Capítulo 7

Wolf voló a Los Ángeles al amanecer y aterrizó en el aeropuerto de Santa Mónica, dando un nombre falso para su plan de vuelo. Tenía uno de los pocos hangares privados del campo, resultado de haber pasado años en lista de espera. Carreteó hasta allí y cambió el avión por su camioneta Mercedes. Cerró el hangar y se alejó con el auto. El empleado de tumo de California Aviation le hizo un desganado gesto de saludo, sin fijarse mucho en él. Aparentemente, el muchacho no sabía quién era o no había leído los periódicos.

Condujo por Bundy hasta la autopista y se dirigió rumbo al norte, saliendo por Sunset Boulevard; al cabo de unos pocos kilómetros dobló a la izquierda hacia Stone Canyon, cruzó el barrio de Bel Air y pasó frente al Bel Air Hotel. No más desayunos de trabajo en ese lugar por una temporada, reflexionó.

Unos doscientos metros después del hotel, estaba en su propia entrada para coches. Utilizó el aparato eléctrico para abrir el portón e hizo lo mismo frente a la puerta del garaje. El nuevo Mercedes 500SL convertible de Julia le recordó que ella nunca más lo manejaría. Pensó en la alegría con que lo había recibido cuando él se lo regaló. Desde su estallido de llanto en el consultorio de Mark, sus emociones habían sido extrañas. Muertas, como Julia. Se sintió culpable por no estar inundado de dolor.

Caminó directamente hasta la cocina desde la entrada del garaje. Lo primero que vio fue a Julia. Estaba parada junto a la pileta lavando algo, con su bata de cachemira verde. Al oír que se abría la puerta, se dio vuelta y lo miró. Reconocimiento y alarma dilataron sus ojos por un instante; luego se desmayó.

Wolf se quedó de pie a su lado, temblando de furia. La mujer era Bridget, la mucama permanente, y tenía puesta la bata de Julia. “La muy perra”, pensó Wolf. “No pudo esperar para ponerse la ropa de Julia”. Llenó un vaso de agua y se lo tiró a la cara. Luego, mientras esperaba que reaccionase, pensó que, al menos por un tiempo, necesitaba de su buena voluntad. Se inclinó y la ayudó a levantarse.

—¡Oh, mi Dios! —tartamudeó—. Usted está muerto y vino a buscarme.

La hizo sentar junto a la mesa de la cocina.

—Cállese, Bridget —dijo—. Estoy tan muerto como usted.

—Entonces yo también debo de estar muerta —repuso ella, con lágrimas en las mejillas—. ¿Estoy en el cielo o en el infierno?

—Una buena pregunta, pero no estoy en condiciones de contestarla. Créame, no importa lo que haya leído en los periódicos, yo no estoy muerto. Ahora bien, la señora Willett sí lo está y lo primero que quiero es que vuelva a poner en su sitio esa bata, junto con todo lo que haya sacado de allí.

—Sólo la tomé prestada —gimió la mujer.

—Además, no quiero que abandone la casa durante la semana próxima, ¿me entiende, Bridget?

Había aprendido hacía tiempo que no era conveniente lisonjearla; respondía mucho mejor a las órdenes directas.

—Sí, señor. Por supuesto, señor.

—Muy bien. Ahora vístase y haga su trabajo. Si suena el teléfono, atienda y responda a quienquiera que sea. Nadie, absolutamente nadie en Los Ángeles sabe que estoy todavía en este mundo y quiero que eso siga así por un tiempo. ¿Entendido?

—Claro, señor. Por supuesto —dijo Bridget. La mujer era inteligente, podría manejar a quienes llamaran.

De pronto, tuvo una idea.

—Si alguien pregunta por el señor Amadeus, páseme la comunicación.

—Sí, señor —contestó ella, y salió apresuradamente de la cocina.

Wolf se preparó un bol de cereal y lo llevó a su estudio. Allí todo era muy parecido a la casa de Santa Fe. Desde hacía mucho había descubierto que no podía tener un segundo hogar, de modo que tenía dos primeros hogares. Se hundió en la reposera Eames, puso los pies en alto sobre la otomana, comió su cereal, y reflexionó. Cuando terminó de comer, miró el reloj —las siete menos cuarto— e hizo un llamado telefónico.

Hal Berger, su gerente de negocios, atendió el teléfono en persona; era soltero y no tenía personal de servicio. Wolf siempre se había preguntado si no sería gay.

—Hola —dijo Hal con un gruñido.

—Debes levantarte más temprano si quieres conseguir lombrices, Hal.

Hubo un largo silencio y luego se oyó:

—No sé quién es usted, boludo, pero si vuelve a llamarme le mandaré a la policía.

—Soy quien parezco ser —dijo Wolf—, y la noticia de mi muerte fue muy exagerada.

—¿Por qué debo creer eso? —preguntó Hal con tono de duda.

—Caramba, no lo sé, Hal. ¿Acaso debería decirte que tienes una verruga en el trasero que nadie conoce más que yo?

Por fin, la sorpresa total.

—Wolf, eres realmente tú, ¿verdad?

—¿Por qué no te llegas hasta Stone Canyon para averiguarlo? Quizás te cuente incluso lo que está pasando.

—Estaré ahí en quince minutos —prometió Hal. Vivía en Coldwater Canyon, no muy lejos.

—Espera un minuto —le dijo Wolf—. Primero quiero que llames a ciertas personas. —Necesitaba a su editor y a su compositor—. Ponte en contacto con Jerry Sachs y Dave Martinelli y pídeles que se encuentren aquí contigo enseguida. Diles que es por algo relacionado con mi patrimonio. Urgente.

—Jerry viajó a Roma ayer por un trabajo.

—El hijo de perra no perdió ni un minuto, ¿eh? —Wolf no había trabajado con otro editor desde hacía años.

—Tú conoces a Jerry; siempre anda escaso de dinero. No se animó a llamarme hasta no llegar al aeropuerto.

Wolf pensó un instante.

—¿Cómo se llamaba esa chica que era su ayudante hasta que se instaló por su cuenta?

—¿La pequeña mirona?

—Sí, ésa.

—Bueno... Era algo así como Darling, no, Dear.

—Deering, Jane Deering. ¿Tienes su número?

—Lo encontraré.

—No te apures por llegar, Hal. Dúchate, aféitate, toma tu desayuno. Dejaré el portón abierto; estaciona atrás y entra por la cocina. Diles a los demás que hagan lo mismo.

Hal Berger llegó en media hora, afeitado y duchado.

—Hombre, me alegro de verte —dijo, mientras abrazaba a su amigo.

—En realidad, no querías perder a un cliente —repuso Wolf, devolviendo el abrazo.

—Claro, por supuesto. —Hal se alejó para mirarlo—. ¿Jack también está vivo? ¿Y Julia? —agregó, casi como si se le hubiera ocurrido de repente.

Wolf sacudió la cabeza.

—No, solamente yo. Explicaré todo cuando lleguen los otros. No quiero pasar dos veces por lo mismo.

—Está bien, te entiendo. Jane y Dave llegarán pronto.

Se oyó que un auto y luego otro llegaban a la parte de atrás de la casa.

—Ve a recibirlos —pidió Wolf—. Cuéntales que estoy vivo; no quiero que nadie más se desmaye por mi causa. A Bridget acaba de pasarle.

Hal salió y volvió al instante con la editora y el compositor.

Wolf les estrechó las manos y los invitó con un gesto a sentarse en el sofá.

—Les debo a ambos una explicación —comenzó—. Aclaremos eso y luego les diré por qué les pedí que vinieran.

—¿Qué ocurrió con Jack? —preguntó Dave.

—Jack, Julia y otro hombre —no sé quién— están muertos. Los asesinaron en la casa de Santa Fe mientras yo me encontraba varado en un hotel de Grand Canyon porque mi avión estaba en reparaciones —mintió. Eso sería suficiente por el momento.

—Lo siento muchísimo, Wolf —dijo Jane Deering.

Wolf había olvidado lo atractiva que era: pequeña, morena, con una estupenda figura. Las pocas veces que la había visto no parecía usar otra cosa debajo de su conjunto de vaqueros y remera.

—Gracias, Jane.

—Ya es malo perder a la esposa —intervino Dave Martinelli—, pero junto con el socio... eso es terrible. ¿Por qué pensaron que el otro hombre eras tú?

—Estaban en mi casa. Un amigo que nos conoce a todos muy bien hizo la identificación. El sujeto era aparentemente de mi mismo tamaño.

—¿No hay ningún error con respecto a Jack y Julia?

—Ninguno. Una equivocación es normal. Él no habría cometido tres.

—¿Cuándo es el funeral? —preguntó Jane.

La pregunta tomó a Wolf por sorpresa. Le asombró el hecho de no haber pensado en ello.

—Pasará un tiempo —repuso—. Hay algo que no les dije. Sólo cinco personas, además de mi mucama, saben que estoy vivo. Ustedes son tres de ellas.

Hubo un corto silencio.

—¿Por qué? —preguntó Jane finalmente.

—Mi abogado y la policía de Santa Fe creen que es mejor así por el momento. Quieren que el asesino piense que estoy muerto. —Todavía no tenía abogado, y la policía creía que estaba muerto, ¿pero qué otra cosa podía decirles? ¿Que cuando se supiera que estaba vivo se convertiría en el principal sospechoso?

—Ya veo —comentó Jane, grave.

—¿En qué podemos ayudar? —terció Dave.

—Tengo que terminar Días de los Ángeles, y con gran rapidez —explicó Wolf—. Dave, ¿por dónde andas con la banda de sonido?

—Introduje un tema con piano en la primera copia —respondió el compositor—. Tengo casi todo hecho. Hay que ajustar el final, por supuesto.

—Después de eso, ¿Cuándo podrías grabar?

—¿Tienes mucho apuro?

—Así es. Quiero mandar una prueba a Centurion tan pronto como sea humanamente posible. Si no lo hago, sacarán la película de nuestra compañía y la terminarán a su gusto.

—Caramba —dijo Dave—. Les encantaría poner sus gordos y pegajosos dedos en ella, ¿verdad?

—Ya llamaron por teléfono —acotó Hal Berger—. Les dije que no sabía dónde estaba el material. Quizás en Santa Fe.

—Está bien —aprobó Wolf—. Diles que está en la casa de Santa Fe, donde Jack y yo estábamos trabajando, y que la policía puso sellos de clausura hasta dentro de dos semanas. Diles que intentaste entrar y no lo lograste.

—Muy bien.

—Dave, ¿cuánto tardarías en hacer el ajuste y grabar?

Martinelli pensó un instante.

—Si el final resulta similar al de la prueba actual, y si no te importa pagar un kilo de horas extras a los músicos, puedo hacerlo en tres días.

—Pienso que será similar, y tienes vía libre para las horas extras —dijo Wolf.

—No estoy muy de acuerdo con eso de las extras —intervino Hal—. Ya nos hemos pasado del presupuesto inicial.

—Gracias por ser un hombre de negocios, Hal, pero no tengo otra opción.

Jane Deering hizo oír su voz.

—¿Qué pasa conmigo? —preguntó—. ¿En qué puedo ayudar?

—Montarás la película conmigo —contestó Wolf.

—Pero Jerry viajó a Roma —acotó ella.

—Jane, si Jerry estuviera aquí, se estaría encargando él del montaje; ambos lo sabemos. Pero no está, y si puedes trabajar sin interrupciones durante los próximos días, te respaldaré en el sindicato para lograr en pantalla un crédito igual al suyo. También te pagaré lo que ganaba Jerry. Hal te mostrará su contrato.

—Por mí está bien —dijo Jane—. Si consigo que mi hermana se quede con mi nena.

—Lo lamento, no sabía que estabas casada.

—No estoy casada, pero tengo una hija de ocho años. —Se puso de pie—. Llamaré a mi hermana. ¿Puedo usar el teléfono de la cocina?

—Claro. Y otra cosa, Jane. Te agradecería que te instalaras aquí, en la casa de huéspedes.

—Está bien. Eso sí, necesitaré una o dos horas por día para pasarlas con Sara, mi hija.

—Por supuesto, cuando quieras. Pero las veintidós restantes serán mías.

—Trato hecho —dijo ella—. Llamaré a mi hermana.

—Jane, sé que tienes un agente que se sentirá ofendido si haces esto sin hablar primero con él, pero te agradecería que esperes hasta tener el montaje para llamarlo. Confía en mí con respecto al dinero.

Ella asintió con la cabeza y se dirigió a la cocina.

Wolf miró al compositor.

—Dave, te llamaré apenas terminemos. ¿Por qué no te adelantas y reservas el estudio y los músicos para... —Miró la fecha en su reloj pulsera: era sábado—. ¿Para el miércoles de la semana próxima?

—De acuerdo —asintió Martinelli—. Si necesitas más tiempo y hay que cambiar el cronograma, avísame con la mayor anticipación posible. Así ahorraré dinero. —Se puso de pie y estrechó las manos de Wolf y de Hal antes de retirarse.

—Un buen hombre —dijo Hal.

—Tienes toda la razón.

—¿Crees que Jane y tú podrán terminar la película para el miércoles?

—Tendremos que hacerlo.

Hal miró la alfombra.

—Wolf, aquí está en juego algo más que el hecho de impedir la intervención de Centurion en el montaje de la película, ¿verdad?

Wolf asintió.

—Está el pago final, contra entrega de la prueba. Voy a necesitarlo.

Pareció que Hal estaba a punto de preguntar por qué, pero en ese momento entró Jane.

—Ya estamos en marcha —anunció—. Regresaré a casa todos los días alrededor de las seis, le daré de comer a Sara y la dejaré en la cama.

—Eso es perfecto —dijo Wolf aliviado.

—¿Dónde trabajaremos?

—Tengo una moviola abajo. ¿Cuánto hace que no trabajas en una?

Se vieron sus dientes blancos y parejos cuando ella sonrió.

—No tanto como supones —contestó—. Una chica como yo no puede permitirse los últimos adelantos cuando se instala por su cuenta. ¿Dónde está la copia primitiva?

—En la caja fuerte de mi oficina —informó Wolf—. Hal, ¿puedes ir hasta allí y sacarla? Tú tienes la combinación.

—Por supuesto —dijo Hal.

—Mientras él se ocupa de eso, iré a casa a preparar una valija —propuso Jane.

—Muy bien.

La muchacha se fue y habló Hal.

—Wolf, no me dijiste por qué necesitas el dinero. En estos momentos estás en una buena posición económica.

—Ya que hablamos de dinero, dale a Jane un cheque por la tercera parte de sus honorarios —dijo Wolf sin prestar atención a la pregunta.

—Está bien —contestó el otro.

—Y cuando ella vaya a darle de comer a su hija, jugaremos al tenis, ¿te parece bien? A tu figura le hará bien un poco de ejercicio.

Hal lo miró fijamente.

—No me hagas preguntas ahora, Hal, no conozco las respuestas.

—Tengo una sola pregunta. ¿Es probable que yo, Jane o Dave tengamos... problemas con la justicia?

Wolf trató de sonar lo más sincero posible al responder.

—No, Hal. Te lo juro.

Esperaba ansiosamente poder ser fiel a su juramento.