6
«Me temo que mi vida depende de ello»… Lennox permaneció observándola, tratando de leer el remolino de ideas que se agolpaba en sus ojos.
Justo antes de hacer esa dramática confesión, Chloris había estado a punto de rendirse a él por completo. Y él había estado a punto de perderse entre la suavidad de sus muslos. En un principio, sus motivos habían sido totalmente egoístas. Había encontrado un perverso placer en colarse en la casa de Tamhas Keavey mientras él dormía tan tranquilo, ajeno a todo. E igualmente placentera le había parecido la idea de acostarse con su hermosa prima. Su belleza y su ternura le resultaban muy atractivas. Sabía que el cuerpo de Chloris sería suave y manejable, y anhelaba sentirlo rodeándole el miembro duro mientras se hundía en ella. La dócil respuesta de la joven durante el ritual no había hecho más que avivar su deseo.
Era delicioso disfrutar de su cuerpo sabiendo que Tamhas se sentiría horrorizado al enterarse. Sin embargo, la situación había cambiado en los últimos minutos. Ella había descorrido una cortina, dejando así al descubierto sus miedos secretos. Y una instintiva necesidad de protegerla se había despertado en él. Lamentaba la interrupción, pero había veces en que descubrir la verdad se imponía a los deseos, ya fueran de sexo o de venganza. Odiaba ver miedo en la mirada de una mujer. El deseo era una emoción positiva. El miedo, no. Desde que lo había visto en los ojos de las mujeres de su familia, no podía soportar verlo en los de ninguna otra.
—¿Teme usted por su vida?
Chloris tenía la vista clavada en el suelo y las mejillas encendidas.
—No debería haber dicho eso.
Se estaba resistiendo más de lo que había esperado en una mujer de buena familia que se había rebajado a pedir ayuda a las brujas locales. Entendía los miedos básicos, el temor a que los descubrieran juntos, o a que sus primos se burlaran de ella por confiar en el demoníaco líder de las brujas. Pero debajo de esos temores existía un miedo mucho más profundo, la fuerza que la había llevado hasta la casa del bosque. Sabía que deseaba tener un hijo, pero ésa no era su única motivación. Era una necesidad más primitiva, más urgente. Algo relacionado con las obligaciones, una situación de la que no sabía si podría escapar con vida.
—Vamos —le acarició la cara, animándola a contarle más. Había tantas cosas intrigantes en esa mujer… Era una dama de buena familia, pero algo en ella sugería que había sufrido mucho en la vida—. Ya lo ha dicho y, con sus palabras, ha derribado un muro que se interponía entre los dos.
—Por favor —suplicó ella con los ojos entornados—. Olvídelo. He exagerado. Ha sido un comentario demasiado dramático. —Tragó saliva—. Quería decir que mi marido sería mucho más feliz si le diera un hijo.
Lennox le contempló los pechos, que se desbordaban voluptuosos por encima del corsé entreabierto. Los pezones endurecidos eran la prueba visible de que estaba lista para el sexo. Cómo le gustaría acabar de desnudarla y darle placer hasta que ella gritara su nombre. Antes o después lo haría. Había iniciado su seducción para hacer sufrir a Keavey. Pero ahora que la conocía un poco más, que había sido testigo de su humildad y había sentido la fuerza vital de su excitación en respuesta a su presencia, no sabía cómo continuar. Fue un instante de vacilación, que se sacudió de encima como quien ahuyenta a un insecto. La tomaría igualmente. Le mostraría los placeres de la carne. Haría que se diera cuenta del poder de su feminidad y, con todo ello, lograría molestar a Keavey.
A la luz de la vela vio que el pulso de ella latía acelerado. Su pecho subía y bajaba rápidamente y tenía la respiración alterada. Excitarla había sido muy fácil; alejarse de ella, en cambio, le iba a costar más. Estaba lista para él, y la sorpresa que leía en sus ojos le decía que no estaba acostumbrada a sentirse así. Qué interesante sería seguir adelante con su educación en temas sensuales.
Pero Chloris no era la única que necesitaba satisfacer sus deseos. La mirada que ella le había dirigido cuando había empezado a realizar el conjuro le había provocado una erección casi inmediata. Tenía unos ojos tan abiertos, tan sinceros… Y el modo en que separaba los labios cuando le estimulaba los sentidos había hecho que deseara penetrarla inmediatamente para aliviar el deseo que se había despertado en ambos. Lennox no solía excitarse con tanta facilidad, pero esa noche, en cuanto había entrado en la habitación, no había podido dejar de pensar en lo agradable que sería clavarse entre sus muslos.
Sus planes iban por buen camino. Habían recorrido un largo trecho. Ahora sólo tenía que asegurarse de que volverían a verse.
Le acarició la clavícula con los dedos y luego le hundió uno solo entre los pechos. Agarró el borde del corsé y lo bajó un poco más, dejándole así los senos totalmente al descubierto. Ella echó la cabeza hacia atrás, hundiéndola en los almohadones. Cerró los ojos mientras los suaves montículos quedaban por completo expuestos a la vista de Lennox. El cuerpo de la joven se arqueó contra las sábanas. Levantó los brazos a ciegas y se aferró a la camisa de él.
Era evidente que estaba a punto de capitular, de permitirle hacer con ella lo que quisiera. Pero eso no era suficiente. Quería que lo deseara con tanta desesperación que fuera a buscarlo y le rogara que le diera placer. Sólo entonces se daría por satisfecho. Necesitaba que ella supiera que se había entregado a él, que se había ofrecido libremente, para que, cuando Keavey le preguntara si era cierto que había dejado que las sucias manos del brujo la tocaran, ella bajara la cabeza avergonzada, incapaz de negarlo.
Lennox le había puesto las cosas fáciles esa noche al acudir a su habitación. Se había dado cuenta de que era necesario. El día anterior, al irse de su casa, había visto el arrepentimiento en su mirada. Pero lo que veía ahora en sus ojos era muy distinto. Era una nueva clase de miedo: miedo a que él no siguiera adelante con lo que había empezado.
Había llegado el momento de ponerla a prueba. ¿Hasta adónde estaría dispuesta a llegar?
Él se puso en pie.
—Esta noche hemos avanzado mucho, pero ahora tengo que irme —dijo.
Chloris levantó la cabeza y le buscó la mirada.
—Pero… pero me ha dejado usted en un estado tan… alterado que no sé cómo voy a poder dormir. —Con unos ojos como platos, era la viva imagen de la inocencia—. ¿No hay alguna manera de aliviar lo que siento?
Lennox logró mantenerse serio, aunque no le resultó fácil. Le divertía mucho pensar en lo indignado que estaría Tamhas Keavey si se enterara de que el líder de los brujos que tanto despreciaba estaba bajo su techo en esos momentos, haciendo que su hermosa prima se derritiera de deseo tras tan sólo unos instantes de preliminares. Tenía la mente tan llena de imágenes lujuriosas que no le resultaba fácil ignorar las demandas de su sexo. Y las súplicas susurradas de Chloris no lo ayudaban en nada.
—No puedo arriesgarme a quedarme más rato. Su honor está en juego. No quiero ponerlo en peligro.
Ella volvió a reclinarse sobre los numerosos almohadones apoyando una mano en la frente. Era la viva imagen de la decepción, una decepción aparentemente causada por su inminente marcha.
Lennox estudió la magnitud de su deseo. Despertar sus pasiones del todo —cuando llegara el momento adecuado— iba a ser de lo más placentero.
—Pero yo ya… Quiero decir, ¿el ritual ha tenido éxito? —preguntó Chloris con expresión exigente—. He sido testigo de la magia, pero no sé si habrá podido cambiarme. Al menos —se llevó una mano al cuello—, del modo que esperaba.
La honestidad de la joven era asombrosa.
¿Realmente tenía dudas o estaba tratando de manipularlo para que no la dejara en ese estado de excitación?
Lennox se puso el abrigo.
—El ritual ha funcionado, pero será necesario repetirlo para afianzar el efecto —dijo disimulando una sonrisa. Pensativo, se dio unos golpecitos en el labio inferior, esperando a ver si la joven insistía.
Ella lo contempló en silencio, totalmente ajena a su aspecto desaliñado: los pechos al aire, mechones de pelo que escapaban de la cofia de encaje y le caían sobre los hombros… Estaba preciosa.
—Ayer fue usted a Somerled a caballo, ¿no es así?
Ella asintió.
—Dígame, ¿alguna vez cabalga por las mañanas?
—No, no suelo hacerlo.
—¿Lo haría, si fuera necesario para conseguir… lo que desea?
Chloris se ruborizó.
—Quería decir para conseguir su objetivo —aclaró él, divertido.
Ella lo miró con los ojos brillantes.
—¿Sería útil?
Estaba claro que no le parecía prudente, pero no se negaba. Lennox se volvió hacia la puerta para que ella no lo viera sonreír.
—Como he mencionado antes, el ritual es mucho más efectivo si se realiza a primera hora de la mañana, que es cuando se abren las flores y la naturaleza está más fértil.
Le estaba sugiriendo que cruzara otro límite para alcanzar su objetivo.
La joven frunció su bonita boca.
Estaba calculando los riesgos. Lennox reparó en que le brillaban los ojos. No era tan fácil de influenciar como había pensado en un principio. Al verla en Somerled se había imaginado que había ido hasta allí en un impulso, pero ahora sospechaba que le había dado muchas vueltas al tema antes de decidirse.
No esperó más.
—¿Conoce el lugar donde el sendero se bifurca camino de Saint Andrews? ¿El lugar donde hay un viejo roble con una rama rota que cuelga y parece una mano?
Ella lo miró sorprendida.
—Ajá, ya veo que sabe a cuál me refiero. —Lennox asintió con la cabeza—. Nos reuniremos allí cuando el sol alcance las copas de los árboles.
Con esas instrucciones se despidió, sin darle tiempo a replicar ni a pensar en nada más antes de que se fuera. Con un poco de suerte, eso le provocaría una sensación de obligación. Chloris se sentiría comprometida a acudir a la cita, por mucho que se resistiera a la idea de entregarse a él a plena luz del día.
Al llegar a la puerta, se volvió y se despidió con una reverencia. El embriagador aroma de excitación femenina le llegó desde la cama. Lennox lo aspiró, sintiendo cómo le encendía las entrañas, permitiendo que su vitalidad femenina lo fortaleciera. Tras salir de la estancia y cerrar la puerta sigilosamente, se envolvió en un manto de magia. Si alguien oía ruidos y asomaba la cabeza al pasillo, sólo vería una sombra.
Lennox la había dejado en un estado de excitación tan tremendo que Chloris tuvo que recorrer la habitación arriba y abajo durante un buen rato para calmarse un poco. Tras ahuecar los almohadones para que recuperaran su forma, se desvistió y se puso el camisón. Luego se tumbó y trató de descansar.
En cuanto cerró los ojos, sintió como si él permaneciera en la alcoba, inclinado sobre ella, susurrándole palabras seductoras y haciéndole cosquillas en la piel con su aliento. Volviéndose de lado, golpeó la almohada con fuerza y se tapó con las mantas hasta las orejas mientras intentaba ahogar las imágenes. En ese momento, cayó en la cuenta de que al cabo de pocas horas iría a reunirse con él y volvió a ponerse muy nerviosa. ¿Se atrevería a hacerlo?
Tenía que hacerlo. Si tras el próximo encuentro volvía a encontrarse igual de alterada, se lo replantearía, pero debía darle otra oportunidad. Él tenía razón. Habían avanzado mucho. Se sentía distinta, eso era innegable. Los mozos de cuadra se levantaban muy temprano. Les pediría que le ensillaran un caballo adecuado para un paseo matutino.
Cuando por fin se quedó dormida, soñó con Lennox. El gran brujo la sujetaba con fuerza por la cintura, manteniéndola inmóvil a pesar de las fuerzas mágicas que desataba a su alrededor. En contra de toda lógica, el contacto de sus manos la tranquilizó y se dejó llevar por las sensaciones hasta que se despertó sobresaltada de madrugada. Le costaba respirar, pero no era el brujo quien la había atemorizado en sueños, sino la imagen de alguien mucho más amenazador: «Gavin».
Se había despertado al notar las manos de su marido alrededor del cuello.