20
Sentada a la mesa durante la cena, Chloris observaba a su esposo con curiosidad distante. Y se percató de que no lo conocía muy bien. Recordó que había tenido esa misma sensación estando con Lennox, pero ahora le parecía que conocía al brujo mucho mejor que a su propio marido. Era por la cercanía que proporcionaba la intimidad que habían compartido. Con Gavin Meldrum nunca había existido intimidad alguna.
Gavin era un hombre de aspecto severo que nunca sonreía. Llevaba una barba bien recortada y peluca, como correspondía a su estatus de terrateniente, pero era una peluca sencilla. Solía vestir con ropa seria, oscura. Le parecía que era la vestimenta adecuada para ir a cobrar los alquileres y las rentas a los arrendatarios. Por esos días, Gavin era propietario de una gran cantidad de inmuebles y fincas. Pero, aunque tenía trabajadores que podrían ocuparse de recaudar las rentas, prefería hacerlo personalmente. En el pasado, Chloris había tenido a menudo la sospecha de que Gavin disfrutaba viendo a los pobres arrendatarios suplicarle clemencia cuando no tenían el dinero suficiente para pagar, pero se decía que eran sospechas crueles e infundadas. No sabía lo que ocurría entre Gavin y sus arrendatarios. Lo único que sabía era que, sin las propiedades de su esposo, muchos habitantes de la ciudad y sus alrededores no tendrían dónde vivir.
—Tamhas te envía recuerdos —dijo Chloris, tratando de iniciar una conversación.
Gavin asintió con la cabeza y siguió comiendo.
Ella tomó un bocado de faisán rustido y lo acompañó con un poco de vino. Tenían que hablar. Su plan era empezar por temas más agradables antes de pasar a la cuestión que le quitaba el sueño.
—Jean está bien. Nos hicimos buenas amigas durante mi estancia en Saint Andrews.
Gavin le devolvió la mirada un instante, pero permaneció en silencio.
Era la primera vez que lo veía desde la noche anterior. Parecía decidido a ignorar su presencia, y Chloris sabía por qué. Esa mañana había interrogado a Mary y ella le había contado que el señor había salido de la casa temprano. Aunque claramente incómoda, la criada también había respondido al resto de sus preguntas. La visitante del día anterior se había marchado a medianoche, pero en otras ocasiones durante la ausencia de Chloris se había quedado a dormir allí.
Gavin había vuelto a casa para cenar, y era obvio que no tenía intención de mencionar ni el inesperado regreso de su esposa ni la escena que ésta había presenciado a su llegada. Chloris estaba segura de que la mujer le había contado luego lo que había pasado. Y si Gavin le había preguntado a Mary, sabría que era ella la inesperada visita.
Cuando entró en el comedor, él no hizo ningún comentario. Actuó como si su esposa no acabara de pasar semanas fuera de casa. Tampoco le había preguntado por su salud, la teórica causa de su viaje a Saint Andrews. Chloris sonrió al darse cuenta de lo irónico de la situación. Ella preocupándose por su salud cuando a su esposo lo único que le interesaba era sacarla de casa para poder acostarse tranquilamente con su amante. Al parecer, tener que desplazarse a la otra punta de Edimburgo para verla le resultaba tedioso. Prefería disfrutar de ella en su casa. A Chloris no le pareció tan mala idea, después de todo. Si así lo quería, que así fuera.
Los criados entraron en el comedor con un nuevo plato y volvieron a salir. Chloris se armó entonces de valor y preguntó:
—¿Y tú?, ¿cómo has estado en mi ausencia?
Gavin la miró con frialdad, observándola como si fuera un objeto. Por supuesto, eso era para él: un recipiente incapaz de albergar su semilla. ¿La habría visto siempre así?
Él asintió.
—No he estado mal.
—Estoy segura de que la compañía de tu amante ha hecho que mi ausencia fuera más llevadera.
La tensión en la habitación aumentó bruscamente.
Dejando los cubiertos ruidosamente sobre la mesa, Gavin se limpió la boca con la servilleta y le dirigió una mirada de advertencia.
—¿Tienes algo que decir?
—Te lo pondré fácil. Me marcharé y dejaré que tu amante ocupe mi lugar —respondió, aparentando tranquilidad, aunque tuvo que sujetar la copa con más fuerza para que no le temblara la mano.
Los ojos de Gavin se encendieron de rabia. Y, tras soltar la servilleta bruscamente sobre la mesa, respondió:
—No, no lo harás.
Chloris respiró hondo para no acobardarse.
—Está claro que prefieres estar con tu amante antes que conmigo. No estoy cuestionando tus motivos ni quiero discutir. Me apartaré discretamente para que hagas lo que quieras.
Él sacudió la cabeza.
—No seas ridícula. Tengo una reputación que mantener.
—No parece que tu reputación te preocupara mucho cuando traías a tu amante a casa.
La mirada de desprecio que él le dirigió fue acompañada de una media sonrisa irónica. Por supuesto, las infidelidades sólo hacían aumentar la reputación de un hombre, pero si una mujer se atrevía a hacer lo mismo, la sociedad la condenaba. Aunque la cama matrimonial se hubiera vuelto un páramo helado, la mujer no tenía derecho a encontrar calor y consuelo en los brazos de otro hombre. El hombre, sí. Chloris estaba cada vez más tensa. Había confiado en que Gavin encontrara razonable su propuesta. No tenía ni idea de adónde iría cuando se fuera de casa, ni cómo se ganaría la vida, pero sabía que no podía seguir viviendo de esa manera. Su matrimonio era una farsa.
—En estas circunstancias, no puedo quedarme.
Gavin arrastró la silla de madera maciza. Apartándose un poco de la mesa, cruzó una pierna sobre la otra.
—Te prohíbo que te vayas.
La sonrisa petulante se hizo más amplia, lo que le indicó a Chloris que estaba listo para pasar al ataque.
El corazón se le desbocó. ¿Cómo habían podido torcerse tanto las cosas en un instante?
Chloris se levantó tan precipitadamente que la silla cayó al suelo a su espalda. Antes de que hubiera acabado de darse la vuelta, Gavin ya se había levantado y la estaba persiguiendo. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, su marido la agarró por detrás. Sujetándole los brazos, la atrajo hacia sí.
—Te quedarás en esta casa y me darás un heredero —le gritó al oído. Le apretó los brazos con más fuerza, forzándole los hombros y obligándola a arquear la espalda.
—Preferiría que tu amante se encargara de esa tarea.
En ese momento recordó lo que le había dicho Lennox. ¿Y si no fuera ella la estéril, sino su marido? No había ninguna garantía de que el hijo que había concebido su primera esposa fuera de Gavin. Al parecer, su amante tampoco le había dado hijos. De ser así, ya lo habría anunciado a los cuatro vientos. La rabia se apoderó de ella por no haberse dado cuenta antes. Su amante tampoco se había quedado embarazada. ¿Sería para eso para lo que quería que viviera con él? ¿Para tener más posibilidades de dejarla preñada? Si la hubiera dejado encinta durante su ausencia, ¿la habría dejado exiliada en Saint Andrews para siempre?
Las manos de Gavin la agarraban con tanta fuerza que parecían grilletes. Cuando la sacudió, le dobló los hombros. Chloris ahogó un grito de dolor. Por un instante, pensó que quería romperle los brazos, pero luego la soltó. Chloris chocó contra la pared, desde donde fue deslizándose hasta llegar al suelo.
Levantó la cara para mirarlo.
—Si ella se queda embarazada antes que tú, yo mismo te echaré a la calle, pero te prohíbo que me humilles delante de la sociedad marchándote de casa sin una buena razón.
Agarrándose a una silla cercana, Chloris se puso en pie con dificultad. Tras apoyarse en la pared, enderezó la espalda antes de enfrentarse a él.
—Ya tengo una buena razón para dejarte.
El brillo duro y crispado que iluminaba los ojos de Gavin se intensificó.
—Te lo advierto una vez más. Haré que te aten un peso a los pies y te tiraré al río antes de que amanezca si se te ocurre negarme mis derechos conyugales.
No era la primera vez que la amenazaba de esa manera. Chloris sabía que los hombres de Gavin no dudarían en cumplir sus órdenes. Eran tipos duros y crueles que lo acompañaban en ocasiones a exigir el pago de los alquileres.
—Hazlo. Vivir así no vale la pena. —Era la verdad. De hecho, ella misma se arrojaría al río antes de tener que seguir viviendo de ese modo.
—Zorra desagradecida. Te he dado un hogar y una vida de lujos con la que cualquier mujer estaría satisfecha.
—Sí, muchos de los cuales compraste con el dinero de mi dote.
Gavin fingió no haberla oído.
—Si no te quedas embarazada antes de que acabe el verano, te echaré de casa. Estar sola, abandonada y sin hogar no es una perspectiva muy halagüeña. Más te vale abrirte bien de piernas y rezar para no ser estéril.
—Prefiero vivir en la calle que volver a recibirte en mi cama.
—Pues me recibirás, aunque tenga que atarte y amordazarte.
La nueva amenaza no la sorprendió. Gavin era un hombre frío y egoísta incluso en sus mejores momentos. Ahora amenazaba con forzarla. En otra época, sus palabras la habrían aterrorizado, pero en esos momentos sólo lograban enfurecerla.
—Deduzco que tu amante tampoco ha sido capaz de darte un hijo —le espetó.
Furioso, él le cruzó la cara de una bofetada.
El golpe fue tan fuerte que el cuello de la joven se torció y su cabeza chocó contra la pared. Durante un instante, el dolor fue intenso, pero luego se convirtió en algo sordo y tolerable. Tenía ganas de llorar pero las contuvo, sacando fuerzas y determinación de su sufrimiento. Lo miró con la cabeza alta. Era como si se hubiera quitado una venda de los ojos. Ahora lo veía todo con claridad. Su esposo le había hecho pagar sus inseguridades y conflictos internos haciendo que se sintiera culpable de no darle un heredero. Era él el que estaba desesperado, no ella.
Los ojos de Gavin se oscurecieron más que nunca. Volvió a levantar la mano. En otra época, Chloris se habría acobardado y le habría rogado clemencia, pero sospechaba que eso sólo servía para incitarlo a continuar. Enderezando la espalda, negó con la cabeza.
—No me vas a pegar más, Gavin.
Él le dirigió una mirada indignada, cargada de odio.
Chloris permaneció firme. Había cambiado. Se había convertido en una persona madura, segura de sí misma. Era más fuerte y había florecido de un modo mucho más amplio del que había buscado al dirigirse a Somerled aquella fatídica noche.
Mirándolo fijamente, añadió:
—Sólo los cobardes pegan a las mujeres.
La mano levantada de Gavin temblaba de rabia.
—Ve a tu habitación y prepárate para recibirme —le ordenó con los dientes apretados.
—Ya te he dicho lo que pienso y no he cambiado de idea. Ve a acostarte con tu amante. —Sin darle tiempo a responder, Chloris se volvió y salió del comedor.
Subió la escalera a toda prisa y despidió a la doncella, que la esperaba en la alcoba. Necesitaba estar sola. Cuando la sirvienta hubo salido, cerró la puerta con llave. En circunstancias normales, esa llave nunca se usaba, excepto cuando Gavin iba a acostarse con ella.
Sabía que una llave no sería suficiente para mantener a su marido alejado si se proponía entrar, pero al menos ganaría algo de tiempo.
Los oscuros muebles de la estancia le conferían un aire sombrío, más deprimente de lo habitual. Mientras se desnudaba y se ponía el camisón, miró las llamas de la hoguera y deseó estar muy lejos de allí. Apagó las velas excepto una, que dejó sobre la mesilla de noche. Sentándose en la cama, se quedó mirando la puerta. Sabía que Gavin acudiría. Efectivamente, no había pasado ni una hora cuando la manija de la puerta se movió.
Chloris sabía que, tarde o temprano, tendría que enfrentarse a él, pero no esa noche si podía evitarlo. Sabía que, durante los minutos que había pasado solo, su furia se habría multiplicado.
Al ver que la puerta estaba cerrada con llave, Gavin empezó a golpearla con el puño.
Chloris se rodeó el pecho con los brazos y comenzó a balancearse ligeramente adelante y atrás. Tenía miedo de que la puerta no aguantara los golpes. Por suerte, resistió.
Lo oyó maldecir en voz alta y, luego, bajar la escalera a toda prisa.
—Hacia la cama de su amante —murmuró.
«Por favor, por favor, que se quede embarazada».
A pesar de su silenciosa súplica, Chloris era muy consciente de la realidad de la situación. Si su esposo no podía tener hijos y su amante no se acostaba con nadie más, ese suplicio podría alargarse eternamente. Se metió en la cama y se tapó. No hacía frío y el fuego ardía tranquilo en la chimenea, pero se estremeció al recordar las palabras de Gavin.
Por la mañana, empezaría a buscar trabajo. Preguntaría a sus amigos. Era una mujer bien educada, y tal vez alguien la contrataría como institutriz. Recordó que una conocida había buscado una profesora para sus hijos no hacía mucho tiempo. La profesora era una viuda con dificultades económicas. ¿Encontraría algo parecido? Tenía que hallar una manera de huir de ese matrimonio y construir una vida sencilla pero honesta por sus propios medios.
«Una vida honesta». Ésas habían sido las palabras de Lennox. Qué equivocada había estado pensando que las apariencias, los votos y la fidelidad eran cosas sagradas. Había estado viviendo una mentira.
Mientras la llama de la vela parpadeaba y se debilitaba, Chloris dejó que sus pensamientos fluyeran, alejándose del infierno que la esperaba y sumergiéndose en los recuerdos de la primera noche en Torquil House, cuando Lennox había encendido una hoguera en su interior al tocarla.
Él la había animado a florecer como las flores que se abren al sol. Y él era el sol. La pasión que había desatado en su interior esa noche no era nada comparada con la que descubrió en las siguientes citas. Al notar que se le llenaban los ojos de lágrimas, cerró los párpados. Pronunció el nombre de Lennox una y otra vez. Sin saber por qué, su nombre la calmaba. Se lo imaginó quitándole el guante la noche que se conocieron y deseó no haber estado casada. Si no lo hubiera estado, cuando le propuso irse con él, habría aceptado su oferta sin sentirse atada por cuestiones morales.
De una cosa estaba segura: nunca volvería a haber un hombre como él en su vida. Su corazón latía por él y por nadie más que él.
Aunque no volviera a verlo nunca más, su corazón siempre le pertenecería.