Capítulo 26

Los agentes condujeron a Wolf al Centro de Detención del condado de Santa Fe, una estructura baja de adobe en Airport Road. Wolf había pasado docenas de veces por ese lugar en camino hacia y desde su avión, sin imaginar nunca que algún día terminaría allí como prisionero.

Un sargento lo inscribió. Se le ordenó vaciar sus bolsillos y le sacaron su cinturón y el reloj. Se le permitió guardar una moneda de un cuarto de dólar; todo lo demás fue sellado en un sobre y a él le dieron un recibo. Durante ese proceso, estuvo parado entre un borracho inmundo y un latino bajo y delgado que, a pesar de la abundante sangre que manaba de su brazo, aparentemente una herida de arma blanca, permanecía esposado insultando a todos los presentes, incluso a Wolf, quien trataba de sobrellevar la experiencia en un estado de sopor.

Carreras lo llevó a un corredor donde había un teléfono público.

—Puede llamar a su abogado o a quien usted quiera —dijo el oficial.

Wolf pensó un minuto; Jane ya habría llamado a Ed Eagle. Puso la moneda en la ranura y marcó su propio número.

—Hola —contestó la voz ansiosa de Jane.

—Hola, soy yo. ¿Te comunicaste con Ed?

—No estaba. Dejé el mensaje en su contestador. También dejé uno en el contestador de su oficina.

—Probablemente salió a cenar. Pronto tendremos noticias de él. ¿Estás bien?

—Sí, sí. ¿Y tú?

—Estoy muy bien. No te preocupes por mí.

Carreras lo interrumpió.

—Suficiente. Debe colgar.

—Aquí me están llamando —dijo Wolf—. Te hablaré pronto.

—Seguiré tratando de encontrar a Eagle —contestó ella.

Wolf colgó.

—Bien. ¿Y ahora qué?

Hacía lo posible por parecer tranquilo, pero por dentro estaba aterrorizado. Su intento de adormilarse no funcionaba.

—Sígame —ordenó Carreras. Indicó el camino seguido por Warren, que iba silencioso detrás de Wolf. Entraron en un cuarto pequeño, desprovisto de ventanas, que apestaba a humo de tabaco rancio. El único mobiliario consistía en una mesa de metal con cuatro sillas que hacían juego. Sobre la mesa había un grabador—. Siéntese.

Wolf obedeció.

Carreras sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Quiere uno?

—No, gracias.

—¿Le molesta si fuño?

—Le agradecería que no lo hiciera.

Eso sorprendió a Carreras. Tras pensarlo un momento, guardó los cigarrillos.

—Seguro. Mire, Wolf... ¿Puedo llamarlo Wolf?

—Si lo desea.

—Soy Joe, y éste es Sam. Quiero mantener esto en un clima de cordialidad.

—Por mí está bien, Joe, Sam.

—¿Le importa si grabamos nuestra conversación?

—Pensé que esto sería amistoso.

—Es para su protección. Así no podremos afirmar que dijo algo cuando usted no lo hizo.

—Está bien, enciéndalo.

Carreras así lo hizo.

—Interrogatorio a Wolf Willett a cargo del capitán Joe Carreras y del mayor Sam Warren en la cárcel comunal de Santa Fe. —Agregó fecha y hora; después se dirigió a Wolf para leerle nuevamente sus derechos—. ¿Entiende estos derechos?

—Sí —contestó Wolf.

—¿Le dieron la oportunidad de llamar a su abogado?

—Sí.

—¿Está dispuesto a contestar nuestras preguntas ahora?

Wolf empezaba a sentirse mejor, más seguro de sí mismo.

—Está bien. Si cambio de opinión se lo haré saber.

—Hágalo. Deje asentado su nombre y domicilio, para el registro.

—Wolf Willett, Wilderness Gate, Santa Fe.

Carreras se aflojó la corbata.

—Muy bien, Wolf, lo que deseamos es esclarecer esto de una vez por todas.

—Estaré muy contento si lo logramos —repuso Wolf con sinceridad.

—Desde que Sam y yo hablamos con usted han surgido muchas cosas.

—Me interesa conocerlas —dijo Wolf, inclinándose hacia adelante.

—Bueno, digamos que esas cosas no respaldan su historia. En realidad, todo lo que hemos sabido contradice lo que usted nos dijo.

Wolf sintió una sensación de alarma. Obviamente, estaban enterados de algo desconocido para él.

—No veo cómo es posible —dijo—. Les he transmitido la verdad al pie de la letra. —La verdad que él conocía, precisó para sus adentros. ¿Cuál era la verdad de ellos?

Carreras sacudió tristemente la cabeza.

—Usted nos dijo que no conocía a un tal James Grafton.

—Y no lo conozco. Nunca escuché ese nombre hasta que Ed Eagle me lo mencionó.

—Vamos, Wolf, estamos perdiendo el tiempo. Tenemos testigos que lo ubican a usted en un restaurante de Los Ángeles, almorzando con Grafton. Un almuerzo muy amistoso con sólo ustedes dos presentes.

Wolf estaba asombrado.

—Eso es ridículo. ¿Qué restaurante? ¿Cuándo?

—No se preocupe, saldrá a relucir en el juicio. También tenemos un testigo que lo ubica en el dormitorio la noche en que murieron su esposa, Grafton y Tinney.

—¿Qué?

Ahora estaba aterrorizado. Su peor pesadilla se convertía en realidad.

—Tampoco nos dijo que, hace un par de meses, Jack Tinney hizo un testamento por el cual le deja todo a usted.

—No tenía la menor idea de eso la última vez que los vi a ustedes —dijo Wolf, tratando de no aspirar demasiado aire.

Carreras empezaba a enojarse y levantó la voz.

—Eso de que no recuerda nada no va a funcionar, Wolf. Sabemos demasiadas cosas y, permítame que le diga, hijo de puta, que vamos a crucificarlo por esos tres asesinatos. Recibirá su merecido.

Antes de que Wolf hablara, intervino Warren.

—Espera, Joe —dijo, poniendo su mano en el hombro del oficial—. Mira, ¿por qué no te vas a fumar un cigarrillo mientras yo hablo con Wolf?

Carreras miró furioso a Wolf.

—Está bien, Sam. Pero será mejor que convenzas a este tipo de que sea razonable si no quiere que me lo lleve aparte. —Se levantó y se fue. En la puerta, encendió ostensiblemente un cigarrillo y echó el humo en el cuarto.

—Cálmese, Wolf —aconsejó Warren, reclinándose en su silla—. La cosa no será tan mala. ¿Quiere café?

Wolf tenía la boca seca.

—Tal vez un refresco.

—Seguro. —Warren salió y volvió con una cola diet—. Espero que esto le guste. No había otra cosa en la máquina.

—Está bien —dijo Wolf, agradecido por la humedad helada que restauraba su garganta.

Warren se inclinó hacia adelante.

—Me temo que usted no tiene salida. Permítame explicarle algo que quizás su abogado no le dijo.

—Está bien.

—En Nueva México hay pena de muerte.

—Lo sé, pero sólo por el asesinato de un policía, ¿no es así? —esa era la idea que le había dado fuerzas con respecto a lo que podría esperarle.

—No estoy seguro —dijo Warren—. También se aplica para el que mata al testigo de un crimen.

—¿Testigo? —musitó Wolf, con voz débil.

Warren asintió muy serio.

—Le explicaré. Cuando mató a la primera de esas tres personas, las otras dos se convirtieron de inmediato en testigos. —Se interrumpió para que su información fuera aprehendida.

Wolf tragó saliva, pero no dijo nada.

—Wolf, quiero ayudarlo. Si usted me deja, creo que puedo salvarle la vida.

—Eso sería bueno —comentó Wolf.

—Hay algo que puedo hacer. Tendré que llamar al fiscal, por supuesto, y creo, por experiencias pasadas, que él estará de acuerdo. Quiere aclarar esto tanto como cualquiera.

—¿Qué tiene usted en mente? —preguntó Wolf.

—Joe tiene razón con respecto a lo de recibir su merecido. Si usted va a juicio por esto, con tantas pruebas en contra, lo condenarán por asesinato de una persona primero, y de dos testigos después. En Nueva México eso significa pena de muerte segura. Claro que no necesariamente tiene que ser así. Me refiero a que usted, en mi opinión, no planeó esto.

”Puede pasarle a cualquiera, caramba. Si yo entro en una habitación y encuentro a mi mujer en la cama con otro tipo y con mi socio, no estoy seguro de lo que haría. Podría reaccionar como usted. Me parece obvio que todo ocurrió cuando usted estaba en un estado de cólera súbita e intensa, causada por la peor clase de provocación. Y estoy dispuesto a subir al estrado, frente a una corte, y decirle lo mismo al juez; me jugaría la reputación profesional por respaldarlo, Wolf.

—Eso habla bien de usted, Warren —dijo él, agradecido ya ante cualquier palabra bondadosa.

—Estoy dispuesto a llamar al fiscal ahora mismo y recomendarle que acepte un pedido de responsabilidad disminuida con, digamos, entre veinticinco años de prisión y perpetua. No. Iré más lejos; recomendaré entre cinco y quince años. Mierda, usted estaba fuera de juicio esa noche. De ese modo sería candidato a salir bajo palabra en dos años y medio. Eso no es nada, créame. Y cuando salga, podrá hacer una película sobre su experiencia. Sería un buen negocio, ¿no le parece?

De repente, dos años y medio en prisión le parecieron bien a Wolf. Sería el fin de todo eso, se acabaría el estrés. Sí, quizás valiera la pena. Se contuvo.

—Le agradezco mucho, Sam, pero prefiero hablar con mi abogado.

—Claro, Wolf, puede hacerlo —aceptó Warren con tono conciliador—. Usted es abogado, conoce el tema. —Hizo una pausa—. Pero tengo un problema serio —le confió.

—¿Cuál es?

—Bueno, que Carreras no se entere de que le dije esto; enseguida levanta presión. Ni siquiera quería que tuviéramos esta charla; tuve que convencerlo. Si vuelve y no hemos llegado a un arreglo, temo no poder contenerlo.

Wolf permaneció en silencio.

—Usted es abogado. Si tuviera un cliente en esta situación, ¿qué le aconsejaría?

Wolf siguió sin hablar.

—Debo decirle, Wolf —prosiguió Warren—, que no puedo luchar contra Carreras. En realidad, éste es su caso; yo soy sólo observador y, si él no está conmigo, no puedo ir por mi cuenta a lo del fiscal. Necesito darle algo para cuando vuelva a este cuarto. —Se agachó hacia Wolf y bajó la voz—. Vamos, ¿Qué decide? Dos años y medio —creo que puedo conseguir que lo transfieran a un lugar de mínima seguridad, a un country, por ejemplo— o un juicio con sentencia de muerte con una espera de uno o dos años hasta que le llegue la hora? ¿Qué elige?

Wolf apoyó las manos en la mesa para impedir que temblaran y se las miró.

—Sam, dígale a Carreras que vuelva. Quiero sacarme algo de adentro.

Warren casi tiró la silla al levantarse.

—Seguro, Wolf, ya vengo. —Cuando Carreras entró otra vez en el cuarto, lo miró expectante. Los dos policías se sentaron—. Bueno, Wolf, cuéntenos —invitó Warren.

—¿Tienen papel y una lapicera? —pidió Wolf—. Quiero escribir esto.

Carreras abrió un cajón de la mesa y sacó papel oficial y una birome.

Wolf contempló el papel un instante; luego comenzó a escribir con trazos firmes, seguros. Una vez terminado, firmó y fechó el escrito antes de empujarlo a través de la mesa hacia Carreras.

—¿Haría el favor de leerlo en voz alta para la grabación? —dijo con calma.

Carreras hizo un gesto de asentimiento.

—Por supuesto, Wolf. —Acomodó el micrófono y levantó el papel—. “A quien corresponda —leyó con clara pronunciación—. Escribo esto en mi sano juicio. Deseo establecer, en forma inequívoca y por propia voluntad, que, en lo que a mí concierne, el capitán Joe Carreras de la policía de Santa Fe, y el mayor Sam Warren de la policía del estado de Nuevo México, pueden irse tranquilamente al carajo —la voz del oficial comenzó a desvanecerse— y cogerse a sí mismos o entre ambos, como prefieran”.

Carreras apagó el grabador.

—Y eso, caballeros —dijo Wolf—, además de ser mi ferviente deseo, es mi total y completa declaración. Si tienen más preguntas, hablen con mi abogado. La entrevista ha terminado.

La mandíbula de Warren se agitaba nerviosamente.

—Enciérralo, Joe —escupió—.