Capítulo 33
Cuando sonó el teléfono, Ed Eagle estaba dormitando.
—¿Hola? —gimió, por el esfuerzo que le exigió atender.
—Ed, habla Wolf Willett.
—Feliz Navidad, Wolf.
—Ya no. Estoy en lo de Mark Shea. Le pegaron un tiro.
—¿Cómo está?
—Estaba vivo cuando llegué; murió a los pocos minutos.
—¿Fuiste el primero en llegar?
—Sí, teníamos una cita a las seis.
Eagle lanzó una mirada a su reloj. Las seis y diez.
—¿Llamaste a la policía?
—Al alguacil. Ya se oyen las sirenas.
—Estaré allí en diez minutos —prometió Eagle—. Espera a que llegue yo antes de hablar con ellos.
—Está bien. Apúrate.
Eagle buscó un abrigo, se dirigió al BMW, luego cambió de idea y subió al Bronco; con nieve recién caída podría necesitarlo. Condujo más rápidamente que nunca sobre el camino nevado. Y estuvo dos veces a punto de perder el control del auto. Ya estaba muy oscuro y los faros delanteros iluminaban la ruta blanca que se extendía ante él.
Tano Road era un camino traicionero; vio varios autos que habían resbalado y patinado. Los vehículos del alguacil, pensó; ellos también habían ido a gran velocidad. Cruzó el portón de la casa de Shea y enfiló hacia donde se veían las luces intermitentes. Había tres patrulleros y una ambulancia frente al consultorio del psiquiatra.
—Deténgase ahí, señor Eagle —le advirtió un lugarteniente, con una mano en alto.
Bajó del auto y empujó al hombre hacia un costado.
—Váyase al carajo. Mi cliente está allí. —Entró en el consultorio. Había media docena de hombres en el extremo de la habitación, todos reunidos alrededor del sofá mirando hacia abajo. Wolf Willett era uno de ellos. También estaba el alguacil, Matt Powers. Eagle le hizo un gesto de saludo.
—Matt —dijo.
—¿Qué haces aquí, Ed? —preguntó el aludido—. Estamos en la escena de un crimen y no eres bienvenido.
—Empecemos de nuevo, Matt. Soy el abogado de Wolf Willett y él no te dirá nada hasta que yo no lo autorice. ¿Sigo sin ser bienvenido?
El alguacil dirigió nuevamente la mirada al piso.
Eagle se volvió hacia Wolf.
—Wolf, ¿estás dispuesto a hablar con esta gente?
—Sí —contestó el interpelado.
—Muy bien, Matt. El señor Willett contestará tus preguntas y yo me quedaré aquí mientras lo hace.
El alguacil miró a Eagle con furia.
—Está bien. Sentémonos allá. —Condujo a Wolf hacia un sillón en el otro extremo del cuarto.
Eagle los ignoró por un momento y se acercó a mirar el cuerpo de Mark Shea; quedó aterrado al ver la cantidad de sangre que había en el piso. Se dio vuelta y se unió al alguacil y a su cliente.
Wolf comenzó a contar su historia, mientras Eagle escuchaba atentamente, listo para allanarle el camino en caso necesario. No fue así; Wolf se mostró despierto y lúcido. Se detuvo en el punto relativo a su llamada a la oficina del alguacil.
—¿De modo que el doctor Shea dijo “ella lo hizo”? —observó el alguacil.
—No exactamente —precisó Wolf—. Yo le pregunté “Mark, quién hizo esto” y él consiguió articular, con alguna dificultad, “Ella... fue... quien...”. Hubo una pausa entre las tres palabras, estaba esforzándose por decirlas.
Eagle intervino.
—¿De modo que en realidad no dijo que una mujer le había disparado?
—A mí me lo pareció —insistió el alguacil—. El señor Willett le preguntó quién lo había hecho y él respondió que había sido ella.
—Puede ser —dijo Wolf—. ¿Cómo podemos estar seguros de lo que quiso decir?
—¿Para qué vino a ver al doctor Shea? —preguntó el alguacil.
—Hablamos ayer, y Mark me pidió que viniera a las seis; dijo que quería estar conmigo a solas.
—¿Le explicó acerca de qué deseaba hablarle?
—Dijo que quería decirme algo para desahogarse. Parecía preocupado y deprimido y eso no era común en él.
—¿Alguacil?
El grupo del sillón se dio vuelta y miró al lugarteniente; el hombre parado en la puerta sostenía con cuidado un rifle.
—Encontramos esto en la nieve, a unos metros del camino del frente. Parece que alguien lo arrojó allí.
—A ver, muéstreme —ordenó el alguacil, observando al lugarteniente mientras se acercaba—. Parece un viejo Winchester —dijo, mirando el rifle sin tocarlo.
—Es un modelo 73 —aclaró Wolf—. Mark lo compró el año pasado; dijo que se había hecho un regalo de Navidad.
El lugarteniente olió el cañón del arma.
—Ha sido disparado —indicó.
El alguacil se volvió hacia Wolf.
—Señor Willett, ¿tiene alguna objeción a que le hagamos una prueba para verificar si recientemente disparó un arma?
—En absoluto —aseguró Wolf—. En las presentes circunstancias, se lo agradezco.
—Lo haremos dentro de unos minutos —dijo el alguacil—. ¿Sabe si el doctor Shea poseía otras armas de fuego?
—Que yo sepa, no. Las odiaba. Firmaba solicitadas en el Times, escribía cartas a comisiones del Senado. Tenía fuertes convicciones acerca del tema.
—Y sin embargo, compró un rifle.
—Creo que para él era un objeto decorativo y nada más. Supongo que nuca lo usó. Me sorprende que tuviera municiones.
—Tenía un rifle pero no lo usaba —comentó el alguacil como si hablara de un hecho insólito.
—Mucha gente en Santa Fe guarda reliquias del Oeste. Como ésa —acotó Wolf, señalando una montura con bordes de plata colocada sobre un caballete.
Los otros se dieron vuelta para mirar en la dirección indicada.
—Y Mark tampoco montaba —agregó Wolf.
—Ya veo —dijo el alguacil.
Wolf volvió a hablar.
—Hay algo más.
—¿Qué es?
—Cuando estaba por salir para venir aquí, Mark me llamó y me pidió que, si todavía tenía una pistola, se la trajese.
—¿Le preguntó para qué la quería?
—No. Pensaba hacerlo al llegar acá.
—¿Trajo el arma?
Wolf sacó la automática del bolsillo y se la entregó.
El alguacil olió el cañón.
—No parece haber sido disparada recientemente.
—Nunca lo fue —aclaró Wolf—. La compré en una armería de Airport Road poco después de hacer construir mi casa aquí. Jamás tuve ocasión de usarla.
El alguacil abrió el arma con movimientos expertos y la examinó cuidadosamente. Luego se la devolvió a Wolf.
—Es como usted dice. Todavía hay grasa en el cañón. ¿Cómo sabía el doctor Shea que usted estaba en posesión de un arma?
—Cierta vez discutimos sobre el tema y se lo dije —explicó Wolf—. Pero hay algo más. Al venir hacia aquí en el auto, había huellas de un solo vehículo por delante de mí a partir del momento en que doblé en la ruta 84 del condado. Las huellas llegaban hasta aquí, y había marcas de pisadas entre el lugar del estacionamiento y la puerta del frente.
—Vamos a echar un vistazo —dijo el alguacil. Condujo al grupo al exterior y enfocó el lugar con una linterna—. Mierda —masculló. Ahora se veían numerosas marcas de ruedas y pisadas dejadas por los hombres y los autos de su departamento.
Wolf tomó la linterna de manos del alguacil y enfocó el Range Rover de Mark.
—Miren allí —dijo, y llevó al grupo al área de estacionamiento. Les señaló algo—. Las huellas no iban hacia la casa sino que venían desde la casa. Alguien salió —sólo un juego de pisadas— subió al auto estacionado aquí, y se fue.
El alguacil recobró la linterna.
—Aquí tenemos una buena impresión del momento en que subió al auto. —Llamó a un lugarteniente—. Jack, tome un molde de esa pisada y mídala. También quiero una de las huellas del auto. —Se volvió hacia los otros y dijo—: Tengo un especialista en esto.
Eagle habló por primera vez.
—Matt, parecería que, quienquiera haya sido, pasó aquí la noche o, al menos, la mayor parte de la noche. En mi casa empezó a nevar a medianoche y paró alrededor de las siete de la mañana, mientras yo desayunaba. Eso quiere decir que tu hombre —o tu mujer—, llegó acá antes de que empezara y se fue antes de que terminara. De lo contrario, habría huellas en uno y otro sentido. Wolf, ¿hay algún dormitorio en el edificio del consultorio?
—No —contestó Wolf—. Espera un momento, hay una puerta trasera y un sendero que comunica con la casa principal. Quizás haya huellas de pisadas allí.
El grupo regresó al consultorio y Wolf los llevó hasta la puerta trasera. Prendió las luces exteriores y abrió la puerta. El camino hacia la casa había sido despejado casi completamente.
—Veré si puedo detectar algún tipo de pisadas en lo que haya quedado de la nieve del sendero. También buscaremos huellas digitales en la casa principal —dijo el alguacil.
Volvieron a entrar y un lugarteniente les salió al encuentro.
—Alguacil, estamos sacando impresiones de esas huellas, pero creo que ya le puedo anticipar algo.
—Venga —dijo el alguacil.
—Las cubiertas son Goodyear para nieve y barro, comunes. Pueden ser utilizadas en media docena de vehículos nuevos tales como Cherokees, Broncos y algunos otros. Todas las gomerías de la ciudad las tienen. Las huellas de las pisadas pertenecen a un tipo de botas comunes.
—¿De hombre o de mujer? —preguntó el alguacil.
—La medida indica que podrían pertenecer tanto a un pie grande de mujer como al de un hombre. Me paré al lado y comparé la profundidad de esas huellas con las mías. Son menos profundas. Yo peso setenta y cinco kilos. Quienquiera que haya usado esas botas, pesa entre sesenta y setenta.
—Buen trabajo, muchacho.
—Y algo más; el Winchester fue limpiado a fondo. No tiene huellas digitales.
El alguacil hizo un gesto de asentimiento.
—Señor Willett, ¿usted cuánto pesa?
—Setenta kilos.
—Ajá. Déjeme ver las huellas de sus zapatos.
Wolf mostró una bota de cuero con suela Vibram.
—Ajá. Una bota diferente a la de la huella.
Otro lugarteniente llamó aparte al alguacil y habló con él brevemente.
El alguacil regresó.
—Su historia coincide con la de una dama que está en su casa —le dijo a Wolf—. Me refiero a la hora en que salió de allí. Teniendo en cuenta la hora en que nos llamó y la hora en que llegamos, más las huellas de los autos y de las pisadas, creo que debemos desecharlo como sospechoso, señor Willett.
—Me alegra oírlo —dijo Wolf.
—Yo también —le hizo eco Ed Eagle.
—Admito que estoy algo decepcionado —dijo el alguacil—. Usted parecía ser el candidato ideal, dados los otros tres cargos por asesinato.
—Matt —intervino Eagle—, me gustaría señalar que los tres crímenes cometidos en casa del señor Willett presentan una semejanza con éste. Todos fueron cometidos con armas que ya se encontraban en el lugar. Suponiendo, claro está, que el Winchester fuera el arma usada aquí.
—Es una buena observación, Ed.
—¿Puedo hablarte un minuto en privado, Matt? —preguntó Eagle mientras se apartaba con el alguacil—. ¿Estás completamente convencido de que Willett no es sospechoso de este asesinato?
—Creo que sí —contestó el alguacil—. Por supuesto, podría haber habido un cómplice que dejara acá a Willett, pero eso no tiene mucho sentido.
—Me gustaría destacar que Shea era uno de los mejores amigos de Willett, quien en algún momento fue su paciente. Shea ya me había dicho que estaba dispuesto a declarar en favor de Willett, en caso de que lo juzgaran por los otros asesinatos.
—Entonces no hay un motivo aparente —comentó el alguacil.
—Lo que quería decirte es que, cuando hables con la prensa, trates de dejar en claro que Willett no es un sospechoso. No quiero que se crucifique a un hombre inocente.
—Está bien, Ed. Tendré cuidado cuando hable con los periodistas.
—Gracias. —Eagle volvió a reunirse con Wolf—. Alguacil, ¿el señor Willett puede retirarse?
—Supongo que sí —contestó el alguacil—. Aunque quizás necesite hablar de nuevo con él.
—Estará a mi disposición en todo momento —aseguró Eagle. Estrechó la mano del alguacil y acompañó a Wolf hasta el auto—. Vete a tu casa y relájate; de esto no debes preocuparte.
Wolf subió a su auto y bajó el vidrio de la ventanilla. Se lo veía pensativo.
—Ed, tres de las personas más cercanas a mí han sido asesinadas. ¿Qué crees que esté pasando?
Eagle sacudió la cabeza.
—Ojalá lo supiera, amigo mío. Pero te diré esto: creo que alguien debería estar en tu casa contigo. Puedo conseguirte alguna persona.
Wolf lo pensó y sacudió negativamente la cabeza.
—No, no me gusta la idea.
—Está bien, lo que tú digas. Pero creo que sí sería una buena idea tener esa pistola tuya a mano.
Wolf asintió, luego pareció acordarse de algo.
—Ed, ¿viste a la hermana de Julia últimamente?
Eagle sintió un escalofrío.
—Sí, la vi anoche. Estuvo en mi casa.
—¿A qué hora se fue?
—Creo que a medianoche.
—¿Había empezado a nevar?
—No.
—En fin, fue sólo una idea —dijo Wolf—. Puso en marcha el auto y partió, dejando a Eagle con la mirada fija en él.
Bárbara Kennerly era una muchacha de contextura grande, recordó Eagle. Era alta, podía pesar setenta kilos. Además, conducía un Cherokee y, cuando se besaron para despedirse, ella llevaba botas de nieve.