Capítulo 11

Wolf despertó en el confortable cuarto de huéspedes de la casa de Ed Eagle. Buscó su reloj —poco más de las siete de la mañana— y, aunque le costó, consiguió ducharse y afeitarse. Se sintió mejor y bajó.

Ed Eagle estaba leyendo el Wall Street Journal en medio de los restos del desayuno y de una pila de otros diarios.

—Buenos días. ¿Se siente mejor? —dijo, alzando la vista.

—Descansado —contestó Wolf.

—Espero que no le haya importado tener que quedarse. No creo que sea una buena idea volver a su casa ahora.

—Lo entiendo. No pensé que tendría que dormir en algún lugar de Santa Fe. No quería comprometer a Mark Shea, y no podría haber ido a un hotel.

—Exactamente. —Una mujer india entró en el cuarto y esperó—. ¿Le gustaría desayunar? —preguntó Eagle—. Lo que usted desee.

—Huevos con jamón, jugo de naranja, tostadas y café, por favor.

Eagle hizo una seña a la mujer, quien desapareció en dirección a la cocina. Cuando llegaron los huevos, Eagle dejó su periódico.

—Coma con ganas —dijo—. A las nueve en punto sabremos si lo arrestan o no.

—¿Cómo lo sabremos?

—Le haremos una visita al fiscal del distrito.

Wolf tuvo problemas para tragar el primer bocado de su desayuno.

—Hay algo que necesito preguntarle —dijo Eagle—. No lo pensé anoche y no quiero que se ofenda.

—Adelante.

—¿Alguna vez usted y su esposa se acostaron con alguien más? Juntos, quiero decir.

—Tuvimos un par de encuentros de a tres. Lo arreglaba Julia —explicó Wolf.

—¿Con otro hombre o con otra mujer?

—Siempre con otra mujer, aunque pienso que Julia quería tirar el anzuelo a dos hombres.

—¿Cómo se sintió ante la idea?

—Incómodo.

—¿Lo habría hecho sentir espantosamente celoso?

—No soy una persona celosa.

—¿De modo que no habría explotado si hubiera sorprendido a Julia en la cama con Jack?

—Es raro que yo explote. En fin, pienso que si hubiera encontrado a Julia, a Jack y a ese otro tipo, habría opinado que era una falta de educación por parte de Julia, pero no habría reaccionado disparándoles a los tres. —Consiguió emitir una breve carcajada—. Por cierto, no con una de mis Purdeys.

Eagle también rió.

—Aprecio su delicadeza —contestó—; espero que el fiscal también lo haga. Una cosa más, y no se lo preguntaría si no fuera importante.

—Diga nomás.

—En ocasión de los encuentros de a tres, ¿la tercera integrante varió?

—No, fue la misma mujer ambas veces.

—¿Quién era ella?

—Su nombre es Mónica Collins.

—Creo haber oído ese nombre, pero no lo ubico —acotó Eagle.

—Vive en Santa Fe. Está divorciada de un importante productor independiente llamado Franklin J. Collins.

—Ya sé: rubia, cuarentona, con dentadura a lo Beverly Hills.

—La misma.

—Cuénteme algo sobre ella.

—Nos tratamos un poco con Mónica y su marido en Los Ángeles, Una vez cenamos en su casa. Poco después, se divorciaron. Según se comentó, ella se quedó con la casa de Santa Fe y unos pocos millones —las opiniones al respecto varían— y Franklin obtuvo la propiedad de Los Ángeles y las deudas.

—¿Y cómo se produjo su... encuentro con la señora Collins?

—Julia la invitó a cenar; cocinaron las dos. Bebimos mucho y terminamos en una bañera de agua caliente. Una cosa llevó a la otra.

—¿Quién llevaba la batuta?

—En ese momento, yo estaba tan borracho que me creía irresistible para las dos, pero pensándolo bien, era Julia.

—¿La cosa continuó fuera de la bañera?

—Fuimos a la cama.

—¿De cuál dormitorio?

—Uno del ala de huéspedes, el mismo en que...

—Ya veo. ¿Y quién eligió ese cuarto?

—Julia. Dijo algo acerca de que las sábanas de nuestro dormitorio no habían sido cambiadas.

—¿Qué puede decirme sobre el segundo encuentro?

—Fue muy parecido al primero, salvo que en esta ocasión supongo que todos sabíamos cómo terminaría la velada.

—¿Vio alguna otra vez a Mónica Collins?

—Un par de veces, en casa de otras personas.

—¿Cómo es la relación entre ustedes ahora?

—Buena, supongo. Ella siempre se mostró cordial; parecía contenta de vemos, tanto a mí como a Julia.

—¿Alguna vez se refirió a sus encuentros previos?

—No, pero en esas oportunidades en que nos vimos tampoco habría tenido ocasión de hacerlo.

—Algo más: durante esos encuentros sexuales, ¿diría usted que la señora Collins demostró el mismo interés por usted que por su esposa?

—No. Es decir... Mónica ciertamente se excitó conmigo, pero una vez que yo terminaba, ella y Julia se volvían la una hacia la otra. Diría que evidentemente Julia la excitaba más que yo.

—¿En ambas ocasiones?

—Sí, las dos veces fue todo muy parecido.

—¿Cómo cree que reaccionaría la señora Collins ante la posibilidad de testimoniar acerca de esos encuentros?

—Bueno, yo... Para mí, ella resulta mucho más solemne, diría que hasta algo mojigata, cuando está sobria que después de unos pocos tragos. Mi opinión es que se sentiría horrorizada.

—Si yo la citara para declarar, ¿cree que diría la verdad bajo juramento?

—Es difícil saberlo, pero durante el divorcio de Frank Collins, que resultó muy peleado, se dijo que ella mintió varias veces en el estrado.

—Oh —fue el comentario del abogado.

Llegaron al edificio de la corte a las nueve en punto, en dos autos. Mientras caminaban hacia la entrada, Eagle habló sólo una vez.

—No diga nada hasta que yo se lo indique —advirtió—. Y en ese caso, diga la verdad, pero sin explayarse.

Eagle dio su nombre a la secretaria del fiscal y enseguida los hicieron pasar.

—Hola, Bob —saludó estrechando la mano del hombre.

—Hola, Ed —contestó el otro.

—Le presento a Bob Martínez, el fiscal del distrito. —Eagle se dirigió a Wolf.

—Bob, éste es Wolf Willett, mi cliente.

—Hola —dijo Wolf.

—¿Cómo está ust... —Martínez se interrumpió y miró a Eagle—. ¿Quién?

—Así es, Bob. El señor Willett está vivo y bien. ¿Podemos tomar asiento?

El atónito Martínez hizo un gesto de asentimiento y él mismo se sentó con bastante pesadez.

—En fin, esto sí que es una sorpresa, señor Willett.

Wolf consiguió sonreír, pero no habló.

—Bob —explicó Eagle—, Wolf vino a verme anoche, enviado por un conocido mutuo, para expresarme su deseo de ofrecer a las autoridades toda la ayuda posible en la investigación de los crímenes cometidos en su casa y, por ser él mismo un abogado, pensó naturalmente en asesorarse. Por supuesto, conoce sus derechos constitucionales. Para que quede bien claro antes de que empecemos, quiero destacar que viene en forma voluntaria a ofrecer su colaboración.

—Entiendo —repuso Martínez—. Señor Willett, ¿tiene inconveniente en contestar ciertas preguntas?

—Ninguno, Bob —intervino Eagle—. Wolf no tiene nada que ocultar.

Martínez tomó el teléfono.

—Virginia, venga con un grabador y su libreta, por favor.

Cuando la secretaria estuvo lista, Martínez comenzó.

Al cabo de una hora de intenso interrogatorio, Martínez se reclinó en su silla.

—Una última pregunta, señor Willett —dijo—. ¿Por qué tardó tanto en informar a las autoridades que todavía está vivo?

Wolf se inclinó hacia adelante, ansioso.

—Señor Martínez, estoy al frente de una compañía productora de cine con doce personas a tiempo completo y muchas otras con horarios parciales. Antes de morir, mi socio, Jack Tinney, había completado la filmación de una película en la que teníamos grandes expectativas. Cuando me enteré de los asesinatos, no tenía idea de cuál podría ser mi... situación ante las autoridades ni si estaría habilitado para seguir trabajando.

”Resultaba vital para mi compañía y para la seguridad laboral de mi gente que la película fuera terminada y entregada al estudio para el cual fue hecha. Fui a Los Ángeles por esa única razón, y tan pronto como se terminó el trabajo volví a Santa Fe.

”Sé muy bien que habría preferido usted tener antes noticias mías, y espero no haber entorpecido su investigación. Si lo hice, le pido disculpas. Le aseguro que no era ésa mi intención. Estoy ansioso por saber quién asesinó a mi esposa y a mi socio, y deseo que esa persona sea llevada ante la justicia.

En ese momento intervino Ed Eagle.

—Como usted verá, Bob, mi cliente no tiene información relevante para su investigación, puesto que no recuerda nada sobre la noche de los asesinatos. Mi idea es que puede haber sido drogado.

—Por supuesto, ya es demasiado tarde para comprobarlo —señaló el fiscal con tono acusador—. Ha pasado mucho tiempo.

—Demasiado tiempo ya había pasado cuando Wolf se enteró de la matanza, cuarenta y ocho o más horas después. Sin contar lo que le habría llevado regresar a Santa Fe desde Grand Canyon. Mis límites me indican que un test de drogas habría resultado negativo en ese momento.

—Mmmm —farfulló Martínez—. Tal vez sea así. En fin, la historia que me cuenta el señor Willett es interesante, Ed.

—No veo que haya evidencias que puedan contradecirla —dijo Eagle con suavidad.

“Están a la pesca”, pensó Wolf.

—Hasta ahora, no —contestó el fiscal tragando el anzuelo—. La escopeta, había sido limpiada.

Eagle asintió con la cabeza, como si ya lo supiera.

—Por supuesto, Wolf está dispuesto a colaborar en cualquier forma y en cualquier momento para encontrar nuevas pruebas. —Se echó atrás en su silla—. Mientras tanto, no parece haber razones para retenerlo por más tiempo, y esperamos que les sea posible liberar la casa.

—Ya se ha hecho —dijo Martínez—. De todos modos, la encargada se metió adentro y limpió todo. Por suerte, nosotros ya habíamos terminado.

“Bendita sea María”, pensó Wolf. Su ingreso en la casa justificaría el sello roto de la puerta.

—¿Tiene intenciones de marcharse de Santa Fe, señor Willett? —preguntó el fiscal.

—No —contestó Eagle antes de que Wolf pudiera hablar—. Mi cliente estará a su disposición en cualquier momento hasta que se complete la investigación. —Se puso de pie y alargó la mano hacia Martínez—. ¿Me lo hará saber cuando sea necesario, Bob?

—Está bien —dijo Martínez—. Por supuesto, quiero que el señor Willett identifique los cuerpos. El Departamento de Policía de Santa Fe se encargará de avisarle.

—Por supuesto. —Eagle condujo a Wolf hacia la puerta—.Desde luego, agradecería poder estar presente si usted tiene más preguntas que formular —dijo, mirando por encima de su hombro.

—Seguro, Ed. Nos mantendremos en contacto.

Eagle tomó a Wolf por el hombro y lo timoneó hasta salir del edificio.

—¿Ya está? —preguntó Wolf, asombrado.

—Ni lo piense —dijo Eagle—. Cuando Martínez se recupere del shock de saber que usted está vivo, se le echará encima sin perder tiempo, lo mismo que la policía de Santa Fe y la estatal. Pero al menos logramos que no lo arrestara.

—Gracias a Dios —suspiró Wolf—. No me daba ningún placer la perspectiva de ir a la cárcel.

—Por supuesto, si encuentran algo que lo incrimine, aunque sea remotamente, lo encerrarán enseguida. Así y todo, podremos recurrir a una fianza.

Wolf sacó su libreta de cheques y extendió uno a nombre de Eagle por cien mil dólares, agradecido por disponer de esa suma.

—En mi banco todavía creen que estoy muerto —dijo, al entregar el cheque—. Deme un par de días antes de depositarlo, para que active de nuevo mi cuenta.

—Claro que sí —contestó Eagle mientras guardaba el cheque en el bolsillo.

—¿Y ahora qué hago? —preguntó Wolf.

—Vuelva a su casa y viva con la mayor normalidad posible. Vaya de compras al almacén, salga a cenar, hágase ver. Pero espere hasta mañana. La noticia no saldrá en el New Mexican hasta ese entonces y no queremos que sus conocidos se echen a gritar cuando lo vean. Los canales de televisión también se enterarán y enseguida aparecerán en el umbral de su casa. Diga que no puede hablar del caso hasta que se complete la investigación y envíelos a la oficina del fiscal de distrito. Muéstrese compungido, que no parezca que los está echando. ¿Tiene algún número telefónico que no figure en guía?

—Una de mis líneas no figura.

—Bien. No conteste la otra por un tiempo; eso los calmará. —Eagle extendió su mano—. Llámeme de día o de noche si necesita algo y, especialmente, si sabe algo de Martínez o de la policía.

Wolf le dio el número que no figuraba en guía y le estrechó la mano.

—Gracias, Ed.

Los dos hombres se separaron. Wolf subió al Porsche y se dirigió a la casa de Wilderness Gate. El auto parecía conocer el camino. Mejor así, ya que Wolf se sentía algo desorientado por el hecho de estar en Santa Fe, todavía en libertad.