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Saint Andrews, Escocia, 1715
Chloris Keavey espoleó a su caballo para que se adentrara más a prisa en el bosque, al tiempo que se preguntaba si había perdido el juicio, puesto que el sitio que buscaba era el refugio sombrío y ominoso donde los brujos y las brujas de la zona se reunían bajo la protección de su líder. Era un asunto peligroso, y al ver por fin la casa, un escalofrío le recorrió la espalda. Construida en piedra y cubierta de hiedra, se fundía en su entorno, tan salvaje y amenazadora como el propio bosque.
—Espero que mi misión no esté condenada al fracaso —murmuró, preparándose para lo que pudiera encontrarse.
Chloris se acercó a la casa con una mezcla de decisión y desconfianza, ya que era su última oportunidad pero, al mismo tiempo, la tarea entrañaba un enorme riesgo. La gente que habitaba ese lugar practicaba magia prohibida, a pesar de la amenaza de persecución y muerte que pendía sobre sus cabezas. ¿Quién estaba más loco?, ¿los que desafiaban la ley promulgada por el rey Jacobo VI de Escocia o ella misma, por ir a pedirles ayuda?
Una brisa barrió el bosque, sacudiendo los altos árboles que rodeaban la vivienda. Las primeras hojas y capullos de la primavera eran más abundantes en esa zona, por lo que los árboles arrojaban más sombra con la que ocultar la casa. La noche se acercaba. La única señal de bienvenida era una vela colocada tras un ventanuco junto a la puerta de madera maciza.
La joven desmontó y ató las riendas del caballo a la rama de un árbol antes de dirigirse a la casa. Al aproximarse, pudo ver los establos y otras dependencias medio escondidas entre los árboles. Allí era donde oficialmente desempeñaban su trabajo: la construcción de carros y carruajes, una actividad que en realidad era la tapadera de otras prácticas que se llevaban a cabo en la finca. Chloris vio unas letras talladas en la madera justo encima de la entrada: «Somerled». Aunque de hecho no sabía qué significaba, no sonaba amenazador.
Llamó a la puerta y le abrió una mujer joven, que levantó el candelabro que había cogido de la ventana y lo sostuvo en alto para ver la cara de la recién llegada.
—¿Qué o a quién está buscando? —inquirió al tiempo que la examinaba con precaución.
«¿Será una criada o una de ellos?», se preguntó Chloris. La muchacha no llevaba nada que le cubriera la cabeza, y el pelo le caía libremente sobre los hombros. Tenía los ojos de un color poco habitual, grises como la bruma. Aparte de eso, era una joven normal, como cualquier otra.
—Me han dicho que una… —Chloris se interrumpió. Había estado a punto de decir la palabra «bruja», pero era consciente de que no podía decirla en voz alta—. Me han dicho que una persona sabia vive aquí. Alguien que podría aconsejarme sobre un asunto… íntimo.
—¿Qué clase de asunto íntimo? —La joven miró por encima del hombro de Chloris para asegurarse de que estaba sola.
Ya le habían dicho que tendría que especificar cuál era su problema para que la dejaran entrar en la casa, así que estaba preparada. De todos modos, le resultaba difícil decir en voz alta de qué se trataba, sobre todo delante de una completa desconocida. A pesar de que ella se sentía realmente incómoda, la mujer que le había abierto la puerta ni siquiera pestañeó.
—Me han contado que su líder puede influir sobre la… fertilidad de las mujeres.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Maura Dunbar.
Al oír el nombre de su contacto, la muchacha asintió y, de inmediato, se hizo a un lado y le indicó con la cabeza que pasara.
—Un momento. Avisaré que está aquí.
Chloris aguardó en silencio. Al volverse hacia el ventanuco, vio que la noche estaba cayendo rápidamente. Debía estar de vuelta en Torquil House a la hora de la cena si no quería levantar sospechas. Todavía estaba a tiempo de marcharse. Podría desaparecer en la creciente oscuridad y regresar a la seguridad de la casa de su primo.
«No. Debo quedarme. Tal vez puedan ayudarme».
El riesgo era grande, pero no tenía muchas más opciones. Estaba dispuesta a probarlo todo, lo que fuera. Chloris Keavey, esposa de Gavin Meldrum de Edimburgo, estaba decidida a no dejarse acobardar.
Antes de que pudiera cambiar de parecer, la joven que le había abierto la puerta regresó y le indicó con un gesto que la siguiera a la sala de estar. Chloris fue tras ella con desconfianza. Una vez en la habitación, comprobó que no se parecía en nada a lo que había esperado. Era un lugar cálido y bien amueblado. El acogedor aroma de la turba quemándose en la chimenea llenaba la estancia.
Aparte del fuego, la única luz provenía de la vela que llevaba en la mano la mujer. Ésta señaló con la cabeza hacia un lugar cercano a la lumbre.
—Los dejo solos para que hablen de sus cosas.
Un instante después había desaparecido, llevándose consigo la vela.
Cuando la puerta de la sala se cerró, Chloris miró a su alrededor. Transcurrieron unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz de las brasas. Al cabo, vio que había unas cuantas sillas de madera maciza alrededor del fuego y una biblioteca bien provista de libros junto a la chimenea. Al otro lado se apilaba un generoso montón de turba. Las losas de delante del fuego estaban limpias y brillaban a la luz del fuego.
Casi inmediatamente se dio cuenta de que no estaba sola.
Había alguien sentado en las melancólicas sombras más allá de la chimenea. La sensación de que la estaban observando la alertó de su presencia. Chloris no distinguió de quién se trataba, y la otra persona no se lo puso fácil, puesto que permaneció oculta y en silencio, observándola.
Se agarró las manos con fuerza para que no se notara que estaba temblando. Cuando era niña su padre le había enseñado que nunca debía mostrar que estaba asustada. Tragando saliva, se recordó que no era una mujer miedosa. A pesar de las espeluznantes historias que había oído contar sobre las brujas, la casa emanaba una cierta aura de sofisticación, de grandeza incluso. Tal vez la anciana sería amable con ella. Al fin y al cabo, llevaba muchos años protegiendo a los demás brujos y brujas. Por algo sería. Chloris sabía muy poco de esa gente. Había ido allí animada por la conversación entre dos criadas que había oído por casualidad. Cuando se había quedado a solas con Maura, la desesperación la había empujado a preguntarle dónde podría encontrar a esos brujos de los que hablaban. No obstante, ahora que estaba allí, se acordó de todas las historias de brujas que había oído contar hasta ese momento y se sintió incómoda. No admitiría que estaba asustada. Había tomado la decisión de ir a la casa del bosque y se mantendría firme hasta el final.
Tosió un par de veces y dio unos pasos acercándose a la chimenea. A continuación forzó la vista tratando de distinguir los rasgos de la persona que estaba sentada en la butaca al otro lado del fuego, pero no lo logró.
—Buenas tardes —titubeó.
A modo de respuesta, unas botas seguidas de unas largas piernas se extendieron en su dirección.
Chloris se las quedó mirando con incredulidad. ¿Un hombre? No podía ser. Había esperado encontrarse con una mujer madura que pudiera ayudarla con su problema o, al menos, alguien con quien poder hablar de temas femeninos. Pero, en vez de eso, se encontraba con un hombre sentado lánguidamente en su sillón, con la actitud propia de un noble.
Luchó por mantener la compostura, pero el corazón le latía desbocado en el pecho. Aunque le había dado muchas vueltas al tema, jamás podría haber imaginado algo así. Chloris era una mujer muy práctica y, aunque dudaba de que las artes prohibidas de las brujas pudieran ayudarla a concebir, había pensado que una mujer anciana y sabia podría darle algún buen consejo.
—Buenas tardes —le respondió una voz grave y profunda.
Un escalofrío le recorrió la espalda, ya que seguía sin ver el rostro del hombre. Cuando él movió la mano, vio que sostenía un vaso de vino tinto.
—Por favor, siéntese y cuénteme qué le preocupa —dijo echándose hacia adelante en el sillón.
Chloris contuvo el aliento cuando finalmente vio su cara a la luz del fuego. Tenía un aspecto fiero y salvaje debido a sus rasgos angulosos, y las negras cejas enarcadas no lograban ocultar el brillo de sus extraños ojos azules. La firmeza de su boca y el fulgor canalla de su mirada eran signos inequívocos de una naturaleza sensual. Las pocas dudas que le quedaban sobre la veracidad de los rumores que había oído se disiparon. Todo el mundo conocía el temperamento carnal de aquellos que practicaban la brujería. Ante una mujer, Chloris habría sido capaz de ignorar los signos de lascivia o disipación, pero ¿cómo iba a hacerlo ante ese hombre? No podía apartar los ojos de los suyos, a pesar de que su instinto le ordenaba que saliera corriendo de allí.
—Discúlpeme, señor. He cometido un error al venir aquí.
Él se levantó, frunciendo el cejo.
—¿Por qué?
Chloris dio un paso atrás, fundiéndose de nuevo con las sombras.
Él pestañeó y la observó con más atención.
Ella trató de bajar la vista, pero había algo que la empujaba a seguir mirándolo. Era un personaje impresionante, de aspecto grande y fuerte. Llevaba una chaqueta con faldones de color rojo intenso, bajo la que asomaba un chaleco entallado. En las muñecas llevaba encaje de calidad aunque discreto, en absoluto ostentoso. Los pantalones bombachos resaltaban la fuerza de sus músculos, y las medias de lana y las botas con hebilla metálica llamaban la atención sobre su gran altura. A pesar de que iba vestido con ropas elegantes, no llevaba peluca. El pelo negro, suelto, le acariciaba los hombros. En resumen, era peligrosamente atractivo.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, Chloris respondió:
—Lo he pensado mejor y creo que no es usted la persona adecuada para ayudarme con mi problema.
Él dio entonces un paso en su dirección al tiempo que le dedicaba una sonrisa cómplice.
—Si un alma acude a mí tengo la obligación de socorrerla, siempre y cuando esté en mi mano. Al entrar en esta casa, usted ha acudido a mí.
—No. —Chloris siguió retrocediendo, pero cuanto más se alejaba, más cerca parecía estar él. Se alzaba amenazadoramente sobre ella, clavándole una mirada brillante y decidida.
—¿Por qué no? —insistió él. Sus modales eran descarados, rayando en la mala educación. Vació el vaso de un trago y lo dejó en una mesa cercana. Sus ojos tenían un brillo travieso. Parecía ser consciente de la incomodidad de la joven, y de la causa de ésta.
—No me apetece hablar de temas tan íntimos con un hombre. —Un hombre que, a juzgar por su aspecto, era varios años más joven que ella.
—Hombre o mujer, todos podemos ayudarnos. Yo no la trataré de manera distinta por ser una mujer si usted no me trata de manera distinta por ser un hombre —replicó él, divertido—. Somos iguales en nuestra humanidad, ¿no cree?
Las palabras del desconocido la sorprendieron. No eran las que había esperado oír de labios de un rebelde que vivía prácticamente al margen de la ley. Y, desde luego, no había esperado oír nada parecido de boca de ningún hombre. La experiencia le había enseñado que los hombres siempre estaban dispuestos a denigrar a las mujeres para sentirse ellos mismos más importantes. Nunca las situaban a su mismo nivel. Aunque probablemente eso era lo que pretendía: sorprenderla.
Mientras hablaban, él caminaba a su alrededor al tiempo que la observaba de la cabeza a los pies. Su mirada permaneció más tiempo del necesario sobre la chaqueta de montar, como si fuera capaz de ver lo que había debajo.
—Ya sé cuál es el problema que la ha traído hasta aquí. Se lo ha contado a Ailsa, ¿no es así?
Chloris se ruborizó.
Ailsa debía de ser la mujer que le había abierto la puerta. Y, sin duda, cuando había ido a la sala a avisar de su llegada le habría contado al brujo lo que le había dicho. Eso, unido a la mirada descarada del extraño que caminaba a su alrededor, la hizo sentirse humillada. Aunque necesitaba ayuda desesperadamente, no podía discutir sus problemas maritales con un hombre tan joven. Un hombre que algunos decían que era un aliado de las fuerzas oscuras.
Había cometido un error al ir allí. Arrepintiéndose de ello, se volvió y se dirigió hacia la puerta.
Sin embargo, él se lo impidió colocándose ante la puerta cerrada.
Chloris inspiró hondo y se olvidó de soltar el aire. Acorralada, se defendió atacando:
—¿No tiene miedo de que alguien alerte de la existencia de brujas tan cerca del burgo real de Saint Andrews?
Había sido un intento de desviar la atención y cambiar de tema, pero en vez de preocuparlo, pareció que la pregunta le hacía gracia.
—¿Brujas? —inquirió él con una sonrisa de medio lado mientras señalaba la sala vacía con un gesto de la mano—. ¿Qué brujas?
Ese hombre la sacaba de quicio.
—Sé que la gente viene hasta aquí buscando ayuda —prosiguió ella—. Por su conocimiento de la… magia.
—De la sabiduría ancestral —la corrigió él. Había dejado de sonreír, y Chloris vio un cierto cansancio en su expresión—. Nuestras creencias y conocimientos no son más que viejas costumbres transmitidas de madres a hijos. —Una sombra le oscureció la mirada cuando añadió—: La Iglesia y sus esbirros deberían dejar de perseguir a los que no piensan como ellos.
Chloris se conmovió al oír eso. Mucho más tranquila, añadió:
—Pero, por lo que he oído, la Iglesia sigue persiguiendo a los que son como usted. Cada vez que alguien acude a pedirle ayuda, corre un gran riesgo.
Él la observó con atención.
—Los que necesitan nuestra ayuda no tienen motivo para denunciarnos. ¿Es ésa su intención?
Al recordar el motivo que la había llevado hasta allí, sacudió la cabeza, avergonzada.
—No, yo…
Él ladeó la cabeza, como si siguiera pensando en sus anteriores palabras.
—¿Cree que debería ser más prudente con los desconocidos que dejo entrar en mi casa?
Ofendida, ella lo miró abriendo mucho los ojos.
Entonces, él se echó a reír y bajó la cabeza.
—Tal vez tenga razón. Tal vez debería ser más cauteloso. Sé que Maura Dunbar le habló de nosotros, pero no recuerdo haberla visto a usted antes. ¿De qué conoce a Maura?
Chloris lamentó haberle dado conversación, ya que ahora tenía que entrar en detalles sobre su vida.
—Trabaja como criada en casa de un amigo mío.
Para ser más exactos, Maura era la criada de su primo Tamhas Keavey. Chloris estaba de visita en su casa, pero no le apetecía involucrarlo en eso. Tamhas era un importante terrateniente y miembro del consejo municipal de Saint Andrews. Se sentiría horrorizado si se enterara de que su prima estaba en casa de unas personas a las que creía que había que ahorcar por sus creencias.
Sin perderla de vista, el hombre asintió pensativo.
—Muy bien —dijo, y los ojos se le iluminaron cuando añadió—: ya que Maura la conoce, confiaré en usted y permitiré que se quede un rato más en mi casa.
Chloris volvió a ruborizarse. No podía librarse de la sensación de que el hombre se estaba divirtiendo a su costa. Sin darle la oportunidad de responder, se movió veloz como el rayo y la tomó de la mano. Su rápida acción la sorprendió y le impidió reaccionar antes de que él le quitara el guante de piel y le tocara la mano desnuda.
—Veo que lleva anillo de casada.
—Sí, yo…
Él dejó el guante en el pomo de la puerta.
Chloris se lo quedó mirando. Sabía lo que significaba. La puerta ya no estaba cerrada. Podía recuperar el guante y marcharse si quería.
—Dígame, ¿quiere quedarse embarazada o evitar esa situación?
El hombre seguía sujetándole la mano y manteniéndola muy cerca. Debería haberse sentido ofendida por su pregunta, pero su voz era tan persuasiva que se sorprendió respondiéndole en un susurro:
—Deseo… quedarme… —Era su mirada, tan atrevida y sugerente, la que la hacía tartamudear. Hizo un esfuerzo para recobrar el control—. Deseo quedarme embarazada de mi marido.
Él la observó en silencio, pensativo, mientras le acariciaba la suave piel del interior de la muñeca con un dedo, atrayéndola hacia sí.
Era imposible. No encontraba la fuerza de voluntad suficiente para apartarse del brujo.
—Dígame su nombre.
Su voz era tan melódica, tan seductora…, pensó Chloris, tambaleándose.
Al ver que no respondía, él inclinó la cabeza.
—Su nombre de pila bastará.
—Chloris —susurró.
—Chloris —repitió él como explorando la palabra, memorizándola—. Chloris —dijo aún más despacio, como si estuviera saboreando el nombre, saboreándola a ella.
Las piernas le flaquearon.
Entonces, el brujo alargó la mano y ella se encogió, pensando que iba a acariciarle la cara. Tras una pausa, él le retiró una flor del cabello. Debía de habérsele enganchado en alguno de los mechones que se habían soltado del gorrito de encaje durante su escapada a caballo. Lo que hizo a continuación la sorprendió. Primero examinó minuciosamente la flor, como si ésta fuera muy importante, y luego se la guardó en el bolsillo.
—No tiene hijos.
—No. Soy estéril.
—Lo dudo —repuso él con desenfado.
Chloris se soltó al fin y recuperó el guante que él había dejado en el pomo.
—Parece que disfruta siendo usted directo, señor, pero su franqueza roza la mala educación. —Además, sus palabras le dolían. Y, entre otras cosas, le hacían dudar de su talento—. ¿Qué sabe usted de mi vida? La primera esposa de mi marido tuvo un hijo. Por desgracia, ambos fallecieron. Él volvió a casarse para asegurarse un heredero. Llevamos ocho años casados y está a punto de repudiarme.
Casi de inmediato se arrepintió de haber hablado. Lo había soltado todo de un tirón y ahora se sentía terriblemente avergonzada. Sólo Gavin y ella estaban al corriente de algo tan íntimo y humillante. Un hombre de la talla de Gavin Meldrum, con una fortuna considerable y numerosos intereses comerciales, quería un hijo y ella había sido incapaz de dárselo. A ojos de su marido, era una fracasada. Y su orgullo le impedía hablar de ello con nadie. Nunca sacaba el tema, ni siquiera ante sus amigas más íntimas, algunas de las cuales le habían sugerido maneras de quedarse embarazada, muchas de ellas totalmente inmorales e inaceptables. Chloris sospechaba que sus amigos y conocidos de Edimburgo murmuraban a sus espaldas, pero no podía evitarlo.
Poniéndose el guante, se dispuso a marcharse.
—¿Por qué se va ahora que por fin ha reunido el valor para pedir ayuda?
Era enervante que ese hombre supiera que le había costado horrores tomar la decisión de ir a verlo. Pero era obvio que lo sabía. Probablemente era un dilema para todos los que acudían allí.
Al fin y al cabo, se trataba de brujería.
—Lo más difícil ya está hecho —insistió él.
Chloris se volvió hacia él decidida a no dejarse intimidar, por muy impresionante que fuera su presencia.
—Maura me dijo que había visto a una anciana cuando vino la semana pasada. Pensaba que yo también hablaría con ella.
—Ah, entonces rechaza usted mi ayuda por el simple hecho de que soy un hombre…
Chloris abrió la boca para confirmarlo, pero lo pensó mejor. Cada vez que decía algo, se hundía más y más en esa incómoda discusión.
—La semana pasada estuve fuera. —Una sombra le cruzó los ojos—. Viajo bastante por motivos… familiares. —Su expresión era cerrada y misteriosa, lo que hizo que la joven se preguntara por la naturaleza de sus preocupaciones familiares—. Hace menos de una hora que he regresado y he estado aquí para recibirla. Es innegable que el destino lo ha decretado así.
Chloris se lo quedó mirando fijamente. ¿El destino? ¿Sería eso verdad?
Pero había algo que le preocupaba más. ¿Cómo podía sentirse intrigada por ese hombre y, al mismo tiempo, sentir una resistencia tan grande a contarle sus intimidades? Por sus estimaciones, debía de tener unos veinticinco años y, sin embargo, tenía un aspecto extrañamente antiguo, inmemorial, aunque su actitud era rebelde. Ella estaba a punto de cumplir los treinta y tenía miedo de quedarse a solas con él, sin duda porque todo en ese hombre hacía pensar en alguien de moral dudosa. Era un insurrecto, un lobo con piel de cordero. Y era demasiado sincero y directo al referirse a su problema.
—Se siente inquieta y desconfiada, señora Chloris. Y lo entiendo. Pero es una lástima porque noto que en su interior cree que tengo el poder de ayudarla. —De nuevo estaba hablando con demasiada franqueza, pero esta vez su tono de voz era más serio y compasivo.
Ella asintió.
—Sí, he venido hasta aquí pensando que podrían ayudarme. No conozco muy bien lo que hacen —aclaró, cautelosa, sabiendo que muchos pensarían que estaba loca por entrar en esa casa—, pero cuando era pequeña tuve una niñera que sabía un poco de sanación. Cuando me llevaba de paseo por la costa o el campo, me hablaba de las hierbas que encontrábamos. Me contaba qué podía curarse con cada una de ellas. La quería mucho y ella me quería a mí.
Eso pareció picar la curiosidad del dueño de la casa.
—Cuénteme más cosas sobre ella.
Chloris regresó a la infancia con el pensamiento.
—Llevaba cintas de color escarlata en las muñecas. Decía que servían para aliviar el reumatismo.
—¿Lo creía?
—Sí, decía que le aliviaban el dolor. Pero otros aseguraban que las cintas eran una marca de su… —bajó la voz hasta convertirla en un susurro— alianza con el diablo.
Él asintió.
—Pero a usted no le daba miedo. Por eso se ha atrevido a venir aquí esta tarde.
—He venido porque estoy en un aprieto. No he visto otra salida. —Alzó la barbilla. No estaba acostumbrada a compartir intimidades con nadie—. Sin embargo, admito que es por Eithne, mi niñera, por lo que he creído que podía valer la pena la visita.
Él la observó atentamente.
—Cuénteme. ¿Qué le sucedió a su niñera?
Ella contuvo el aliento. No esperaba esa pregunta, y de nuevo se arrepintió de haber compartido esa parte de su historia con él. No obstante, los ojos del brujo seguían clavados en ella, exigiéndole que respondiera, y que respondiera la verdad. Obviamente, si le negaba la información que le pedía, él se negaría a ayudarla.
Respiró hondo.
—Una horrible tos se llevó a casi toda mi familia. Unos dijeron que me había protegido a mí porque era su favorita. Otros la acusaron de no haber querido salvar al resto de la familia. —Hizo una pausa—. Mi tutor la echó de casa.
Había sido Tamhas Keavey quien la había echado, el mismo en cuya casa se hospedaba ahora, aunque eso no venía a cuento. En aquella época, ella era una niña, la pupila de Tamhas. Por aquel entonces su primo tendría unos veinte años, y había sido el único pariente dispuesto a acogerla cuando sus padres murieron.
El brujo seguía observándola atentamente.
—Pero usted no cree que fuera responsable de sus muertes.
—No, claro que no. Eithne no pudo curarlos. Pero ella sabía cosas. Cuando rezaba, pedía por mí en sus plegarias, susurrando palabras que no entendía. —Al ver el interés en los ojos del brujo, añadió—: Me dijo que estaría a salvo de la tos.
Había sido algo mucho más grave que una simple tos lo que se había llevado a su familia. Sabía que hablaban así en su presencia para no preocuparla, para enfrentarse al miedo y al dolor. Chloris reprimió otros recuerdos dolorosos. Recuerdos sobre cómo su primo y tutor había llamado a Eithne «esclava del demonio» mientras la echaba de casa. Ella, que respetaba mucho a su primo mayor, había dudado, pero nunca había podido creer sus acusaciones.
Volviendo al presente, alzó la cabeza. Al encontrarse con la mirada del desconocido, tuvo la extraña sospecha de que sabía exactamente lo que estaba pensando.
—Cuando Eithne me daba la mano, siempre era feliz.
—Era una mujer que respetaba la sabiduría ancestral —dijo él en voz baja.
Chloris se sintió reconfortada. ¿Se había acercado a ella? Las rodillas del desconocido se le clavaban en el vestido, pero no se había percatado de que se hubiera movido.
—¿A qué se refiere cuando habla de «sabiduría ancestral»?
—Algunos nos llaman «infieles» o «paganos» porque creemos en el poder que brota de la naturaleza y lo buscamos con nuestros rituales. Muchos cristianos se han beneficiado de ese poder y nunca nos denunciarían, pero tampoco pueden defendernos porque correrían el riesgo de ser acusados. —Se encogió de hombros—. Nos vemos obligados a llevar una vida reservada.
La voz del brujo se había teñido de amargura, y Chloris intuyó que había compartido algo muy importante para él. Sus ojos se habían oscurecido de enojo, pero también de tristeza.
No obstante, su expresión cambió de pronto.
—Ya basta —dijo con una leve sonrisa—. Ahora ya nos conocemos un poco mejor. —Ladeó la cabeza—. Hay rituales que aumentan tanto la virilidad como la fertilidad. —La miró de arriba abajo—. Si quiere, yo mismo puedo realizar los rituales para ayudarla.
Se había acercado tanto que ella sintió el calor de su cuerpo a través de la ropa, pero le hablaba en susurros, lo que la hacía sentir más cómoda que durante la descarada conversación de hacía un rato.
—¿En qué consisten esos rituales?
—Tendría que tocarla.
Por su expresión, Chloris supo que se refería a algo más que darle la mano. ¿Podía permitirle esas libertades a un hombre tan atractivo?
Necesitaba más información.
—¿Por qué tiene que tocarme?
—Para evocar la esencia de la primavera y dirigirla hacia su interior.
Las palabras que el hombre acababa de musitar la afectaron de un modo muy extraño. Sintió calor y debilidad en las piernas.
Los ojos de él se encendieron de repente. ¿Sería el reflejo de las brasas de la chimenea?
—Al atraer la esencia de la naturaleza, conducimos el don del nacimiento y el renacimiento. —Levantó una mano y se la mostró. Brillaba, como si estuviera sosteniendo el sol en la palma de la mano.
Chloris contuvo el aliento al darse cuenta de sus intenciones. Pretendía demostrárselo en ese momento.
Un instante después, el brujo empezó a hablar, pero ella no entendió nada de lo que decía. Repitió la misma frase varias veces en un susurro. La estaba mirando con tanta intensidad que Chloris era incapaz de apartar los ojos.
Sintió un repentino calor en el vientre. Al bajar la mirada, vio que la mano del brujo estaba extendida delante de su falda, justo delante del lugar donde ardía por dentro. Cuando él movió ligeramente la mano y repitió las palabras una vez más, el calor pareció agitarse y aumentar de intensidad. Le temblaron los muslos y sintió un cosquilleo en sus partes íntimas.
Fue una sensación tan carnal e inesperada que echó la cabeza hacia atrás y se tambaleó.
«Me voy a desmayar».
Él sopló sobre la piel desnuda del cuello que había quedado al descubierto cuando ella había echado la cabeza hacia atrás. Aunque sopló con suavidad, Chloris sintió como si una brisa pasara entre los árboles para llegar hasta ella. Una brisa aromática, como si hubiera atravesado un árbol cargado de flores como la que él le había retirado antes del pelo.
El corsé casi no la dejaba respirar. El pánico se apoderó de ella.
—No, no puedo…
—Silencio.
Él dio un paso atrás, rompiendo la conexión. Cuando volvió a mirarla, sus ojos habían recuperado su aspecto normal.
—Váyase y piense en lo que hemos hablado y en lo que ha pasado.
Oh, sí. Pensaría en lo que había pasado, siempre y cuando fuera capaz de salir de allí y recuperar el juicio. Apenas podía andar de lo mucho que le dolía y le palpitaba el vientre.
Buscando el pomo de la puerta con torpeza, balbuceó unas palabras de agradecimiento, lo único que fue capaz de decir. La demostración de poder mágico que acababa de presenciar la había dejado sin habla.
Por suerte, dio con el pomo y la puerta se abrió con facilidad.
—¿Señora Chloris?
Conteniendo el aliento, se volvió lentamente hacia él.
—¿Sí?
—Quería saber si podía fiarme de usted. Mi instinto me dijo que sí, y luego, cuando la toqué…, supe que podía confiar plenamente en usted. Por eso le quité el guante.
Ésa había sido la razón. Chloris sintió un cosquilleo en la palma de la mano al oírlo, y supo también que la estaba informando de algo mucho más profundo que una simple cuestión de confianza. ¿De qué se trataría? ¿Estaría intentando decirle que podía conectar con ella de manera íntima sólo con tocarla? ¿Que era capaz de leer sus pensamientos acariciándole la piel de la muñeca?
—Ya veo —comentó ella con voz temblorosa.
—El tacto nos da mucha información —siguió diciendo él con voz grave y sugerente—. Imponiendo mis manos sobre usted, sería capaz de hacer realidad sus deseos.
«¿Deseos?» Sofocada, Chloris trató de hallar la respuesta adecuada sin éxito.
Él le dirigió una sonrisa de medio lado.
—Ya sabe dónde encontrarme.