2
Cuando la puerta se cerró, Lennox aspiró hondo, saboreando el perfume de la mujer durante unos instantes. La tentación de agarrarla por la muñeca, rodearle la cintura con el otro brazo y retenerla a su lado había sido fuerte. Había sido la magia la que la había ahuyentado. Había abierto la puerta como si le fuera la vida en ello, pero antes de huir se había sentido atraída por sus palabras. Y no sólo por sus palabras. Se había sentido atraída por él como hombre. Algún día podría probar su delicioso cuerpo. Era cuestión de tiempo, estaba seguro. Si hubiera querido, habría logrado su capitulación, pero había preferido dejar de influir en ella y darle libertad de elección. De ese modo se aseguraba que volviera. Iba a disfrutar esperando a que llegara el momento.
¿Quién era esa mujer? La enviaba Maura Dunbar, lo que significaba que tenía alguna clase de relación con Tamhas Keavey, para quien Maura trabajaba. La enemistad entre Lennox y Tamhas venía de lejos, y la posibilidad de fastidiarlo siempre era tentadora.
Tentadora como esa mujer, que le recordaba a una rosa a punto de florecer. Su piel, delicada como los pétalos, se ruborizaba con facilidad, suave y apetecible. Tenía los ojos grandes, atrevidos y suplicantes a la vez. Era un acertijo hecho mujer, ya que era madura y valiente, y lo suficientemente cautelosa como para despertar su interés, pero al mismo tiempo era una mujer que no había sido despertada como debía, de eso estaba seguro. Era una combinación embriagadora. O tal vez fuera que se estaba volviendo un cínico.
Básicamente había dos clases de mujeres que acudían a él: o bien eran lujuriosas, siempre dispuestas a abrirse de piernas, o le tenían tanto miedo que no soportaban permanecer en su presencia durante mucho tiempo. En cambio, la señora Chloris no era ni de una clase ni de otra. Era contenida y cautelosa, pero le hablaba con valentía, aunque era obvio que hacía un esfuerzo. No obstante, las ganas de lograr su objetivo eran más poderosas que el miedo.
Qué agradable sería ayudarla a alcanzar esa meta. Pensó en acostarse con ella personalmente. La perspectiva era de lo más tentadora, y sería todavía más deliciosa si ella lo necesitara desesperadamente. Mientras le daba vueltas a sus ideas, se sirvió otro vaso de vino de Burdeos. No creía que fuera estéril, pero era interesante que ella lo creyera. ¿Cuáles serían sus circunstancias? Y ¿de qué tendría miedo exactamente? ¿De que los demás se enteraran de que había acudido a Somerled, de la magia en sí o de las cuestiones carnales? No le cabía duda de que volvería a saber de ella. Lo que había visto en su interior era una mujer cuya naturaleza esencial aún no había despertado, y eso era una aberración.
Era bonita. Tenía el pelo del color del heno en verano y los ojos pardos con pequeñas motas verdes. Cuando le había contado el motivo de su visita, había notado que el tema la avergonzaba. Le había molestado verla tan disgustada, habiendo tantas mujeres que iban a verlo justamente por todo lo contrario, por miedo a tener que cargar con un niño no deseado al que no podrían alimentar. Vio en ella a una mujer que sería una espléndida madre y sintió su deseo de tener a un hijo en brazos.
Sin embargo, lo que había acabado de convencerlo de que esa mujer merecía su atención había sido su resistencia. La atracción entre ambos había sido instintiva e inmediata, y la había disfrutado mucho. No había podido evitarlo. Jugar con ella había sido divertido, sobre todo ver la sorpresa en sus ojos cuando la había excitado. Sería de lo más agradable desentrañar sus misterios al mismo tiempo que la seducía.
El inesperado encuentro lo había animado, lo que era muy de agradecer. Había estado malhumorado al volver a casa esa misma tarde y lo había pagado con su gente, que no se lo merecía. Solía pasar. Cada vez que le llegaban rumores de alguien que practicaba la brujería, seguía la pista de murmullos y acusaciones esperando encontrar a su familia perdida, a sus hermanas, Jessie y Maisie. Hacía años que sus caminos se habían separado y no había vuelto a verlas. Nunca había dejado de buscarlas, y durante ese tiempo había presenciado mucho sufrimiento y dolor entre los que compartían sus prácticas. A veces llegaba a tiempo de ayudar a los acusados, y había podido liberar a varios de ellos antes de que los mataran. Pero seguía sin encontrar a sus hermanas y por eso había vuelto a Somerled con gran pesar. La sonrisa de Ailsa había desaparecido cuando lo había visto regresar solo. Todos sabían lo importante que era para él dar con sus hermanas. Era la fuerza que lo movía. En cuanto las encontrara, podrían marcharse de una vez de las Lowlands, donde la caza de brujas hacía ya demasiado tiempo que duraba.
Había estado sumido en esas negras reflexiones en la oscuridad de la sala cuando llegó una oportuna distracción con la atractiva forma de la señora Chloris. Esa mujer había traído un soplo de aire primaveral consigo. Lennox volvió a sacar la pequeña flor de espino majuelo y la hizo girar entre los dedos, inhalándola para saborear la esencia de ella. Abril aún no había llegado a su fin y el espino majuelo no solía florecer hasta mayo. La mayoría de la gente era supersticiosa con el majuelo: creían que traía mala suerte. Pero él y los suyos lo usaban para sus curaciones. El hecho de que la señora Chloris hubiera llegado con una flor enredada en el pelo le había parecido entrañable.
Dejó el vaso, se guardó de nuevo la flor en el bolsillo y se dirigió hacia el sonido de voces y risas que provenía de la recocina. Al abrir la puerta vio a Nathan y a Lachlan sentados a la gran mesa que era el corazón de la casa. Hablaban animadamente, con los restos de la cena esparcidos frente a sí y los vasos casi vacíos.
Ailsa rondaba por allí con una jarra de cerveza en la mano. En cuanto Lennox entró en la habitación, se volvió hacia él como si lo hubiera estado esperando. A su lado, Glenna, esposa de Lachlan y el miembro de más edad del grupo, mezclaba algo en un gran cuenco.
—Señoras —las saludó él con una inclinación de la cabeza.
Glenna levantó el cuenco y se lo apoyó en la cadera sin dejar de remover su contenido. No dijo nada, pero se lo quedó mirando con expresión reprobatoria. A su lado, Ailsa parecía taciturna.
Estaba claro que querían decirle algo.
Nathan empezó a hablar, interrumpiendo así el ominoso silencio que precedía al momento en que las mujeres con algo que les rondaba en la cabeza decidían pronunciarse.
—El carruaje de maese MacDougal está casi listo. Le gustará, estoy convencido. He tachonado los asientos de terciopelo hoy mismo. Su esposa parecerá una reina cuando viaje en él.
Lennox se acercó, apretó el hombro de Nathan, le quitó la jarra de cerveza a Ailsa y llenó con ella los vasos de Nathan y de Lachie.
—Buen trabajo —dijo—. Nos ayudará que el jefe del consejo municipal y su esposa vayan cómodamente sentados en su carruaje gracias a nosotros.
Lachie le dirigió una sonrisa. Nathan era un artesano joven y dispuesto que se enorgullecía de su trabajo, pero Lachie era mayor y entendía el interés de Lennox en tener contentos a los burgueses de Saint Andrews.
Lennox siguió hablando un rato con los hombres de los encargos en los que estaban trabajando, pero el peso de las miradas de las mujeres lo obligó a volverse finalmente.
Al ver que las estaba mirando por encima del hombro, Ailsa le dio un codazo a Glenna.
—¿Se lo dices tú o se lo digo yo?
—¿Decirme qué? —Lennox giró en redondo hasta quedar frente a ellas.
Glenna siguió con lo que estaba haciendo y volcó la masa del budín de pasas en un paño de muselina húmedo. No podía distraerse en ese punto del proceso, así que los ignoró. Cerró bien el paño haciéndole un nudo y lo llevó hasta la olla que pendía sobre el fuego para cocerlo al vapor.
Lennox sintió ganas de suspirar hondo, pero se contuvo.
—Glenna, suéltalo de una vez.
—Te arriesgas demasiado y nos pones a todos en peligro —replicó la mujer, muy seria, sin dejar lo que estaba haciendo—. Es una locura. No deberías haber recibido a esa mujer. Es la prima de Tamhas Keavey, que ha venido unas semanas de visita.
Lennox sonrió. Se había imaginado algo parecido. Era evidente que la mujer era de buena familia. La mala relación entre Lennox y Tamhas hacía que el encuentro que había tenido lugar poco antes fuera aún más interesante. Tamhas Keavey echaría espuma por la boca si se enterara de que otra de sus parientes se había lanzado prácticamente en sus brazos. La confirmación de la relación entre Tamhas y su prima no hacía más que reforzar su intención de llevar a cabo la tarea. La seducción de la señora Chloris era un modo agradable y efectiva de llevar la mala suerte a casa de Keavey. Sólo de pensarlo, empezó a excitarse.
A Glenna no le hizo ninguna gracia.
Con una sonrisa, Lennox se acercó y metió un dedo en el cuenco para rebañar los restos de la masa.
—No creo que fuera Keavey quien le recomendara venir. —Se chupó el dedo, disfrutando del dulzor de la melaza.
Glenna sacudió la cabeza.
—Es el aburrimiento lo que te hace arriesgarte de esa manera.
Lennox se echó a reír, aunque sabía que a la mujer no le faltaba razón. Su vida se repartía entre dar con sus hermanas y tratar de que su gente fuera aceptada. Y cuando no lograba resultados en alguna de las dos misiones, se ponía nervioso. A menudo buscaba distracciones para calmar su inquietud, pero la rabia contra los que perseguían a su gente nunca se aplacaba por completo. Cuando alguna de sus mujeres se le ofrecía voluntariamente, jamás desaprovechaba la oportunidad de hacerles pagar por la pérdida y el dolor que sus hermanas y él habían sufrido. Porque la noticia de la aventura siempre acababa saliendo a la luz. La mujer siempre terminaba contándoselo a una amiga, que se lo contaba a otra, que a su vez se lo contaba al marido. Al final siempre había reputaciones destrozadas, corazones rotos y vergüenza en abundancia. Era una gota en comparación con el océano de dolor que su gente sufría, y jamás se había acostado con ninguna mujer en contra de su voluntad, pero cada vez que sucedía hallaba un perverso placer en las consecuencias.
Glenna refunfuñó por lo bajo. No tenía miedo de Lennox. No tenía ninguna razón para temerlo. Siempre se decían lo que pensaban, y él supo que estaba a punto de volver a hacerlo. La mujer se volvió hacia él y añadió:
—Parece que tengas deseos de morir, Lennox Taskill.
El humor del brujo cambió rápidamente. Glenna sólo usaba su apellido auténtico cuando quería que le prestara atención. En la región lo conocían como Lennox Fingal, y no le hizo ninguna gracia que la mujer lo empleara cuando la prima de Keavey acababa de marcharse. El comentario de Glenna le dolió particularmente, puesto que no pasaba ni un solo día en el que no deseara que lo hubieran apedreado y quemado a él en vez de a su pobre madre, ajusticiada cuando era un niño. Desear su propia muerte era la única salida que veía a veces para escapar de los dolorosos recuerdos, pero oírlo en boca de Glenna no le resultaba agradable.
—Cállate —espetó.
La silla de Nathan chirrió con fuerza cuando éste se levantó. Tras desearles buenas noches, se marchó.
Con el cejo fruncido, Lachie permanecía atento a la conversación.
Glenna trató de quitarle hierro al asunto con un gesto de la mano.
—Te pasas el tiempo intentando que nos acepten en la ciudad, pero en cuanto una tentación se cruza en tu camino… —sacudió la cabeza en un gesto reprobatorio—, te vuelves caprichoso e imprudente.
Había llegado el momento de dejar las cosas claras.
—Te equivocas —replicó Lennox—. No hago nada sin pensarlo antes. Tamhas Keavey es la barrera que nos separa de una vida mejor. Por eso la recibí. Me di cuenta enseguida de que estaba relacionada con él de alguna forma. Si no fuera por Keavey, los ministros de la Iglesia no nos estarían vigilando, y el consejo de Saint Andrews no nos recibiría con desconfianza cada vez que voy a presentarles algún asunto de negocios. Es Keavey quien ve con malos ojos nuestra habilidad para sanar.
—¿De verdad crees que merece la pena seguir buscando su aprobación? —preguntó Glenna—. Nos aceptarán mientras podamos servirles para algo, pero en cuanto alguien nos señale con el dedo, se desentenderán. He vivido lo suficiente para comprobarlo, igual que tú. He visto a jóvenes brujos condenados y ajusticiados por el capricho de un enemigo.
Lennox sintió que lo invadía el viejo dolor que nunca lo abandonaba del todo.
—Yo os protegeré.
Glenna apartó la vista y miró a su esposo, que estaba sentado tallando un trozo de madera como de costumbre. Lachlan sujetaba la rama entre los muslos y la tallaba con la mano izquierda. El brazo derecho, inútil, lo llevaba pegado al pecho gracias a unos puntos que sujetaban la manga a la chaqueta. Lachlan había perdido el uso del mismo por culpa de Tamhas Keavey. Este último lo había descubierto recogiendo hierbas aromáticas y bayas en la orilla del río y le había llamado la atención. Lachie no le había hecho caso, y Keavey había pasado por encima de él con su caballo. Aunque se habían reunido todos para sumar sus poderes de curación, Lachie se había negado a que lo curaran del todo para no despertar más sospechas. Cuando Lennox le pidió explicaciones a Keavey, éste se limitó a decir que había perdido el control del animal. Sin embargo, cuando Lennox ya se iba, añadió que el viejo parecía estar recogiendo hojas venenosas. Keavey le advirtió que los vigilaba de cerca, buscando pruebas que los incriminaran. Aunque Lennox lo negó todo sabía que, si no se andaban con cuidado, un brazo inservible sería el menor de sus males.
Lennox había vuelto a casa tremendamente frustrado. Saber que no era capaz de proteger a su gente le recordaba su otro fracaso, cuando no pudo proteger a su madre ni a sus hermanas. Si llevaba adelante su plan de vengarse de Keavey mediante su prima, estaría poniendo en peligro la integridad de su gente.
En ese momento recordó la expresión de vulnerabilidad en el rostro de Chloris mientras le pedía que la ayudara. Iba a tener que actuar con mucho cuidado, en secreto, pero no dejaría pasar esa oportunidad. Esa mujer sería suya.
—Tal vez tengas razón —le dijo a Glenna para poner fin a la conversación—. Si la señora Chloris regresa, no la dejes entrar.
Ailsa se acercó a él furtivamente y lo abrazó, transmitiéndole su calor. Glenna siguió trabajando, lo que era señal inequívoca de que estaba disgustada. Siempre se entretenía con tareas extras cuando estaba preocupada por alguna cosa.
—Deberíamos marcharnos —propuso la mujer al cabo de un rato—. Deberíamos irnos de estas tierras. Nos dijiste que en las Highlands podríamos vivir libremente, que nos aceptarían tal como somos.
Lennox era consciente de lo que a Glenna le costaba hablar así, ya que, a diferencia de él, había nacido en las Lowlands.
La mujer se volvió hacia él.
—No estoy enfadada contigo; es que siento acercarse los nubarrones. —Apartó la mirada y se secó las manos en el delantal.
Lennox tomó nota, ya que Glenna tenía el don de la adivinación o, al menos, de las premoniciones. Cada vez se sentía más inquieto. A pesar de sus esfuerzos, su gente vivía con miedo. Había tratado de evitarlo. Había intentado liberarlos del miedo a la persecución sufrida por centenares de personas. El país estaba a punto de sufrir cambios importantes, lo notaba, pero no podía alejarse de los espíritus de los que habían muerto defendiendo sus creencias, su poder para curar y para crear magia.
—Eres un buen maestro, fuerte y justo —siguió diciendo Glenna—. Nos has guiado bien. Pero te seguimos hasta aquí porque tus palabras eran sabias. Dijiste que, si no nos aceptaban, nos marcharíamos. Tenía esperanzas…, pero ya no creo que sea posible. Deberíamos irnos al norte cuanto antes, antes de que pase algo que no tenga remedio.
Ailsa le apretó el brazo.
—Qué agradable sería poder recorrer los bosques libremente y recoger hierbas sin tener que estar siempre mirando por encima del hombro, con miedo de encontrarme con el nudo del verdugo alrededor del cuello.
Suspirando, Lennox le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. La responsabilidad era una pesada carga. Tenía obligaciones con el pasado, el presente y el futuro.
—Calla. Pronto verás las Highlands, te lo prometo.
«En cuanto haya encontrado a mis hermanas».
Ailsa alzó la cabeza y lo miró esperanzada.
Lennox se sintió mejor. Y, dándole una palmada en el trasero, la mandó a dormir.
—Vamos, sube a calentarme la cama, descarada.
Con una sonrisa radiante, Ailsa le recorrió el brazo con un dedo antes de seguir sus instrucciones. Él la miró con expresión irónica. Al menos era capaz de mantener a un miembro del grupo satisfecho, aunque fuera a un nivel tan básico.
Cuando la muchacha se hubo marchado, se volvió hacia Glenna y Lachlan.
—Cuando haya perdido la esperanza de encontrar a mis hermanas, nos iremos. Si queréis marcharos antes, lo comprenderé. Pero el deseo de reunirme con mi familia me retiene en estas tierras.
—Sí, lo entendemos. —La expresión de Glenna se había suavizado—. Hemos unido nuestros destinos al tuyo. Eres nuestro guía en los momentos difíciles. Confiamos en que sabrías tomar la decisión correcta si vinieran a buscar a alguno de nosotros.
Lachie, que no solía opinar, asintió.
—Sólo te comentamos nuestros temores. —Se frotó la mandíbula con la mano buena, como siempre hacía cuando no estaba seguro de si debía hablar o guardar silencio—. A veces eres un poco impulsivo.
—Me viene de familia. Por eso sufro por mis hermanas: ambas son brujas de pura cepa.
Glenna le dio unas palmaditas en el brazo.
—Las encontrarás, te lo digo yo.
—Pero mientras tanto —añadió Lachie—, tenemos que avisarte si pensamos que estás corriendo demasiados riesgos. Y esa prima de Keavey es muy guapa.
—¿La has estado mirando? ¿Puede saberse por qué?
—Mirar no es delito —replicó Lachie, echándose a reír.
La tirantez del ambiente había desaparecido, pero Lennox seguía preocupado por sus comentarios. A Glenna no le faltaba razón. El aburrimiento lo llevaba a correr algunos riesgos. Y no tan sólo el aburrimiento. También era un tema de frustración. Encontrar a sus hermanas y protegerlas había sido su objetivo en la vida desde que los habían separado cuando eran niños. Cada vez que fracasaba en la búsqueda, dirigía esa frustración contra los que perseguían destruir a los suyos. Keavey estaba decidido a impedir que Lennox y su gente se ganaran la vida en el burgo real de Saint Andrews. Algunos de los clientes de Lennox los apoyaban, pero Keavey nunca perdía la ocasión de sembrar nuevos rumores y sospechas sobre ellos.
Y, ahora, su bonita prima le había caído en el regazo.
Por arriesgado que fuera, Chloris era un botín demasiado apetecible para renunciar a él.