Capítulo 18

Ed Eagle condujo hacia el norte desde Nueva York a Poughkeepsie y dobló ante el cartel indicador del establecimiento correccional para mujeres. La ruta estaba resbaladiza debido a la nevada de la noche anterior; todavía caían ligeros copos. Eagle había visitado muchos de esos lugares y éste no era muy distinto de las docenas de otras prisiones de baja seguridad diseminadas por el país; la única diferencia era que se ocupaba de los casos considerados difíciles por los tribunales. Aparentemente, el estado opinaba que las mujeres difíciles no necesitaban altos muros, torres de guardia y perros entrenados para mantenerlas adentro.

En el portón, presentó su tarjeta a un hombre que controló su cita en una lista y luego lo hizo entrar a la playa de estacionamiento. Cruzó otro portón para llegar a la oficina administrativa.

—Vengo a ver a Hannah Schlemmer —anunció a la empleada uniformada.

—Tome asiento —le indicó la mujer, antes de hacer un llamado telefónico.

Eagle se sentó en una silla dura y esperó diez minutos con el abrigo sobre las rodillas. Por fin, se presentó otra mujer uniformada y lo llevó a una pequeña sala confortablemente amueblada, con una ventana que daba a una zona boscosa en la parte trasera de la cárcel. Era obvio que el cuarto había sido preparado para que los visitantes se sintieran cómodos. Instantes más tarde entró allí una mujer de notable belleza. Era alta —alrededor de un metro ochenta, calculó—, algo que siempre lo había atraído. Llevaba vaqueros ajustados y una blusa azul de trabajo, anudada en la cintura, que le cubría los grandes pechos pero dejaba ver unos centímetros de su vientre. Tenía el pelo corto, oscuro con matices rojizos, su nariz era larga y recta, los labios llenos, los ojos grandes, con pestañas increíblemente largas debajo de espesas cejas. Su piel se veía perfecta y llevaba poco maquillaje.

—Señor Eagle, soy Bárbara Kennerly —dijo al extender la mano. Su apretón fue firme y sincero.

Su propia mano no deglutió la de ella, como le ocurría con la mayoría de las mujeres.

—¿Qué se hizo de Hannah Schlemmer? —preguntó él.

—Acabo de hacer cambiar el nombre; el sistema de aquí no está tan adelantado como el de los tribunales. ¿No quiere sentarse? —Más parecía una elegante ama de casa recibiendo a un invitado, que una convicta.

Eagle eligió una silla confortable; Bárbara prefirió el sofá.

—¿Un cigarrillo? —invitó ella.

—Gracias, no fumo.

Ella sonrió un poco.

—Yo dejé de fumar, en realidad, pero aquí los cigarrillos se aceptan como forma de pago, de modo que siempre llevo un paquete en el bolsillo.

Eagle se preguntó cómo podría meter un paquete de cigarrillos en un lugar tan apretado, donde ni siquiera debía caber una moneda.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Soy abogado, señorita... Kennerly, y...

—Lo conozco, señor Eagle; leo los periódicos.

—Represento al señor Wolf Willett, el esposo de su hermana Miriam. Estoy tratando de averiguar todo lo relacionado con su muerte.

Ella se rió de nuevo, cosa que parecía resultarle muy fácil.

—Se refiere a Julia. Ella se cambió el nombre mucho antes que yo.

—Sí, me refiero a Julia.

—¿El señor Willett está acusado de algo relacionado con la muerte de Julia?

—No; como ya le dije, estoy tratando de llegar al fondo de lo ocurrido la noche de los asesinatos.

—Usted no es exactamente un detective privado, señor Eagle. Si el señor Willett lo contrató, debe ser para una defensa.

—Por el momento no hay ningún cargo.

—¿Sólo se está preparando por si los hubiera?

—Nunca me anticipo a un cargo. —No era él precisamente quien controlaba esa conversación.

—Me llama la atención que haya venido usted hasta aquí en persona, cuando podría haber mandado a alguien —dijo ella mirándolo a los ojos—. Francamente, si es que vamos a hablar, quiero saber cuáles son sus intenciones.

Eagle suspiró.

—Está bien. Seré sincero con usted. Wolf Willett no tuvo nada que ver con los crímenes —estoy seguro de ello—, pero si las autoridades de Nueva México no pueden resolver el caso es probable que traten de incriminarlo.

—Supongo que eso está bastante cerca de la verdad —comentó Bárbara—. Usted está aquí para proteger a su cliente y espera que yo lo ayude de alguna manera.

—Estoy aquí para descubrir la verdad porque creo que esa verdad reivindicará a mi cliente —precisó Eagle.

—Perdóneme si parezco cínica, señor Eagle; la cárcel le hace eso a uno. Ustedes los abogados siempre andan buscando los motivos ocultos de la gente. —Se encogió de hombros—. Está bien, le diré lo que pueda. La verdad no puede perjudicarme.

—¿Usted y Julia eran íntimas?

—Hacía dos años que no la veía, cuando la asesinaron.

—¿En qué circunstancias la vio por última vez?

—Ella estaba en la cárcel, en Riker’s Island. Necesitaba dinero para un abogado.

—¿Se lo dio?

—Me las arreglé para conseguir dos mil dólares. No quería que mi marido lo supiera.

—Antes de eso, ¿habían sido unidas?

Bárbara Kennerly miró por la ventana.

—No lo sé —dijo—. Hubo épocas en que sí lo fuimos, pero aprendí que uno nunca podía saber lo que Julia estaba pensando. Fue así desde su infancia.

—¿Era mayor que usted?

—Sí, me llevaba dos años.

—¿Y crecieron en Cleveland?

—Sí. Papá era prestamista en un barrio muy malo, muy duro. Trató de protegemos, pero Julia no quería protección; siempre la fascinaron los tipos melosos y los charlatanes. Yo era la chica buena, con buenas notas en la escuela y todo eso. Resulta irónico que haya terminado en la cárcel igual que Julia.

—¿Ella tuvo algo que ver?

—No. Yo estaba casada con un distribuidor de diamantes de la Calle 47 Oeste en Nueva York. Me enamoré de otro hombre —me enamoré lo que se dice con locura— y él me convenció de que la única manera de estar juntos era robar a mi marido y escapar. Lo hice entrar en la oficina, que contaba con un elaborado sistema de seguridad, pero él, no bien se apoderó de los diamantes, le pegó un tiro a Murray. Yo quedé atontada. Me obligó a irme con él. Nos encontraron en Florida, justo cuando yo estaba por dejarlo para entregarme.

—¿Qué pasó luego?

—Alegué homicidio involuntario. Me dieron de cinco a ocho años. El año próximo saldré en libertad condicional.

—¿Y el hombre?

—Le dieron prisión perpetua. Pero el año pasado se escapó y todavía no lo encontraron. Cambié mi nombre en parte por ese motivo; no quiero que nunca dé conmigo.

—Después de ver a Julia en Riker’s Island, ¿alguna vez volvió a saber de ella?

—Sí, de vez en cuando me mandaba una postal. Cuando se casó con Wolf Willett me mandó un número de teléfono y la llamé un par de veces. Iba a ayudarme cuando saliera. —Se rió—. Es gracioso. Julia siempre estaba metida en líos, siempre venía a pedirme dinero. Ahora los papeles se invertirían. Yo, la convencional señora judía, con un hogar estable y todo lo demás, necesitaría la ayuda de mi hermana con su pasado criminal.

—¿Alguna vez pensó que Julia estaba engañando a Willett?

—No; ella parecía haber cambiado. Cada vez que hablábamos parecía muy feliz. Supongo que conseguía en forma más o menos honesta lo que antes había tratado de obtener por el mal camino.

—¿Más o menos?

—Oh, creo que Julia siempre habría estafado a la gente con tal de conseguir lo que quería. Pero muchas mujeres hacen eso para casarse con el hombre que les conviene.

—¿Supone que ella lo amaba?

Bárbara frunció el ceño.

—Eso es llevar las cosas un poco demasiado lejos. Antes que a nadie, Julia se quería a sí misma, pero cuando hablé con ella parecía decidida a ser una buena esposa. Creo que estaba tratando de llevar una vida normal. —Volvió a reírse—. En fin, una vida normal con casas en Bel Air y Santa Fe, Mercedes último modelo y ese tipo de cosas. Julia podía acostumbrarse a eso. Al menos por un tiempo. Nada ni nadie duraba mucho a su lado. Siempre tuvo hormigas en la cola.

—En su opinión, ¿Julia tenía en los Ángeles amigos provenientes de su antigua vida?

Bárbara sacudió la cabeza.

—Creo que quemó las naves. Lo último que habría deseado es que se le apareciera alguien de su pasado.

—Por lo que leí en el New York Times, no había roto con su pasado cuando se trasladó a Los Ángeles. Se mencionaba que había hecho una película porno.

—Estaba sin un centavo. Ella me lo contó.

—Eso la exponía a un chantaje, ¿no es cierto?

—Nunca le pasó. Me lo habría dicho. Por supuesto, usó otro nombre.

—Bárbara, hay algo que no entiendo.

—¿Qué es?

—Cuando vino a verla el periodista del Times, usted le habló del pasado de Julia. ¿Por qué lo hizo, a sabiendas de que amenazaría su nueva posición en la vida en un momento en que ella estaba por ayudarla?

Bárbara suspiró.

—Ese hombre había cubierto mi caso cuando me condenaron. Dijo que quería hacer un libro sobre mí, algo que podría llevarse al cine. Vino dos veces e iba a volver. Me enteré de lo de Julia por el noticiero de la noche anterior y, bueno, pensé que no la perjudicaría el hecho de que yo contara todo. Por otra parte, eso haría que él se mantuviera interesado. Realmente, no esperaba verlo en el periódico del día siguiente. Pienso que fui muy ingenua.

—¿Él sigue adelante con el libro?

—Tal como me había imaginado, se excitó mucho cuando supo quién era el marido de Julia. Dice que ahora lo llevará a las editoriales. Aunque en realidad creo que ya no quiero ese libro, en especial ahora que se acerca mi libertad bajo palabra. Me gustaría desaparecer, conseguir un trabajo en otra parte.

—¿Qué sabe hacer?

—Antes de casarme era secretaria, y durante unos dos años ayudé a Murray en el negocio. Sé manejar una oficina, con procesadora de palabras, contaduría y todo lo demás. Además, trabajé en un restaurante cuando era soltera.

—¿Se le ocurre alguna otra cosa que contribuya a clarificar el asesinato de Julia? ¿Había alguien que quisiera matarla? ¿Tal vez un enemigo de otros tiempos?

Bárbara reflexionó.

—No conozco en detalle la vida de Julia, pero no puedo creer que alguien haya querido matarla. Ella sabía arreglárselas para gustar a la gente, aun cuando la hubiera perjudicado. Papá la ayudó hasta el día de su muerte —incluso le dejó algo de dinero— y Dios sabe que mi hermana le había hecho la vida un infierno desde los doce años.

Eagle se puso de pie.

—Bueno, será mejor que me vaya. —Sacó una tarjeta—. Si recuerda algo más, le agradecería que me llame. Pago revertido, por supuesto. —Sintió piedad por ella, además de una fuerte atracción—. Y si puedo servir de ayuda, hágamelo saber.

Ella aceptó la tarjeta.

—Gracias, pero no sé si llegaré tan al oeste.

—También conozco a gente en el este.

—Lo tendré en cuenta.

Eagle volvió a estrecharle la mano.

—Gracias por su colaboración, Bárbara.

—De nada. Si alguna vez necesito un abogado, lo llamaré a usted.

Eagle estuvo a punto de pedirle que lo llamara de todas maneras, pero se contuvo. Ahora que era un hombre de edad mediana, trataba de no someterse en exceso a la tiranía de sus instintos.

—Adiós, entonces; y buena suerte.

—Gracias —respondió ella al darle otra vez un fuerte apretón de manos.

De regreso a Nueva York, Ed trató de olvidar cómo le quedaban esos vaqueros, cómo se evidenciaban los pechos debajo de su camisa de trabajo. No fue fácil.

Le había hecho todas las preguntas que se le ocurrieron, pero las respuestas no habían servido de mucho. Por un instante, se preguntó si no le habría ocultado algo, pero rechazó la idea. Conocía bien a la gente, y consideraba que Bárbara había sido sincera con él.