Capítulo 42
Cupie Dalton estacionó tan cerca de Venice Beach como pudo e hizo el resto del camino a pie. Era un día demasiado caluroso para el enero de Los Ángeles, y el sol había invitado a los insectos a salir de sus agujeros. Los monstruos del músculo levantaban pesas en su área, deteniéndose sólo para aceitarse el cuerpo y hacer flexiones frente a los boquiabiertos transeúntes. Comerciantes de pequeña monta vendían droga a tanto el porro. La oferta del día consistía en remeras y anteojos de sol baratos. Toda la bazofia humana parecía estar paseando en patines.
Cupie encontró sin dificultades el Estudio Don Dunn de Fotografía Artística; el propietario había dejado la puerta abierta para que el aire cálido entrara junto con proyectos auspiciosos. Dunn en persona se hallaba inclinado con una lupa sobre un negativo.
—Espere un segundo —alertó bizqueando a través de la lente. Hizo una marca con lápiz y se levantó—. Tenga usted buenos días —saludó.
Cupie lo encontró asombrosamente formal para un hombre delgado, barbudo, de pelo largo hasta los hombros, vestido con una remera desteñida y vaqueros sucios. Era un espectro de los años sesenta.
—Usted también tenga buenos días —dijo Cupie. Había odiado a los hippies en la década del sesenta y los odiaba también ahora, aunque éste, por lo menos, parecía ganarse la vida con su trabajo. Fue por eso que Cupie no lo desechó de entrada.
—Doc Don, supongo.
Los ojos de Dunn se estrecharon.
—Tenemos un amigo en común, ¿verdad?
—Claro, pero seguramente no le gustaría que use su nombre. No he venido a que me saquen una foto. Lo que quiero es averiguar algo sobre alguien a quien usted le sacó una foto.
—Mi negocio es la fotografía, camarada, no la información — dijo Dunn.
—Ese no es su único negocio —refutó Cupie con una sonrisa—. Usted proporciona ciertos papeles algo extraños, camarada, y usted y yo tenemos que conversar.
—Váyase a pasear. Tengo que atender mi negocio.
Cupie sacó a relucir la foto que Eagle le había mandado junto con el dinero.
—Este hombre vino aquí a fines de octubre y encargó algo, quizás hasta se hizo sacar una fotografía.
Dunn casi ni miró la foto.
—Nunca lo he visto —dijo—. Que tenga un buen día.
Cupie miró los batientes de la puerta detrás del fotógrafo y pensó que era un buen ángulo.
—Que usted también lo tenga —auguró, mientras enviaba un rápido directo al plexo solar del hombre.
Document Doc Dunn se elevó sobre sus pies y atravesó los batientes de la puerta dejándolos con un movedizo aleteo.
Cupie fue tras de él a paso más tranquilo. Sacó a relucir un billete de cien dólares y lo hizo flamear delante de los ojos de Dunn, fuertemente cerrados mientras trataba de recuperar el aire.
—Muy bien; para que no piense que no soy cortés, le ofrezco esto en calidad de ayuda.
—Váyase al carajo —dijo Dunn al tiempo que trataba de incorporarse. Se apoyó en la pared y contestó con un revés a la garganta de Cupie.
Cupie no esperaba eso y a duras penas pudo levantar el antebrazo para atajar el golpe. Acto seguido, se apoderó de la delgada muñeca de Dunn y le retorció el brazo detrás de la espalda. Dunn era pequeño, y la mano le llegó a la base del cuello antes de que tuviera tiempo de quejarse.
—Déjeme explicarle algo —dijo Cupie, empujando al hombre contra una pared y manteniéndolo allí clavado—. Su negocio es así. De vez en cuando, alguien como yo entra para averiguar algo de alguien. La mejor manera de manejar el asunto es reconocerlo y dejar que el tipo se vaya contento. A menos que quiera que le rompan un brazo. —Retorció las muñecas de Dunn para dar mayor énfasis a sus palabras—. Espero que lo entienda.
—Lo entiendo, lo entiendo —aseguró Dunn.
—Creo que sí —dijo Cupie—. Pero antes de soltarlo, quiero estar bien seguro. Vea, podría pegarle hasta sacarle toda la mierda de adentro y luego destruir este lugar en busca de lo que quiero; es lo que haré si usted me causa problemas apenas lo suelte. ¿Nos entendemos?
—Nos entendemos —boqueó Dunn con voz temblorosa.
Cupie dejó al hombre en libertad y retrocedió, sólo por si Dunn no había realmente entendido.
Dunn se tomó el hombro con su mano libre y gimió.
Cupie abrió su chaqueta para hacerle ver la pistola automática que tenía sobre su estómago.
—Y, por las dudas, quiero que se olvide de todo.
—Está bien, está bien —dijo Dunn—. ¿Qué es lo que quiere?
Cupie mostró la fotografía.
—Él estuvo aquí a fines de octubre.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Cómo se llama?
—La gente no me dice cómo se llama —dijo Dunn. Cupie ya se preparaba para un nuevo ataque, cuando Dunn comenzó a hablar con más rapidez—: Quiero decir que no me dicen sus nombres reales.
—Claro que no —concedió Cupie—. ¿Cuál era el nombre que deseaba en el material que le encargó?
—Escuche, señor, eso fue hace tres o cuatro meses.
—Mire, Doc, ese tipo vino a buscar papeles auténticos y eso significa que usted tuvo que recurrir a una partida de nacimiento real. ¿Cuál era el nombre que había en esa partida?
—Tendré que fijarme.
—¿Fijarse dónde?
Dunn hizo un gesto en dirección de un enorme archivo.
—Allí.
—Está bien —aceptó Cupie—. Usted va hasta el archivo, lo abre y, cuando saque su mano, mejor será que en ella no haya otra cosa que una ficha.
—Escuche, camarada, todo lo que quiero es darle lo necesario para que se vaya de aquí.
—Eso es —dijo Cupie—. Deme lo que necesito.
Dunn fue hasta el mueble, sacó un manojo de llaves del bolsillo y abrió el primer cajón. Buscó un rato y finalmente sacó un sobre de papel madera.
—Ahora recuerdo algo. Ese tipo quería un pasaporte con su nombre, el nombre con el que se presentó: Dan O’Hara. Llamé a un tipo de Boston, donde hay montones de irlandeses, y me lo consiguió.
Cupie abrió el sobre y miró la primera hoja de papel. Había una foto Polaroid para pasaporte enganchada a una fotocopia de un pasaporte norteamericano, junto con la hoja que contenía la información personal sobre O’Hara. También había una segunda hoja.
—¿Quién es la dama? —preguntó al señalar la fotocopia de otro pasaporte.
—Ella estaba con O’Hara —informó Dunn—. Una maravilla. Dinamita pura.
—Frances B. Kennerly —leyó Cupie en el documento—. ¿Ese también era un nombre fraguado?
—Sí —contestó Dunn—. No pude encontrarle el nombre de pila que ella quería, de modo que se conformó con Frances B. porque la inicial concordaba con su primer nombre.
—¿Cuál era el nombre que deseaba? —quiso saber Cupie.
—Este... —Dunn hizo un esfuerzo por recordar—. Betty... no, Bárbara. Era ése, Bárbara Kennerly.
Cupie miró los domicilios; eran los mismos.
—Stone Canyon, en Bel Air —leyó en voz alta—. Muy distinguido.
—Sí. Claro que podría ser una dirección falsa —dijo Dunn—. Pero era una pareja muy elegante.
—¿Qué otra cosa les consiguió además de los pasaportes?
—Lo usual: licencia de conductor, credenciales de obras sociales.
—¿Adónde envió el material?
—Lo vinieron a buscar.
—Dice que eran personas elegantes. ¿Qué más puede agregar?
Dunn se encogió de hombros.
—No hay nada más que agregar.
Cupie frunció el ceño.
—Usted quiere ayudarme, ¿no es cierto, Don?
—Claro, por supuesto. Déjeme ver... Bueno, ya le dije que eran elegantes. El tipo llevaba un blazer azul que parecía hecho a medida. La chica tenía puesto un vestido negro escotado con falda corta. Como le dije, era dinamita pura.
—¿Alguna señal de identificación? —preguntó Cupie. Era una pregunta propia de un policía, y Dunn lo miró con atención.
—Sólo una —dijo el fotógrafo—. La chica tenía una flor tatuada en una teta. Lo recuerdo porque no le podía sacar los ojos de encima.
—Deme alguna otra cosa —pidió Cupie. Pensaba que ya le había sacado todo, pero valía la pena probar.
—Es todo lo que recuerdo de ellos. Lo juro.
Cupie se guardó el sobre bajo el brazo y sacó a relucir el billete de cien.
—Ahí tiene, Doc. Se los ha ganado.
En el viaje de regreso, Cupie pensó en la posibilidad de sacarle más dinero a Ed Eagle, pero apartó la idea. Por más que Eagle no fuera su mejor cliente, pagaba bien y puntualmente. Se detuvo en una sucursal de correos y le envió el sobre.