —contestó.

—¿Y entonces?

—Fíjate en el logotipo, en la parte superior de la hoja.

Eagle miró la hoja.

—¿Qué quieres decir con lo de “logotipo”?

—Uno puede hacer que la máquina de fax imprima algo en la parte superior de la hoja, a fin de identificar a la persona que manda el mensaje.

—Oh, claro. No hay nombre, sólo un número telefónico. —Quedó con la boca abierta—. Código de área 505; fue enviado desde Nueva México.

Wolf asintió.

—Desde Santa Fe —especificó—. Y ese es mi número de fax. La orden de transferencia fue enviada desde esta casa.

Los dos hombres permanecieron sentados, contemplándose uno al otro.

—¿Cuándo? —preguntó Eagle y señaló el papel—. Aquí está, impreso en la parte superior: las doce y veinte de ayer.

—Estaba almorzando —dijo Wolf—. Salí alrededor de esa hora.

—¿De modo que alguien vio que te ibas, entró aquí y usó tu fax?

—Vamos a verificarlo —propuso Wolf, levantándose para dirigirse al estudio. Apretó un botón y obtuvo lo que necesitaba.

—Aquí está: un fax fue enviado a las doce y veinte.

—¿La casa estaba cerrada con llave?

Wolf sacudió la cabeza.

—Nunca lo hago a menos que no vuelva para pasar la noche.

—¿Quién sabe eso?

—Supongo que cualquiera que me conozca bien.

—¿Tu mucama puede haber estado aquí?

—No; se va a las doce en punto todos los días. Tiene otra ocupación por la tarde.

—Muy bien —concluyó Eagle—, eso significa que en Santa Fe había alguien enterado del robo antes de que nosotros lo supiéramos. Alguien que gozaba de la confianza de Julia.

Wolf asintió con un gesto.

—Tal vez la misma persona que mató a Mark Shea.

—Y que pasó la noche anterior en casa de él. Por lo tanto, era alguien que conocía bien tanto a Julia como a Mark. ¿Julia tenía amigos íntimos en Santa Fe?

—Mónica Collins —contestó Wolf.

—Sí, sí, sí, —afirmó Eagle con los ojos muy abiertos.

—Era la única persona con quien Julia mantenía amistad estrecha, y Mónica también conocía a fondo a Mark; era su paciente.

—¿Es posible que Mark se acostara con ella?

—No me sorprendería —comentó Wolf—. Mark tenía fama de irse a la cama con algunas de sus pacientes.

—Creo que le haré una sugerencia al fiscal acerca de Mónica. Sería interesante saber si ella puede justificar lo que estuvo haciendo el día en que mataron a Mark.

—Sería muy interesante —confirmó Wolf—. También sería conveniente enterarse de lo que hizo la noche de los asesinatos.

—Wolf, ¿Mónica visitaba tu casa a menudo?

—Sí, venía con regularidad. Ella y Julia almorzaban juntas cuando estábamos acá y, si invitábamos a alguien a tomar unas copas, Mónica siempre era de la partida.

—¿Podría haber estado en la casa la noche de los crímenes?

—Sí.

—¿Ella sabía que la casa permanecía sin cerrar cuando estabas en la ciudad?

—Sí. Entraba y salía con Julia todo el tiempo.

—¿Me prestas el teléfono?

—Claro.

Eagle marcó el número del Santacafé y le dieron con el propietario.

—Jim, habla Ed Eagle. ¿Te puedo preguntar algo confidencialmente? No quisiera que nadie se entere de lo que voy a preguntarte.

—Por supuesto, Ed.

—¿Bárbara Kennerly trabajó ayer en el turno del almuerzo?

—No; la mandé a su casa. No se sentía bien durante la mañana, y al mediodía tenía cara de muerta. Problemas femeninos, supongo.

—¿A qué hora la mandaste a su casa?

—Poco antes de las doce, creo. —Se rió—. Ed, tú y tus líos románticos son muy divertidos.

—Gracias, Jim. No le digas a ella que te pregunté. —Colgó y se volvió hacia Wolf—. Ella no estaba en el trabajo.

—¿De modo que pudo haber mandado el fax?

—Como que hay Dios que lo voy a averiguar —aseguró Eagle.