19
Era ya tarde cuando el carruaje de Tamhas Keavey tomó el desvío para entrar en Edimburgo. Mientras el cochero conducía a los caballos por las afueras de la ciudad, el sol descendía por el horizonte, alargando las sombras de los edificios.
Chloris sintió que la oscuridad descendía sobre ella, tanto por fuera como por dentro. Durante la primera parte del viaje sólo había sentido el dolor de verse separada de Lennox. Ni siquiera habían tenido la oportunidad de decirse adiós, y eso la entristecía enormemente. Había pensado que haber conocido la felicidad en los brazos de él le daría fuerzas para afrontar su destino, pero sólo había servido para que la perspectiva de volver a casa de su marido le resultara mucho más insoportable. Su vida en Edimburgo le parecía ahora absurda, sin sentido. No quería imaginar siquiera lo que pasaría cuando Gavin la viese. Cada vez que trataba de prepararse para el reencuentro, su mente se colapsaba.
Todo cuanto era vital y positivo en su vida iba ligado a Lennox y al tiempo que habían pasado juntos. A medida que el viaje iba avanzando y las palabras de Tamhas retumbaban una y otra vez en su cabeza, Chloris se arrepentía más y más de sus desastrosas decisiones. ¿Cumpliría su promesa de dejar a Lennox y a los otros en paz? Se cubrió la cara con las manos, dándose cuenta de lo poco probable que era que su primo se diera por satisfecho castigándola a ella, con lo fácil que lo tenía para librarse de los habitantes de Somerled. Esa mañana, al acompañarla hasta el carruaje, la había fulminado con la mirada cuando ella le había suplicado una vez más que dejara en paz al brujo. Tamhas había fruncido el cejo y había cerrado la puerta de un golpe, antes de ordenarle al cochero que se pusiera en marcha. Luego se volvió y se dirigió a los establos. El corazón de Chloris se había encogido al verlo desaparecer. Estaba casi segura de que su primo no desperdiciaría esa ocasión para vengarse de Lennox y de los suyos. Había sido una inconsciente. No debería haberle pedido ayuda. Por su culpa, Tamhas tenía ahora una poderosa excusa para dar rienda suelta a su odio hacia Lennox y hacia todos aquellos que creían en la magia.
Se preguntó si su primo escribiría a Gavin para contarle sus fechorías. Ya no le importaba que su esposo la echara de casa. Antes esa idea la había atormentado, pero ahora era como si su vida anterior ya no contara. Sin embargo, no necesitaba que su marido tuviera otra excusa para despreciarla. «Idiota. Has sido una idiota». Y todo por unas cuantas horas de felicidad, por unos momentos robados de pasión con Lennox.
Ya apenas si se acordaba del ritual que habían iniciado. Ya no le importaba su fertilidad; sólo le importaba él. «Lo quiero tanto… Lo amo, lo he perdido y lo he dejado en peligro». Lo único que podía hacer era esperar que, gracias a su ausencia, Lennox recuperara su vida normal. Era lo único realmente importante. Chloris recordó con arrepentimiento el momento en que había entrado en la sala de estar de Somerled. Al buscar una solución a su problema, había puesto en marcha una serie de acontecimientos que ahora amenazaban la seguridad de mucha gente. Había aprendido, demasiado tarde, que una relación de pareja no afecta sólo a los dos miembros de ésta, sino también a todo su entorno. Las citas clandestinas y los besos robados tenían consecuencias.
A medida que el carruaje se acercaba a Edimburgo, la sensación de vacío y de arrepentimiento era cada vez mayor.
Una vez dentro de las murallas, los caballos aminoraron la marcha al internarse en las calles abarrotadas de gente. La joven contempló la ciudad que se había convertido en su hogar desde que se había casado. Al principio, se había considerado afortunada por haber contraído matrimonio con un hombre importante y haberse trasladado a la capital. Los primeros tiempos habían sido emocionantes. No era muy habitual que una mujer abandonara su localidad natal al casarse, pero su primo se había ocupado de concertar su matrimonio. Había conocido a Gavin a través del agente que se encargaba de vender la lana de sus ovejas. Habían trabado amistad, y Gavin le había presentado a Tamhas a muchas personas notables de Edimburgo. Por aquellos tiempos, Gavin era un importante terrateniente que acababa de enterrar a su primera esposa. Cuando su verdadera naturaleza salió a la luz, Chloris se preguntó en más de una ocasión cuál habría sido la auténtica causa de la muerte de esa mujer. Cuando se lo preguntó a su marido, éste se enfureció y se negó a responder. Con el tiempo, las amistades femeninas de Chloris se encargaron de informarla. La primera esposa de Gavin había muerto al dar a luz, cinco meses después de la boda. Tanto la madre como el bebé habían fallecido. Sus confidentes apuntaron la sospecha de que el bebé había sido concebido fuera del matrimonio, por un padre que no era Gavin. Las trágicas circunstancias que rodearon esa muerte y el desesperado deseo de Gavin de ser padre hicieron que Chloris no volviera a tocar el tema delante de su marido. El hecho de que no se quedara embarazada, cuando su primera esposa sí lo había estado, le complicó mucho la vida.
Mientras el cochero guiaba a los caballos hacia la parte antigua de la ciudad —la zona donde vivían buena parte de los comerciantes bien establecidos—, recorrieron las zonas más desfavorecidas y abarrotadas de Edimburgo. Allí, los vendedores ambulantes ofrecían sus productos en las estrechas calles, dejando el espacio justo para que pasara el carruaje. Olores nauseabundos se elevaban de los sumideros a lado y lado de las calles.
El cochero gritaba desde el pescante, avisando a la gente para que se apartara de su camino. El hombre estaba cansado, ya que Tamhas le había encargado que llevara a su prima a su casa a toda velocidad.
Mientras Chloris miraba por la ventanilla, le vino a la mente la descripción que Lennox le había hecho de las Highlands. Siempre se lo había imaginado como un lugar yermo y solitario, sólo adecuado para las ovejas y los salvajes que únicamente hablaban en gaélico, pero las palabras del brujo habían cambiado su modo de ver las paganas tierras del norte. Lo que él le había descrito era un lugar romántico, donde la gente podía vivir y amar sin ser condenados. Un lugar donde las familias, los clanes y los aquelarres de brujos y brujas eran respetados. Durante aquella fatídica última cita, Lennox le había dicho también que no sería fácil; que tendrían que labrarse una nueva vida juntos. Era un sueño que nunca se llevaría a cabo, una quimera imposible. Y ahora que se veía forzada a retomar su existencia anterior, el deseo que sentía por Lennox y por una vida a su lado se le clavaba en el pecho y se retorcía como un cuchillo.
La triste ironía de la situación hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Había estado a punto de lanzar sus recelos por la borda para fugarse con él, pero en vez de eso se veía obligada a regresar a su miserable vida anterior para proteger a Lennox y a su gente.
No se engañaba. Sabía que no podía seguir viviendo como hasta ese momento. Gavin no la quería. Hacía muchos años que había perdido el interés por ella. Chloris le había fallado a todos los niveles. Era estéril, y ahora, además, adúltera. Sabía lo que tenía que hacer. Se armaría de valor y hablaría con su marido. Sería honesta con él y se ofrecería a marcharse de casa para que no tuviera que acarrear con la carga de una esposa fracasada. Buscaría trabajo. Él podría volver a casarse y tener hijos con otra esposa. Era la mejor opción.
El carruaje se detuvo finalmente frente al patio trasero de la mansión.
Mary, la criada, ahogó una exclamación al ver a su señora en la puerta.
—Mary —la saludó Chloris, quitándose los guantes mientras entraba en la casa.
El vestíbulo —que notaba algo cambiado tras su larga ausencia— era elegante y estaba bien amueblado. Las paredes estaban decoradas con celosías pintadas, y el empedrado del suelo se veía muy pulido. Era una casa bonita y lujosa. ¿Por qué se sentía como una extraña de repente? El cochero la siguió, cargando con el baúl. Chloris se volvió hacia Mary, que seguía mirando a su señora con unos ojos como platos.
—¿Podrías encargarte de que le den de cenar al cochero de mi primo y una habitación para pasar la noche?
—Sí, señora Chloris. —Mary hizo una rápida reverencia—. No la esperábamos, señora —añadió.
—Lo sé, pero no te preocupes. ¿Está el señor Gavin en casa?
Mary parecía clavada al suelo. La joven era normalmente rápida y decidida, pero en esos momentos jugueteaba con el delantal, claramente incómoda.
Ella esperó la respuesta.
Finalmente, la criada asintió.
Chloris se volvió hacia el pasillo. A esa hora de la tarde, Gavin estaría en el salón si estaba acompañado, o en su despacho si no lo estaba.
—¿Está en el despacho?
—Sí, señora.
Chloris se percató de que Mary estaba ruborizada, como si el regreso de su señora fuera algo desconcertante.
—Eso es todo, gracias —dijo—. Ocúpate del cochero, por favor. No hace falta que me anuncies.
Y echó a andar hacia el despacho.
—Pero, señora…
Chloris se detuvo y miró por encima del hombro.
—¿Sí?
Las mejillas de Mary estaban tan coloradas como su pelo.
—Hay alguien con él… —respondió señalando hacia el pasillo con la cabeza— allí.
La incomodidad de la joven y la mirada compasiva que le dirigió hicieron que Chloris entendiera lo que trataba de decirle. Gavin tenía visita. Rápidamente, examinó las distintas posibilidades. Si se tratara de un amigo o de una visita de negocios, Mary la habría avisado de otra manera. Debía de ser alguien mucho más preocupante o arriesgado.
Se preguntó de qué podría tratarse. Tenía que informar a su marido de que había vuelto. Respiró hondo para armarse de valor. Había regresado a casa, pero no era la misma Chloris que se había marchado de allí.
—Te agradezco tu preocupación, Mary. Eres una buena chica.
Cuando la tranquilizó sonriendo y asintiendo con la cabeza, la criada se marchó rápidamente, como si se sintiera aliviada de poder retirarse.
Chloris siguió avanzando hacia el despacho. Pensó en llamar a la puerta, pero finalmente decidió no hacerlo. Empujó la manija hacia abajo y abrió. La visión que se encontró debería haberla sorprendido. Si lo hubiera visto antes de su visita a Saint Andrews, se habría quedado de piedra, pero no entonces.
Gavin estaba en el despacho y, efectivamente, no estaba solo.
La mujer se hallaba boca abajo sobre el escritorio, con la falda levantada hasta la cintura y las generosas nalgas al descubierto. Gavin estaba detrás de ella, con los pantalones bajados hasta las rodillas y una mano apoyada sobre su espalda. Con la otra mano acompañaba su erección.
Tenía la cara contorsionada y los ojos entornados, por lo que no se dio cuenta de que la puerta se abría. La mujer, en cambio, estaba tumbada sobre la mesa con la cara vuelta de lado en dirección a la puerta. Tenía los pechos al aire, pegados a los papeles desperdigados, y su abundante pelo castaño suelto sobre los hombros. Era una mujer atractiva, de piel morena, cuyos ojos parpadearon inseguros al verla aparecer en la puerta.
Chloris se preguntó si sabría quién era ella. Sospechaba que sí.
La mujer de pelo castaño levantó la cabeza como si quisiera advertir a Gavin de su llegada, pero éste gruñó con fuerza a su espalda. Antes de que ella pudiera avisarlo de la presencia de la intrusa, Chloris salió del despacho y cerró la puerta silenciosamente.
Sintió una extraña calma.
Ésa era la razón de que Gavin la hubiera enviado a casa de su primo. No es que estuviera preocupado por su salud ni que quisiera que visitara a sus parientes. Quería poder llevarse a su amante a casa. Hacía tiempo que Chloris sabía que tenía una amante, pero hasta ese momento se había comportado de un modo razonable, viéndose con ella en las habitaciones que había alquilado en la otra punta de la ciudad.
Nunca lo había visto con otra mujer. Y ahora que lo había hecho, no la afectaba en lo más mínimo. En otra época habría sido la gota que colmara el vaso, demostrándole lo inútil de su existencia: una farsa de esposa que no podía tener hijos. Había aportado dinero al matrimonio, pero nada más. Sin embargo, ahora le demostraba lo acertado de su decisión de aferrar con fuerza las horas de felicidad que había pasado al lado de Lennox. El atractivo brujo había encendido una hoguera dentro de ella. La había cambiado. Había extraído de lo más hondo de su interior una parte esencial de sí misma que había estado escondida y que nunca volvería a hundirse del todo. La sensación de calma que se había apoderado de la joven le dio ánimos para seguir adelante con su plan.
Gavin quería instalar a su amante en casa.
Chloris le daría la libertad que necesitaba para hacerlo.
Al día siguiente, Lennox volvió a cruzar el Tay de regreso hacia Fife. Al atardecer, atravesaba el bosque por el camino que lo llevaría a Somerled. La noche estaba cayendo. Estaba cansado, ya que no había pegado ojo en la posada de Dundee la noche anterior, pero descansar no era su prioridad. Sobre su cabeza se cernían nubes amenazadoras y no podía quitarse de encima la sensación de que algo no iba bien.
Deseaba con todas sus fuerzas ver a Chloris, aunque la necesidad de seguir buscando a Jessie también era muy poderosa. Tenía que convencer a Chloris de que no había cambiado de idea sobre su futuro juntos. De madrugada, volvería a ponerse en marcha. Haber estado tan cerca de encontrar a Jessie le había dado esperanzas renovadas. Y se había quitado un gran peso de encima al saber que seguía con vida y que había sido capaz de escapar por sus propios medios, librándose de ser juzgada y ejecutada. No obstante, tenía miedo de que, asustada, se ocultara tan bien que no fuera capaz de volver a encontrarla. Dondequiera que fuera, permanecer oculta era vital. A pesar de que deseaba dar con ella, esperaba que nadie más fuera capaz de hacerlo. Especialmente los cazadores de brujas hambrientos de muerte. «Por favor, que esté a salvo».
¿Quién sería el hombre que la había ayudado a huir? Lennox deseó que fuera uno de los suyos, alguien que siguiera protegiéndola y cuidando de ella. Al día siguiente enviaría a su gente a buscar información sobre Jessie a ese lado del río Tay.
Al bordear Saint Andrews y acercarse a Somerled, la premonición de que algo no iba bien se intensificó rápidamente. Sintió que su grupo de brujos y brujas lo estaban llamando para que se diera prisa en regresar.
Nervioso, aceleró el paso.
En ese instante sintió la magia que brotaba del suelo. Bajo las pezuñas del caballo notó que alguien había pronunciado un conjuro. Shadow resopló. Una gran tensión emanaba del animal. Lennox aguzó la mirada y reconoció uno de los hechizos de protección, de los que usaban para mantener a los enemigos alejados. Sin hacer caso, siguió avanzando. ¿Para quién lo habrían preparado? Cada vez estaba más preocupado. Definitivamente, algo iba muy mal.
—Ya casi estamos en casa, chico. —Shadow se estremeció cuando Lennox le acarició el cuello. El caballo conocía el camino a la perfección, pero había algo amenazador en el aire que la bestia notaba tan bien como el brujo.
Cuando llegaron frente a Somerled, Lennox vio la luz de un par de velas en las ventanas. Glenna y Ailsa siempre colocaban velas allí para guiarlo de vuelta a casa cuando estaba de viaje. Sin embargo, esa vez no las habían colocado sólo para que él pudiera ver. Había muchas velas repartidas por la zona de acceso a la casa, donde vio a varias figuras que se movían. Entraban y salían, acarreando cosas. Reconoció a Glenna, Lachlan, Ailsa y los demás. El mayor de los carros que poseían estaba frente a la puerta. Era el carro que sólo usaban para cargar la comida y los materiales que necesitaban para la construcción de los carruajes. Dos de los hombres más jóvenes estaban cubriéndolo todo con mantas y asegurándolo con cuerdas.
Lennox desmontó sin esperar a que Shadow acabara de detenerse y, con un golpecito en la grupa, lo dirigió hacia el abrevadero. Glenna, que fue la primera en verlo, se acercó a él.
—¿Qué ha pasado?
—Me alegro de verte de vuelta —respondió ella, limpiándose las manos en el delantal—. Tenía miedo de que no llegaras a tiempo. —Respiraba con dificultad debido al esfuerzo que había estado haciendo—. Es Keavey. Cuando Ailsa llevó tu carta allí, la descubrió.
Lennox la agarró con fuerza por el hombro.
—¿Le ha hecho daño?
Glenna negó con la cabeza.
—No, pero la amenazó con llevarla al patíbulo si no le entregaba tu carta.
Lennox sintió que se le helaban las entrañas. Si Tamhas se había apoderado de la carta, sabría que Chloris y él habían estado reuniéndose en secreto. Maldiciendo para sus adentros, apretó el hombro de Glenna con más fuerza.
—Ailsa estaba muerta de miedo, Lennox. No pudo hacer otra cosa.
Él alzó la cabeza y vio que la muchacha seguía cargando el carro junto a los demás. Cuando ella se dio cuenta de su presencia, bajó la cabeza, avergonzada.
—No estoy enfadado con ella. Estoy enfadado conmigo mismo por haberle dado la carta y haberla puesto en peligro. Soy un estúpido, indigno de vuestra lealtad. No debería haberla puesto en esta situación.
Glenna lo hizo callar.
—No te preocupes. Estamos listos para irnos. Ha llegado el momento. Y tu mujer está a salvo. Keavey la ha mandado de vuelta a Edimburgo.
«De vuelta a Edimburgo».
A casa de su despreciable y brutal marido.
Maldiciendo, Lennox alzó la cara hacia las estrellas, preguntándose si la enmarañada red de su vida podría complicarse aún más. ¿Por qué estaba condenado a fracasar siempre que trataba de mantener a las mujeres de su vida a salvo? Se había jurado no permitir que ningún hombre volviera a tratar a Chloris con la brutalidad con que la habían tratado en el pasado, pero no le daban la oportunidad de mantener su promesa.
La vida le asestaba un nuevo golpe.
—Créeme, Edimburgo no es un lugar seguro para Chloris —dijo mirando a Glenna.
La mujer, que no le quitaba los ojos de encima, vio que estaba francamente asustado por su amante.
Lennox empezó a caminar de un lado a otro, atormentado por la idea de que Chloris se hubiera visto obligada a volver a casa del energúmeno que la había golpeado tan cruelmente. Si Keavey no se hubiera enterado de su relación con él… Era un giro de los acontecimientos particularmente amargo, ya que, al principio, Lennox se había acercado a la joven pensando en la reacción de su primo cuando se enterara. Incluso había deseado estar presente en ese momento para verle la cara. Pero después de todo lo que había pasado entre ellos, sufría por Chloris, a la que amaba con toda su alma.
Y sufría por todos los demás. Al parecer, sus actos irreflexivos los habían expulsado de su casa.
—¿Os marcháis?
—Sí. Keavey amenazó a Ailsa. Dijo que reuniría pruebas para acusarnos a todos aunque fuera lo último que hiciera en la vida, y que nos llevaría a la hoguera. Nos reunimos para discutirlo y tomar una decisión. Luego, Maura Dunbar vino a advertirnos. Había oído a Keavey gritarle a su prima. La pobre Maura se sentía culpable porque había sido ella la que le había hablado a Chloris de Somerled. La criada dijo que la había oído llorar en la habitación. Al entrar, ella le contó que le había pedido a Keavey que nos dejara en paz. Éste aceptó, a cambio de que ella volviera con su esposo.
«Chloris…» Lennox sintió que el dolor le partía el pecho en dos como un cuchillo. No soportaba pensar en ella de ese modo, tan disgustada. Le costó un gran esfuerzo contener el odio que sentía hacia Tamhas Keavey.
—Luego, cuando Maura se marchó, Lachie y yo estuvimos hablando. Ambos coincidimos en que Keavey no se olvidará del tema por mucha supuesta promesa que le hiciera a su prima. Era imposible que no usara la información que tenía contra nosotros. Lachie fue a Saint Andrews a hacer averiguaciones. Keavey ya ha estado en la ciudad y le ha pedido al alguacil que convoque reunión del consejo a primera hora de la mañana. Ha hecho correr la voz de que el mal se esconde en el bosque y que mañana por la mañana vendrá con el alguacil a sacarnos de aquí para llevarnos ante la Justicia. Keavey está reuniendo a un grupo de hombres para una batida matinal.
El enfado de Lennox se volvió hacia sí mismo al darse cuenta de que había perdido el control y le había fallado a la gente que había confiado en él. Les había fallado a todos. ¿Cómo había podido pasar? Con la noticia tan fresca del encarcelamiento de su hermana, las novedades sobre Keavey y Chloris hicieron que un odio intenso y poderoso se adueñara de él. De no ser por lo preocupado que estaba por Glenna y los demás, se habría puesto a aullar de rabia.
—Cuando Lachlan regresó —siguió contando Glenna—, decidimos prepararnos para marcharnos de madrugada. No había tiempo. Tuvimos que tomar una decisión sin ti.
—Habéis hecho lo correcto. Si partís de madrugada, les sacaréis una buena ventaja. Keavey no puede actuar por su cuenta. Necesitará la aprobación del consejo y el poder de los hombres del alguacil. No llegarán aquí hasta media mañana por lo menos.
—¿Hay novedades sobre tu hermana? —preguntó Glenna con cautela.
Lennox respiró hondo.
—No estaba. Pudo escapar antes del juicio, por suerte.
Ella lo aferró del brazo.
—¿Lo ves? No pueden con nosotros —dijo con los ojos brillantes, tanto por confortarlo a él como para darse ánimos a sí misma.
Lennox sintió el alivio de Glenna. El hecho de que una de ellos hubiera tenido que huir y esconderse no debería ser una buena noticia, pero para ella era algo esperanzador, algo a lo que aferrarse. El historial de torturas y muertes entre aquellos que practicaban sus habilidades en las Lowlands era demasiado extenso y sórdido. Echó un nuevo vistazo al carro donde los suyos depositaban sus objetos más preciados.
—Estáis preparados —susurró, más para sí que para los demás.
Sabía que no les resultaría fácil. El grupo de brujos y brujas que había acogido bajo su protección provenían de lugares distintos. Los había de Saint Andrews y sus alrededores, pero otros eran de más lejos, como él. Durante un tiempo había creído que allí podrían estar a salvo. Bajo la apariencia de comerciantes respetables, podrían ganarse la confianza de la gente antes de poder ejercer su auténtica vocación sanadora. No obstante, ahora tenían que volver a recoger sus pertenencias y ponerse en camino a toda prisa hacia las Highlands, un terreno agreste y desconocido para ellos.
Glenna asintió.
—Sí, nos has preparado bien. Hace tiempo que estamos listos.
Al menos, Lennox podía dar gracias por algo. Ahora ya sólo tenía que elegir entre seguir el rastro de su hermana, proteger a Chloris o ayudar a su gente a huir hacia el norte.
Estaba roto por dentro, ya que sus lealtades tiraban de él en tres direcciones distintas. Al mirar a ese grupo de gente, supo que eran mucho más que sus compañeros de aquelarre. Eran su familia, su clan, aunque no los unieran lazos de sangre. Eran un grupo de gente que se habían congregado para ayudarse y protegerse. Harían el viaje al norte juntos y llegarían bien. Se reuniría con ellos allí.
Lo que significaba que Lennox ya sólo tenía que elegir entre Jessie y Chloris.
Sintió unas punzadas de dolor detrás de los ojos y los cerró.
En ese momento, vio de nuevo las cicatrices de la espalda de Chloris y se le hizo un nudo en el estómago. Sintió la bilis en la garganta al recordar que el cabrón de Tamhas Keavey la había enviado de vuelta a casa del cruel marido que tan mal la había tratado.
Jessie no estaba sola, y tenía la magia para protegerse. Estaba decidido a encontrarlas a ambas, pero debía ir a ayudar a Chloris en primer lugar. Era una decisión muy difícil. La más difícil que había tomado en la vida, pero la lógica le decía que era la correcta. Alzó la cara hacia el cielo, vio la luz de la luna abrirse camino entre las nubes y supo que tenía que ir junto a su amada cuanto antes. Con el tiempo ya lograría ensamblar las otras piezas de su vida: encontraría a sus hermanas y se reuniría con su gente.
—¿Le habéis cortado el paso a Keavey?
—Sí. Lachlan envió a tres mujeres para que tejieran hechizos entre Somerled, la casa de Keavey y las carreteras de acceso a Saint Andrews. No lograrán mantenerlo a distancia mucho tiempo, pero al menos le complicarán un poco las cosas.
Lennox estaba muy orgulloso de ellos. Se habían reunido, habían tomado una decisión y habían actuado. Habían hecho todo lo que él habría hecho. Y, probablemente, mejor de lo que él habría sido capaz en su presente estado. No sabía si estaba sufriendo una racha de mala suerte o si todo se debía a sus desafortunadas decisiones.
—Daos prisa. Coged sólo lo imprescindible: las herramientas y lo necesario para realizar los hechizos.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Glenna, preocupada.
—Sé lo que debería hacer, que es ir a buscar a Keavey y darle su merecido.
—No, Lennox, no te dejes llevar por la ira. Sólo conseguirás ponerte en peligro y darle una razón para acabar con todos.
Lennox se quedó mirando a Glenna al darse cuenta de la gran sabiduría que encerraban sus palabras. Haberse enterado de que Chloris volvía a estar bajo el mismo techo que el hombre que casi la había matado de una paliza le impedía actuar con prudencia.
Glenna le cubrió entonces la mano con la suya, transmitiéndole calma y fuerza vital.
—No nos iremos hasta asegurarnos de que no vas a ponerte en peligro. —Esperó un poco para que Lennox se tranquilizara antes de insistir—: ¿Qué vas a hacer?
Él le apretó la mano. Era lo más parecido a una madre que había tenido desde que la suya había sido asesinada.
—Tengo que hacer un último intento de encontrar a Jessie, pero antes debo ir a Edimburgo a buscar a Chloris.
—Entonces, va en serio. Realmente amas a esa mujer —dijo Glenna con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios.
—Sí, así es.
—Entonces, debes encontrarla y decírselo.
Lennox asintió. No se lo había dicho lo suficiente. Le había hablado de deseo y del destino, de forjar un nuevo camino para ambos, pero no le había dicho exactamente lo mucho que significaba para él.
—Tienes razón. Debo ir a Edimburgo, pero antes os ayudaré a recogerlo todo. No debe quedar nadie aquí cuando amanezca.
Mientras se dirigía a la casa a grandes zancadas, Ailsa dejó lo que estaba transportando y se acercó a él. Apoyándole la mano en el brazo, hizo que se detuviera.
—Lo siento mucho, Lennox. Traté de evitar que me quitara la carta, pero es más fuerte que yo. Me provocó y me amenazó con llevarnos a todos al patíbulo si le daba la prueba que necesitaba. Parecía que quisiera que le mostrara mi auténtica naturaleza.
—No me extraña nada. Lleva mucho tiempo tratando de conseguir una prueba.
Lennox recordó la conversación que habían mantenido el día en que había solicitado pertenecer al consejo. Para Keavey, habían llegado demasiado lejos. No pensaba consentirlo de ninguna manera.
Ailsa miró hacia arriba, buscándole los ojos.
—Podría haber usado la magia para esconder la carta o destruirla, pero habría sido peor. No quiero ni pensar en lo que nos habría hecho. A nosotros y a ella.
Era obvio que estaba preocupada por su opinión.
—Nunca le haría daño a alguien a quien amas —añadió—. Créeme.
La última vez que habían hablado, habían discutido sobre Chloris. Ailsa se había mostrado celosa. Lennox la miró a los ojos, esos ojos tan misteriosos y cargados de magia, y supo sin el menor rastro de duda que decía la verdad.
—Te creo —le dijo.
A la muchacha empezó a temblarle el labio inferior mientras una gruesa lágrima le rodaba por la mejilla.
Lennox la abrazó.
—No llores, por favor. Pronto estarás a salvo en las Highlands.
Al bajar la vista hacia sus ojos empañados, tuvo una visión de las montañas y los valles de su tierra natal.
—Tú, más que nadie, te sentirás allí como en casa.
Ailsa le sonrió con esfuerzo.
—Vamos, debemos darnos prisa. Os ayudaré a cargar el carro y luego me marcharé. No debemos dejar nada a la vista que Keavey o el alguacil puedan usar como prueba.
Trabajaron juntos toda la noche. Cuando el cielo empezó a clarear, los carros estaban cargados y todos estaban listos para ponerse en camino. Lennox oteó el horizonte. Había llegado la hora. En la casa no quedaba nada que pudiera hacer sospechar de su relación con la magia, y los papeles que Lennox había presentado varias veces al consejo de Saint Andrews ardían en el fuego.
El ánimo general era de estoicismo.
—Es hora de irse —anunció Lennox. Tomó las riendas de Shadow, que levantó la cabeza—. Avanzad tierra adentro hasta Perth. Una vez allí, dirigíos al norte hasta Inverness. Aseguraos de llevar siempre provisiones. Si no me reúno con vosotros en el camino, esperadme en Inverness.
Montó en su caballo y dirigió una última mirada a Somerled.
—Protegeos los unos a los otros —les dijo—. No desfallezcáis. Os encontraré, no lo dudéis.
—Estaremos contigo en espíritu —apuntó Lachie—, hasta que te reúnas con nosotros.
—En Inverness —insistió Lennox.
Glenna asintió.
—Cuídate, niño querido.
Con esfuerzo, Lennox apartó la vista de la casa y de los que habían sido sus ocupantes hasta ese momento. Cuando Keavey fuera a buscarlos, ya haría rato que se habrían marchado. Por suerte.
Tras hacer girar a Shadow, lo puso rápidamente al galope, como tantas otras mañanas cuando había ido a buscar a sus hermanas, y más recientemente, con Chloris. Chloris, su pareja, su amante, la dueña de su corazón. Se dio cuenta con ironía de que la madre naturaleza le había asignado ese papel, el papel de cazador que debe pasarse la vida persiguiendo a sus seres queridos. Saber que eso era lo que el destino esperaba de él sólo logró reforzar su convicción.
Las encontraría a todas. Tenía que hacerlo.