14
Chloris sobrevivió el resto del día sin saber muy bien cómo. El recuerdo de Eithne permaneció a su lado, infundiéndole calor en el alma. Logró incluso mantener una conversación animada durante la cena. Pero en cuanto se quedó a solas en su habitación —después de que la criada le hubo calentado la cama y se retiró—, las emociones volvieron a reclamar su atención. Estaba todavía más confundida que esa mañana. Sabía que era porque en ese lugar se había acostado con Lennox y su presencia todavía permanecía en la estancia. Miró a su alrededor. Era la habitación de siempre, la que había ocupado siempre que había estado en Torquil House. Las familiares cortinas de damasco y los sólidos muebles de madera maciza la ayudaron a anclarse en el remolino de emociones que la sacudía. Pero no fue suficiente: su cuerpo lloraba de deseo por él.
Mientras se desnudaba y se ponía el camisón, recordó el horror de Lennox al darse cuenta de que era una mujer débil, que había permitido que su marido la despreciara y la golpeara. No debería extrañarse de la reacción del brujo. Sin duda, las mujeres de Saint Andrews con las que él solía acostarse eran mucho más fuertes y valientes que ella. Seguro que eran capaces de complacer a sus maridos en casa y buscarse a un amante secreto sin que él lo sospechara. O eran brujas, mujeres fuertes que defendían sus convicciones a pesar de que éstas les acarrearan el miedo o el desprecio de la gente que las rodeaba. Ahora que por fin había descubierto lo que eran la felicidad, la pasión y el amor prohibido, sabía que con su esposo nunca había sentido el amor. Y buscarlo fuera del matrimonio le parecía un pecado.
Los días que acababa de vivir habían sido los más felices de su vida, pero habían llegado a su fin. Sentada en el borde de la cama, se le ocurrió que tal vez no volviera a ver a Lennox nunca más. El dolor que le atenazó el pecho fue tan intenso que, cuando se tumbó, pensó que moriría de dolor.
Enterró la cara en la almohada, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a lo que habían dicho y a por qué su conversación la había alterado tanto.
—¿Chloris?
El susurro había sido tan leve que al principio creyó que se lo había imaginado. Se volvió de lado y miró hacia la oscuridad. Entonces oyó la puerta cerrarse suavemente.
Lennox estaba entre las sombras, junto a la puerta, como la primera noche. Sin embargo, sus sentimientos no se parecían en nada a los de aquel día. Por raro que pudiera parecer, en esa ocasión le pareció normal que hubiera ido a verla. Cuando pasó por delante de la chimenea y las brasas le iluminaron el rostro, vio que su expresión no tenía nada en común con la de aquella primera noche. Era la expresión de un hombre muy preocupado, tal vez más incluso que ella. El nudo que hasta ese momento atenazaba el pecho de Chloris se destensó un poco, amenazando con dar rienda suelta a un torrente de lágrimas.
—Lennox. —Se levantó para ir a su encuentro, reprimiendo el impulso de lanzarse a sus brazos.
Pero antes de que pudiera dar un solo paso, él había llegado frente a ella y se había puesto de rodillas a sus pies. Le tomó una mano, se la llevó a los labios y le besó la palma.
—Perdóname, pero tenía que verte.
Chloris le miró la cabeza, ya familiar, y le acarició el pelo, ausente. Su modo de acercarse, unido al gran anhelo que sentía, amenazó con desbordar sus emociones.
—No deberías haberte arriesgado a venir. No deberías haberte arriesgado ningún día.
Él alzó la vista y la miró, con los ojos brillantes a la luz de la vela.
—Lo único que no debería haber hecho es enfadarme contigo. No soy nadie para juzgarte. ¿Podrás perdonarme?
Chloris inspiró hondo.
—No hay nada que perdonar. Tu reacción es perfectamente comprensible.
—¿Comprensible? —Él la miró, desolado. Y, tras ponerse en pie, la tomó delicadamente por los hombros. Chloris reparó entonces en que tenía el pelo alborotado y el cuello de la camisa abierto—. ¿Por eso me lo ocultabas?, ¿porque crees que la gente se disgustará al verlo?
La joven asintió.
—No, Chloris. Me disgusté porque, al tocarte, sentí el dolor que tú habías sentido.
—No puede ser. —¿Sería posible?
Él asintió y se inclinó hacia ella para darle un suave beso en la frente. En voz aún más baja, añadió:
—Nuestra conexión es muy profunda.
¿Por qué le dolían tanto sus palabras? Sabía que era un embaucador que siempre decía lo que los demás querían oír. La seducción era su modo de vida. Pero preguntarse si sus palabras serían ciertas era una verdadera tortura.
—Lo vi todo a través de ti y no pude soportarlo.
Chloris cerró los ojos.
—Lo siento. No debería haberte involucrado en mi problema. Traté de resolverlo sola pero no fui capaz. Y luego, el tiempo que pasaba contigo era tan maravilloso que me relajé. Dejé que la situación se alargara más de lo que la prudencia aconsejaba.
La actitud de él cambió de inmediato.
—No digas eso. Ambos lo deseábamos y lo hemos disfrutado por igual.
El nudo en el pecho de Chloris volvió a apretarse.
—Me has cambiado, mi preciosa amante. —Lennox le sujetó la cara entre las manos—. El tiempo que hemos pasado juntos sólo ha servido para que quiera más. Lo quiero todo de ti. Te quiero a ti, para siempre.
Ella abrió la boca para responder, para decirle que era imposible, pero él lo impidió cubriéndole los labios con un beso posesivo, reclamándola con autoridad. El cuerpo de la joven respondió vibrando de deseo. Movida por el instinto, levantó los brazos y lo agarró del pelo. Tenía las emociones a flor de piel. No podía disimular lo que sentía. Le dio la bienvenida acariciándole la lengua con la suya. No cabía duda de que el deseo era mutuo. Él la deseaba, pero ella no lo deseaba menos.
Las palabras de Lennox hicieron que se diera cuenta de que sus sentimientos eran excesivos y muy peligrosos. Sin embargo, no podía negarle nada. Y no porque no pudiera hablar por culpa de sus besos o de las lágrimas, sino porque a pesar del enfado y del disgusto, lo deseaba más que nunca.
Tragando saliva con dificultad, se apartó de él y levantó la cara para observarlo. ¿Podía fiarse de él? ¿Debía confiar en su intuición?
No. Al menos si Lennox estaba cerca. El brujo era un placer prohibido, demasiado poderoso y peligroso. Podía hechizarla con sus palabras y prometerle que pondría las estrellas a sus pies gracias a la magia. El deseo que despertaba en ella era tan grande que hacía que se olvidara del resto de su existencia. Pero ese día había abierto los ojos durante un rato y lo había visto todo con claridad. Se había enfrentado a la verdad del pasado y a la realidad del futuro.
—Es imposible.
—Es posible. No quiero que vuelvas a ocultarme nada nunca más. —Le señaló el camisón—. Deja que te vea.
Era una orden.
La estaba mirando con tanta intensidad que Chloris se preguntó si estaría usando la magia. Pero no, simplemente necesitaba verla desnuda, y ella se sorprendió al darse cuenta de que deseaba que así fuera. Deseaba mostrarse y compartir su vergüenza con alguien que se preocupaba por ella.
Con dedos temblorosos, cogió la cinta de seda que sostenía el camisón en su sitio. Tras deshacer el nudo, dejó que la tela se deslizara por sus hombros, pero Lennox la sorprendió una vez más capturándola antes de que le dejara los pechos al descubierto. Cogiendo el camisón con una mano, la rodeó para examinarle la espalda.
Chloris se preparó para sentir una gran vergüenza, pero en vez de eso se encontró distraída por distintas sensaciones: la fina tela del camisón que le rodeaba las caderas y las nalgas; el calor del cuerpo de Lennox, tan cerca del suyo; su aroma, tan familiar, tan poderoso. Una de las manos del brujo permanecía sobre su pecho, y la joven pronto deseó un contacto más directo. ¿Sería él el responsable? ¿Estaría usando la magia para seducirla o tendría bastante con su presencia?
En realidad, no le importaba, así que se inclinó hacia él.
Lennox le rozó las cicatrices con la punta de los dedos.
Como respuesta, Chloris arqueó la espalda.
Él continuó resiguiendo las líneas y, a medida que el dedo avanzaba, penetraba en el cuerpo de ella. No era el calor normal de unos dedos. Era un calor mucho más intenso, que le llegó hasta los huesos.
Realmente parecía que estaba empleando la magia. Con una mano temblorosa, Chloris se sujetó el camisón que había empezado a resbalársele sobre el pecho, porque él lo había soltado.
—Lennox, ¿qué estás haciendo?
—Calla —susurró él, haciéndole cosquillas en el hombro desnudo con su cálido aliento—. Confía en mí. Te estoy curando.
Ella trató de responder pero no pudo, puesto que las sensaciones eran demasiado intensas. Se arqueó bajo sus manos al sentir que las heridas volvían a abrírsele.
—¡Lennox!
—Perdóname —se disculpó, apartando los dedos—. Puedo sentirlo, noto todo el dolor que te provocó, pero no puedo evitarlo. Necesito sacarlo de tu cuerpo y eliminarlo. No soporto que te hiciera esto.
La habitación crepitaba de energía como la primera vez que había llevado a cabo el ritual de fertilidad. Las llamas aumentaron de tamaño bruscamente en la chimenea. Una corriente de aire cálido los envolvió, llevando consigo el aroma de huertos cargados de fruta y de arbustos llenos de bayas. Algo que le pareció la llama de una vela le recorrió la espalda.
El estado de la piel de esa zona se alteró. La tirantez que siempre sentía allí se alivió. Pero ahí no acabó la cosa, porque a continuación Chloris sintió algo más profundo, como si la magia estuviera extrayéndole del cuerpo la propia experiencia traumática de la paliza.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar el horror de ese día. Había discutido con Gavin por algo insignificante. Su marido estaba de mal humor y pronto había perdido los papeles. Ésa no fue la primera vez que le pegó, pero aquel día había usado una fuerte correa del establo.
El primer golpe la había derribado, pero Gavin no había tenido suficiente. Antes de que acabara, ella se había desmayado del dolor. Volvió a verse tirada en el suelo donde él la había dejado, pero un instante después, esa imagen también había desaparecido de su mente. Chloris se había arrastrado hasta la cama. O eso creía. Cuando trató de rememorarlo, el recuerdo se volvió muy vago, como si le hubiera sucedido a una persona cercana y no a ella.
Lennox le dio un beso en el hombro. Y desde allí fue bajando, besándole la espalda como si necesitara cerciorarse de que su propia magia había funcionado. Sus besos eran sanadores, e hicieron que volviera a sentir que tenía la piel de la espalda cálida y elástica, olvidándose de la incomodidad y la vergüenza que esa parte de su cuerpo le había provocado durante tantos años.
La cabeza le dio vueltas y se tambaleó.
—Chloris —le dijo él con la voz ronca—. Ven, siéntate.
La guio hasta el borde de la cama, donde ella se dejó caer agradecida. Estaba temblando, pero no de frío ni de dolor ni de miedo. Temblaba de placer y de alivio. Le había quitado un gran peso de encima.
Cuando se recuperó un poco, se dio cuenta de que él ya no estaba a su lado. Levantó la cabeza y lo buscó con la vista. Se había acercado a la chimenea y estaba paseando arriba y abajo por la habitación. Al mirarlo, el pecho de Chloris se hinchó de emoción. Lo que Lennox acababa de hacer significaba mucho para ella. No tanto por el acto en sí, sino por la razón que lo había impulsado. Había querido aliviar su sufrimiento. Y ella ni siquiera se lo había pedido. Sin embargo, al fijarse un poco más, vio que él parecía sumamente turbado.
¿Realmente habría absorbido su dolor?
Al cabo de unos momentos, el brujo se volvió hacia ella. Tenía la cabeza baja y el pelo le ocultaba la cara. Una gran tensión emanaba de él, extendiéndose a su alrededor.
—No puedes volver a su lado.
Efectivamente, estaba cargando con sus preocupaciones.
Con una sola mirada, Chloris supo que había visto y sentido todo lo que había pasado.
—Tengo que hacerlo —susurró—. Me obligan los votos matrimoniales.
—Unos votos a los que ya has renunciado.
Aunque sintió una gran vergüenza, las palabras de Lennox eran la pura verdad, por lo que no pudo echárselas en cara.
—Es cierto, pero no olvides que me acerqué a ti con motivos honorables.
«Luego me enamoré de ti y mi vida se hizo añicos».
—¿Qué puedes perder si lo abandonas?
—El honor. La redención.
—¿La redención? Dudo que creas que tu marido va a redimirse. De lo contrario, no habrías venido a buscarme. ¿Ya no recuerdas cuando viniste a buscar la ayuda de mi gente, asustada y desesperada?
Aunque estaba diciendo la verdad, sus palabras le hicieron daño. Bajó la cabeza.
—Lennox, por favor, ten piedad de mí.
Él se acercó y le puso un dedo bajo la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos.
—¿Piedad? No quiero tener piedad de ti. No te lo mereces, y no deberías pedir que nadie sintiera eso por ti.
Entornando los ojos, la miró fijamente.
—Abandónalo —dijo con decisión.
—¿Y adónde iría? No podría quedarme aquí. Si dejo a mi marido, Tamhas no querrá volver a saber nada de mí. —Aunque se sentía muy incómoda hablando de esos temas, Lennox no entendería su situación si no se lo contaba todo—. Tamhas y Gavin tienen un acuerdo, un trato comercial. Yo fui el sello. Si rompo la relación, Tamhas me repudiará. Ese trato comercial les aporta dinero y poder a ambos.
Chloris deseaba que Lennox entendiera que era imposible escapar de su situación, pero sus palabras sólo lograron que él se enfureciera más aún.
—¡A la mierda su acuerdo! ¡Ninguno de los dos merece tu lealtad!
—Lennox, por favor. No tengo a nadie más. Toda mi familia ha muerto. Tamhas me ha acogido en su casa temporalmente pero bajo ciertas condiciones, y ser una esposa fiel es una de ellas. Por eso no deberías estar aquí. He sido una idiota dejándote entrar.
Una expresión extraña iluminó los ojos de Lennox. ¿Sería culpabilidad? ¿Habría usado la magia aquel día en el mercado para convencerla de que le abriera la puerta de su habitación? Antes de poder preguntarle nada, él negó con la cabeza.
—Si necesitas refugio, vendrás a mí, no a Tamhas Keavey —dijo en voz baja y autoritaria.
Ella negó con la cabeza.
—No puede ser. Somos demasiado distintos. Tu gente no se fiaría de mí. No sería bienvenida en tu casa.
—Con el tiempo lo entenderán. Sé que aprenderán a quererte igual que yo.
La quería. Horas antes se había burlado de ella por haber permitido que su marido le pegara y se había alejado como si su presencia lo repugnara. Y ahora jugueteaba con sus emociones como si fuera una muñeca de trapo entre sus manos. Aunque la sensación de que alguien cuidara de ella era muy agradable, Chloris no podía rendirse a la tentación. No podía permitir que siguiera jugando con ella a su antojo.
—No hagas promesas que no puedes cumplir —repuso, recalcando con la mirada que lo decía muy en serio. En ese momento, ella era la más fuerte de los dos, y como tal debía afrontar la realidad. Si no lo hacía, ambos se verían muy pronto envueltos en problemas. Sin embargo, no era fácil pedirle que dejara de decir esas cosas porque, en el fondo, lo quería más que a su propia vida.
Lennox apretó mucho los labios. Era un hombre apasionado y, por un momento, Chloris sintió que estaba siendo sincero. Realmente creía que podía arreglar las cosas, pero era imposible. Esperó que rebatiera sus palabras, pero volvió a sorprenderla al guardar silencio.
Él le tendió entonces la mano y la ayudó a levantarse. Luego le retiró la otra, la que sostenía el camisón sobre el pecho, y dejó que la prenda cayera al suelo.
La tela clara se arremolinó a sus pies como una guirnalda de lirios de mayo.
Era la primera vez que estaba totalmente desnuda ante él, pero curiosamente no sintió vergüenza. Sintió deseo. El hombre que se alzaba ante ella exudaba un gran poder, un poder que deseaba volver a experimentar. «Por última vez».
Lennox estaba observando su cuerpo desnudo a la luz de la vela con ojos apasionados y posesivos al mismo tiempo. Chloris se tambaleó ante la intensidad de su mirada. El cuerpo entero le latía. Él permaneció inmóvil, contemplándola como si fuera la cosa más importante que fuera a ver en toda su vida. Ese hombre era un seductor consumado. Tenía sistemas para conseguir que una mujer sintiera la intensidad de su deseo y eso era algo muy difícil de resistir. Su mirada la hizo estremecer. Lo deseaba hasta la locura. Quería que la tomara, que penetrara en ella y que los uniera completamente. ¿Era eso pedir tanto? Su mente respondía que sí, pero su cuerpo y su corazón lo deseaban demasiado.
Al fondo de la habitación estaba la puerta y lo que representaba: una barrera muy débil que apenas los protegía de ser descubiertos.
—Lennox. La puerta ni siquiera está cerrada con llave.
Él mantuvo la mirada clavada en sus ojos, sin inmutarse.
—Nadie entrará.
¿Se habría asegurado de ello mediante un conjuro para evitar que se repitiera lo que había sucedido la última vez que había estado allí?
—Deja que te haga el amor.
¿Cómo negarse? Se acercó a él, levantó los brazos y le enmarcó la cara con las manos.
—Yo también lo deseo, pero tengo miedo de que te descubran aquí. He oído a Tamhas despotricando sobre ti. Si te encontrara, se volvería loco de rabia.
Lennox apretó los labios un instante, pero enseguida volvió a la carga, ignorando su comentario.
Le recorrió los pechos con los dedos, y sus ojos se encendieron con llamas que nacían de su interior.
—Noto tu deseo. Deja que lo sacie. Deja que te llene de sueños más dulces de los que tendrías en mi ausencia.
Cómo sabía encenderla con sus palabras. El vientre de la joven se contrajo dolorosamente de deseo.
Cuando, estremeciéndose, echó la cabeza hacia atrás, Lennox le cubrió el cuello de besos enfebrecidos.
—Estoy listo para entrar en ti desde esta mañana. Desde entonces, mi deseo no ha hecho más que crecer.
Chloris no pudo seguir resistiéndose.
Lennox dobló las rodillas para cogerla en brazos y llevarla a la cama. Mirándola desde arriba, suspiró hondo. Luego se inclinó sobre ella y empezó a acariciarla, recorriéndole la piel suavemente con las puntas de los dedos. Mientras la tocaba desde los tobillos hasta los muslos y desde las caderas hasta los pechos, la respiración de Chloris se agitó y su pulso se aceleró. Tenía todos los sentidos a flor de piel.
—Lennox… —El deseo que sentía por él era doloroso. Nunca había experimentado un anhelo igual. Le cosquilleaban los ojos. Las emociones eran tan intensas que estaba a punto de echarse a llorar.
—Deja que te ame —insistió él.
Chloris cerró los ojos, saboreando sus palabras. «Deja que te ame».
Sintió que la cama se movía cuando él cambió de postura. Notó el cálido aliento de Lennox en sus pezones un instante antes de que él los besara. Le recorrió cada uno de los picos endurecidos con la lengua, entreteniéndose un rato con cada uno. Chloris sintió que se encendía y se fundía con la cama, pero sus atenciones le resultaron demasiado delicadas. Cada instante que pasaban juntos era un instante robado. Quería agarrarlo con fuerza, frenéticamente, y unirse a él deprisa, con fuerza, durante todo el tiempo que fuera posible hasta que sus caminos tuvieran que separarse.
Pero, en vez de eso, Lennox se desplazó hacia la parte inferior de la cama y le levantó un pie, sujetándola delicadamente por el tobillo con su mano grande y fuerte. Al darse cuenta de lo que pretendía, Chloris gimió débilmente. Él le separó las piernas y le recorrió los muslos con las manos mientras se subía a la cama y se colocaba entre sus rodillas.
Mirando hacia abajo, ella hundió las manos temblorosas en el espeso cabello negro de su amante mientras él le besaba la parte interna de los muslos. Cada nuevo beso era como si la luz del sol bailara sobre su piel, provocándola. Peor aún era el martilleo que sentía en lo más hondo de su vientre, en las crestas de sus pliegues y en el botón hinchado que le cosquilleaba furiosamente, esperando ansioso el contacto de sus dedos.
—Eres adorable —susurró él, atormentándola con su cálido aliento sobre la piel sensible.
—Oh, Lennox, por favor —murmuró ella, retorciéndose y aferrándose con fuerza a las sábanas.
Rodeándole la parte superior de los muslos con las manos, Lennox acercó la boca hasta su monte de Venus y lo besó, hundiendo la lengua entre sus pliegues.
Chloris arqueó la espalda, clavando la cabeza en la almohada. Gimió y se retorció en la cama cuando los movimientos de la lengua del brujo ganaron velocidad. El placer floreció rápidamente. Tenía las emociones tan a flor de piel que se sintió más unida a su amante que nunca. Hundiendo la cara entre sus piernas, Lennox la devoró con más entusiasmo. Ella volvió a arquear la espalda. El sensible botón, víctima del asalto sensual de Lennox, estaba cada vez más tenso y prieto. Un escalofrío la recorrió a traición un momento antes de estallar en un intenso orgasmo. Sin detenerse, él siguió besándola, haciendo que encadenara ese orgasmo con el siguiente. A Chloris le pareció oír sus propios gritos, pero le llegaban muy apagados, como desde lejos. Estaba a punto de desvanecerse.
La voz de Lennox la devolvió a la realidad.
—Quiero tenerte entre mis brazos por siempre.
—Calla —susurró ella—. Por favor, no pensemos en nada más que no sea esta noche. El resto es una intrusión.
—Lo es. —Una sonrisa, rápida como una sombra, surcó el rostro de su amante—. Pero escucha bien lo que te digo: ésta no será nuestra última noche juntos. Habrá muchas más.
Lennox se quitó la camisa por encima de la cabeza y la tiró sin mirar adónde iba a parar.
Chloris disfrutó con la visión de sus hombros poderosos. Cuando se levantó para desabrocharse los pantalones, el gran bulto de su erección hizo que se le secara la boca.
Él le dirigió una mirada posesiva mientras se quitaba las botas, se bajaba los pantalones y se libraba de ellos de una patada. Su verga se presentó ante ella inclinándose, como si la saludara. Era larga y gruesa; tenía la cabeza bien definida y oscura por la sangre acumulada. Mientras la contemplaba, Chloris apretó los muslos, sintiendo un calor húmedo en su interior. Lennox siempre tenía ese efecto en ella, un efecto tan intenso que deseó que su profecía se cumpliera y pudieran pasar todas las noches juntos.
Cuando se tumbó sobre la joven, ella sintió su miembro apoyado contra los pliegues temblorosos de su sexo. Su cercanía le despertó una renovada fiebre de deseo. Ese hombre la embriagaba, lo deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Cuando la penetró de una sola embestida, lo acogió abrazándolo íntimamente y soltando un gemido de alivio.
Los ojos de Lennox ardían de deseo. Tenía la boca apretada en una mueca de pasión. Cambió de posición para entrar un poco más en su húmedo canal, hasta que notó que la punta ya no podía adentrarse más.
Chloris respondió arqueando la espalda y sujetándole la cabeza con ambas manos.
—Lennox, cuando tú…, cuando estamos así, es lo más maravilloso que me ha pasado nunca.
—Lo sé —replicó él, apoyando el peso en los brazos para poder mirarla a la cara sin despegar sus caderas—. Yo siento lo mismo.
Permanecieron así, unidos por la intensidad del momento, hasta que ella no pudo más y sollozó.
—Tú me has enseñado lo que es ser una mujer. —Hizo una pausa porque la emoción le impedía seguir hablando—. Una mujer saciada.
—Estaba escrito. Fuimos creados para estar juntos. —Volvió a tumbarse sobre ella, acariciándole el pelo mientras la besaba en la boca para tranquilizarla.
Pero era imposible calmarse sintiendo el miembro de Lennox palpitando en su interior. Cada vez estaba más desesperada.
Liberó las piernas para rodearle las caderas, invitándolo así a clavarse más adentro.
Entonces, él empezó a moverse. Primero lentamente, con dulzura.
Ojalá pudieran estar así eternamente. Pero ni el deseo, ni el destino ni las circunstancias lo iban a permitir. Saberlo hacía que cada instante fuera más emotivo. Chloris le acarició la ancha espalda, moviéndose al ritmo de sus embestidas. A la luz de la vela, vio que él estaba haciendo un gran esfuerzo, conteniéndose para alargar el momento. Cada embestida estaba tan cargada de sensaciones exquisitas que la joven estaba a punto de perder el control cada vez que la hinchada punta de su miembro se clavaba en lo más hondo de su vientre. Lennox no dejó de observarla ni un instante, manteniendo su mirada cautiva mientras compartían la intensidad de su unión.
Cuando sus movimientos se volvieron más rápidos y descontrolados, ella se aferró a él. Un nuevo sollozo luchaba por abrirse camino en su garganta. Cuando lo logró, Lennox se clavó en ella con más fuerza, lanzándola al vacío una vez más.
—Oh, sí —susurró él.
Chloris lo sintió contrayéndose en su interior. El nuevo orgasmo le inundó el vientre de calor. Era un calor tan intenso que se sintió iluminada desde dentro. La luz se extendía dentro de su cuerpo. La sintió en los pechos y, un instante después, en la garganta. Entonces, él se derramó en su interior. En ese momento de clímax conjunto, Lennox la besó en la boca, poseyéndola por dentro y por fuera hasta que ella pensó que moriría de placer.
Lennox se tumbó de lado y la atrajo hacia sí, haciendo encajar el cuerpo de Chloris en la curva del suyo. El calor y la cercanía hicieron que se sintiera querida.
Empezó a adormecerse entre sus brazos, satisfecha y amada, pero al cabo de unos minutos su mente se abrió camino entre las placenteras sensaciones. Preocupada por la seguridad de su amante, luchó contra el sueño que la reclamaba.
—Por favor, vete antes de que te descubran.
Él no pareció sorprendido. Al contrario, parecía que tenía la respuesta preparada:
—Me iré si me prometes reunirte conmigo al amanecer en el lugar de siempre.
—Pero…
Lennox la hizo callar apoyándole un dedo en los labios.
—Hablaremos entonces. Prométeme que vendrás.
Inquieta, se planteó su sugerencia. Si no aceptaba, sabía que él seguiría presentándose en su habitación, y eso tenía que acabar.
—Te lo prometo. Iré, Lennox, pero nos limitaremos a hablar.
Cuantas más confianzas le daba, más difícil le resultaba negociar con él. La estaba mirando con una sonrisa desafiante.
—No quería provocarte. Lo digo en serio.
—Lo sé —dijo él—, y estoy de acuerdo. Tenemos que hablar porque necesito convencerte para que durmamos juntos todas las noches.
Ella trató de cohibirlo con una mirada amenazadora.
—Y yo tengo que convencerte de lo peligroso que es lo que estamos haciendo.
La mirada melancólica que él le dirigió podría haberla engañado de no ser por la sonrisa que se le escapó.
Chloris se aferró a su brazo.
—Lennox, te prometo que iré si tú me prometes que no usarás la magia para seducirme.
Él le tomó la mano y le besó la palma.
—Te lo prometo —dijo antes de levantarse y vestirse—. Sin embargo, si cambias de opinión y quieres hacer algo más aparte de hablar, no te lo discutiré.
Chloris no pudo evitarlo y se echó a reír.
—Eres un hombre muy peligroso.
—Sólo cuando me atacan —replicó él, encogiéndose de hombros—. La tenacidad es mi principal virtud, no lo olvides.
Al captar la seriedad de sus últimas palabras, Chloris sintió un gran deseo de romper con todo y de disfrutar de una vida distinta, una vida donde pudieran estar juntos para siempre. Se levantó de la cama y se puso el camisón para despedirlo. Al acercarse a la puerta, pegó la oreja a la puerta, tratando de oír si había algún movimiento al otro lado, pero Lennox sólo la miraba a ella.
—Por favor, ten mucho cuidado. Tengo miedo de que te descubran.
Pensativo, él le acarició la mejilla con su mano cálida.
—No es por mí por quien deberías preocuparte.
Con esas palabras, se inclinó y le dio un beso rápido antes de marcharse.