Capítulo 41
Russell Norris bajó del avión en George Town y se sumergió en el sol abrasador de Caimán. El sudor irrumpió de inmediato en su frente y en sus axilas. Se alegró de haberse puesto uno de sus viejos trajes de Brooks Brothers en lugar de algo mejor. Estaría empapado antes de salir de allí. Atravesó el aeropuerto y buscó un taxi. No llevaba valija con ropa para pasar la noche; tan sólo un maletín: una muestra de su confianza en sí mismo.
Norris había trabajado en el Internacional Revenue Service durante veinticinco años, retirándose con una jubilación que cubría gastos de hipoteca y expensas básicas, y no tardó en ofrecerse como pistolero a sueldo contra los revisores de cuentas que habían sido sus colegas durante tantos años. En general, representaba a pagadores de impuestos a punto de caer en infracción y que estaban siendo controlados; negociaba acuerdos que sólo un exrevisor de cuentas podía manejar, por lo cual sus clientes lo adoraban.
Durante los últimos años de su carrera, Russell Norris había estado a la cabeza de una unidad del servicio que llevaba el temor de Dios a los bancos de Caimán. Había empezado simplemente por hacer un control infernal con respecto a quienes tenían cuentas en Caimán y luego enjuiciaba a los que habían mentido sobre dichas cuentas. Esto hizo que la gente sintiera cierta reluctancia a tratar con bancos de Caimán y, finalmente, la consecuencia fue que en 1986 pudo negociar un nuevo acuerdo con el gobierno de las Islas Caimán. Ese acuerdo modificaba en forma significativa los términos bajo los cuales los bancos podían brindar información a las autoridades norteamericanas, principalmente al I.R.S.[7]
Por otra parte, tenía mucha influencia personal en la comunidad bancaria de Caimán, lo cual le permitía conseguir informaciones no contempladas en el acuerdo. Todo, por supuesto, sobre una estricta base confidencial. Había logrado estos resultados gracias a la fuerza de su carácter y a amenazas implícitas. En realidad, no siempre implícitas.
A medida que hojeaba las copias de certificaciones bancarias y otros documentos que Ed Eagle le había enviado por fax, recordó los asuntos en los que había intervenido. Todos los cuales afianzaban su reputación.
El taxi se detuvo frente al banco y, una vez más, Norris debió exponerse a los rayos del sol. Los turistas pagaban miles de dólares por vivir ese clima en enero, pero Norris era caluroso por naturaleza y se salía de la vaina por regresar a los fríos goces del invierno en Virginia. Entró en el banco y atravesó la zona reservada a los clientes, hasta llegar a la reja de caoba accionada electrónicamente. Echó una mirada al pequeño mar de escritorios hasta encontrar a un empleado que lo conocía. Se quedó allí en silencio, mirando fijamente al hombre hasta que éste levantó la vista. El empleado, pálido, frunció el ceño y miró a su alrededor en busca de ayuda. Todo el mundo estaba enfrascado en su trabajo. Sintiéndose forzado a tomar una decisión, el hombre apretó el botón que abría la puerta y Norris entró.
Caminó hacia una pared revestida en madera, abrió otra puerta, pasó junto a una secretaria que no tuvo bastante rapidez como para detener su marcha, y entró en un despacho espacioso, elegantemente decorado.
El presidente del banco, un cubano llamado Rouré, casi se tragó el cigarro Upman que apretaba entre los dientes. Norris esperó un momento, para que su entrada efectista fuera completa. Por eso se alegró de tener puesto el traje viejo, en lugar de uno de los más recientes, comprados en la tienda Polo. Deseaba que la memoria del hombre concordara con lo que ahora veía: un voluntarioso y empedernido guerrero del servicio civil. Norris se acercó al escritorio y tomó asiento en una silla enorme.
—Bien —dijo, mientras abría su maletín—. Empecemos.
—Creía que se había retirado —dijo el azorado cubano, haciendo un esfuerzo para hablar.
—¿Usted cree todo lo que oye por ahí, señor Rouré? —Tomó una hoja de papel del escritorio y escribió un número antes de entregárselo al cubano—. Quiero ver los registros de esta cuenta —dijo—. Todos los registros.
El banquero no miró el número.
—Usted está loco —afirmó—. Sabe perfectamente que iría contra la ley de Caimán si proporcionara información sobre una de nuestras cuentas.
—Estoy loco —explicó Norris con calma—. Imagínese la cantidad de problemas que podría acarrearle un hombre perturbado como yo.
Rouré miró fijamente a Norris y éste notó que su contrincante pensaba a toda velocidad. El banquero recogió la hoja de papel.
—Volveré en unos minutos —dijo.
—No —se opuso Norris—. Siéntese.
El hombre se sentó.
—No quiero que vaya a buscar los registros; quiero que los pida por teléfono. Los veremos juntos. —Norris sonrió.
—Estoy pensando en llamar al embajador norteamericano ahora mismo —dijo Rouré.
—Puede hacerlo, si lo desea —contestó Norris—. Pero si lo hace, el mundo entero se desplomará sobre su banco. Conozco a un fiscal federal de Miami que trabaja en el caso Noriega y le encantaría enterarse de algunas cosas que yo podría contarle. —Norris trató de no contener el aliento. Estaba mintiendo y, si el banquero llamaba, ya no tendría cartas para seguir el juego. Le quedaba una, sin embargo—. También están los negocios que usted anduvo haciendo con la banca internacional. —Se refería a un gigantesco banco internacional que había quebrado recientemente; era muy probable que Rouré hubiera negociado con ellos.
Supo que había ganado cuando gotas de transpiración aparecieron en la frente de Rouré. Archivó el caso Noriega y las conexiones con la banca internacional en su memoria. Era material susceptible de ser utilizado en el futuro.
—¿Para qué quiere esta información? —preguntó Rouré, tratando evidentemente de ganar tiempo mientras tomaba una decisión.
—Señor Rouré —dijo Norris con tono plácido—, digamos que estos registros todavía no constituyen el objeto de una investigación oficial. Insisto: todavía.
Rouré echó varias bocanadas de humo con rapidez. Una nube se elevó por encima de su cabeza, deslizándose hacia una toma de aire acondicionado.
—¿El examen de ese archivo no irá más allá de este despacho?
—No he dicho tal cosa. Es bueno que sepa que los fondos de esa cuenta son robados. No ganados en forma ilegal ni tomados en préstamo ni blanqueados para evitar el pago de impuestos. Esos fondos fueron directamente robados. Supongo que eso significa una diferencia para usted.
—Por supuesto, este banco no recibiría a sabiendas fondos robados —contestó Rouré con un amplio gesto de sus manos—. ¿Por qué no lo dijo desde el principio? —Tomó el teléfono y marcó un número—. Tráigame el archivo de la cuenta número... —Leyó el número de la hoja de papel, luego colgó y dirigió una sonrisa a Norris.
—Por supuesto, colaboraré gustoso con usted si puede fundamentar lo que acababa de decirme.
Norris sacó una gruesa pila de papeles de su maletín, dio la vuelta al escritorio y la colocó frente al banquero.
—Estas son operaciones de bolsa que justifican la propiedad de los fondos —dijo, mientras daba vuelta las páginas y señalaba varias cifras—. Como podrá ver, la señora de la casa comenzó a hacer inversiones por cuenta de su marido. Finalmente, podrá usted apreciar cómo ella ordenó liquidar las tres, cuentas y transferir los fondos a su cuenta corriente. Después, mire acá, transfirió los fondos a la cuenta de este banco.
—Sí, sí, ya veo —admitió Rouré—. Una gran cantidad de dinero.
—Una gran cantidad de dinero robado —puntualizó Norris. Sabía que Rouré se sentía aliviado al saber que el monto era de tres millones seiscientos mil y no de cien veces esa misma cantidad, como también que la titular de la cuenta era un ama de casa californiana y no un cabecilla de la droga de Colombia. No habría estado tan dispuesto a revelar información relativa a un cliente que eventualmente podría poner una bomba en su auto.
Un hombre joven entró en el despacho y colocó una carpeta delgada ante Rouré. Luego dijo algo en castellano.
—Un momento —advirtió Norris—. Aquí se habla en inglés.
—Mi colega me informa que acabamos de recibir instrucciones codificadas para transferir casi todo el saldo a la cuenta de un banco de México City —explicó Rouré.
—¿Justo ahora?
—Hace unos minutos. Él venía a mi despacho para que yo diese mi aprobación.
—No creo que haga falta distraer más a su colega —insinuó Norris. Una vez que el joven se hubo marchado, volvió a caminar alrededor del escritorio de Rouré, hurgueteó en su caja de cigarros, eligió un Romeo y Julieta y se sentó.
Rouré se inclinó para darle fuego con un encendedor de oro.
—Señor Rouré —dijo por fin, exhalando el humo del cigarro—, creo tener la solución de su problema.
—¿Problema? —preguntó Rouré con las cejas levantadas—. ¿Es que tengo un problema?
—Por supuesto que sí —replicó Norris con una sonrisa—. Durante los últimos tres minutos usted ha estado negociando con fondos robados. —Levantó una mano para rechazar las protestas del banquero—. Desde el mismo instante en que le dije que era robados. Pero si sigue mis instrucciones al pie de la letra, puede olvidarse de todo: Esto no se sabrá nunca.
El señor Rouré pareció interesado. Norris comenzó a describirle cómo se podría evitar un montón de problemas.