Capítulo 34

Wolf volvió a Wilderness Gate como si estuviera en piloto automático, paralizado por el shock y el dolor. Al llegar a su casa, Jane salió a recibirlo.

—¿Qué está pasando? —averiguó, al tiempo que hacía una seña para indicar que Sara, quien estaba preparando la mesa de la cocina, no debía escuchar.

—Te lo diré más tarde, cuando estemos a solas —susurró él.

Jane tenía la cena en el horno y Wolf se asombró de que fueran más de las nueve. Jugueteó con la comida mientras trataba de mantener una alegre conversación con Sara.

Luego de llevar a la niña a la cama y dejarla a cargo de Flaps, Wolf sirvió unos tragos y se dirigió con Jane al estudio.

—Hubo otro asesinato —anunció—. Mark Shea.

Jane casi se atragantó con su bebida.

—¿Es por eso que llamó el alguacil?

—Sí. Cuando llegué a lo de Mark lo encontré agonizando.

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé. Nadie lo sabe.

—Wolf, ¿qué está pasando aquí? Quiero decir, ¿qué otros amigos tuyos morirán antes de que esto termine?

—Lo ignoro. Pero será mejor que tú y Sara estén mañana a mediodía en el avión de Albuquerque.

—No quiero irme y dejarte así.

—Gracias, mi vida, pero es mejor que Sara no se entere de esto; además, si he de serte sincero, no creo ser buena compañía para nadie hasta que esto termine.

—Lamento no poder ayudar —dijo Jane con voz triste.

—Ojalá pudieras, pero no es posible hasta que no descubramos quién está haciendo esto y por qué. Créeme, no me gusta que te vayas. Estos pocos días han sido los más felices que pasé desde que te dejé en Los Ángeles.

—Me alegra oírtelo decir —musitó ella antes de besarlo.

—No sé qué habría hecho sin ti en Navidad, solo en esta casa. Será horrible volver a estar solo.

—Bueno, espero que me extrañes con locura.

—Claro que sí —aseguró él, y la abrazó.

Wolf despertó en mitad de la noche y no logró volver a dormirse. Se desprendió de los brazos de Jane y cuidadosamente, para no interrumpir su sueño, se puso la bata y las pantuflas antes de dirigirse al estudio.

La luna estaba alta y no había necesidad de luz. Se sirvió un coñac y se sentó en la reposera Eames con la vista fija en la ciudad cubierta de nieve, fulgurante bajo la luz de la luna.

No lo había comentado con Ed Eagle, pero presentía que Mark Shea sabía más acerca de los asesinatos de lo que había estado dispuesto a decir. No otra era la razón para sugerir que necesitaba desahogarse.

¿Quién habría deseado las muertes de su esposa y su socio primero, de su amigo y médico después? Reflexionó un momento, para darse por vencido sin hallar la solución. No conocía a nadie que fuera enemigo de ellos, a nadie que se beneficiara con su desaparición.

También debía considerar si él estaba o no en peligro. Después de todo, Grafton había muerto porque alguien lo confundió con Wolf Willett. De repente, tuvo miedo de nuevo. Fue hasta el armario donde había dejado su chaqueta y sacó la pistola del bolsillo para deslizaría a su vez en el bolsillo de la bata. Su peso le pareció extraño, innecesario. La había comprado en un rapto de paranoia cuando pensó que debía defender la casa, y ahora resultaba que podría llegar a tener que defender su vida.

Se sirvió otro coñac y volvió a sentarse. La luna se había puesto y sólo se veían las apacibles luces de la ciudad. Estaba cansado y pensó en volver a la cama; en lugar de eso, se quedó allí sentado, dormitando.

Algo más tarde, se incorporó sobresaltado. Un ruido lo despertó. ¿O había sido un sueño? Lo reconstruyó en su memoria; había venido de la puerta de la cocina. Se levantó y se dirigió hacia allí. El ruido se produjo otra vez, aunque sonó más débil. Su mano se cerró sobre la pistola.

Caminó en puntas de pie hasta la puerta y espió a través del panel de vidrio que había al costado. No vio nada; sólo oyó el sonido de un viento suave entre los pinos cercanos a la casa. Tomó el picaporte y lo hizo girar tan suavemente como pudo. Con lentitud abrió la puerta y salió con el arma en la mano.

La sorpresa lo hizo retroceder: había pisado nieve suelta sobre el escalón de entrada. Volvió a salir, evitando el montículo. No estaba allí más temprano, cuando había vuelto a casa.

El viento sopló de nuevo y un puñado de nieve le cayó en la nuca. Hizo un movimiento brusco al darse vuelta para sacárselo de encima. Luego miró hacia arriba. La rama de un pino se extendía sobre la puerta de la cocina. El viento había desalojado su carga de nieve, depositándola sobre el umbral. Ese era el sonido que había escuchado.

Entró a la casa silenciosamente, estremeciéndose todavía por la humedad que sentía en la espalda y las pantuflas. Se secó con una toalla, en el baño, luego volvió a la cama con Jane. Ella lo recibió como si nunca se hubiera ido, se refugió en sus brazos y descansó la cabeza en el hueco de su cuello. Lo último que escuchó antes de dormirse fue un murmullo de satisfacción que provenía de la joven.

A la mañana siguiente, puso en un taxi a Jane, Sara y las valijas llenas de compras, y las mandó al aeropuerto de Albuquerque. Miró el auto mientras desaparecía por el camino a Santa Fe. Nunca se había sentido tan solo.