21
El caballo de Tamhas Keavey corcoveó y estuvo a punto de derribarlo de la silla. Tiró con fuerza de las riendas, maldiciendo mientras compensaba el movimiento del animal echando el peso hacia adelante. Cuando las pezuñas volvieron a tocar al suelo, el caballo se encabritó otra vez, relinchando desesperadamente y agitando la cabeza. Bajo las patas del animal, Tamhas distinguió un extraño brillo en el barro. Miró a un lado y a otro, pero no vio nada que le llamara la atención.
—Han puesto trampas —gritó por encima del hombro—. Han usado hechizos maléficos. Tendremos que buscar otro camino.
Furioso con la situación, apretó mucho los dientes. Había tardado demasiado tiempo en convencer al alguacil y a los miembros prominentes del consejo de la necesidad de detener al carrocero y a los suyos. Había tenido que pedirle al pastor que lo acompañara y que diera un sermón sobre los peligros de la brujería. En definitiva, había encontrado más resistencia de la esperada. Muchos miembros del consejo pensaban que Lennox Fingal era un tipo decente, un hombre que había llevado consigo nuevas ideas a la ciudad. Otros decían que lo de colgar y quemar brujas era una práctica poco cristiana. Un hombre había llegado a afirmar que la ley sobre brujería debería ser cambiada, que los juicios llevaban demasiado tiempo en vigor y que eran una mancha en la historia de Escocia. Otro había admitido abiertamente que había recurrido a ellos para que lo ayudaran con el dolor de gota. Dijo que una de las jóvenes le había preparado un remedio. Había machacado unas hierbas y había elaborado un licor con ellas. Beber el licor le ayudaba a purificar la sangre y a calmarle el dolor. Los que lo escuchaban parecieron impresionados por su relato.
Menuda panda de idiotas.
Tres de los hombres de Tamhas se habían caído del caballo por el camino, y ahora parecía que era su turno. No les estaba resultando fácil llegar a la maldita casa del bosque. Tamhas podía divisarla ya entre los árboles. Una vela ardía en la ventana a pesar de que ya era de día. A su espalda oía los murmullos de preocupación de los hombres que intercambiaban opiniones sobre lo que estaba ocurriendo. Tamhas los ignoró. No pensaba permitir que unos cuantos trucos demoníacos le impidieran entregar a esos herejes a la justicia. Tiró con más fuerza de las riendas, obligando así a su caballo a rodear el lugar problemático. Tuvo que sortear varios árboles grandes antes de llevar al grupo a su destino.
Cuando finalmente lograron abrirse camino hasta el claro situado frente a la casa, Tamhas vio que la puerta estaba entreabierta. Los habitantes de Somerled se habían marchado. Las velas que había en las ventanas estaban a punto de apagarse, como si hubieran permanecido ardiendo toda la noche. Su oportunidad de llevar a los herejes ante la justicia había desaparecido también.
—¡Malditos sean! Ojalá acaben en el infierno, que es donde merecen estar.
El alguacil llevó su caballo junto al de Tamhas antes de volverse hacia los hombres reunidos y gritar:
—¡Atad los caballos! Tendremos que examinar los caminos antes de empezar la persecución.
Tamhas bajó la vista hacia el suelo del claro. Se veían numerosas pisadas en la tierra, y había marcas de varios carros grandes que se alejaban de allí. Frustrado, bajó del caballo. Subió los escalones y acabó de abrir la puerta.
—Cuidado, podrían haber dejado trampas —le advirtió uno de los hombres.
«Ahora sí que me creéis, ¿no? Ahora que ya es demasiado tarde». Tamhas apretó los dientes con fuerza y, tras hacer un gesto tranquilizador con la mano, entró en la casa.
El lugar estaba vacío, y las puertas abiertas, igual que los cajones de los armarios. Los muebles más grandes se habían quedado allí, pero apenas quedaban pertenencias personales. Fingal y sus secuaces se habían marchado a toda prisa. Acompañado por los hombres del alguacil que lo seguían a poca distancia, Tamhas examinó todas las estancias.
En la chimenea de la sala de estar todavía ardían algunas brasas. Las revolvió con un atizador en busca de pruebas. La gran determinación de Lennox Fingal de establecerse en Saint Andrews había convencido a Tamhas de que se quedarían hasta el final. Le producía una cierta satisfacción pensar que el brujo se había visto obligado a aceptar su derrota y marcharse, pero no la suficiente como para compensar la necesidad de aplastar a esas alimañas. Se habían marchado porque sabían que él iría a por ellos. ¿Los habría avisado Chloris?
Tamhas maldijo entre dientes al pensar en lo estúpida que había sido su prima. Se enfurecía al recordarlo. La había vigilado y no creía que hubiera podido escapar de casa para avisarlos antes de volver a Edimburgo. Y, sin embargo, los brujos habían previsto sus movimientos. No se había tomado tantas molestias —convencer al consejo, reunir a los hombres de alguacil…— para rendirse ahora.
—Han huido —informó a los que esperaban en la puerta—, pero no hace mucho que se han marchado. Aún hay rescoldos en la chimenea. —Los miró fijamente de uno en uno, y se alegró al comprobar que muchos de ellos parecían seguir teniendo sed de sangre—. Iré a buscarlos y los traeré ante la justicia. ¿Quién me acompaña?
—¿Está seguro, maese Keavey? —preguntó el alguacil—. Si han salido del municipio, ya no son problema del consejo. Podemos dar la alarma, avisar a los pueblos cercanos para que estén preparados por si se encuentran con ellos. Pero yo creo que lo que deberíamos hacer es celebrar que se han marchado de aquí y que ya no podrán hacer daño a ningún vecino.
Tamhas frunció el cejo. El trabajo del alguacil era velar por la seguridad de la ciudad y sus habitantes, así que no podía culparlo por su visión del asunto. El único problema era que esa visión no coincidía en absoluto con la suya. La debilidad de su prima Chloris por el líder de los brujos aún le escocía, y haberse enterado de que su esposa también había tenido tratos con ese canalla todavía lo indignaba más. Estaba decidido a rastrear la zona hasta dar con Lennox Fingal, acusarlo de ser un siervo de Satanás y verlo colgado.
—Entiendo su postura, alguacil, pero no me quedaría tranquilo sabiendo que pueden regresar en cualquier momento. Mi paz de espíritu y la de mi familia me exigen que me asegure de que no será así. —Miró por encima de la cabeza del alguacil en dirección a los hombres que lo acompañaban—. ¿Quién se viene conmigo?
Algunos permanecieron en silencio, en absoluto convencidos de que una persecución fuera buena idea. Sin embargo, la mayor parte de ellos estaban dispuestos a seguirlo. Tamhas los contó por encima. Debían de ser una docena.
Antes de ponerse en marcha, volvió a examinar las marcas dejadas por los carros.
—Se dirigen hacia el interior. Las roderas se alejan de la costa.
—Señor —lo llamó uno de los hombres.
Tamhas fue hasta donde el otro señalaba algo en el suelo. Al principio frunció el cejo, sin ver nada, pero luego se dio cuenta de que le estaba llamando la atención sobre las marcas de herradura de un caballo de gran tamaño que seguía un camino distinto. Levantó la vista al cielo para calcular la posición del sol y luego volvió a bajarla para examinar de nuevo el suelo. Era evidente que los carros se dirigían hacia el interior, Dios sabía hacia adónde, pero el jinete solitario había tomado una dirección distinta. ¿Iría a Cupar o más lejos?
Más lejos. El jinete había emprendido un viaje que Tamhas conocía bien, ya que cruzaba Fife en dirección a Edimburgo.
Le vinieron a la mente las palabras de la carta que había interceptado: «La esperanza de que acceda a nuestro acuerdo me dará ánimos durante mi ausencia. Hasta entonces, sigo siendo su devoto siervo».
¿Sería posible que Lennox Fingal continuara decidido a llevarse a su prima? ¿Habría ido a buscarla? Sólo de imaginárselo, la sangre empezó a hervirle en las venas.
¿A qué acuerdo se referiría en la carta? Chloris había dicho que se trataba de un ritual mágico, pero Tamhas estaba seguro de que había algo más.
—Maldita zorra estúpida —murmuró entre dientes—. Yo te habría dado un hijo si me lo hubieras pedido.
Las implicaciones de esa relación no se le escapaban.
Si el marido de Chloris descubría lo que había ocurrido entre su esposa y el brujo mientras ella estaba bajo su techo y protección, una buena parte del comercio de lana de Tamhas podría verse amenazada, ya que era Gavin quien se encargaba de establecer casi todos sus contactos comerciales.
Esa amenaza, unida a la posibilidad de que Chloris avergonzara a la familia con una relación con ese canalla, significaba que sólo podía hacer una cosa: perseguir al jinete solitario.
Tenía a una docena de hombres a su lado y Lennox Fingal viajaba solo. Incluso contando con la ayuda de la magia, no podría contra todos ellos a la vez. Con una sensación de satisfacción, se dirigió hacia su caballo. Por fin iba a hacerse justicia.
Lennox cabalgó como si quisiera ganarle la partida al tiempo. Observaba el curso del sol en el cielo y trataba de correr más que él, aminorando la marcha sólo cuando el camino se volvía traicionero. Pero incluso en esos momentos, iba más deprisa de lo aconsejable, animando a Shadow, eligiendo su ruta con cuidado pero siempre por el camino más corto, sin importar que fuera más difícil.
A mediodía ya había rodeado la villa de Cupar. Todavía le quedaba un día entero de trayecto hasta llegar a Edimburgo. Chloris ya estaba allí, sometida a los caprichos de su marido. Se le revolvió el estómago al pensar en su amada sacrificándose por él, volviendo a una vida que ella misma le había confesado que odiaba para protegerlos a él y a los suyos. El problema era que Chloris era tan confiada y depositaba tanta confianza en la gente que no se daba cuenta de que su primo no tenía ninguna intención de mantener la palabra que le había dado. A Lennox no le cabía ninguna duda. Su naturaleza era tan bondadosa que no dejaba de pensar siempre lo mejor de todos, por mucho que la decepcionaran. No permitiría que su fe en él resultara infundada.
Se le ocurrió que tal vez Chloris se había imaginado que Lennox se había acercado a ella a causa de su conflicto con Tamhas. Keavey podría habérselo sugerido al enterarse del contenido de la carta. Pensar en ello lo desesperó. Ojalá pudiera dar marcha atrás y cambiar lo que había sucedido entre ambos. Ojalá se hubiera dado cuenta desde el principio de lo importante que Chloris llegaría a ser para él.
Tan perdido andaba en sus pensamientos que dio un salto cuando su caballo tropezó. Agarrándose con fuerza de la perilla de la silla de montar para no caer al suelo, vio que el terreno se había vuelto pedregoso. Estaban cruzando una cañada flanqueada en el lado izquierdo por unas paredes rocosas. A la derecha, un riachuelo descendía por un lecho rocoso cubierto de musgo. Arbustos de brezo y retama cubrían la zona, excepto los lugares demasiado pedregosos para que creciera nada.
—Tranquilo, chico, tranquilo.
Mientras calmaba a Shadow, se dio cuenta de que el animal necesitaba descansar. Y probablemente él también. Llevaba bastantes noches durmiendo muy poco. Tenían un largo camino por delante, así que lo mejor sería que se lo tomaran con más tranquilidad. A regañadientes, descabalgó para tomarse un respiro. Llevó a Shadow hasta el riachuelo y se agachó a su lado. Tomó agua entre las manos y bebió. Tras refrescarse la cara con el agua helada, se sentó a descansar un poco en una roca.
Estaba exhausto, pero necesitaba estar en plenitud de condiciones cuando llegara a Edimburgo. No podía permitirse otro paso en falso. Tres días antes había pecado de exceso de confianza. Había estado seguro de que podría convencer a Chloris para que se fugara con él. Había sido un error por su parte, pero no pensaba permitir que tuviera que volver a su triste vida anterior. No consentiría que viviera sin que nadie la amara ni la deseara ni, lo que era peor, siendo golpeada y despreciada. No obstante, debía mantener la mente despejada para pensar con claridad.
Apoyó la cabeza en la roca cubierta de musgo y se permitió cerrar los ojos un instante.
Imágenes de una Chloris jadeante le inundaron la mente. El deseo que sentía por él le robaba el aliento. Era Chloris a punto de acceder a renunciar a todo lo que conocía para estar con él. Para una mujer como ella, que había luchado tanto contra el impulso de serle infiel a su marido, no debía de haber sido una decisión fácil. Lennox sintió un gran deseo de abrazarla y protegerla. El nudo que se le había formado en el pecho al enterarse de su marcha se apretó con más fuerza. No quería seguir por ese camino, por lo que se obligó a pensar en imágenes de Chloris viviendo una existencia mejor, jurándose hacerlas realidad. Él nunca podría ofrecerle la vida de privilegio que había llevado hasta ese momento, pero podía compensarla amándola y valorándola como el tesoro que era.
En un mar de promesas y buenas intenciones, Lennox se quedó dormido.
Al principio, no oyó las voces. Cuando las oyó, inspiró hondo, pero se obligó a no abrir los ojos para hacerse una idea más precisa de lo que estaba oyendo. Alguien se había acercado. Oyó una discusión. Abrió los ojos para levantarse, pero algo se lo impidió.
—No se mueva —le ordenó un hombre que le había apoyado una pistola en el pecho.
Lennox se echó hacia atrás sin perder de vista el arma, al tiempo que gruñía y maldecía para sí. Una rápida mirada de reojo le dijo que el hombre iba acompañado por otros tres. Uno de ellos llevaba un mosquete, y los otros dos, espadas. Eran soldados.
¿Habría empezado ya la batida para encontrar a los brujos de Somerled? Esperaba que no. Aunque podría distraer a esos soldados fácilmente usando la magia, serían muy malas noticias. Se reprendió mentalmente por haberse dormido. Lo último que necesitaba era perder más tiempo por culpa de los soldados. Como si no tuviera ya bastantes preocupaciones en la cabeza. Chloris estaba en peligro. Cada minuto que perdiera podría quedar marcado en su piel en forma de cicatrices y, si así fuera, nunca podría perdonárselo. Aunque, si unos minutos servían para alejar a los soldados de la pista de su gente, tal vez mereciera la pena.
El hombre que lo estaba encañonando iba elegantemente vestido, con ropa de civil, aunque parecía ser el que daba las órdenes. Lennox dedujo que debía de ser alguacil. Sin quitarse el tricornio en ningún momento, le dio un golpecito con la punta de la bota mientras lo examinaba de arriba abajo.
—¿Qué has hecho con la mujer?
Lennox frunció el cejo.
—Viajo solo.
Pensó en un hechizo para que los elementos distrajeran la atención de los soldados. Su gente estaría ya más allá de Kilmaron, justo al norte de donde se encontraba, a vuelo de pájaro. Mentalmente pronunció las palabras en picto. El riachuelo cercano empezó a burbujear y a subir de nivel. Pronto se desbordaría.
Shadow, que no se había movido de la orilla, retrocedió relinchando, pero los soldados no se percataron de nada porque tenían la atención puesta en Lennox. Uno de ellos se le acercó.
—Creo que me he equivocado, señor. Éste no es el hombre que vi en el Drover’s Inn. No es el hombre que la ayudó a escapar.
Lennox trató de entender lo que decían.
—Además, iban a pie —corroboró otro soldado—. Este hombre va a caballo.
El líder del grupo les dirigió una mirada reprobatoria.
—A estas alturas podrían haber robado un caballo —les espetó. Volviéndose hacia Lennox, siguió interrogándolo—: ¿Adónde te diriges y con qué propósito?
La mente del brujo trabajaba a toda velocidad. Estaban buscando a alguien que no era ni él ni los brujos de Somerled. Con una expresión franca y abierta, respondió:
—Voy a Edimburgo por una cuestión familiar. Viajo solo. Pueden revisar mis cosas, verán que sólo hay provisiones para una persona.
El alguacil no apartó la vista de él, pero con un gesto de la mano señaló en dirección a Shadow. Uno de los soldados se acercó al caballo y empezó a registrar las alforjas.
Lennox no se molestó en mirarlo siquiera. No encontraría nada que lo ligara a Somerled. De todos modos, cada vez estaba más seguro de que no los buscaban a ellos. Algo lo inquietaba. ¿A quién estarían buscando? Sintió un peso en el estómago mientras la sospecha de que perseguían a alguien para juzgarlo por brujería se hacía cada vez más evidente. Al parecer, buscaban a un hombre y a una mujer. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando las palabras de los soldados cobraron sentido. Buscaban a una mujer que se había escapado. «¡Escapado!» Recordó lo que le habían contado en Dundee. A Jessie la había ayudado a escapar un hombre. ¿Sería posible que esos soldados fueran tras la pista de su hermana? ¿Podría ser que Jessie aún estuviera en la zona? Trató de aguzar los sentidos y de abrirse a cualquier señal de que la persona que esos hombres perseguían estuviera cerca.
—¿A quién buscan, señor? —preguntó Lennox al hombre que lo apuntaba, para captar su atención—. Tal vez los haya visto y pueda ayudar a encontrarlos —le ofreció, abriendo los brazos para mostrar su inocencia.
El hombre frunció los labios, pensativo.
Antes de que el alguacil respondiera, Lennox notó la presencia de una mujer escondida en algún lugar a su espalda. Era una bruja, no cabía duda, y estaba cerca. Sin apartar los ojos del hombre que se alzaba amenazadoramente sobre él, afinó aún más los sentidos en dirección a la mujer. Poco después había localizado la fuente de calor que desprendía, al mismo tiempo que reconocía la fuerza pagana que latía en su corazón. Estaba oculta a unos diez metros de distancia, a su espalda, protegida por los altos arbustos de retama que crecían donde el valle se unía a las paredes rocosas.
Sintió también su miedo.
No era la primera vez que la mujer se hallaba en esa situación. La habían perseguido y se habían burlado de ella. Había visto cosas espantosas y había tenido que salir huyendo muchas veces. Y, aún peor, notó que temía que su final estaba cerca; el suyo y el de alguien a quien amaba. Su acompañante.
El viejo dolor le perforó las entrañas. Con mucho esfuerzo, lo mantuvo a raya. No era fácil fingir tranquilidad mientras notaba que una mano le perforaba el pecho y le retorcía el corazón. ¿Sería Jessie? ¿Era posible que su hermana estuviera encogida a pocos metros de él, temiendo por su vida? En medio del dolor, sintió un hilo de esperanza.
—Hay brujas sueltas por el condado —respondió el hombre de la pistola.
«Oh, sí, no lo sabes tú bien. Y pienso usar toda la magia que poseo para que nunca descubras a la bruja que se esconde a mi espalda».
—¿Cómo dice? ¿Brujas? —Lennox abrió mucho los ojos, fingiendo sorpresa. Las palabras le salieron en un hilo de voz, ya que tenía un nudo en la garganta. Trató de evaluar la situación. Tenía que proteger a la fugitiva. Los soldados habían entrado en el valle detrás de él. Si seguían avanzando, llegarían al lugar donde se escondía.
El soldado que se había acercado a Shadow había acabado de registrar las alforjas.
—Aquí no hay nada, señor. Ha dicho la verdad. Sólo lleva provisiones para uno.
Otro soldado señaló el arroyo.
—El agua está creciendo, señor.
—¿Ahora te asusta un poco de agua? —exclamó el alguacil, enfadado—. Cada vez estás peor de la cabeza.
—Usted también estaría mal de la cabeza si lo hubiera atacado un cerdo poseído, señor —murmuró el soldado.
El alguacil puso los ojos en blanco.
Lennox los escuchaba atentamente. Al parecer, la mujer llevaba un tiempo dándoles esquinazo. A pesar de saber que tenía que seguir siendo muy cauto, se quitó un peso de encima. La mujer sabía defenderse sola. De todos modos, se libraría de esos hombres lo antes posible. Haciendo acopio de sus reservas de magia, susurró entre dientes, invocando a los elementos. Instantes después, el cielo se oscureció llenándose de nubes que se acercaban a su espalda. Justo encima de sus cabezas, empezó a tronar.
—Tenemos problemas más graves —dijo el hombre, mirando al cielo. Y, tras bajar de nuevo la vista hacia Lennox, añadió—: Póngase en camino inmediatamente. Y si ve a una pareja que va a pie, desconfíe.
Con un gesto en dirección a sus hombres, se pusieron en marcha hacia sus caballos, que habían dejado en un risco cercano.
Tras ponerse de pie, Lennox se sacudió el polvo de la ropa tranquilamente. Los soldados montaron y siguieron al alguacil, que se encaminaba hacia Cupar. Tal como había esperado, la amenaza de tormenta los había hecho volver por donde habían venido. Cuando uno de los soldados miró por encima del hombro, Lennox lo saludó con la mano y se acercó a Shadow. Montó y subió al risco para asegurarse de que, efectivamente, se alejaban. Quería volver a buscar a la fugitiva, pero no hasta estar seguro de que no los guiaría directamente hasta ella. Permaneció observando hasta que los vio desaparecer en la distancia. Tenía una opresión en el pecho, pero esa vez era de esperanza. Cuando trató de acallarla para protegerse de un posible desengaño, fue incapaz.
Convencido finalmente de que los soldados no iban a volver, dio media vuelta y regresó al lugar junto al arroyo. Desmontó y aguardó inmóvil, deseando con todas sus fuerzas que se tratara de Jessie.
Esperaba que la mujer supiera que estaría segura en su compañía. Aunque tal vez no. No todos los brujos y las brujas que había ido rescatando a lo largo de los años tenían el mismo grado de magia. En realidad, cada uno tenía sus propias habilidades, distintas de las de los demás. Lennox quería hablar con la mujer, fuera quien fuese. Aunque no fuera Jessie, podría ayudarla indicándole en qué dirección se habían marchado sus perseguidores. Sin embargo, no deseaba asustarla yendo hasta su escondite y sacándola de allí a la fuerza. Si ella salía por voluntad propia, la tranquilizaría.
Al ver que no se decidía, la animó:
—Los que te persiguen se han marchado —dijo—. Estás a salvo.
Una figura salió entonces de detrás de los arbustos y se lo quedó mirando. Era una mujer joven.
Lennox permaneció inmóvil mientras ella lo examinaba con tanta atención que los pelos de la nuca se le erizaron. Tenía la cabeza y los hombros cubiertos por un chal oscuro que le ocultaba el rostro. Sin embargo, una conexión profunda e innegable se formó entre ellos. Lennox abrió la boca para preguntarle su nombre, pero se había quedado sin voz.
—Eres… —dijo ella, con la voz temblorosa—. Eres Lennox Taskill, ¿no es así?
Al oír su nombre en boca de la joven, Lennox notó que el corazón se le paraba. Fuera de su grupo nadie conocía su nombre auténtico. Sólo sus hermanas.
Un hombre alto apareció detrás de ella. Trató de protegerla, impidiéndole avanzar con un brazo.
—Jessie, ten cuidado.
«Jessie». A Lennox le pareció que sus pies perdían el contacto con el suelo. Era cierto, era Jessie.
La joven sacudió la cabeza tranquilizando a su acompañante.
—No temas, es de los nuestros. Lo noté enseguida.
Dio unos cuantos pasos hacia él y se apartó el mantón oscuro que le cubría la cabeza. Alzó la cara y lo miró.
Lennox inspiró hondo. Por un momento, le había parecido estar viendo el fantasma de su madre muerta.
—¿Jessie? —preguntó él con la voz ronca por la profunda emoción de haberla encontrado al fin.
Ella asintió y echó a correr hacia él hasta lanzarse en sus brazos.
Lennox la estrechó con fuerza. Los ojos se le llenaron de lágrimas al notar su cuerpo real, sólido —vivo, sano y salvo— entre sus brazos. Bajando la vista hacia su hermana pequeña, le costó hacerse a la idea de que se había convertido en toda una mujer.
—¿Eres tú de verdad?
—Soy yo.
—Te escapaste de Dundee. Fui a buscarte.
—Sí, me escapé hace una semana más o menos. Gregor me ayudó. Él es Gregor.
Lennox miró al compañero de Jessie. El hombre se había acercado y permanecía vigilante, con la mano apoyada en una daga con el mango ornamentado.
Volviéndose ella, preguntó:
—¿Y Maisie?, ¿está contigo?
Ella negó con la cabeza.
—No. No la he visto desde… aquel día.
No dijo nada más, pero no hizo falta. Lennox sabía que se refería al día en que habían ahorcado y quemado a su madre delante de sus propios ojos.
No era fácil ponerse al día de lo sucedido durante tantos años en un momento, pero el acompañante de Jessie les facilitó las cosas dejándolos a solas mientras iba en busca de provisiones. Bajo el refugio de un saliente rocoso, volvieron a convertirse en hermano y hermana. Mientras escuchaba el relato de la vida de Jessie durante sus años de separación, Lennox se sintió angustiado pero al mismo tiempo admirado por su tesón y su capacidad para sobrevivir en unas condiciones de vida tan duras. Por su parte, hizo un resumen breve, sin entrar en detalles, pero Jessie pareció admirada también al enterarse de que había sobrevivido al intento de acallarlo para siempre, que había regresado a las Highlands y luego había vuelto a buscarlas. Cuando le contó lo que iba a hacer a Edimburgo, la joven sonrió.
Tras meter la mano en el bolsillo, Lennox sacó dos amuletos mágicos de madera que había tallado personalmente para sus hermanas.
—Los he llevado encima todos estos años. Los hice poco después de que nos separaron. —Alargó la mano, mostrándole los talismanes—. Llévalo siempre contigo. Póntelo junto al corazón si me necesitas y acudiré a tu lado.
Jessie contempló los objetos que le enseñaba. Tomó uno de los dos y lo examinó cuidadosamente.
—Siento tu magia en él. Eres un brujo excepcional, hermano.
—He tenido muchos años para aprender y practicar, y he estado rodeado de gente con mucho talento. Tengo mi propio aquelarre.
Jessie rozó con los dedos el segundo amuleto y Lennox sintió el anhelo de su hermana por reunirse con su gemela. Luego se guardó su talismán dentro del corpiño y le sonrió.
—¿Siempre has estado sola? —Por lo que le había contado, parecía que Jessie había tenido que apañárselas sin la ayuda de nadie.
—Así es. Hasta que apareció Gregor. A veces me encontraba con alguien que parecía ser de los nuestros, pero después de lo que sucedió, me daba demasiado miedo preguntar.
Para Lennox era una tortura pensar en su hermana tan sola y vulnerable todos esos años, viviendo en una tierra que no aceptaba sus creencias.
—No volverá a ocurrir. No volverás a estar sola nunca más.
Jessie bajó la vista hacia la palma de la mano de Lennox.
—Maisie y tú estabais tan unidas… —señaló él—. ¿Alguna vez notas su presencia?
Su hermana asintió.
—No muy a menudo, pero a veces la noto. Está muy lejos de aquí. Siento que desea encontrarnos tanto como nosotros deseamos encontrarla a ella.
—¿La familia que te acogió no te contó adónde la llevaron?
—No. Si sacaba el tema de mi familia, ni siquiera me respondían. —Jessie guardó silencio y Lennox entendió que los años que había pasado con esa familia no habían sido fáciles—. Vi el carruaje en el que se la llevaron cuando al final nos dejaron bajar de los pilares de la verja de la iglesia.
—¿Un carruaje? —Eso podría ser interesante.
—Sí. Uno de esos elegantes, con escudo de armas y todo.
—¿Reconocerías el escudo si volvieras a verlo?
Jessie frunció el cejo, reflexiva, antes de responder.
—Probablemente.
—Varios de los brujos con los que he estado conviviendo son carroceros. Hemos tenido bastante trabajo en Saint Andrews durante los últimos dos años. Podríamos echarle un vistazo a su registro de escudos de armas cuando estemos a salvo, y ver qué conclusiones sacamos.
—¡Oh, Lennox, qué buena idea!
—Mantén la imagen de ese escudo de armas en tu mente y llegaremos hasta Maisie.
Su prioridad era conducirlos a todos sanos y salvos hasta las Highlands, pero la esperanza era lo último que se perdía, y Lennox vio su propia esperanza reflejada en los ojos de su hermana. Si había una posibilidad, por pequeña que fuera, de encontrar a Maisie, no la dejarían escapar. Lennox no se podía imaginar lo mal que debían de haberlo pasado sus hermanas durante todos esos años. De niñas habían sido inseparables. Él siempre había creído que permanecían juntas y que habían podido consolarse y ayudarse en su ausencia.
Cuando el tal Gregor regresó de una aldea cercana con provisiones, se habían puesto al día ya de los acontecimientos más importantes de sus vidas y de qué circunstancias los habían llevado a estar en ese lugar en ese preciso instante.
—Jessie me ha contado que eres hombre de mar —comentó Lennox mientras Gregor compartía el pan casero y el queso que había conseguido.
—Lo era. —El hombre no parecía querer dar más información de momento.
Lennox lo miró con curiosidad. Llevaba un fardo abarrotado que no perdía de vista. El brujo intuyó que era muy valioso. Gregor tenía la cara marcada por una gran cicatriz pero no parecía acomplejado ni trataba de ocultarla. Se preguntó cómo se la habría hecho, inquieto por la seguridad de su hermana.
Jessie empezó a comer con apetito, lo que animó a Lennox a imitarla.
—Iremos a Edimburgo contigo —anunció su hermana—. Te ayudaremos a encontrar a Chloris —añadió con una sonrisa.
—No puedes ir a Edimburgo —dijo el hombre llamado Gregor Ramsay. Y, volviéndose hacia Lennox, agregó—: Tomaremos la carretera hacia el norte, donde nadie la conoce y estará a salvo.
Lennox no discutió con él porque tenía razón.
No estaba seguro de que le gustara el acompañante de Jessie. El tal señor Ramsay no era uno de los suyos, aunque daba la impresión de haber aceptado sin problemas la naturaleza de Jessie, al igual que Chloris había hecho con él. Ver a Jessie y a su pareja juntos le hacía pensar en su relación con Chloris. A pesar de las diferencias en sus estilos de vida, parecía que no era imposible tener una vida en común. Lo lograrían.
Sin embargo, eso no era lo que deseaba para sus hermanas. Sabía que siempre estarían más seguras bajo la protección de un maestro brujo, alguien que no les tuviera miedo y que no pudiera usar su diferencia para atacarlas en caso de que las cosas se torcieran entre ellos. Se acordó de los jóvenes brujos de su grupo. Eran jóvenes fuertes y leales. Ese hombre, Gregor Ramsay, tenía sabiduría en los ojos, esa clase de sabiduría que sólo dan los viajes a sitios lejanos. Pero todavía no estaba seguro de si podía confiar en él.
—Tonterías —replicó Jessie—. Mi hermano necesita ayuda. Y nadie me conoce en Edimburgo.
Lennox negó con la cabeza.
—Gregor tiene razón. Deberíais dirigiros al norte cuanto antes. Estuve en Dundee hace dos días. Fui a los calabozos y hablé con varias personas. Todavía os están buscando. Están sedientos de sangre.
«Igual que los habitantes de Saint Andrews, que ya deben de estar buscando la mía en estos momentos», pensó, dándose cuenta de que ya había pasado el mediodía y de que los hombres de Keavey ya debían de haber atravesado las barreras mágicas que les habían dejado.
Ramsay parecía preocupado.
—No le contarías a nadie que eras el hermano de Jessie cuando estuviste preguntando, ¿verdad?
—No —lo tranquilizó él—. Me inventé una historia para justificar las preguntas, pero la búsqueda continúa. No son sólo esos tres que nos sacamos de encima antes los que te buscan. Son muchos más.
El rostro de Jessie se ensombreció. Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero lo pensó mejor y guardó silencio durante unos instantes. Cuando finalmente habló, lo hizo con mayor decisión.
—Sí, sabemos que nos siguen de cerca.
Jessie se rodeó el cuerpo con los brazos y su compañero se acercó a ella instintivamente para abrazarla. Ella le apoyó la cabeza en el pecho. Lennox los observó, emocionado. Después de tantos años imaginándose a sus hermanas como niñas pequeñas que necesitaban su protección, comprobó que habían crecido y habían salido adelante sin su ayuda. Jessie era una mujer fuerte y apasionada, decidida a sobrevivir. Y ahora tenía un amante, un protector para ella sola.
Cuando se volvió a mirarlo, Lennox vio la desconfianza y la sabiduría que la vida le había dado a pesar de su corta edad.
—No volveré a separarme de ti nunca, querido hermano. Además, si permanecemos unidos, seremos más fuertes. Iremos a Edimburgo juntos y te ayudaremos a encontrarla. Así, una vez hayas dado con ella, podremos viajar al norte todos juntos. —Y, sosteniéndole la mirada, añadió—: No voy a arriesgarme a perderte otra vez.
¿Cómo era posible que fuera ella la que estuviera diciendo lo que debería haber dicho él, uniéndolos en un clan una vez más? Mientras reflexionaba sobre su dilema, Lennox observó al compañero de su hermana. No parecía que fuera a cambiar fácilmente de opinión, y no lo culpaba. Tal vez acabaría gustándole ese hombre. Al fin y al cabo, había rescatado a su hermana del calabozo, y era innegable que entre ellos había un vínculo profundo. El tiempo diría si Ramsay era merecedor del afecto de Jessie. Tal vez permanecer juntos no era tan mala idea. Así, si Gregor no trataba a su hermana como ésta se merecía, él estaría allí para verlo y remediarlo.
—¿Qué opinas, Gregor? ¿Estás de acuerdo con ella?
Ramsay le dirigió una mirada astuta.
—Lo estoy, pero sólo porque las patrullas están buscando a un hombre y a una mujer. Si viajamos los tres juntos, Jessie estará más protegida y pasará más desapercibida.
—Respeto tus argumentos —replicó Lennox.
Gregor le dirigió una mirada breve pero directa, una especie de advertencia.
Lennox sonrió con ironía.
—Te fías tan poco de mí como yo de ti.
—Por lo menos —admitió Gregor con una inclinación de la cabeza.
—¡Gregor! —Jessie parecía ofendida.
Ramsay no respondió, pero continuó abrazándola con mucha fuerza.
—Te ayudaremos en tu búsqueda pero, si tengo la menor sospecha de que el alguacil de Edimburgo sabe que Jessie está en la ciudad, nos marcharemos inmediatamente.
Lennox no podía estar más de acuerdo, pero en vez de decírselo, se limitó a asentir con la cabeza.
—Me parece justo. —Sí, cada vez le caía mejor ese Gregor Ramsay—. Necesitaremos dos caballos para vosotros.
Ramsay negó con la cabeza.
—No, iremos a pie o en carruaje.
El brujo frunció el cejo.
—No será fácil conseguir un carruaje por aquí.
—Lo siento, Lennox, es culpa mía —se disculpó Jessie, avergonzada—. Me dan miedo las alturas, desde que me hicieron subir a esa columna y mirar…
Al oír las palabras de su hermana, sintió una sacudida en su interior. Una vez más, revivió aquel horrible día. Volvía a estar maldiciendo y dando patadas, mientras veía a sus hermanas subidas a los pilares de la iglesia, obligadas a observar cómo lapidaban a su madre.
—Tengo suficiente dinero para un carruaje —anunció Ramsay, devolviendo a Lennox al presente.
—Yo también, eso no será un problema. Iremos a pie hasta que podamos alquilar o comprar uno.
—Gracias a los dos —dijo Jessie con una sonrisa, aunque Lennox sintió que se avergonzaba de su carga, una carga que ninguna mujer debería acarrear.
—Bien, pues ya que estamos todos de acuerdo —siguió diciendo ella, armándose de valor—, tenemos que idear un plan para liberar a tu Chloris, dondequiera que esté.
Lennox la miró con los ojos muy abiertos. Un plan. Había estado tan ocupado entre una cosa y otra que ni siquiera había tenido tiempo de plantearse qué haría cuando llegara a Edimburgo. Tener un plan estaría muy bien, pensó, rindiéndose a la evidencia de que no era infalible y de que necesitaba la ayuda de los suyos, del mismo modo que ellos lo necesitaban a él para ayudarlos a decidir lo que más les convenía.
—Cuéntanos más cosas —lo animó Jessie—. Cuéntanos todo lo que sepas de sus circunstancias para que podamos pensar en un plan.
—Me temo que su situación no es muy distinta de la que tú viviste en aquel calabozo de Dundee, hermana. La única diferencia es que su celda es más lujosa. Tiene una vida confortable, pero es muy infeliz porque su marido la maltrata. La desprecia y la golpea porque no la ama y quiere librarse de ella.
—Oh, Lennox —susurró Jessie, cogiéndole las manos.
Él clavó la vista en el suelo, ya que la amabilidad del gesto de su hermana amenazaba con romper sus defensas emocionales. Sentía la acuciante necesidad de saber que Chloris estaba a salvo, lejos de las garras de esa bestia de marido. Se preguntó si ella podría perdonarlo, y se sintió terriblemente avergonzado al recordar que se había acercado a ella para perjudicar a su enemigo. Tenía las emociones tan a flor de piel que le costaba pensar.
—Volvió con su marido para protegernos a mí y a los demás brujos, pero su sacrificio fue en vano.
Gregor ladeó la cabeza y lo miró con más interés.
Lennox asintió.
—Sí, a estas horas los soldados estarán también persiguiendo a mi gente.
—En ese caso —replicó Ramsay, poniéndose en pie—, pensaremos en el plan sobre la marcha. Más nos vale ponernos en camino y darnos prisa en rescatar a Chloris.